Resumen
En este escrito se tematizan brevemente tres aspectos de la obra del pensador rumano-francés Emil Cioran. Por un lado, se esboza la crítica que realiza a la filosofía pretendidamente objetiva. A juicio suyo, no hay ideas inocentes pues éstas están animadas por un sin número de desvaríos. Por otro lado, se hace referencia al estilo subjetivo de la escritura cioraniana y como ésta es, en el fondo, una crítica a la filosofía académica. Finalmente, se insiste en la función del escepticismo como un ejercicio de salud mental.
Palabras clave: objetividad, heterodoxia, herejía, subjetividad, escepticismo, literatura.
Abstract
In this written are briefly thematized there important aspects of the ruman-french writer Emil Cioran. On one side, it is outlined the review he realizes to objective philosophy. In his opinion there are not innocent ideas because those are animated for countless ravings. On the other side, it makes reference to subjective style of Cioran writings, and how this is a review to academic philosophy. Finally, it is insisted in skepticism function as a mental well-health exercise.
Keywords: objectivity, heterodoxy, heresy, subjectivity, skepticism, literature.
Cual marioneta, pensabas que tú tirabas
de los hilos, pero también eras una figura entre otras.
¿De qué otra forma se puede sobrevivir?
Roland Jaccard[1]
En raras pero afortunadas ocasiones la literatura —a veces también la filosófica, a pesar suyo, debo confesarlo— refleja nítidamente la fisonomía de los ideales (malditos de ellos) que ordenan el mundo y nos condenan a servirles cual mocitos, sin preguntar siquiera. En efecto, el fundamento y fuerza de cuanto nos esclaviza yace oculto en el inmisericorde ideario de la política, la moral y la economía. Principalmente en esta última, pues, hundidos en el inmenso mar de mierda que se nos vende como vida -la mayoría- somos arrastrados por la letrina del capital. O, lo que es lo mismo, somos deglutidos y excretados cual naderías mercantiles cuya principal (si no es que única) función se reduce a venderse por unas cuantas monedas que apenas permitan comprar más tiempo para continuar malviviendo.
Trabajar y morir: a esas dos funciones reduce la vida el discurso práctico del Capital. Vivir ha pasado a ser una suerte de suceso histórico financiero controlado en su desarrollo por un cúmulo de instituciones que administran la muerte. Muerte en vida de los sobrevivientes que creemos estar vivos tan sólo por ser educados cuidadosamente en la confusión de la vida con la sobrevivencia.[2]
Hace escasos dos siglos Karl Marx denunciaba –para desgracia nuestra, con tino infalible- que las ideas reinantes son patrimonio exclusivo de quienes reinan: a través de la crueldad y la mentira un puñado de rapaces hunden en la miseria a millones. Por supuesto que éste no es un fenómeno reciente, probablemente ha sido así desde que los monos calvos sustituimos el pelo por la ladina verbosidad. Por desgracia, cuanto cae bajo las garras del ideario instituido es tragado por las inmensas fauces de la miseria y la idiocia. “Demiurgos improvisados, de persistir en nuestros sueños, corremos el riesgo de convertirnos en un hato de fantoches y de marionetas gozosamente sometidos a una esclavitud irreversible, ya sea en nombre de una Fe o de una Idea”.[3]
I
En este sentido, Cioran nos advierte del matadero que aguarda a las masas ingentes que, renunciando servilmente a su inteligencia, arrastran una disposición de ánimo para servir y no para criticar. Cegados por fruslerías, miríadas de obedientes están sentenciados a morir al servicio de hueras ilusiones, cual vacas mansas arreadas al matadero. “Y es que, precisamente, uno puede llegar a tomarle gusto a la tiranía, pues sucede que el hombre prefiere pudrirse bajo el miedo antes que afrontar la angustia de ser él mismo”.[4] La fe mayoritaria en los ideales captores (además de dar cuenta del inverosímil síndrome de Estocolmo del podrido orden social) es fiel revelación de quienes, con la mezquindad más pura, tornan miserable el mundo. “La injusticia constituye la esencia de la vida social. ¿Cómo adherirse entonces a alguna doctrina? La miseria lo destruye todo en la vida; la transforma en algo repugnante, odioso, espectral”.[5]
Como los más de los descreídos sabemos —o al menos sentimos, pues sólo puede saberse cuánto de veras se siente—, las ideas captoras se guardan de ser siempre las mismas gracias al embuste de usar distintas máscaras. Tras la apariencia de lo nuevo, disimulan lo manido: rostros diversos del eterno becerro de oro. Sin embargo, por más novedoso que parezca el régimen de ideales que padecemos, continuamos haciendo lo mismo: a pesar nuestro ayudamos a perpetrar la miseria. Y como a casi nadie le apetece sustraerse a la ficción (porque todo marcha tan aprisa, el ideario captor sólo se mueve para permanecer quieto), se cae en el vertiginoso extravío de ser simple peón en el tablero del delirio. Por ello, a juicio de Cioran, nunca se insistirá lo suficiente en que no hay ideas puras ni inocentes. Son las mezquindades de sus emisarios las que asesinan: en nombre de sus intereses condenan a multitudes a la penuria y a la muerte.
En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado… Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas.[6]
Llegados a este punto, es obligado señalar que a mediados de la década de los treinta, Cioran, junto con algunos de sus amigos de La generación del veintisiete, simpatizó con los desvaríos ideológicos de la tristemente célebre Guardia de hierro: movimiento nacionalista y antisemita. En esta convulsa etapa escribió La transfiguración de Rumania, libro en el que —imitando los averíos mentales de Hitler— ansiaba la redención de su pueblo apelando a un nacionalismo demencial. “Confiada a fanáticos visionarios, exaltados y locos, Rumania podría sorprender al mundo, yo estoy absolutamente persuadido de ello. ¡Qué país podría ser Rumania si las fuentes fueran, no solamente lúcidas, sino también fanáticas!”.[7]
Contrariamente a lo que algún lector incauto podría sospechar, Cioran sufrió la fiebre del fanatismo ideológico por un lapso considerable de su vida (poco más de diez años, aseguran sus biógrafos). No obstante, una vez recuperado de su insania mental, orientó su lucidez a vengarse contra cualesquiera ideologías y asideros mentales: sus viejas quimeras fueron pisoteadas por sus implacables dudas. (No sería del todo errado considerar a su obra francesa como un ajuste de cuentas con sus antiguos ídolos.) A su antiguo patriotismo, por ejemplo, lo lapidó así: “El amor del país es lo menos espiritual que existe, es la expresión sentimental de una solidaridad animal. Nada hiere más la inteligencia que el patriotismo. El espíritu, al refinarse, asfixia a los antepasados en la sangre y borra de la memoria la llamada de la parcela de tierra bautizada —por falsa ilusión fanática— patria”.[8] A Hitler, por otro lado, no se cansará de llamarle fanático imbécil.
Cabe mencionar que Cioran fue contemporáneo de las atrocidades perpetradas por los nazis, quienes le arrebataron a su mejor amigo: “Fondane, un judío rumano, era mi mejor amigo… murió en Auschwitz, era muy célebre en Francia antes de la guerra. Se quedó en su casa, en lugar de esconderse, y lo apresaron, era uno de los tipos más interesantes que conocí en París”.[9] Aunque son contadas las ocasiones en que Cioran se permite el desliz de hablar acerca de su obra (palabra para él nauseabunda), cuando se refiere a La transfiguración de Rumania, lo hace con vergüenza. Inclusive, ese texto le parece el engendro de un chalado. Muestra de ello son las líneas que en una carta de 1973 le escribe a su hermano Aurel: “Para mí la época en la que escribía La transfiguración… me parece increíblemente lejana. Algunas veces me pregunto si fui yo el que escribió aquellas divagaciones que se citan tanto. El entusiasmo es una forma de delirio. Nosotros padecimos esta enfermedad y nadie quiere creer que nos curamos”.[10]
II
Ahora bien, no es posible comprender el núcleo de la indigencia actual —y, por actual, eterna— prescindiendo de las letras clarividentes. No obstante, de ordinario suele recomendarse, de manera tan pedante como perversa, no interpretar literalmente a la literatura lúcida: a no ser que se tengan aires de desequilibrado, alegan los meditabundos intelectuales, siempre tan equilibrados como obedientes del cotilleo idiotizante. De ahí se sigue que, cual voz de Casandra, la lucidez sea amordazada y mirada con glacial encono, en especial por los opresores y su horda de lambiscones.
Los serios horrores develados por la clarividencia literaria se vuelven indoloros a condición de no tomarlos en serio puesto que, o se conjeturan como torpes habladurías, o —¿en el mejor de los casos?— son reducidos a ingeniosas fábulas: producto del extravío de la razón y del libre vuelo de la imaginación —claro está. Sin embargo, lo hermoso de la lucidez es que también bromeando dice veras (y quizá lo muy de a de veras): sus diagnósticos, pese a ser tasados por el tropel de cultos como alegatos de Perogrullo, permiten entrever la falsía constitutiva de cualesquiera mansardas mentales. He aquí el meollo de la cuestión: el desdén por la literatura lúcida, que a primera vista es estimado como un proceso de lo más sesudo, oculta el fraudulento cambiazo de la idiocia en lo razonable. Bajo esta imbécil lógica la inteligencia es reducida a mero atavío de un régimen que la condena a musitar en silencio.
Gracias a esta inexplicable mutación el mecanismo de la irreflexión se torna explicable: la no literalidad de las letras lúcidas significa el éxito (por fortuna nunca definitivo) de la estulticia y una estocada (siempre reversible) a la cordura. Desde luego que el imperio de la estupidez reinante es cualquier cosa salvo bienintencionado: sus ideales, montados con un sadismo tan metódico como sempiterno, son eficaces instrumentos de tortura en manos de terroristas, pues, les permiten administrar el caos, la muerte y la miseria con sistematicidad rayana en la demencia.
Para que el camelo dictatorial no sea desmontado es necesaria la inverosímil huída hacia la idiotez, cada vez más generalizada. (Merece la pena recordar que fueron los griegos quienes acuñaron el término idiotés para referirse a aquellos que no participaban en los asuntos públicos y carecían de pensamiento crítico). La ceguera voluntaria es el complemento y envés de la idiocia: la perdición estriba en la indolencia de no sentir el yugo aplastante. En suma, sólo se ingresa en el feudo de la idiocia normalizada (y normalizante) mediante convenciones falaces y merced al entorpecimiento de la reflexión.
Felizmente, la cordura —aunque herida— se niega a sucumbir y por momentos logra respirar a través de sus llagas, siempre vivas… siempre abiertas. Ahora bien, junto con Friedrich Nietzsche, María Zambrano, Fiodor Dostoyevski, Oskar Panizza, Iris Murdoch, Albert Cossery, Stig Dagerman, Fernando Pessoa, Octavio Paz, Agustín García Calvo, Fernando Savater, Emil Cioran —entre muchos otros—, estimo que la filosofía se enmarca dentro de la literatura lúcida. (El enlistado anterior es arbitrario, desde luego, producto de mis inclinaciones personales más que de criterios estrictamente objetivos. Podría ampliarse tanto como cada cual lo desee; no obstante, espero que, en la medida de lo posible, quede claro a qué me refiero).
En tanto que el pensador se aventure a expresar textualmente sus cavilaciones se verá zambullido de modo inevitable en el océano literario. “En realidad, lo que me interesa es subrayar la relación del pensador con el texto en que se expresa; sujeto por las redes del lenguaje, como advirtió Nietzsche, el filósofo también lo está por las de la composición estética: su obsesión, su arma y su límite es la retórica”.[11] He de señalar que la inclusión de la filosofía dentro de la literatura de ninguna manera es gratuita, mucho menos reciente. La rigurosidad de pensamiento no está reñida con la composición estética, por más chocante que les resulte a los vetustos filósofos profesionales.
No obstante, por regla general la filosofía académica —sierva implacable del caos organizado— suele hacer voto de silencio respecto a pensadores viscerales, cuya forma de expresión es literaria, mientras que, a viva voz, ensalza a aquellos de talante sistemático. La tendencia habitual del gremio de filosofantes (desde Aristóteles a la fecha) ha sido tratar de fijar un lenguaje lo más neutro posible o, lo que es lo mismo, lo más libre de ambigüedades y cargas emotivas. Cuanto mayor método y precisión se conquisten en los escritos, mayores serán los laureles otorgados.
El lenguaje objetivo ha sido la piedra filosofal de los intelectuales: es como si éstos, por alguna suerte de alquimia verbal, ansiaran anular las propiedades fundamentalmente subjetivas de las palabras. Sin embargo: “Los juegos de palabras, la ironía, el humor, son una parte de la filosofía como lo son de la vida y quien no quiera entenderlo se tendrá que resignar a redactar esquelas donde se hace un panegírico de la disciplina que se colabora a enterrar”.[12] Huelga decir que los enamorados del discurso objetivo obvian los resortes profundamente extra-racionales que los mueven. Evidentemente, el prurito de objetividad es una obsesión, como cualquier otra. En este sentido, Cioran escribió que: “La objetividad es un ideal más arduo de alcanzar que la santidad, ya que ser objetivo significa estar en conflicto con todos los atributos y sucedáneos de la vida, y no obstante seguir respirando”.[13]
III
Un ejemplo sobradamente conocido del prurito de objetividad nos lo ofrece Platón, acaso por hacer tácita su repulsa hacia los rapsodas, sofistas, aedos y poetas. El filósofo ateniense personifica la atalaya del pensador ansiando desprenderse de su carne poética para acceder diáfano a la filosofía objetiva: es el modelo por excelencia del nudo no desecho entre la abstracción y la imaginación. “Es en Platón donde encontramos entablada la lucha con todo su vigor, entre las dos formas de la palabra, resuelta triunfalmente para el logos del pensamiento filosófico, decidiéndose lo que pudiéramos llamar la condenación de la poesía”.[14] En efecto, la expresión poética es la flor del pensamiento platónico. Su lenguaje nunca esta limpio de la propensión a alegorizar. En todo momento encaminó —¿a pesar suyo?— el maridaje del discurso metafórico con la abstracción filosófica.
En sus Diálogos coligen deliciosamente ensueño y razón: acaece el feliz ayuntamiento entre poesía y filosofía. Dicho enlace es la secuela de la tensión del alma de un poeta que deseó trazar filosofía y no consiguió desprenderse, pese a incansables bríos, de su aliento poético. A decir verdad, dentro de las letras platónicas es imposible separar al filósofo del poeta. El filosofar platónico es fiel reflejo de su lucidez poética y de su poesía lúcida. Sus simposios muestran la imposibilidad de formular un lenguaje libre de ardores. Honestamente hablando, la neutralidad filosófica es impracticable, sólo un espectro -o un charlatán- sería capaz de concebir semejante engendro. Proclamar la deliberación objetiva es mentirse y relamerse en la farsa.[15] Cioran no se cansa de insistir en que es propio de necios defender la objetividad filosófica, pues la objetividad es un atentado contra la propia vida: “Ver lo que es tal como es —es la muerte; ver lo que es tal como debería ser— es la vida. La imparcialidad absoluta y la muerte son uno y lo mismo; el ideal de la imparcialidad es una forma de orgullo perverso que ansía lo inaccesible”.[16]
En efecto, las empresas de purismo conceptual —o de cualquier otra laya— son meras engañifas. No hay ideaciones transparentes. Solfear cualquier dictamen es pactar de antemano con los bajos fondos que nos mueven. En cada uno de nuestros juicios patentizamos nuestras impurezas. Aseverar lo contrario es desacreditarse: equivale a la insigne villanía de estafar a las propias entendederas. Sea como fuere, las letras platónicas nos recuerdan que la lucidez y la composición literaria, lejos de excluirse, pueden dar a luz una reflexión tan clarividente como exquisita. No se sabe si convirtiendo al filósofo en poeta o al poeta en filósofo. Para decirlo con Cioran: “Hay muchos seres que han comenzado por el mundo de las formas y han acabado en la confusión; esos seres no pueden ya filosofar más que de manera poética”.[17] (¿Quién podría negar que en la cita anterior Cioran se autodescribió?)
IV
En otro orden de ideas —aunque no del todo—, de entre los pensadores contemporáneos es difícil tropezar con alguno más lúcido y lírico que Emil Cioran. “¡Cioran nunca fue poeta y nunca escribió poesía! Pero pienso que no es necesario escribir poesía para ser de una naturaleza poética. Y, en su caso, esta naturaleza poética se refleja en su manera de crear. La filosofía del pensador rumano tiene raíces en una poesía no escrita, en una poesía silenciosa”.[18] Para decirlo con Octavio Paz: “En una época que ha hecho de la mentira una segunda naturaleza, la lucidez de Cioran cumplió una función primordial: limpiar nuestra mente de ilusiones funestas, crueles quimeras y telarañas intelectuales”.[19]
Es necesario apuntar que el suyo es un caso paradigmático del ambiguo amor-odio entre filosofía y literatura. “A Cioran no le hace falta un escritorio de filósofo, ni libros a su alrededor: no es un pedante «dale que te dale al papel», no es un plumífero, sino un pensador, en la vena de Hamlet y Macbeth, quienes, bajo la presión de los acontecimientos vividos, acceden al nivel reflexivo-sentencioso de pensadores”.[20] Su rechazo a dejarse embelesar por las construcciones de pensamiento pretendidamente objetivas —entiéndase sistemáticas— difícilmente encuentra parangón. Y, es que: “La criatura es por esencia la negación de la objetividad. Cuando logramos atribuir a las cosas y a los seres su valor intrínseco, independientemente de nuestro interés, significa que nos hemos situado al margen de su orden, que el impulso de nuestros gestos ya no proviene de lo viviente”.[21] Cuanto más se indaga, más nítido se torna el talante y personal de las cavilaciones cioranianas.
Cioran, como pocos en la historia del pensamiento, llevó hasta sus últimas consecuencias la máxima délfica del conócete a ti mismo: “Nada de investigaciones, sino investigarse a sí mismo ante todo. ¡Qué nos importan los demás! Sus problemas, en el supuesto de que puedan resolverse los problemas de los demás, sólo podemos resolverlos para nosotros”.[22] La fogosidad de sus letras es un ultimátum en contra del tradicional proyecto filosófico: ponen en entredicho sus arrogancias de imparcialidad y de universalidad. En este sentido, ¿qué importancia puede tener la propia persona para ser investigada? Pues bien, no olvidemos que lo más inmediato somos nosotros y, como dictara el poeta Terencio: nada de lo humano me es ajeno. En efecto, a través de la propia persona pueden vislumbrase asomos de la razón común –y que a nadie pertenece. Entiendo por razón común —siguiendo a Heraclito, a Iris Murdoch, a Agustín García Calvo, entre otros— la insospechada capacidad de dejar hablar, a través y quizá en contra nuestra, razonamientos que cualquiera puede comprender con tal de que no conjeture que le sean propios —¡ni ajenos, por supuesto! Considero que entre las letras cioranianas fulguran asomos del común razonar.
¿De qué otra forma podría explicarse la aparente paradoja de que en las taras de este “escritor privado” reconozcamos nuestras singularidades? Cuanto más se cavila sobre sus textos, resulta más fácil ceder a la tentación de considerar que bajo sus letras se asoman trazas de la razón que a todos nos es común. Cioran, a su manera, fue consciente de ello al aseverar que su pensamiento era cualquier cosa salvo novedoso, ya que sólo se limitaba a vociferar aquello que cualquiera puede discernir. Confiaba en que las personas iletradas —o no leídas— comprendían la vida por lo menos igual de bien que las eruditas. Reiteradamente afirmó que cualquier campesino o vagabundo podía ser más filósofo que un puñado de intelectuales, puesto que los últimos únicamente se arrastran por el éxito y por el dinero. Gracias a su capacidad de instaurar en lo cotidiano problemas eternos y de eternizar vanidades, su obra se torna espejo fiel de las cuitas humanas. La prosa cioraniana constituye más que un simple giro de tuerca en el habitual ejercicio filosófico. Pretende poner a la filosofía patas arriba.
V
Llegados a este punto, es necesario hablar de la duda cioraniana, duda que muy poco, o acaso nada, tiene que ver con teorías estrictamente epistemológicas. “Hoy el problema del conocimiento ha pasado a ser accesorio; lo que está en primer plano es la forma de abordar la vida, la cuestión de cómo soportarla. A fin de cuentas, sólo conozco dos problemas: cómo soportar la vida y cómo soportarse a sí mismo. No hay misiones más difíciles”.[23]
Bien examinado, el escepticismo existencial de Cioran se precipita hacia la rotura de los embelecos que le colmaron de dicha: su duda se vuelve anti-vital en la medida en que corroe los ideales que cándidamente solían embriagarle. “Solamente son felices quienes no piensan nunca, es decir, quienes no piensan más que lo estrictamente necesario para vivir.
El pensamiento verdadero se parece a un demonio que perturba los orígenes de la vida, o a una enfermedad que ataca sus raíces mismas”.[24] Cioran no vacila en subrayar el talante autófago del discernimiento. Después de todo, nada le es más natural que devorarse a sí mismo. “El pensamiento liquida todas las creencias que justifican la respiración y todos los símbolos que postergan la tumba o prolongan la conciencia”.[25]
La duda se fija a la conciencia cual lepra a la carne: resecando nuestras ensoñaciones, nos trueca en despojos, como el pellejo muerto que deja tras de sí la muda de una serpiente. Imposible salir ilesos de una lucidez lacerante.
Si reflexionando bien, he puesto cierta complacencia en destruir, ello fue, contra lo que pueda usted pensar, siempre a mis expensas. Uno no destruye, sino que se destruye uno. Me he odiado en todos los objetos de mis odios, he imaginado milagros de aniquilamiento, he pulverizado mis horas, he experimentado las gangrenas del intelecto.[26]
Clément Rosset, hacia el final de La fuerza mayor expone la cruel antípoda (entre la dichosa inconsciencia y la desdichada lucidez) trazada por el pensador apátrida del modo siguiente: “De todos los problemas que haya podido conocer la filosofía, el que aquí plantea Cioran es sin duda el más grave y el más serio: ¿hay alguna alianza posible entre la lucidez y la alegría?”.[27] La respuesta no puede ser más que negativa. “Conocimiento y regocijo no son en absoluto términos correlativos. Conocer es desenmascarar, hacer vacilar cimientos, encaminarse triunfalmente hacia el vértigo, y ése es el único ingrediente positivo que dicha actividad implica”.[28] Es importante precisar que al interior de las letras cioranianas no hay concordia entre conocimiento y júbilo, sino hostilidades intestinas. “La conciencia es un vacío en el delirio de la vida, una protesta contra sus ilusiones, una herida abierta en el seno de los engaños vitales. La ebriedad de la existencia había logrado convencernos de que la vida lo es todo; ¿para qué vino la conciencia a despertarnos de un error de fondo, indispensable para los mortales?”.[29] En suma, el escepticismo existencial es el deslizamiento hacia una lucidez estéril y es radical en tanto que pudre las raíces de la cándida vitalidad.
VI
En efecto, los textos de Cioran hieren, pero también pueden hacer despertar de la ingente somnolencia contemporánea: frente a la inflexible mirada de este hereje del pensamiento, las sólidas certezas se vuelven jirones. “Lo que Cioran dice es lo que cualquier hombre piensa en un momento de su vida, al menos en uno, cuando reflexiona sobre las Grandes Voces que sustentan y posibilitan su existencia; pero lo que suele ser pasado por alto es que la verosimilitud del discurso de Cioran, compromete inagotablemente el tejido lingüístico que nos mece”.[30] Una vez que nos dejamos seducir por su fascinante desengaño –o por su desfascinación-, el entarimado de quimeras, sobre el que con beneplácito solíamos danzar, es tragado por la abismal incertidumbre.
Entre sus lúcidas líneas los fundamentos se desfondan.
- M. Cioran es, sin duda, el más heterodoxo de los pensadores actuales. Un heterodoxo de la heterodoxia, un hereje dentro de la herejía. Negador puro, disidente de todos los sistemas, disconforme con todas las doctrinas, no es de los que destruye para compensar con otra cosa lo destruido, sino para dejar al hombre consigo mismo, para hostigar su buena conciencia.[31]
Y si de sus letras no cabe alumbrar renovados ensueños para suplir a los abortados —porque su labor de zapa desemboca en la quiebra de los edificios dogmáticos—, ello no impide que, por ventura, pueda descubrirse la falsía de las engañifas dictatoriales. Para denunciar la falsedad de lo aparente no hace falta tener verdad alguna: acaso ésa es la mayor sinceridad de que es capaz el pensamiento lúcido.
VII
De ahí el apremio por penetrar en el derrotero de sus textos. Sobre todo si aspiramos a rajar las férreas garras de los trampantojos dominantes, cuyos delirios son enaltecidos artículos de fe por obedientes parroquianos. Ahora bien, Cioran, situado en las antípodas de la filosofía tradicional, renuncia a asideros mentales inamovibles, objetivos y estructuralmente sistemáticos: apela a alegatos momentáneos expresados —y expresables— merced al aforismo. “Nunca nos bañamos dos veces en el mismo fragmento y la inestabilidad de la palabra fragmentaria es garantía de autenticidad, de respeto por los matices y de la vitalidad de la paradoja”.[32] Según cuenta el pensador apátrida, los aforismos y los fragmentos son honestos en tanto que son conscientes de su fugacidad.
Si sus textos son disgregados es porque su lucidez les impide deslumbrarse con el falso brillo de verdades tan manidas como fatuas. Insisto, el proyecto —ese pleonasmo— de las letras cioranianas sigue el movimiento contrario al encumbrado por la filosofía académica: lejos de crear certezas que nos ayuden a mejor babear, extirpa los quistes mentales sobre los que reposan nuestros desvaríos. Después de todo: “Nacemos para apegarnos a las cosas y a las ideas; vivimos para desaprendernos de unas y de otras. La vida es la muerte diaria de la convicción”.[33]
Independientemente del estilo —por chocante que dicho término resulte—, es menester apuntar que las letras de Cioran reposan más allá de cualquier pesimismo u optimismo. No olvidemos que ambas posturas ideológicas parten de la estúpida confianza en la realización del futuro. Una y otra precisan de la ingenuidad que el pensador rumano-francés repudia. “El futuro está excluido para mí en todos los sentidos; en cuanto al pasado, es en verdad otro mundo. No vivo, hablando propiamente, fuera del tiempo, pero sí como un hombre detenido, metafísica y no históricamente hablando. Para mí no hay ninguna salida, porque carece de sentido que haya una salida”.[34]
Claro que a su desesperanzada esperanza tampoco cabría etiquetarla de izquierdas ni de derechas. “Las personas de derechas me desagradan por la derecha, y las de izquierdas por la izquierda. De hecho, para un hombre de derechas yo soy de izquierdas, y para un hombre de izquierdas, de derechas”.[35] Desde su punto de vista, el ser humano es un mono tan depravado como imbécil, al que le es imposible acariciar cualquier suerte de salud mental o moral. A decir verdad, el único perfeccionamiento indiscutible en el Hombre es su insania espiritual: su innato veneno sólo le permite excitarse con la mezquindad, el terror y la muerte. “Cualquiera de nosotros, abandonado a sí mismo, ocuparía el espacio y hasta el aire y se consideraría su propietario. Una sociedad que se estimara perfecta, debería poner de moda, o hacer obligatoria, la camisa de fuerza, pues el hombre sólo se mueve para hacer el mal”.[36]
IX
Llegados a este punto, tal vez habría de confesar que la mayor valía del ejercicio pensante de Cioran estriba en el deseo de abortar al cruel ideario de farsas que enlutan a nuestros instantes, aun sabiendo que no lograremos desembarazarnos por completo de él. En este sentido, Clément Rosset, sentencia lo siguiente: “En cuanto una locura se esfuma, aparece otra, más fuerte por estar menos mitigada por la práctica, que la reemplaza y, en el sentido más literal del término, la «ocupa». Quien llega a curarse de una manía contrae otra ese mismo día”.[37] Infelizmente, nuestros desvaríos mueren muy lento y nunca del todo; además, siempre nos sobreviven demasiados. A decir verdad, jamás terminamos de liberarnos de nosotros mismos.
Las imperfecciones más patentes de las que se ha «corregido» uno retornan disfrazadas, pero no tan molestas como ates. El trabajo que se habrá tomado uno para deshacerse de ellas no habrá sido, empero, completamente inútil. Tal deseo, alejado durante mucho tiempo, vuelve a reaparecer; pero sabemos que ha vuelto; pero ya no nos lacera en secreto ni nos sorprende desprevenidos.[38]
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Notas
[1] Jaccard, Roland, Cioran y compañía, Moho Editorial, Ciudad de México, 2019, p. 61
[2] Blanco, José, Odisea del liberto, Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 1997, p. 18.
[3] Seligson, Esther, Apuntes sobre Cioran, Conaculta, D.F., 2003, p. 61.
[4] Cioran, Emil, Historia y utopía, Tusquets, D.F., 2012, p. 83.
[5] Cioran, Emil, En las cimas de la desesperación, Tusquets, D.F., 2012, p. 159.
[6] Cioran, Emil, Breviario de podredumbre, Taurus, D.F., 2014, p. 25.
[7] Nájera, José Ignacio, “Cioran y el fascismo”, en Emile Cioran. Lirismo filosófico, “Elementos de Metapolíca para una Civilización Europea, No. 49, p. 57.
[8] Cioran, Emil, Sobre Francia, Siruela, Madrid, 2011, p. 68.
[9] Cioran, Emil, Conversaciones, Tusquets, D.F., 2012, p. 102.
[10] Liiceanu, Gabriel, E. M. Cioran. Itinerarios de una vida, Ediciones del Subsuelo, Barcelona, 2014, p. 45.
[11] Savater, Fernando, Apología del sofista, Taurus, Madrid, 1973, p. 9.
[12] Muñoz Redón, Josep, Good bye Platón, Ariel, Barcelona, p. 13.
[13] Cioran, Emil, Extravíos, Hermida Editores, Madrid, 2018, p. 83.
[14] Zambrano, María, Filosofía y poesía, Fondo de Cultura Económica, D.F., 2013, pp. 13-14.
[15] Cf. Álvarez Lopeztello, José Luis, Emil Cioran: El drama de la caída en el tiempo, JustFiction Edition, Berlín, 2018.
[16] Cioran, Emil, Extravíos, Hermida Editores, Madrid, 2018, p. 83.
[17] Cioran, Emil, En las cimas de la desesperación, Tusquets, D.F., 2012, p. 101.
[18] Dobre, Catalina Elena, Encuentro con Cioran, Corinter, D.F., 2007, p. 38.
[19] Paz, Octavio, Una patria sin pasaporte, Fondo de Cultura Económica, D.F., 2014, p. 30.
[20] Vartic, Ion, Cioran ingenuo y sentimental, Mira Editores, Madrid, 2009, p.
[21] Cioran, Emil, Extravíos, Hermida Editores, Madrid, 2018, p. 82.
[22] Cioran, Emil, Cuaderno de Talamanca, Pre-textos, Valencia, 2002, p. 18.
[23] Cioran, Emil, Conversaciones, Tusquets, D.F., 2012, p. 200.
[24] Cioran, Emil, En las cimas de la desesperación, Tusquets, D.F., 2012, p. 75.
[25] Cioran, Emil, Extravíos, Hermida Editores, Madrid, 2018, p. 101.
[26] Cioran, Emil, La tentación de existir, Taurus, Madrid, 1973, p. 95.
[27] Rosset, Clément, La fuerza mayor, Acuarela, Madrid, 2000, p. 125.
[28] Cioran, Emil, Ejercicios de admiración, Tusquets, Barcelona, 2007, p. 210.
[29] Cioran, Emil, Lágrimas y santos, Hermida Editores, Madrid, 2017, p. 194.
[30] Savater, Fernando, “Sobre E. M. Cioran”, en “Prólogo” a E. M. Cioran, Breviario de podredumbre, Taurus, D.F., 2014, p. 13.
[31] Seligson, Esther, Apuntes sobre Cioran, Conaculta, D.F., 2003, p. 39.
[32] Astier, Ingrid, “Posfacio” a Cioran, Emil, Ejercicios negativos, Taurus, Madrid, p. 224.
[33] Cioran, Emil, Extravíos, Hermida Editores, Madrid, 2018, p. 102.
[34] Cioran, Emil, Conversaciones, Tusquets, D.F., 2012, p. 29.
[35] Cioran, Emil, Cuaderno de Talamanca, Pre-textos, Valencia, 2002, p. 24.
[36] Cioran, Emil, Historia y utopía, Tusquets, D.F., 2012, p. 77.
[37] Rosset, Clément, El principio de crueldad, Pre-textos, Valencia, 2008, p. 79.
[38] Cioran, Emil, El malvado demiurgo, Terramar, La Plata, 2012, p. 69.