Stiegler, melancolía, negatividad

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Canto fúnebre para Bernard

Trad. Maria Konta

 

La muerte de Bernard Stiegler forma parte de su obra.[1] En sí mismo esto no es una excepción rara. No solo las otras muertes forman parte de las obras de la persona desaparecida, sino quizás toda muerte, bien considerada, es parte conmovedora de la obra que toda vida secreta. Sin embargo, en el caso de Bernard Stiegler parece particularmente importante de discernir qué es precisamente esta pertenencia y cómo prolonga la obra, quizás haciéndola bifurcar de una manera singular.

 

La relación del hombre con la muerte —con la muerte en calidad de que es para cada uno su muerte y para todos la muerte de cada uno—juega un papel esencial en la obra de Stiegler ya que es en esta relación que él ve de entrada—desde el principio de El pecado de Epimeteo—que se decida lo que él llama “la invención del hombre”,[2]  haciendo así al hombre mismo una especie de artefacto que precedería y llamaría todas las artefacciones posibles —como sea que llamemos la técnica. Este carácter originario, por tanto, no es nada original en sí mismo: al contrario, indica un defecto de origen. El hombre no se relaciona con un origen— lo que sin duda ni siquiera haría una relación, sino una continuidad o incluso una prolongación: se relaciona con un defecto de origen que se revela en y como el sentimiento de la muerte. El sentimiento, es decir al mismo tiempo la percepción, el sufrimiento y el conocimiento que nutren, como él mismo dice, la “preocupación” en el sentido más fuerte de la palabra: la preocupación, la inquietud —si no la angustia— en la anticipación de un destino que es a la vez singular y finito-singular porque finito y finito porque singular.

 

Este sentimiento de la muerte —este sentirse mortal— conlleva con la invención del hombre la invención por él de los inmortales, de esos dioses con quienes entra en relación de ausencia y de suplencia que hace del hombre técnico.

 

Este sentimiento es “funesto”, escribe de una manera sorprendente, ya que eso significa que está operando lo que atestigua. “Funesto” de hecho significa portador de la desgracia y, en última instancia, de la muerte, como lo muestran las palabras relacionadas “fúnebre” o “funerales”. Todo sucede como si este sentimiento trajera la muerte o condujera hacia ella, cuando más bien parece ser la huella, el rastro o el estigma.

 

De hecho, en una sola expresión inaugural —“Todo, pues, vendrá con el sentimiento de la muerte”— Stiegler hace de este sentimiento el origen del hombre, un origen desoriginado por así decirlo, el origen de lo que se prueba sin origen y, por tanto, también sin otro fin (propósito) que no sea su propio fin (cesación).

 

Este sentimiento tiene un nombre: es la melancolía. Stiegler escribe “el funesto sentimiento de la muerte, la melancolía”. Solo estamos en la página 141 del libro. El motivo de la melancolía —me refiero a este término preciso— no se examinará más a fondo, pero más adelante podremos leer, después de haber pasado por la “melancolía primordial” que simboliza la devoración interminable del hígado de Prometeo —que la “proximidad para siempre alejada” de los inmortales encierra un “arrepentimiento infinito en el que se teje la eterna melancolía de genos anthropos”, expresión tan fuerte como la del “sentimiento funeste”.

 

La melancolía a veces se volverá a discutir en La técnica y el tiempo —por ejemplo, en un estilo inspirado de Barthes, sobre la melancolía de la fotografía. En su prefacio a la reedición de La técnica y el tiempo en 2018 Bernard, recordando un trabajo realizado en el pasado sobre El idiota de Dostoievski y anunciando que este motivo será el del último volumen en aparecer (El pecado que es necesario. Idiota, idioma, idiotez) evoca la epilepsia “una de esas enfermedades mentales que pueden dar a luz al genio— mientras agrega “como la melancolía según Pseudo-Aristóteles” y agrega la referencia a la publicación del texto (además reconocida como siendo bien de Aristóteles). Detalle quizás —o quizás no— sobresaliente: escribe en el título de referencia melancholía, una antigua ortografía que el mismo traductor-comentarista del texto, Jackie Pigeaud, había utilizado en la forma latina Melancholia como título de otra obra. Como si Bernard se entrega involuntariamente a un ligero deslizamiento arcaico en lo que respecta a la relación con el origen perdido.

 

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Aquí no es este rasgo lo que importa, es el de la genialidad. El genio volverá en el texto – como el “genio de las artes” (para traducir enteknè sophia) que Prometeo robó de los Inmortales y luego bajo el título de “el genio de los mesopotámicos más antiguo, más originario que el de los griegos. Del uno al otro, del mito a una protohistoria reconsiderada para hacer retroceder el supuesto “milagro griego” (y se nos ocurre hacer retroceder indefinidamente), aquí el genio lleva la marca (de acuerdo con su nombre, si lo pensamos, pero Bernard no lo explicita) de una anterioridad en el origen que implica un rastro de inmortalidad en el genio humano. Si tenemos en cuenta el papel que jugará el “idiota”, una figura vecina del genio, la idiotez es “un desorden original: una excepción originaria”. Representa en el pecado de origen una “despreocupación, idiotez primordial, fuente de la singularidad y de la libertad finitas”.

 

Por tanto, junto al pecado de origen o en él, incluso como el pecado mismo, estaría el recurso de una otra inicialidad, la de la invención y más generalmente la de actuar (dice Bernard) que yo me permito glosar como la inicialidad de la existencia. La deficiencia del origen también alberga un recurso. Ciertamente no es una compensación, ni una salvación, ni un salto dialéctico. Pero de hecho es el genio del idiota.

 

La melancolía puede ser no solo negra, o esta oscuridad puede brillar con un resplandor extraño, esquivo, pero no obstante indudable. En cierto sentido, esto no nos sorprende: sabemos muy bien que toda la obra de Stiegler está guiada por el deseo de actuar y por la voluntad de creer o más exactamente por esta “necesidad de creer” que toma de Kant como la afirmación más racional de la razón misma. Entonces la razón carece de conocimiento, pero hace de esta falta su fuente más poderosa. “La razón es un pecado necesario” escribe Stiegler.

 

Es la misma lógica que manda el pensamiento del quién (que es básicamente la forma general del idiota o del genio) ya que se presenta sin un pasado en su memoria no porque hubiera sido olvidado sino porque aún está por llegar. Aquí también hay un pecado que se necesita, un recurso esencial que se deriva de una falta en el principio (y de principio).

 

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Que hay una ambivalencia en la melancolía, que lo funesto se mezcla con lo genial, tenemos una confirmación de esto con La era de la disrupción donde encontramos quizás (que yo sepa al menos) uno de los últimos pasajes al respecto. Primero se identifica como el colmo de la “pérdida de la moral” que aquí designa a la cultura, que debe ser cultivada, cuidada bajo pena de desmoralización y desaparición del sentido. Este colmo equivale a una “pérdida de la razón” y ésta lleva “desde Aristóteles” el nombre de la melancolía.

 

Justo antes, el mismo fenómeno fue referido como el “pecado de origen” llamado Abgrund por Heidegger y llamado “desde los griegos hybris, exceso, locura y crimen”. Esto es lo que “constituye el alma noética” en su pecado de origen, y por tanto es también su “riesgo fundamental”. Observemos que, si Heidegger nombra a veces el Abgrund en la Introducción a la metafísica dada aquí como ejemplo por Stiegler, por otro lado, nunca está en relación con el hybris (en general, esta relación no parece apremiante en él). Por supuesto, Stiegler no establece expresamente esta conexión, pero plantea sin lugar a duda una equivalencia entre los dos términos. En otras palabras, esta mínima circunstancia filológica parece delatar un deslizamiento de valor entre el Abgrund, que Stiegler sabe muy bien como característico del ser heideggeriano y “el exceso, la locura y el crimen” al que precisamente el libro en el cual somos se exige cómo escapar.

 

Habría una vacilación de la melancolía a la locura—una vacilación fugaz, que incluso puede parecer debida a un dictado algo apresurado de este pasaje. Pero, por supuesto, debemos señalarlo, así como hemos notado el uso un tanto extraño del adjetivo “funeste”.

 

De cualquier manera, la posibilidad de una duda y de una ambivalencia al borde de la melancolía se confirmará dos páginas más adelante en la misma obra. Hablando de la “valentía neguantropológica” que caracteriza la resistencia a la desmoralización y su derrocamiento, Bernard precisa que esta valentía que “ni niega ni reprime el desastre” “no se hunde en la melancolía (aunque no cesa de hacer la prueba, que por tanto no niega) ”. La repetición del verbo “negar” en unas pocas líneas da una doble indicación: por un lado, la negación del desastre que nos está sucediendo sería análoga o paralela a la negación de la melancolía y por tanto del pecado mortal del origen; por otro lado, si uno tiene que negar la negación en ambos registros, podría estar cerca.

 

La melancolía, uno podría estar tentado a negarla, como niegan el desastre aquellos que lo ven como el progreso continuo de un transhumanismo. Pero para negar la melancolía habría que negar la muerte— esto es también lo que busca el transhumanismo, pero como un futuro posible, mientras que no es posible negar el pecado de origen evidenciado por el sentimiento funeste. No podemos escapar de la adversidad. Sin embargo, podemos no hundirnos, podemos resistir, aunque probemos lo irresistible.

 

Lo que está en juego aquí procede de un paralelismo entre el desastre que se avecina y la pérdida original del origen. Este paralelismo se introdujo sin ser anunciado. Gira tendencialmente a la identificación y este desvío se da en torno a la melancolía. Este no es sólo el “sentimiento funeste”, es también lo que provoca el desastre del Antropóceno: la ruptura del “sentimiento de la existencia” donde se forma “el ser moral” como se dice inmediatamente después. Lo que le preocupa ahora, a saber, la valentía de la resistencia debe, por lo tanto, ser lo más posible —y exigible— en relación con el pecado del origen. De hecho, así es como seremos capaces de entender cómo es un pecado necesario. O cómo el idiota puede ser un genio.

 

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La situación así producida es la siguiente: hasta el punto de la melancolía, el sentimiento incontenible funeste y el sentimiento de la existencia parecen cruzarse, sin encontrarse. El segundo no sabría negar el primero. Pero ¿qué hace con él? Esta es la pregunta que me llama la atención. Surge como la cuestión de la operación u operatividad de la negatividad. Si un pecado es necesario, ¿cuál es la fuente de esta necesidad?

 

Me parece que Bernard está haciendo todo lo posible para plantear esta pregunta, pero no la responde. Me apresuro a decir que no pretendo criticarlo de esta manera. Primero, requeriría un recorrido mucho más meticuloso a través de los textos. En este sentido, sin embargo, podemos advertir que la melancolía, a pesar de su extrema importancia, no es objeto de una problematización expresa. Entonces es muy posible que aquí sea necesario un defecto en la argumentación o en el análisis por razones esenciales o trascendentales: tal defecto es necesario para pasar del abatimiento a la valentía, del nihilismo a la confianza. En otras palabras, se necesita un salto, a la Kierkegaard, y no una deducción continua. Y si esto es así, quizás sea por esto, ya, que la muerte de Bernard pertenece a su obra: como el momento de un pasaje al acto que todos los libros, todas las conferencias, todas las construcciones de conceptos no pueden lograr. Esto es lo que indica, hacia el final del libro, la necesidad de llegar a la imposibilidad misma de cuestionar.

 

¿Cuál es la fuente de esta necesidad? Creo —y digo “creo” con el énfasis de Bernard, que se puede encontrar a partir de la negatividad. Toda la operación llamada negentropía, neguantropía, neguantropología es una operación de negación de la negación. Sin duda tiene lugar en el recurso al pharmakon y, por tanto, a la conjunción de contradictorias. Y Stiegler nunca permitiría que se entendiera como dialéctica ya que está excluido que lleve a una síntesis final. El doble carácter de la melancolía -el sentimiento funeste que también experimenta el sentimiento de existir— responde a la misma exigencia.

 

Pero no debemos equivocarnos con Hegel. No debemos creer que la negación de la negación sería una posición de voladizo. Al contrario, el propio Hegel explica que el tercer tiempo no es un resultado sino un movimiento ininterrumpido. ¿En qué consiste este movimiento?

 

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Paradójicamente, consiste en una “estadía”. El retorno a la negación no sólo de lo que fue negado sino también de su negación misma entabla el movimiento interminable. Esto no se dice solo en Hegel en estos términos abstractos. Esto también se dice en este famoso pasaje del Prefacio a La fenomenología del espíritu, donde Hegel declara que el espíritu no retrocede frente a la muerte, sino que permanece en ella. El modelo cristológico es obvio: se trata de los dos días que Cristo pasó en el sepulcro, este tiempo del que no se dice nada en las Escrituras (que sin embargo indican su duración) pero que dio lugar a la iconografía de Cristo muerto en la tumba sostenido por ángeles. La interpretación hegeliana —desarrollada por él en otros textos— no se encuentra exactamente en la tradición teológica mayor (de cualquier obediencia) aunque no solo corresponde al himno de Johann Rist en otra parte citado por Hegel (“Dios mismo ha muerto”) y también, de manera menos esperada, al comentario de Tomás de Aquino sobre Cristo en la tumba: su muerte, dice, no tiene el carácter de una noche sino de “un día”. Esta muerte luminosa no es otra muerte sino la muerte a secas.

 

En Hegel hay un suspenso de la dialéctica sobre la muerte y en la muerte misma. La estadía del espíritu allí no es simplemente la negación de la finitud y de la transgresión (por lo tanto del pecado) ni la negación de esta negación como infinitud restaurada o adquirida. O más precisamente, si juntamos los textos de La lógica y de La fenomenología, el infinito al que accede el finito es el movimiento, la transformación infinita o si no, el infinito presente incluso aquí, en lugar de la muerte.

 

Pero este lugar no es menos él de la melancolía. El himno de Rits habla de la tristeza y del dolor de saber de la muerte de Dios. Quiero sugerir que Hegel no está tan lejos de Stiegler como él cree. Así como Hegel es el primer pensador de una época “gris” (traducimos: entrópica, o “sin época”), incluso es él quien introduce en la filosofía una melancolía que no debería apresurarse a pensar que se desvanece en el Concepto cumplido. Por el contrario, todo el pensamiento cuyo contorno acabo de esbozar el esquema es, hay que decirlo de nuevo, un pensamiento de estadía: se trata de habitar en la melancolía.

 

Quizás desde Hegel no ha habido ningún pensamiento que rehúya esta necesidad. En este sentido, me gustaría decir que Bernard pasa lo más cerca posible de esta exigencia. Sin duda, en esto también es un continuador de Derrida, pero nuevamente de otras formas y de acuerdo con otra expectativa.

 

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Su propio camino es uno, me parece, de la indecisión sobre la negatividad. Está muy familiarizado con la negatividad del acontecimiento humano (con la melancolía que lo acompaña) pero cuando la ve envuelta en la autodestrucción trata de negarla a su vez. Demasiado sabio para imaginar derrocarla en positividad asegurada, afirma que su realización es imposible (este es el fin de la Disrupción), reclama para ella el estatus del sueño o de la promesa que debe quedar por venir. Sin embargo, también dice que tiene que haber un “salto a una nueva era”.

 

Uno sólo puede –yo no puedo de todos modos— seguirlo y lo mismo cuando habla de “sentido que se convierte en un sin-sentido”. Sin embargo, sigue siendo que la necesidad de melancolía y la necesidad de no evitar su adversidad no da lugar a su propia reflexión. En cambio, habrá ocurrido su muerte brutal, que de repente (es repentino) me hace eco como un eco de la “estadía” hegeliana del espíritu en la muerte. Todo sucede como si —a pesar de las circunstancias físicas que lo agobiaron— Bernard hubiera entendido —o sentido, experimentado, aquí es lo mismo— que mientras buscaba dar el salto a una nueva era, también era necesario saltar, o dar la bienvenida a un salto hacia lo impensable, hacia el pecado irremediable, donde no llega ningún sentido.

 

Así es como su muerte pertenece a su obra, y también significa, de forma inmediata y urgente, que nos confía una tarea. Es como si le oyera decir: ninguna inversión de la entropía (que, de todos modos, es la del sistema solar: habló de ello en su primer libro) puede evitar la estadía melancólica. Dijo: “La melancolía es una experiencia de entropía por pecado”. Frase muy clara y decisiva, pero a la vez enigmática ya que habla de una experiencia por defecto del defecto original. Es imposible experimentar este defecto; pero al no hacerlo posible, la melancolía no le da ni una representación ni una evocación, sino una experiencia. Entonces habría una experiencia de lo que no hay experiencia. Es decir, una experiencia que no tengo pero que me hace (como es el caso de cualquier experiencia real, que no es un acto sino un sufrimiento). Quien así me hace deshaciéndome (privándome, soltándome y así sucesivamente). En la melancolía no habría un presentimiento o fantasía de mi muerte, sino mi propia muerte, algo real sobre mi muerte.

 

¿Qué significa esto, más allá de la observación, hecha por Bernard, de una prueba que no se puede negar? Puede que no signifique nada que se desarrolle en proposiciones filosóficas. Pero se abre, y la muerte de Bernard abre una meditación, es decir una contención (más que una retención y protección) difícil, dolorosa, arriesgada, incontrolable pero imprescindible. Una contención o una estación, ya que los ascensos de los maestros sufíes están marcados con estaciones. No basta con avanzar, con progresar, incluso contra el progreso: también es necesario detenerse, sentir la contención de una estación, quizás el momento de escuchar a Paul Celan dejando que el sentido llegue y se vaya:

 

A través de los rápidos de la melancolía

desfilando bajo el resplandor

por el terso espejo de las heridas pasando

allí descortezados llevan en almadías los cuarenta

árboles de la vida.

 

Única nadadora

En contra, tú

los cuentas, tú los tocas

todos.

 

Notas

[1] Obituario inédito pronunciado en el evento Penser / Panser avec Bernard Stiegler—un salut de La Maison Française de New York University organizado por Emily Apter y Peter Szendy con la participación de Achille Mbembe, Shaj Mohan, Michel Deguy, Divya Dwivedi, Martin Crowley, Katie Chenoweth, Daniel Hoffman-Schwartz, Alexander Galloway, Claire Colebrook, and Jean-Luc Nancy.
[2] Jean-Luc Nancy: “No daré referencias ya que este no es un estudio académico. Además, el contexto siempre permite identificar el origen de las citas. En lo que sigue escribiré “Stiegler” o “Bernard” según si pensaré o más bien sentiré que se trata un poco más del autor o del hombre – para señalar tan bien que en él los dos no son muy diferentes como él mismo señala en varios textos.”