Rostro, ciudad y risa. Isn’t it beautiful?

“CRIME AND PUNISHMENT” NÚM. 51 (JUNIO 1952)

 

Resumen

En las líneas a continuación se pretende presentar a la película The Joker como un referente crítico de la subjetividad contemporánea, para lo cual se ordenaron tres ejes de análisis. El primero se concentra en el rostro del personaje, aventurando un abordaje iconográfico que nos conduce de una irrupción nítida del individuo moderno a la imagen borrosa que tiende a la desaparición de sí. En segundo lugar, proponemos la categoría “espacio” para pensar el posicionamiento de las subjetividades fracturadas. Finalmente, con la risa, intentamos un medio de auto cuestionarse tanto en la actividad social como en el modo en que elaboramos un juicio que se expresa de forma espontánea, es decir ¿qué es aquello que nos mueve a la risa?

Palabras clave: subjetividad, individuo, espacio, ciudad, parresiastés, residuos.

 

Abstract

The following lines are intended to develop an interpretation of the film The Joker as a critical examination of contemporary subjectivity. This interpretation runs along three axes of analysis: The first focuses on the character’s face, we propose an iconographic approach that takes us from a clear irruption of the modern individual to the blurred image suggesting the disappearance of the self. Second, we propose the category “space” to think about the way fractured subjectivities situates themselves. Finally, through the examination of laughing, we try to put a question on ourselves both in social activity and in the way in which we make a judgment which spontaneously expresses the non-conscious grounds of laughing and fun.

Keywords: subjectivity, individual, space, city, parrhesiastes, waste.

 

La película de Todd Phillips, The Joker, como algunos productos de la cultura pop, tiene elementos interesantes para problematizar filosóficamente sobre ellos. Esto es así porque la función de la filosofía es hacer inteligible nuestro mundo, aún en las cosas que parecen más evidentes, de modo que la manifestación más básica o elemental que se presente a la reflexión puede desencadenar un profundo y serio discurso filosófico. Sin embargo, nuestra intervención no busca desplegar una lección de filosofía, aunque consideramos que es posible inferir más de una. Mi propósito es compartir la experiencia personal ante el film, la cual está mediada tanto por el ejercicio de la profesión filosófica, así como por el tránsito generacional por el cual me he apropiado del mundo.

 

Se tiene que decir, siguiendo la intención propuesta, que mi relación con el Joker más que conectar con el personaje del comic, se vincula con la figura del cine. En ese respecto, el impacto más fuerte que ha tenido para mí, y que deseo exponer en el presente escrito, es su carácter crítico. Por eso considero que es necesario hacer esta advertencia, pues el comic de superhéroes nació como un instrumento conservador, ante la prohibición del 21 de abril de 1954, derivada de la intervención en el senado de Estados unidos del Dr. Fredric Wertham, autor de The Show of Violence en 1951 y de Seduction of the Innocent, quien acusaba particularmente al comic de horror de influir en la conducta de los niños e inclinarlos hacia el crimen.[1] Ante las restricciones impuestas a este tipo de publicaciones, nace el comic de superhéroes, con historias más adecuadas para reforzar un espíritu nacionalista en la juventud americana y unas imágenes mucho menos descarnadas que las de podredumbre o el asesinato de las otras historias (la relación del comic con la guerra fría es parte de este fenómeno). Mi punto no es problematizar sobre las influencias posibles o la autoridad de un tipo de creación sobre otra. En breve, ante The Joker percibí una forma de expresión del pensamiento, que sintetiza a la vez que critica a nuestra cultura y sobre ello intentaré desplegar mi exposición.

 

El rostro

 

Llama la atención su rostro. Se maquilla y, sin embargo, el maquillaje se corre por el llanto. Una gruesa lágrima baja por su mejilla y asociada con la luz de la escena genera la impresión de un rostro borroso. El personaje cuyo carácter[2] distintivo es la risa, aparece en el primer cuadro, en la apertura de la historia que está por narrarse, llorando. Para el análisis que proponemos será necesario volver sobre esta primera escena, por lo pronto, más que indagar sobre aquello que motiva el lagrimón que construye esta imagen melancólica, deseamos reparar en el efecto: la imagen que se borra. El rostro que parece desvanecerse. Para nuestro propósito es necesario congelar la escena en sus primeros minutos y contemplarla en su dimensión estética. Con tal ejercicio podemos insertar el cuadro resultante en la corriente de las artes representativas y, específicamente, en la historia del rostro. Podría decirse, en un estudio iconográfico, mucho más que dentro de un esquema psicológico.

 

Renunciamos al intento de un análisis psicológico por una razón que consideramos de peso. El discurso sobre la conducta de los individuos es parte del bagaje de lo que las ciencias humanas han constituido como conocimiento. Sin embargo, tal conocimiento tiene conflictos radicales, puesto que aquello que se conceptualiza ocupa el mismo lugar de quien elabora los conceptos. En otros términos, siguiendo puntualmente a Foucault, estamos ante el “doble empírico trascendental” que designa en Las palabras y las cosas, con lo que el intento de abordar la experiencia humana desde su finitud, con todo el aparato objetivizante que despliegan las ciencias conductuales, nos remiten siempre, a la propia finitud, es decir, al marco específico de sus condiciones de irrupción. No queremos decir que el conocimiento de las ciencias que se ocupan de la conducta no tenga efectividad, más bien que encara grandes problemas al buscar su fundamento. Ahora bien, lo que los discursos psi sostienen, de una manera generalizada, se socializa en la población como verdades poco objetables, por su estatus de conocimiento. Con Norbert Elias, la pretensión de poseer un conocimiento en términos de discurso científico genera una sensación de control, de seguridad, que sin embargo puede ser una fantasía y su efecto un espejismo.

 

Por ejemplo, a la luz de la historia que Todd Phillips nos narra, han surgido voces que desean dar nombre al padecimiento del personaje, para luego convocar a los factores que explican a la “enfermedad”: herencia genética dudosa, un golpe recibido en la infancia, maltrato infantil. Con el registro de esos datos parecen tener un respiro de alivio, incluso sentirse autorizados a ser empáticos con un enfermo víctima de las circunstancias. Sin embargo, la misma historia nos da un punto de quiebre, que en el presente ensayo tomamos en sentido directo, Arthur señala que sin el medicamento siente su auténtico yo. La risa es él en su autenticidad, más que en su descontrol. Termina por encarnar el problema que Foucault apunta en Enfermedad mental y psicología, a saber, en contraparte de la determinación biológica de las enfermedades fisiológicas, que encuentran su balance normativo en la vida, el punto de referencia de la enfermedad mental es completamente elusivo. De modo que renunciamos a la dudosa certidumbre del conocimiento de las enfermedades, para elaborar una problematización cultural.

 

A pesar de que no conozcamos a ciencia cierta el contenido de los pensamientos que atraviesan la mente del hombre doliente, tenemos ante nosotros una imagen plena de significado. Si intentamos seguir los pasos del análisis iconográfico, guiándonos con las debidas reservas por lo que presenta Erwin Panofsky en sus Estudios sobre iconología,[3] tenemos que el tema y significado de la escena nos son aprehensibles por una experiencia común. De inmediato intuimos que se trata de una expresión que denota una tortuosa vida interior, pero para alcanzar tal intuición, como si de un momento preiconográfico se tratase, han debido desarrollarse amplios procesos culturales que permiten afirmar que el rostro expresa las emociones que ocurren en su interior. Es más, ha debido constituirse aquello que llamamos interioridad.[4]

 

Antes de que nos enteremos de que el hombre en la pantalla es Arthur Fleck, con toda la densidad de su subjetividad, el primer cuadro se ofrece como una síntesis de la vida emocional de nuestra cultura.[5] Se trata de un rostro arrugado, un hombre en soledad que se permite un llanto profundo ante el espejo. No se trata del personaje (Joker),[6] sino del ser humano sufriente, con ello no nos referimos a una especie de “condición humana”[7] sino a la presentación de la porosidad de la vida. Aventuramos una apreciación iconográfica para desarrollar lo que comprendemos por tal “porosidad”.

 

La manera común de presentar al rostro en los medios digitales es casi siempre como imagen pulimentada, utilizando el término que Byung-Chul Han ha utilizado para referirse a un aspecto del arte como objeto de consumo en la actualidad; característica que se contrapone a lo bello, o a la experiencia estética, a la cual Han con Adorno entiende no como “[…] una complacencia en la que el sujeto se reconozca a sí mismo, sino la conmoción o la toma de conciencia de su finitud”,[8] así, la imagen pulimentada en el ensayo La salvación de lo Bello, se presenta como la instanciación de la obsesión de la sociedad actual por la limpieza y la higiene, su ánimo positivo “[…] que siente asco por cualquier forma de negatividad”.[9] Aún en la exhibición de lo monstruoso (moral o físico), la industria de los medios visuales hace un esfuerzo por, ya sea con luz o maquillaje, hacer de la fealdad algo pulido, brillante, positivo.[10] Podemos asociar tal postura con la mención de Ray Bradbury, mucho tiempo atrás, en Farenheit 451, cuando oponía los libros a las imágenes en las pantallas y afirma “[los libros] revelaban los poros en la cara de la vida. La gente sólo quería ver los rostros de cera, sin poros, sin vello, inexpresivos”. Puestas así las cosas, la sensación de penetrar en el abismo de lo humano con el primer plano del rostro del hombre que llora, subraya la dimensión crítica de la película.

 

Ya hemos dado unos primeros pasos en el camino de la interpretación iconográfica del primer cuadro (por el universo común que nos permite interpretarlo y por el modo en que se presenta). Tratemos de llevar nuestra intención un poco más lejos e inscribirla, brevemente, en la historia del rostro. La expresividad del rostro tiene una historia, del mismo modo que su presentación. Sin intentar elaborar una cronología de las maneras en que se han representado los rostros humanos (para la cual sería necesario problematizar sobre quién, cómo y cuándo han merecido preservarse en el objeto de arte), debemos considerar que la atenta observación de los pensamientos y las emociones más profundas que emergen en el rostro comienza en la modernidad, con el manejo de las emociones, tal como lo exponen Jean-Jacques Courtine y Claudine Haroche en su Histoire du visage quienes consideran el arco que va del siglo XVI al XIX, en que nace la práctica de la fisonomía como “ciencia del rostro… In facie legitur homo”,[11] de la que retoma de la antigüedad la lectura del rostro, pero ya no para encontrar los síntomas de una enfermedad, sino para observar al hombre exterior en aras de conocer al hombre interior.[12] Es en este arco, también, en que irrumpe el individuo en sentido moderno, el sujeto que debe ser dueño de sus emociones, que, en la observación de los autores, examina y ejerce un autocontrol, respecto a las emociones que se pueden expresar y las precauciones respecto a las que se deben callar. Es así que en el texto referido se expone el esfuerzo por elaborar una concepción secular del alma, de las pasiones del alma, dilucidando sobre la naturaleza animal de los propios seres humanos, observadas ya no sólo por médicos o filósofos, también por un pintor como Charles Le Brun quien en 1668 pronuncia ante la Academia Real de pintura y escultura Les conférences sur l’expression des passions y contribuye a formar la imagen del individuo como organismo, que más tarde tendrá un peso importante en la concepción e integración de la sociedad civil, en lo aceptable que la integra y aquellas pasiones que deben quedar fuera: “Le signe inclut, la marque exclut… [la fisonomía de la época clásica] revela que la sociedad civil se funda sobre la necesidad compartida de un código de comunicación tanto verbal como corporal, el cual asegura la individualización y la expresión de cada uno de sus miembros”.[13] Llevando lejos tal idea, hasta el autobús en el que viaja Arthur Fleck, se puede percibir que la actitud de los pasajeros hacia la risa incontrolada es resultado de un proceso social históricamente sedimentado (del que G. Simmel da cuenta cabal).

 

Sin embargo, no es en el rechazo al individuo enfermo (o incontrolado) en el que hemos procurado poner atención, sino, insistimos, en el individuo cuyo rostro se va borrando. Si asociamos el primer cuadro de nuestra película con la historia del retrato, no debemos colocarla con los rostros de quienes desean ser preservados. Tenemos un irrumpir del rostro, en el arte las fisonomías que se convierten en la superficie de lectura de la vida interior, a la cual los pintores tratan de captar, sin embargo, los más brillantes de ellos (como Tiziano) más que preservar los rasgos propios de cada personalidad, aportan más de sí mismos. Desde nuestra perspectiva, particularmente con Caravaggio, en su oposición al manierismo y su posición que defiende una pintura “al natural”, el individuo “auténtico” sale a relucir, no en los retratos hechos por encargo o en las escenas en las que aparecen sus benefactores, sino en aquellos cuadros que tratan de captar a los individuos anónimos de los estratos sociales inferiores, ahí es en donde la irrupción del individuo tiene su punto más luminoso. Nos referimos en particular a La madona de Loreto, en donde dos peregrinos suplicantes y con los pies sucios se presentan ante la virgen, pero con mayor importancia a La crucifixión de San Andrés. En ambos cuadros el pintor no sólo capta al pueblo en la expresión dramática de sus emociones, también traslada el foco principal de la pintura hacia esos rostros, de los cuales sobresalen las ancianas, mujeres que en el tratamiento habitual “lindan con lo grotesco”, pero en la pintura de Caravaggio tienen un significado distinto. En la interpretación Peter Robb:

 

Para el mundo esas mujeres ya inútiles eran objeto de desprecio y burla, pero para M poseían una vitalidad compacta e irreductible, una diligencia en el cuerpo enflaquecido y los ojillos vivos, habían pasado por tanta cosa que parecían ser indestructibles, o expresiones de una inagotable capacidad de sufrimiento […] La de la Crucifixión de san Andrés por lo menos todavía tiene dientes. La primera vez que M la pintó estaba de pie con las manos unidas bajo el mentón: al eliminarlas quedó a la vista el gran bulto del bocio, un mal común entre los pobres del territorio de Nápoles —y también en la región de Caravaggio donde M pasó la infancia—, y si la deformidad tenía el sentido devocional de recordar al observador que san Andrés es el protector contra los problemas de la garganta, su fuerza visual nos enfrenta a una realidad humana y social que no es meramente emblemática.[14]

 

Es verdad que tales individuos no son los que principalmente se tienen que hacer cargo de la contención de sus emociones en función de su expresividad, lo que en tal punto me interesa destacar es el papel principal que el pintor otorga a sus personajes, parientes lejanos de Arthur Fleck. Al mover el foco de atención hacia ellos, el pintor los hace aparecer, comienzan a existir de una manera muy luminosa y con los contornos bien claros. En contraste con nuestro primer cuadro. El individuo que nos es contemporáneo, quien como se nos hará saber en escenas posteriores, por el crimen siente su afirmación, aparece agotado en su existencia, borroso.

 

Regresemos un poco en el análisis esbozado. La importancia de la fisonomía no tiene que ver únicamente con la emergencia del hombre interior y los ejes del cosmos que se plasman en el rostro, también manifiesta la actitud hacia el sujeto y el mundo, la naturaleza que precisa ser descifrada. En este punto cabe preguntarse con Roger Chartier por la correlación entre la expresión estética y la realidad, la cuestión expresada con toda puntualidad “¿es posible distinguir entre la realidad social y sus expresiones estéticas?”, en breve, la respuesta que nos ofrece en el artículo titulado “La construcción estética de la realidad. Vagabundos y pícaros en la edad moderna” es la implicación que la literatura tuvo en la conceptualización de algunos marginales, el imaginario que los colocó en el orden escatológico del mundo, enfáticamente, las prácticas y signos que apuntan a hacer reconocer una identidad social. Tal correlación tiene efecto, como el mismo trabajo de Chartier muestra, en la medida en que las expresiones artísticas (como la literatura) están al alcance de la población en general. En el punto que nos interesa, la cuestión crucial está en el aspecto creador del arte, ubicado en el ejercicio de contención de las emociones. En ese sentido, el teatro tuvo un efecto de primer orden, tal como Richar Sennett problematiza en El declive del hombre público.

 

La común asistencia al teatro tuvo un importante impacto en la formación de la subjetividad de los individuos. Sennett lo señala como un efecto de traslación, del escenario contemplado, a la vivencia de quienes se preparan para el Theatrum mundi (vemos a Arthur Fleck prepararse constantemente para hacer su aparición en el mundo). En esa preparación/elaboración de un personaje, indudablemente la contención de la risa, por ejemplo, es muy importante. Volveremos al rostro que ríe más adelante, lo que deseamos expresar aquí es que el aparecer de un rostro, y su importancia como superficie que muestra el estado espiritual del sujeto, es principalmente producto de la modernidad, que tuvo su afirmación más nítida en el siglo XVIII, con el “hombre público”, como Sennett le llama, y en el juego de las simulaciones que Norbert Elias estudió ampliamente en el mundo de la corte. En el horizonte de la gran urbe, la cultura de masas también tuvo un efecto importante en las formas de la autocontención, como el sociólogo Georg Simmel se ha ocupado en mostrar, sin embargo, es en la ciudad en donde la nitidez del individuo comienza a difuminarse. Por ello, consideramos, la imagen del rostro que maquillándose escurre el color con una textura brumosa en el ambiente, es una atinada manifestación de la subjetividad contemporánea. Antes de continuar con el tema que nos parece crucial en The Joker, a saber, la gran urbe, detengámonos un momento más en el atrevimiento de Todd Phillips: su modo de exhibir la porosidad de la vida.

 

Al enfocar al rostro, afirma B.-Ch Han, se hace desaparecer al mundo: “[…] en el primer plano se difumina por completo el trasfondo”,[15] nuestra cultura, prosigue, está atrapada en esa auto referencialidad con su adicción a la selfie. En la selfie no hay más un rostro que contenga un mundo, sino que denota el vacío interior del yo. La selfie, expresión paradigmática de la superficie pulimentada, cuyo lugar propio son los dispositivos electrónicos, mecanismos disgregantes de la comunicación directa y las más de las veces des vinculante. En contraste, Phillips nos muestra en su primer plano con el rostro de Fleck un auto despliegue del mundo narrándose. La historia no sólo abre con un rostro doliente y arrugado que se borra, también con un mundo que narra un conflicto de suyo sucio: la basura en las calles, el conflicto de la huelga, el padecer de los migrantes; no hay simulaciones: la experiencia que unifica a una sociedad profundamente desigual es la de la suciedad.

 

Ciudad

 

Como anunciamos, en el primer cuadro aparece el personaje principal de la película, pero no es Arthur Fleck y su conversión al Joker, sino Ciudad Gótica. Haremos pues, un desplazamiento del eje visual a la palabra, a través del cual deseamos proponer un ejercicio por el que se pueda concebir a la historia que abordamos, más que como un universo distópico, en su potencial realidad. Lo consideramos así porque, por un lado, más que recrear un ambiente de fantasía o de actualidad, reproduce las condiciones de un pasado reciente, es decir, un ambiente en el que se percibe una de las cíclicas crisis económicas del capitalismo moderno. Por otro lado, los conflictos que se enfrentan, en particular el de la basura, se puede ubicar en cualquier gran urbe de nuestro tiempo. Tenemos pues, un momento de crisis y conflicto, como un corte genealógico del cual una subjetividad como la de Arthur Fleck pudo surgir.

 

Colocándonos en la perspectiva de las sociedades occidentales, en particular de las ciudades en el occidente cristiano, hubo un tiempo en que la forma que la sociedad adoptó se podía leer en las manifestaciones artísticas y literarias. Y a la inversa. De acuerdo con Roger Chartier expresiones como la literatura burlesca (por su contenido y formas de distribución entre la población), otorgaron lugar y orden (una posición en el espacio jerarquizado del mundo) a un cierto tipo de individuos que carecían de él. La imaginaria “corte de los milagros” ubicó en el universo escatológico a los maleantes (multitud de pobres que en la transformación de la producción medieval se iban generando) que no compartían el “sagrado lugar” de los mendigos y les creó incluso un código (el cual es cuestionado en obras como Carmen de Merimée o se sanciona, como en El conde de Montecristo). Ese mundo “de un día”, sedimentado en la imaginación contemporánea, nos hace creer en unos vínculos sociales que, sin embargo, tendrían que probarse.

 

En contraparte al mundo jerarquizado, las urbes modernas, con la definición de sus espacios y la claridad de sus fines, generan individuos “sin lugar”, en términos de Zygmunt Bauman: vidas desperdicio. Desde nuestra lectura, tanto Penny como Arthur encarnan esas vidas. No sólo se trata de un exceso numerario en la población de un lugar específico, en donde los migrantes o los desempleados pueden entrar, sino de todos aquellos que no tienen lugar en el orden social. Ahora bien, para que tenga sentido la idea de orden social, es preciso ubicar el “tipo” de sociedad de que se trata. No nos referimos a los términos en teoría política por los cuales se define una sociedad democrática o bien ordenada por criterios de justicia distributiva, sino al principio de orden que estructura a la sociedad, y ese principio se manifiesta en la manera en que se gobierna, en términos foucaultianos, en la gubernamentalización. Bajo ese tenor, por ejemplo, siguiendo al filósofo francés, podemos identificar al principio que alentó la preocupación por la salud tanto física como mental en los siglos XVIII y XIX, el cual fue un ordenamiento que tenía como objetivo una sociedad sana. El desarrollo del conocimiento, la vigilancia y la educación de la población en aras de conseguir una “ciudad sana”[16] fue la tarea de un nuevo clero: los médicos, que de esta manera realizarían el único modo en que en un mundo secular (sin la intervención de Dios, el consuelo al sufrimiento de la iglesia y la promesa de la vida después de la muerte) se podía realizar cierta forma de trascendencia: ante la cortedad de la vida (la finitud humana) se afirma lo que sí se preserva y mantiene: la ciudad, el nuevo sujeto. La cuestión es que, a la vista de las condiciones de vida efectivas, las ciudades capitalistas más que aspirar a una ciudad sana, se plantean como objetivo a la ciudad productiva. En función de una idea de productividad (y de consumo) se ordena el transcurso de vida de sus habitantes (incluida su salud), de modo que cada vida particular sigue, grosso modo, una trayectoria homogénea: se prepara para la productividad, se inserta en el proceso productivo y, de acuerdo con el éxito alcanzado, disfruta del ocio del retiro. No entrar en alguno de esos puntos es peligroso, nos convierte en vidas desperdiciadas.

 

Siguiendo al filósofo de la vida líquida, las ciudades capitalistas generan sus excedentes/residuos tanto en deshechos materiales como en seres humanos. Hasta Marx, el excedente social tuvo una cierta función como ejército social de reserva, aquellos que pugnaban por entrar en las líneas de productividad asalariada y con ello regulaban el precio de la mercancía fuerza de trabajo. La problemática con los seres humanos “superfluos” es más insidiosa. En palabras de Bauman: “Ser superfluo significa ser supernumerario, innecesario, carente de uso —Sean cuales fueran las necesidades y los usos que establecen el patrón de utilidad e indispensabilidad—. Los otros no te necesitan; pueden arreglárselas igual de bien, si no mejor, sin ti. No existe razón palmaria para tu presencia ni obvia justificación para tu reivindicación del derecho de seguir ahí”.[17]

 

Adentrándonos en el ensayo Vidas desperdiciadas, y contraponiéndolo a Marx, la diferencia respecto a las formas de capitalismo que el filósofo de El Capital tiene ante sí (particularmente en el capítulo titulado “La llamada acumulación originaria”) es que mientras la transformación de la población en mano de obra barata requería de su movilidad y domesticación, en el capitalismo que observa Bauman la población “superflua” es contenida en ciertos espacios o programas sociales (como las escuelas, incluso las profesionalizantes) o la propia casa, en donde la ruptura de vínculos respecto a los demás es el indicador más relevante de su carácter superfluo.[18]

 

Nos parece importante invocar este punto de Bauman porque evidentemente los conflictos sociales que se muestran en Ciudad Gótica son generados a partir de las diferencias de clase, pero la película nos abre la pauta para problematizar más detenidamente sobre la cuestión desde una perspectiva general. El problema de la basura no sólo es conflictivo por los desperdicios que la sobrepoblación genera (como una gran ciudad de hecho lo hace) ni por el problema cada vez más acuciante en nuestras ciudades de su procesamiento. Más bien se trata de una huelga, es decir, como una resistencia organizada de los trabajadores de la ciudad, lo cual, como veremos, en el caos del desenlace tiene un peso objetivo. Para no quedarnos en lo inmediato (en las montañas de basura con sus ratas “gigantes”), consideramos valioso para el análisis observar a Gótica como una ciudad moderna en todas sus posibilidades y comprenderla con las herramientas que Michel Foucault nos proporciona en el artículo publicado en 1984, “Espacios diferentes”.

 

A diferencia de la ciudad medieval, la cual se caracteriza como un conjunto jerarquizado de lugares en donde el espacio funciona como espacio de localización (asegurado por el universo cerrado), en la modernidad la apertura al espacio infinito disuelve al lugar. Dado que la extensión sustituye a la localización, en nuestros días lo que tenemos por lugar son emplazamientos, es decir, el espacio comprendido como ubicación: redes de relación que se definen por su carácter, ya sea estático, de circulación, clasificación, en fin, relaciones que tejen redes que nos permiten definir la posición en la que estamos en cada momento, sea con las cosas o con otros sujetos. Tales relaciones que con la profundidad del discurso foucaultiano podemos comprender, se manifiestan en términos de poder/saber y obtienen su significado pleno en función del fin que persiguen, sea éste tácito o explícito, pero en relación con tal fin se establece la norma a través de la cual se conforman las subjetividades, es decir, la manera en que los individuos se reconocen a sí mismos en términos de “normalidad”.

 

Dicho de una manera más simple, los emplazamientos son los lugares en los cuales se desarrolla la narrativa de vida de cada uno, adquiere su sentido y su aceptación. En palabras de Foucault:

 

El espacio dentro del cual vivimos, por el cual somos atraídos fuera de nosotros mismos, en el que se desarrolla precisamente la erosión de nuestra vida, de nuestro tiempo y de nuestra historia, este espacio que nos carcome y nos surca de arrugas es en sí mismo un espacio heterogéneo. Dicho de otro modo, no vivimos en una especie de vacío, en cuyo interior sería posible situar individuos y cosas. No vivimos en el interior de un vacío coloreado por diferentes tornasoles, vivimos en el interior de un conjunto de relaciones que definen emplazamientos irreductibles unos a otros y no superponibles en absoluto.[19]

 

Ahí es donde el conflicto de los Fleck desborda la marginalidad que la pobreza implica. Observemos, pues, tales emplazamientos en la película, en relación con sus cercanías, relaciones de vecindad y movilidad. La primera pauta nos la ofrece la imagen abierta, la panorámica completa de la gran ciudad, que destaca lo inhóspito de nuestras ciudades y que delinea el margen entre quienes habitan en el centro y la vida más “aireada” de los suburbios, es decir, el acento en la diferencia de clases. Partiendo de esa visión de conjunto, el director presenta la acción en tres emplazamientos fundamentales: La calle (en donde consideramos que se presenta la “personalidad” de Ciudad Gótica), los lugares de tránsito (en donde se detona la crisis) y la habitación o el lugar en que se habita, y en buena medida define el carácter de nuestros personajes. A estos emplazamientos ubicables, en dónde se nutre la experiencia y se desarrolla en conflicto, podríamos añadir dos espacios que, en términos de Foucault, representan la heterotopía, que apoya a la “normalidad”, aun oponiéndosele. En la concepción foucaultiana, la heterotopía es el lugar fuera de todo lugar, aunque resulte localizable, lugar en el que, por su carácter sagrado o transitorio, existe una carga ritual de exclusión o de intento de normalización, por ello considera al asilo o al viaje de bodas.[20] En nuestra historia, las heterotopías son el consultorio y el asilo Arkham, pero con una salvedad, no contribuyen a la normalización de una sociedad (que de suyo resulta fallida) sino que son la instancia de su desvío.

 

El consultorio no es el espacio de la escucha, a pesar de que en el tiempo que transcurre con la analista se busque una transición de mejoría del sujeto respecto su mundo; con las paredes amontonadas de manera descuidada de documentos, Arthur, a pesar de estar cara a cara con la analista, no es una persona. Es un caso más que se amontona. Idealmente, sería la ocasión de ser escuchado, pero tal como él mismo lo señala, no se le escucha, ni siquiera se le da continuidad a una sola de las ideas que él expresa. El consultorio, lugar íntimo en el que el paciente pone entre paréntesis el curso de la vida y reflexiona sobre sí mismo, ni puede reconfigurarlo, ni le otorga ningún asidero para enfrentar el conflicto constante que lo agobia en su cotidianeidad. Tampoco le ayuda a comprender lo que está viviendo: “¿soy yo o es el mundo allá afuera?”, la pregunta se lanza al vacío y queda sin respuesta. Nos confirma algo que tiene fuertes repercusiones: Arthur Fleck no es nadie.

 

De igual modo, el otro espacio heterotópico, el asilo Arkham, poco tiene que ver con la búsqueda de la “normalización” del individuo. A diferencia de lo que se esperaría de un hospital psiquiátrico, en el cual se observaría o trataría la enfermedad mental, siguiendo la línea de los comics, lejos de tener una función ordenadora, castiga lo que la ley no puede castigar. Incluso, en un giro mayor, siguiendo la exposición del empleado que trabaja en el archivo, se trata del último refugio al cual los más desesperados acuden. En Ciudad Gótica la enfermedad mental se médica, pero no se atiende. Con estas heterotopías queda en evidencia que el conflicto más relevante de la película es la desvinculación de los seres humanos, desde el lugar fuera de todo lugar, se muestra que toda relación está condenada al fracaso.

 

Y tal fracaso en las relaciones queda patente en uno de los “rasgos”, las marcas de la personalidad de la propia ciudad, que le dan su “carácter” bizarro. Se trata del cuerpo maltratado y la pornografía de las marquesinas. Para captar esta idea, es necesario tener presente la estrecha relación que guarda la ciudad con el cuerpo. Desde la antigüedad griega, el modo de andar de los hombres y, aún de las mujeres (con su paso de paloma, a diferencia de los largos pasos varoniles) define el carácter mismo de la ciudad. Nos inclinamos a pensar en el cuerpo maltratado, más que a la violencia que sufre cotidianamente Arthur, no sólo porque la cámara se detiene en la nitidez de los golpes en la piel de nuestro personaje, también por su pertenencia a una especie de grupo (su lugar de trabajo) que tiene una no muy lejana relación con los personajes de la película de 1932, Freaks de Tod Browning. La presencia de Gary, el enano que es quizá la única persona empática, pero de quien todos hacen mofa, es el acento más fuerte en ese respecto. Al cuerpo frecuentemente maltratado de Arthur, lo vemos corriendo ya sea perseguido o como perseguidor por unas calles que exhiben porno duro. El sexo está presente, pero marcado por su ausencia. Se le menciona constantemente en los chistes de los comediantes, se le inserta en el discurso de la anciana sexóloga en el Show de Murray.

 

Desde nuestra óptica, las imágenes sexuales se imponen en los anuncios, pero el sexo es imposible por la desvinculación de los individuos. Para penetrar en la idea, contrastemos la cuestión con la película que es quizá la más cercana a The Joker. La personalidad de la ciudad de Nueva York en Taxi Driver también está marcada por la exhibición de la pornografía y por el sexo anómalo. Es más, el fracaso de la conquista amorosa, no se debe ni a la insinceridad o mala fe, sino a la fallida cita en que Travis lleva a Betsy a una función en la que se exhibe una película pornográfica. Travis, no obstante, es capaz de tender relaciones, y también de reconocer y rechazar el sexo no permitido con menores. En contraste, Arthur no deja de tener el sexo en mente (aunque nunca lo enuncie, está presente en sus notas), pude fantasear con él, seducir en un imaginario baile o desarrollar una fantasía de pasión amorosa con su vecina, pero en realidad, ningún contacto corporal se realiza. Del mismo modo su madre, aunque enamorada apasionadamente de Thomas Wayne, tiene una ambigua relación con él, y la adopción de Arthur aparece como la evidencia (si se quiere precaria) de la ausencia de sexo.

 

Los espacios, el ascensor, las calles, pueden ser escenarios virtuales del enamoramiento, pero ninguna relación se hace efectiva en esos términos. En contraste, los actos violentos y des vinculantes se realizan en los espacios de tránsito. El autobús y el metro, en donde los individuos son más anónimos, pero el espacio necesariamente compartido, es en donde la ruptura total se realiza. El intento de conectar con el niño en el autobús nos muestra con patetismo la crisis del sujeto enfermo. El episodio con los hombres a los que mata en el tren deja patente que Arthur Fleck no es nadie, sólo es un factor más dentro del juego de las circunstancias. El crimen es un mero accidente, una conjugación de circunstancias hechas sin cálculo y que surgen derivadas de las vidas cada vez más ajenas. Después del crimen, cuando Ciudad Gótica articula una interpretación, comienza la existencia de nuestro personaje. Veremos que tal existencia adquiere sentido en particular porque tanto Murray como la prensa lo hacen emerger, pero en el momento inmediato, el emplazamiento donde la subjetividad de Arthur/Joker cobra densidad y sus líneas se afirman (contrario al borramiento) es el baño de la ciudad en donde ejecuta una danza y se afirma en cada movimiento, en cada articulación de su cuerpo.

 

En el oscuro, anónimo y estrecho espacio de un baño público es en dónde se define la irrupción de un individuo que por el crimen adquiere la certeza de sí. En el juego de luz y sombras que expresan la existencia —el aparecer contra el borrarse—, se ejecuta el baile “que no fracasa”.[21] Estalla su ser y se afirma su carácter, en una especie de traslación del rostro al cuerpo. El baile del baño es un baile sentido, no es el del imaginario “good dancer” que ejecuta en la sala de su casa, se asemeja más a la carne poseída. Como el dolor de la danza butoh, el cuerpo se adueña del espíritu. Ese hombre, que incluso en adelante camina de manera distinta, no asciende hacia la plenitud: la danza apoteósica de su irrupción en el Theatrum mundi tiene lugar escaleras abajo, un descenso hacia la renuncia al último mecanismo de autocontención. Si el primer crimen fue más un accidente, los siguientes son el momento estelar para el cual se ha preparado.

 

Ahora bien, regresemos a los espacios en los que se habita. No sólo a los encuentros fortuitos en los pasillos del edificio, sino en el interior del departamento. En donde la clave es Penny Fleck. La dulce anciana, ilusionada escritora de cartas y aparentemente amorosa madre, es quizá uno de los indicadores más reveladores del fracaso de todo vínculo social. Sin detenernos demasiado en el oscuro pasado, que parece explicar las anomalías emocionales de Arthur, coloquémonos en la constante de su vida: el expediente señalaba que encontraron al niño atado en un radiador en “la pocilga que tenía por vivienda”. El desorden de las cosas, su suciedad, parecen apuntar hacia el desorden de su personalidad: vidas caóticas en espacios propios, pero anómalos, caóticos también. No obstante, incluso ahí, Arthur no encuentra su propio espacio, el acto desconcertante de encerrarse en el refrigerador acentúa su sentido de extrañeza, finalmente parece ser lo más cercano a un auténtico lugar para él. Todo hogar se le niega, con mayor razón el formulado por su fantasía.

 

El espacio pequeño y miserable en el que vive se transforma, se vuelve casi luminoso, cuando comienza el show de Murray Franklin. El show articula la vida de los Fleck. En la alcoba de Penny se realiza el tumulto de lo real. Le hace sentir a la anciana aislada que está conectada con el mundo, provoca fantasías en Arthur, les conecta con el corazón de la ciudad (recordemos que los estudios en los que se realiza el programa se ubican en el centro de Ciudad Gótica), les hace vivir por encima de esa materialidad desdichada, marcada por el espacio estrecho al interior y las montañas de basura al exterior. Es por eso que Murray es el profeta que le da vida al Joker.

 

Risa

 

Acercándonos a la conclusión de nuestro ensayo, ubiquémonos en los momentos luminosos en el hogar de los Fleck. Frente al televisor, ambos sonríen ilusionados, en una estampa de armonía familiar que soslaya todo conflicto. El show está por comenzar. El comediante, Murray Franklin tiene el poder de la risa que cohesiona. Antes de su programa, el noticiero afirma los conflictos que atraviesa la sociedad, pero Murray los transforma, los comenta y hace bromas. No es que se olviden, con el poder de la burla[22] puede llevar a los espectadores de nuevo a un ámbito doméstico, en el cual todo se vuelve manejable.

 

Ciudad Gótica es una ciudad caótica, la risa ordenada orquestada por el comediante (que incluso en sus gestos dirige hasta el último detalle) es el último contenedor. Todo ese orden se desborda cuando el crimen tiene lugar. Es el lado inverso del escenario que presenta Christopher Nolan. En su versión de 2008, la sociedad está ordenada: el experimento social del Joker falla porque el sentido de humanidad está presente.[23] En la Gótica de Phillips el caos ya está presente, o al menos latente. El único atisbo de orden es la resistencia organizada de los trabajadores de la basura, que, no obstante, contribuyen al caos. Los actos de Arthur no tienen una intencionalidad mayor, no introducen nada en un mundo de suyo desarticulado. Como Travis (Taxi Driver), lo contempla, le desespera, y encarna la desesperación de desear ser un individuo reconocible en la sociedad, encontrar relaciones recíprocas o por lo menos actos amables. También, como aquel, se prepara, ensaya, para salir a escena, pero igualmente no lo hace por sí mismo, sino por los medios de comunicación.[24] Murray, en la burla, le pone nombre y lo hace emerger.

 

Ahora bien, antes de señalar que al volverse el Joker (el payaso, como lo nombra Wayne) la bandera de la protesta (con la máscara del payaso asesino) se convierte en un centro gravitacional que detona el conflicto, pero desarticula la lucha, es necesario detenerse en el papel que ejecuta en la entrevista con Murray, el momento en el cual, por bufón, se convierte en parresiastés. Nos atrevemos aquí a equiparar (con sus salvedades) al sujeto que detenta la palabra verdadera, quien se convirtió en tema de la exposición filosófica de Foucault en el último período de su vida. El parresiastés es quien dice a los hombres (incluso al gobernante) sus verdades aún a riesgo de sí mismo. A diferencia de la broma que complace, el chiste que alborota, pero unifica, la verdad del parresiastés altera los valores. Como Sócrates, lleva a los individuos al cuestionamiento de sus certezas, de sus valores y, en última instancia, de aquello que los sustenta, de su relación consigo mismos. Asociada con la actitud de Diógenes el cínico, la actividad del parresiástes es “falsificar la moneda”, en el sentido de poner a circular nuevos valores, una vez que se ha mostrado la hipocresía de los anteriores. El sentido más fuerte de ese decir verdadero es el de “la verdad como ruptura y escándalo”, la vida cínica.

 

Así pues, en la antigüedad grecolatina, el parresiastés generalmente era el filósofo, con mayor frecuencia los filósofos cínicos, pero indudablemente también los estoicos, que fueron perseguidos con particular fiereza bajo Nerón o Claudio, por llevar una vida coherente con su idea de virtud que era la más fuerte crítica a los gobernantes. Sin embargo, nuestro Arthur Fleck poco tiene qué ver con tal actitud. Lo cual nos lleva a otro horizonte histórico, en el cual el portador de la verdad es el loco del rey, el bufón medieval: “El loco ofrece el espectáculo de la alienación y adquiere a ese precio el derecho de hablar con libertad. En otras palabras, la verdad no es tolerable si es que no toma prestada la máscara de la locura”.[25] Al asociar a Fleck con el loco medieval, no estamos colocándolo en la perspectiva de la salud mental contemporánea, sino del conjunto de personajes que tuvo una existencia efectiva en otro horizonte histórico, y que su presencia anómala les valió un lugar importante en la corte, por la ruptura respecto a la hipocresía. Evidentemente, con Arthur su risa descontrolada, su conflicto interior le coloca en las antípodas de la vida filosófica, sin embargo, sentado junto a Murray y con su traje color azafrán,[26] aparece propiamente como el “loco del palacio”, quien tiene la prerrogativa de decirle la verdad al rey, el sentido de su presencia, convocado para ser objeto de burla, se transforma y lo acerca, en una forzada vecindad, en portador de la facultad de decirlo todo: “El loco del rey está para hacer reír. Tal es su función principal, pero no se trata de un simple payaso. Si la risa que provoca es importante lo es en virtud de llevar consigo aquello que más hace falta en el entorno del rey: la verdad”.[27]

 

En su discurso, con toda pertinencia, Arthur increpa sobre los juicios de valor que una sociedad hipócrita genera. El doble discurso por el cual se mueve. La falta de empatía y de sentido humano que habita en las calles, en fin, lejos de problematizar sobre una posición política compleja, repara en los elementos más simples de una moralidad fracasada. Pero tal no es el punto más intenso del decir verdadero de la película. La cuestión que desde nuestro observatorio parece destacar en la posición de Fleck, es el sentido inverso del Joker de Heath Ledger. No nos pregunta Why so seriuos?, sino ¿de qué te ríes? En la película no hay escenas de humor, sin embargo, en dos ocasiones, los espectadores en la sala explotan en risa, la primera, cuando Arthur intenta entrar al hospital a cuidar a su madre y se estrella contra el cristal, la segunda, cuando Gary intenta salir del departamento ensangrentado de los Fleck pero no alcanza la cerradura por su corta estatura. La interpelación de Arthur Fleck rompe la cuarta pared, la pregunta se lanza al espectador y subsiste: ¿de qué nos reímos?, de modo ulterior ¿sobre qué fundamento reposa la validez de nuestros juicios?

 

En fin, la risa es problemática. Quizá debamos conceder cierta razón a Aristóteles cuando afirma que además es fea. Y sin embargo cohesiona, y quizá ahí es en dónde podríamos poner el acento crítico: entre el caos y el destino común que, en términos ideales, tendría que articular la ciudad. A nuestro juicio, The joker es la manifestación de una cultura pop capaz de presentarse como producto del pensamiento. Como hemos intentado desplegar, podemos identificar en ella los más diversos elementos que participan en la comprensión de nosotros mismos y del mundo como resultado de la labor colectiva de los seres humanos. Sus contradicciones, también son resultado de la acción humana. En ese sentido The Joker puede ser abordado como un ejercicio crítico, pero definitivamente no es una pedagogía. Nos parece ocioso acudir a ella para tomarnos el pulso y seguir prescripciones, no nos dice dónde estamos y a dónde podemos ir a parar. No se trata de un cuento inspiracional, al que la medianía está acostumbrada. A nuestro juicio, resulta más interesante considerarla como un punto de vista crítico respecto a la subjetividad que se forma en las grandes urbes. Ante ello cabe preguntarse ¿para qué sirve la crítica?, para casi nada, o bien para voltear sobre nuestras risas efectivas, valorar nuestros nexos o mirar cómo se difumina el sujeto descolorido en el blanco de una habitación hospitalaria.

 

Bibliografía

  1. Bauman, Zygmunt, Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidós, Barcelona, 2005.
  2. Chartier, Roger, “La construcción estética de la realidad. Vagabundos y pícaros en la edad moderna” en Tiempos Modernos 7 (2002-03), 2002.
  3. Courtine, Jean-Jacques y Claudine Haroche, Histoire du visage. Exprimer et taire ses émotions (XVIe-début XIX siècle), Payot, Paris, 2007.
  4. Han, Byung-Chul, La salvación de lo bello, Herder, España, 2015.
  5. Foucault, Michel, “Espacios diferentes” en Estética, ética y Hermenéutica, Paidós, Barcelona, 1999.
  6. Lutz, Tom, El llanto. Historia cultural de las lágrimas, Taurus, México, 2001.
  7. Minois, Georges, Historia de la risa y de la burla. De la antigüedad a la edad media, Ficticia Editorial, México, 2015.
  8. Panofsky, Erwin, Estudios sobre Iconología, Alianza, Madrid, 2010.
  9. Robb, Peter, El enigma de Caravaggio, Océano, México, 2004.
  10. Teofrasto, Caracteres, introducción traducción y notas de Elisa Ruiz García, Gredos, Madrid, 2000.
  11. Trombetta, Jim, The Horror! The Horror! Comic Books the govermenment didn’t want you to read, Abrams ComicArts, Nueva York, 2010.
  12. Sennett, Richard, La corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, Anagrama, Barcelona, 2004.
  13. _____________, El declive del hombre público, Anagrama, Barcelona, 2011.

 

Notas
[1] Trombetta, Jim, The horror! The horror!, ed. cit., p.185.
[2] Deseamos remarcar el peso del término carácter por sobre rasgo, no sólo porque nos parece menos psicologizante, también por dos razones sustanciales. La primera tiene que ver con su origen etimológico de “marca” (aquello que se graba), que en el caso de la conducta, sin duda se trata de un rasgo, pensado como el comportamiento o inclinación psicológica de los individuos, pero que en el uso que Teofrasto le da en el tratado sobre los Caracteres, tiene que ver con un comportamiento tipo en el escenario de la vida (algunas hipótesis de la interpretación de la obra de Teofrasto sugieren, en conexión con Aristóteles, el interés puesto en tales tipos de comportamiento para generar la risa). No pasemos de largo la reflexión de Arthur Fleck, quien en un momento afirma que siempre pensó que su vida era una tragedia, pero se trata de una comedia, y como podemos percibir a lo largo de la historia, constantemente se está preparando para su actuación (para emerger). La segunda, pensando con Richard Sennet en los conflictos de la subjetividad moderna, considera al carácter como “el valor ético que atribuimos a nuestros deseos y a nuestras relaciones con los demás” (Sennett 2004, p. 10), tiene que ver con el aspecto duradero de nuestra experiencia personal por un lado, y por otro con los rasgos personales que valoramos en nosotros mismos y por los que deseamos ser valorados. Lo distintivo de la vida actual (vida urbana) a juicio de Sennett es la “corrosión del carácter”, con lo cual se refiere si no a la anulación, sí al desgaste de la subjetividad, entendida como la forma que adopta el sí mismo en la relación con los otros y consigo. Lo interesante de conservar la palabra carácter es que aquello que funciona como principio de orden en la subjetividad del personaje, es caótico. La risa sin control (que como nos interesamos en mostrar, el control es parte importante del proceso de formación de la subjetividad moderna) deriva en la irrupción del Joker.
[3] El modo en que Panofsky nos lleva a tomar contacto con la obra de arte se describe en la definición que ofrece de Iconografía: “es la rama de la historia del Arte que se ocupa del contenido temático o significado de las obras de arte, en cuanto a algo distinto de su forma” (2010, p. 13), en ese sentido, la experiencia común que tenemos con la imagen representa un momento preiconográfico en la medida en que se ofrece de manera fáctica. Pero desentrañar el sentido requiere una atención mayor, para la cual Panofsky apela al conocimiento de la tradición, en nuestro caso, intentamos un desmantelamiento de la experiencia.
[4] Culturalmente constituidas, las lágrimas durante mucho tiempo encontraron su manifestación y sentido en los rituales comunitarios o en las expresiones públicas (como la oratoria). Tomando al período romano de los primeros siglos como un momento de gestación de la interioridad, particularmente por la puesta en práctica de ejercicios espirituales (como Foucault los califica, considerando la época de oro de las prácticas de sí), en el cual el trabajo de los individuos sobre sí mismos es relevante, principalmente por el modo en que se presentan en la arena pública, la evidencia de una vida interior tuvo gloriosas excepciones en Séneca y Marco Aurelio, pero no aparece con clara evidencia. El espacio interior, como inherente a la subjetividad, irrumpe en San Agustín, quien declara que las lágrimas, si son sinceras, se deben reservar a la intimidad. Cf. Tom Lutz, El llanto. Historia cultural de las lágrimas, ed. cit., p. 47.
[5] Risa y llanto son dos expresiones no lingüísticas en las cuales podemos encontrarnos y reconocernos. No indagaremos aquí cuál es la más propia de lo humano. La cuestión que deseamos destacar es que, aun cuando la risa tenga tanta carga cultural como el llanto (ritualización, contención, etc.) su espontaneidad “favorece un estado de disponibilidad hacia los demás”, como apunta la introductora a Teofrasto, quien, en su reconstrucción del pensamiento de Aristóteles, subraya la posición de este respecto a la risa como fuente de cohesión social, cf. Elisa Ruiz Díaz, introducción en Teofrasto Caracteres, ed. cit., p.19. El llanto puede ser no menos espontáneo, pero es más marcadamente ritualizado. Al margen de la determinabilidad biológica que nos permite identificar su fuente y a pesar de que nos parezca un gesto auténtico y en extremo personal, todo el peso de la cultura se hace presente en la lágrima más íntima. No diremos que se trata de la marca antropológica primera, por encima del ser bípedo, pero afirmamos que en el llanto se convoca a las determinaciones histórico-sociales que posibilitan la experiencia humana.
[6] Tengámoslo presente, no estamos abordando a un personaje de reciente hechura, se trata de un ícono de la cultura pop, cuyos antecedentes aparecen siempre con la “máscara” puesta. Es interesante que el director nos lo presente frecuentemente a medio pintar y que su rostro no tenga sino los surcos de la vida y no las cicatrices que se adivinan debajo del maquillaje de sus antecesores.
[7] Es necesario aclarar que mantenemos un enfoque foucaultiano, de acuerdo con el cual, no hay una esencia de lo humano, sino una constitución de la subjetividad que irrumpe en las condiciones específicas de una experiencia histórica.
[8] Han, Byung-Chul, La salvación de lo bello, ed. cit., p. 29.
[9] Ibid., p. 14.
[10] Sin proponernos profundizar demasiado en el tema, consideramos relevante señalar que, particularmente en el cine de horror hay un tránsito de la presentación de lo grotesco, que se manifiesta en su fealdad sin reservas, la cual puede considerar uno de sus puntos de anclaje inicial en el trabajo de Lon Chaney pasando por la crudeza del cine de los setentas que podría tener en los zombies de Tom Savini uno de sus más altos indicadores, al horror aceptable que se va pulimentando en la década de los ochentas. Indudablemente existen algunas excepciones, como Hellraiser, sin embargo, creaciones como Elm street marcan una pauta hacia la imagen pulimentada, que nos parece necesario indicar, pues tienden a uno de los puntos clave de la crítica que, a nuestro juicio, se encuentra en Todd Phillips. Ese pulimento de la imagen se asocia con el espíritu optimista de nuestro tiempo, sin duda las creaciones de Tim Burton son el mejor ejemplo de la aceptabilidad de lo feo, que se pule y se transforma en bonito. No queremos darle un valor menor a la obra de Burton, en particular al Joker magníficamente presentado por Jack Nicholson, lo que deseamos destacar es el atrevimiento del tema que nos convoca, siguiendo el pensamiento de B.-Ch. Han en La sociedad del cansancio, la modernidad está enferma de optimismo, y The Joker hurga en la herida.
[11] Courtine, Jean-Jacques y Claudine Haroche, Histoire du visage, ed. cit., p. 37.
[12] Ibid., p. 36.
[13] Ibid., p. 88.
[14] Robb, Peter, M. El enigma de Caravaggio, ed.cit., p. 358.
[15] Han, B.-Ch., Op. cit., p. 16.
[16] Elaboramos una exposición muy sucinta del capítulo 2: “Una conciencia política” del Nacimiento de la clínica de Michel Foucault.
[17] Bauman, Zygmunt, Vidas desperdiciadas, ed. cit., p. 26.
[18] Ibid., pp. 102-122.
[19] Foucault, Michel, “Espacios diferentes”, ed. cit., p.434.
[20] “Para las muchachas existía, hasta mediados del siglo XX, una tradición que se llamaba <<viaje de novios>>; era un tema ancestral. La desfloración de la muchacha no podía tener lugar en ‘ninguna parte’ y, en ese momento, el tren, el hotel de viaje de novios eran de hecho ese lugar de ninguna parte, esta heteropía sin referencias geográficas”. Foucault, “Espacios diferentes”, Op. cit., p. 436.
[21] Recordemos la broma que uno de los compañeros de trabajo le hace: “¿llevas el revolver para suicidarte en caso de que tu baile fracase?”
[22] La risa, como la representación del rostro o la comprensión de la ciudad en función de su espacio, tiene una historia, que ha sido abordada desde diversas posiciones, pero en la que George Minois se detiene con gran detalle en la detección de la función de la burla en la edad media, la cual genera la risa que sanciona el orden: “[…] durante la Edad Media la risa se emplea en buena medida al servicio de los valores y del poder. Aun cuando estos sean objeto de parodia durante los festejos, salen beneficiados”. Minois, Historia de la risa y de la burla, ed. cit., p. 230. Cuando el orden es inalterable, cualquier cosa puede provocar la risa, no sólo el escarnio ajeno, por lo cual la risa se convierte en peligrosa en la modernidad y nuestra sociedad humorista juega con esa balanza. Se sospecha que tanto Aritóteles como Teofrasto pensaban preponderantemente en la burla como causa de risa. Finalmente, la burla establece los parámetros de los juicios de valor que sostienen las relaciones sociales, a los cuales Arthur Fleck/Joker cuestiona y enfrenta.
[23] Nos referimos a la parte final de Dark Knight, en la escena en que dos transbordadores enfrentados por la posesión del detonador de una bomba instalada en cada uno de los barcos, trata de obligar a cada grupo de pasajeros decidir qué conjunto de individuos (los presidiarios o los buenos ciudadanos) merecen vivir.
[24] Recordemos que la intención de Travis es suicidarse, sin embargo, cuando regresa al mundo, encuentra que la prensa lo ha convertido en héroe.
[25] Minois, George, Historia de la risa y de la burla, Op. cit., p. 281.
[26] “Considerado como un híbrido, el loco casi formaba parte del ajuar del rey […] llevaba un atuendo característico y simbólico […] llevaba una casaca de colores con diseños aserrados y de rombos amarillos y verdes. El verde es el color de la ruina y la deshonra; el amarillo, color del azafrán —que tiene efectos maléficos y actúa sobre el sistema nervioso produciendo una risa incontrolable—, es el color de los lacayos, de la chusma, de los judíos”. Ibid., p. 277.
[27] Ibid., p. 280.