Trad. Ignacio Pereyra[1]
Hubo un tiempo donde yo producía mis delicias de todo lo que no me miraba. Un día de ese tiempo, mi vicio me condujo a la Sorbona, donde comenzaba a producirse una nueva manera de considerar a la filosofía natural.
Me senté en el anfiteatro. El profesor entra. Su cabellera se erigía en llamas sobre su frente y le daba yo no sé qué aire entusiasta. Tenía los ojos luminosos, la mirada asombrosamente variable, pasaba con una prontitud prodigiosa de la visión difusa de las cosas a la concentración de los pensamientos; el gesto breve; la palabra, a veces vacilante, y buscando el dibujo exacto de una idea, a veces precipitado, volando hacia la conclusión que lo atraía. Sus rasgos, que había atormentado hasta ahora la complejidad del tema, se calmaban rápidamente en una sonrisa encantadora.
Jean Perrin desarrollaba entonces esta bella teoría de las fases, donde se ve la noción generalizada de equilibrio, la hipótesis del potencial químico, las variaciones de la energía y de la entropía, implícitamente compuestas en una ley que es una simple observación de algebra combinatoria. Me sentí pronto interesado apasionadamente. La joven “Físico-Química”, tan ardientemente expuesta, despertaba en mí una infinidad de luces que interferían como ellas podían con las emisiones de Perrin. ¿Qué hay más excitante para el aficionado a las ideas que era, que escuchar dar leyes a los ‹‹sistemas heterogéneos››? Los sistemas reales son necesariamente heterogéneos. La Físico-Química parece, entonces, un poco más real que lo que son la Química y la Física separadas. Las ciencias de la naturaleza inorgánica habían permanecido durante un tiempo demasiado largo en el estado de temas que no se comunicaban entre sí. La gravedad ignoraba la óptica. El calor apenas tenía relación con el sonido. La química permanecía encerrada en ella misma. Si se lanzaba en el agua un poco de sal, se permanecía en la física; si se precipitaba en un ácido, caía instantáneamente en la química. Las soluciones y las reacciones se rechazaban entre sí.
Se sabía bien que la naturaleza confundía todo, y que ella se burlaba de las categorías ya que ella no tiene cura para las ‹‹dificultades analíticas››; y, sin duda, se le conocía ya relaciones bastante numerosas entre los diversos dominios que nuestros sentidos y nuestros medios de acción separaban lo que existe; pero la unidad de la ciencia aparecía situada en el infinito. Métodos muy diferentes, de los cuales cada uno presentaba sus bellezas y ventajas, se disputaban los espíritus. La atomística, que quería imaginar lo invisible, y que volvía a conducir gustosamente el saber al agrandamiento y al ralentizamiento de lo que pasa debajo del orden de magnitud que nos es sensible, estaba lejos de su potencia y de su precisión actuales. La energética que es una especie de economía abstracta, o de compatibilidad de las transacciones de la naturaleza, se desarrollaba en antagonismo con las concepciones figuradas.
Pero el curso de Físico-Química, tal como Perrin lo instituyo hacia el 1900, utilizaba largamente tanto una como la otra doctrina. Imágenes y cálculos, intuiciones y razonamientos estadísticos, se sucedían, se ayudaban entre sí, con una libertad que me encantaba. Uno sentía que la variedad de las teorías estaba viva y disponible en el espíritu del conferencista. Ellas estaban delante de su pensamiento como una colección de instrumentos que, hechos para disminuir o incrementar los poderes del hombre, no deben nunca esclavizarlo. Ellas no valen más que por el hombre. Se lo olvida demasiado a menudo.
Desgraciadamente no me fue nunca permisible seguir la enseñanza de Jean Perrin hasta el final. Siempre alguna circunstancia vino a contrariar mi celo. La condición de aficionado no es fácil en nuestros tiempos donde nada favorece la curiosidad pura y general.
He encontrado, al menos, en las publicaciones del eminente físico, este interés que había tomado en su palabra, y ese don vital que comunica en la ciencia. Esta animación, esta voluntad de ver y de vencer, que me había encantado en la Sorbona, y sin las cuales la ciencia es una cosa triste, vana y amarga, están muy presentes en el libro celebre que ha escrito sobre los Átomos. Ese libro es apasionante, como una partida que jugaría el espíritu contra lo imperceptible. La apuesta es la posesión (científica) del mundo que vemos; pero la convención del juego nos impone adivinar lo que se mueve debajo de él, y que es como el pensamiento secreto del adversario. El jugador es singularmente hábil, audaz y feliz. Gana en todos los turnos. Conduce infaliblemente al ‹‹Número de Avogadro››. Quiero decir que nuestra convicción final es determinada por el conjunto de los resultados notablemente concordantes. Como si hubieran sido obtenidos por las vías más diversas, ella es, de alguna manera, el producto de todos esos factores enteramente independientes los unos de los otros…
La misma obra, donde se encuentran las visiones personales sobre muchas cuestiones de física, sobre la electrolisis, sobre el sentido profundo de las leyes químicas, etc., expone más particularmente las bellas investigaciones que han sido sugeridas al autor por la teoría de las emulsiones. Hay alguna cosa genialmente simple en la idea de volver a vincular lo visible a lo invisible por medio de las partículas en suspensión en los líquidos, que su magnitud permite observar en el microscopio, aunque su pequeñez permita asimilarlas a las moléculas. Estas partículas esféricas de radio medible nos sirven de intermediarios. El ojo puede seguir su agitación, la placa fotográfica puede registrar la distribución instantánea de los granos y permite contarlos a gusto… Se verifica así, por observación directa, las leyes que el análisis estadístico había presagiado. La teoría cinética de los gases, el movimiento browniano, el mecanismo de la difusión, aquel de la coagulación, se encuentran por esto estrechamente revinculados, y concurren por otro lado a fortalecer nuestra casi-certeza de la realidad de las moléculas.
El mismo orden de ideas se relaciona a los trabajos de Perrin sobre los coloides y sobre la electrización del contacto. Pero, desde hace una decena de años, su atención siempre despierta se ha inclinado hacia los fenómenos de fluorescencia que lo han conducido a las consideraciones del más alto interés sobre el rol de la luz en las reacciones químicas. Sin duda él entrevió en ese lado sorprendentes descubrimientos…
Tengo todas las razones del mundo para no seguir más adelante. No he querido más que expresar mi admiración por una de las inteligencias más bellas y más fecundas de este tiempo, y no he sabido hacerlo más que rememorando mis recuerdos de oyente muy benévolo y mis impresiones de lector. No pertenece más que a los científicos el dar al científico el verdadero lugar y las alabanzas exactas que amerita.
Notas
[1] (Este texto ha aparecido en las páginas 200-203 del libro Vues publicado en Paris durante el año 1948 por La Table Ronde).