Pospandémica, silencio y contemplación

HAROLD FEINSTEIN,A BREEZE BLOWS A CURTAIN, VERMONT, 1978

Resumen
Pospandémica es un concepto acuñado tras el gran confinamiento, un proceso al que se vio sometida gran parte de la sociedad hipermoderna durante el 2020. Se plantea una analogía del enclaustramiento obligado del hombre cotidiano con el de las religiosas, a quienes se toma como modelo iconográfico que capitaliza estéticamente, la mirada del silencio, el trabajo introspectivo y la contemplación. Sumiendo a la persona en un estado de completa catarsis a causa del encierro y la enfermedad, donde el virus representa el fin de la continuidad orgánica y el silencio de la muerte.
Palabras clave: silencio, pandemia, mística, divinidad, ícono, contemplación.

 

Abstract
Post-pandemic is a concept coined after the great confinement, a process that a large part of hypermodern society was subjected to during 2020. An analogy of the forced confinement of everyday man with that of religious women is proposed, who is taken as an iconographic model that capitalizes aesthetically, the gaze of silence, introspective work and contemplation. Plunging the person into a state of complete catharsis due to confinement and illness, where the virus represents the end of organic continuity and the silence of death.
Keywords: silence, pandemic, mystique, divinity, icon, contemplation.

 

Una monja por sí misma representa un alud místico y silencioso.  Ningún argumento resume de mejor manera esta pausa, que el descrito en la ópera “Sor Angélica” del italiano Giacomo Puccini (Lucca, 1858 – Bruselas, 1924) quien confecciona maravillosamente un tríptico de óperas basadas en la Divina Comedia de Dante Alighieri, y dónde Sor Angélica forma parte, representando al purgatorio. Este montaje se conforma enteramente por intérpretes femeninas. El argumento de Sor Angélica describe lo siguiente. La acción se desarrolla en un monasterio a fines del año 1600:

 

En el patio solitario de un monasterio, terminadas las Vísperas, hermanas y novicias se reúnen a pasar el recreo cotidiano. Hablan de pequeñeces que las preocupan: de las penitencias para las hermanas que han llegado tarde al coro, de la fuente que parece de oro porque la iluminan los rayos del sol, de Suor Dolcina, que es muy golosa y de Bianca Rosa, cuyo recuerdo evocan con ternura y melancolía. Suor Genoveva, que en el mundo fue pastora, expresa candorosamente el deseo de ver un corderito, de sentirlo balar y poder acariciarlo. Suor Angélica, por su parte, confiesa no tener ningún deseo. La Hermana Enfermera entra presurosa pidiéndole a Suor Angélica, que se ocupa de preparar ungüentos y remedios para plantas y flores, una poción para una hermana a la que las abejas han picado. En ese momento aparecen las hermanas mendicantes, trayendo provisiones para la comunidad. Una de las hermanas anuncia una visita en el locutorio y dice que ha visto cerca de la puerta una elegante carroza.

 

Suor Angélica deja el cuidado de las flores y se acerca apresuradamente. ¿Cómo es el carruaje? ¿Lujoso? ¿Tiene un blasón? La campanilla del locutorio suena. La Abadesa llama a Suor Angélica. Su corazón siente ahora la esperanza que nunca osó albergar. Luego de siete largos años, ha venido a verla su anciana tía, austera y rígida. Trae un pergamino que Suor Angélica debe firmar. La anciana princesa tiene para la sobrina, a quien ella misma ha enclaustrado para castigarla por un amor desgraciado, palabras sin misericordia, aún cuando le anuncia que su otra sobrina, hermana menor de Suor Angélica, está por contraer matrimonio. Pero esta todo lo soporta, porque sólo desea saber una cosa, dónde está su hijo, el hijo que vio una sola vez y que le fue arrancado de los brazos. La anciana se niega a decirlo, pero la madre, fuerte en su derecho, la obliga. Al fin sabe la verdad terrible: el niño ha muerto hace dos años. La religiosa cae al suelo sollozando. Luego firma el pergamino sin leerlo, y permanece sola en las sombras del atardecer, evocando tiernamente a su hijito en una desolada plegaria.

 

El drama humano ha terminado; pero a este drama intenso e irreparable se agrega ahora un último episodio: el milagro. En un momento de exaltación, Suor Angélica bebe el jugo de una planta venenosa, pero al darse cuenta que ha cometido suicidio y que por ser un pecado mortal no podrá ver a su hijo en el más allá, presa de arrepentimiento, pide clemencia a la Virgen. Todo cuanto rodea a la moribunda se transforma, ahora, en una visión mística y reconfortante.[1]

 

Lo interesante del argumento no radica en la interacción de sus personajes ni en la atmósfera oscura de la abadía, sino en la cuestión mística que representa la triangulación entre sufrimiento, suicidio y arrepentimiento. Es en la frase del texto citado anteriormente “permanece sola en las sombras del atardecer, evocando tiernamente a su hijito en una desolada plegaria” donde se capitaliza poéticamente el estado ensordecedor de la contemplación y de la mirada sigilosa del silencio interno de la religiosa. Y es que el final de la tragedia se sucede en una transverberación parecida a la escultura de la Santa Teresa de Bernini, con la diferencia de que la lanza de la divinidad que aparece en la escultura, en el caso de Sor Angélica se transforma en un brebaje conscientemente mortal, que la llevará a una especie de estado cero, donde nada es dolor, y todo es gozo. David Le Breton aporta un estudio antropológico sobre la experiencia del silencio: “El silencio no es la ausencia de sonoridad, un mundo sin vibración, estático, donde nada se oye. El grado cero del sonido, aunque pudiera conseguirse experimentalmente no existe en la naturaleza”.[2]

 

Por otro lado, en el acto final de la ópera, Sor Angélica se encuentra con su hijo perdido quien corre hacia su madre, en presencia de la Virgen, como señal inequívoca de que ha sido perdonada.

 

En el marco de una pandemia mundial, donde todo es oscurantismo en los aludes de la salud, la triangulación del sufrimiento, con el caos de lo económico, nos sumerge en una especie de medioevo, y que, con el arribo de las vacunas y la reactivación de las economías pareciera vaticinarse una especie de nuevo Renacimiento. La postal alegórica de sor Angélica y el trasfondo místico del concepto de silencio merecen ser resignificados en el marco de la posmodernidad, en una adaptación libre, del argumento original ya descrito con anterioridad a manera de resignificar la transición a lo pospandémico:

 

La suma de acciones se sucede en los pasillos de un saturado y caótico hospital, Sor angélica contraviene las órdenes de la abadesa, y para evitar contagiar a las hermanas, decide asilarse en las entrañas del olímpico hospital donde día a día regalaba consuelo a los enfermos, se aposta en la decadente habitación donde deciden no dormitar los residentes. Todas las mañanas, Sor Angélica con un negro “cubre bocas” en juego con sus hábitos, reúne a los médicos en el patio para contagiarles otra gracia que no es el virus, la de la caridad. Corona la escena la negra fuente de roca volcánica que ansiosa se hidrata con el velo de agua, que ante los primeros rayos de sol de la mañana vuelven dorada su agua.

 

Tanto en el argumento original como en la libre interpretación, el hilo conductor es el estado cero del silencio. La pérdida de sentido a la vida de la Sor Angélica de 1600 a causa del encierro por parte de su familia en la abadía se ve conectada con el drama de la sociedad actual, presa del confinamiento obligado, es gracias a estos conceptos de suicidio, silencio y contemplación que podemos dar cuerpo a la fatalidad, y tener el registro para las futuras generaciones, de lo que fue el periodo del “Gran Confinamiento”.

 

Así como la religiosa presa de un arrebato decide terminar con su vida mediante la ingesta de una infusión preparada por ella misma, la situación actual nos presenta un fenómeno trágico como romántico, y es el de los pacientes que se arrojan al vacío de los techos altos del hospital, acción que en un plano metafórico recuerda a los pelicanos, que, por su propia naturaleza, en los constantes impactos contra el espejo salado del mar, en la busca de su alimento, provocan con el tiempo lesiones oculares que más tarde se traducen en ceguera, lo que les priva de toda herramienta de sobrevivencia, orillándolos al suicidio, arrojándose contra las piedras, o colgándose. Tal estado “silencioso” puede relacionarse con el agujero negro que se percibe en el paciente en su aislamiento y la minimización de lo humano, para entrar en una dimensión colectiva, abismal, y caótica de gente padeciendo por lo mismo, en las paredes del hospital. Sentirse solo, vacío, incomunicado ante la imponente naturaleza del virus contagioso, o ante la imponente verdad o realidad, es el instinto, el que orilla al pelícano a terminar con su vida como espejos de frente, en un diálogo silencioso; pero los humanos, siendo seres pensantes, no escapamos de este instinto animal que privados de salud y de capacidades cognitivas se arrojan en el espejo de concreto ante el tortuoso proceso de la enfermedad; El eje motor es la autodestrucción, antes que el sufrimiento.

 

Se resume en un proceso neurológico y psicológico, en busca del lugar del inicio, donde todo es posible de nuevo; y así, como en las referencias bíblicas, en la nada se hace la luz, porque alguien lo nombra en el silencio. El filósofo Fabián Giménez Gatto hace mención al fenómeno de la desaparición y la muerte: “Cuando la desaparición deja de ser la de la muerte o la de la reproducción metastásica de lo mismo, en un impulso de repetición que es, en definitiva, también un impulso de muerte, entramos en otra forma de desaparición que tiene que ver con el juego, con el desafío, con la reversibilidad de las formas en un encadenamiento entre lo real y su doble”.[3]

 

Más allá de hurgar en las pertenencias de los suicidas, en su intimidad, está la búsqueda, la labor del investigador de resolver la duda, llenar el vacío, pero sobre todo salir de un silencio psicológico y hacer hablar a los cuerpos inertes a través de un espacio mudo que deja un final abierto a los relatos que traen consigo. Quizás es en la invasión a la intimidad donde radique su mejor arma, ya que el sujeto al ser objeto de estudio, al tener conocimiento de ser observado, pierde completamente su naturalidad; por tanto, esta transgresión a la intimidad que se pretende poner en debate con el único objetivo de justificarle el arrebato de terminar en el vacío.

 

Concluimos que el autodescubrimiento está en la introspección, en el silencio, que pareciera ser la justificación que buscamos en este momento, para no hacer del encierro una pesadilla, hacer una pausa, a nuestra rutina, al ruido incesante, que en un ritmo normal, no nos permitiría un estado de contemplación, ese justo, es el denominador común entre la Sor Angélica de 1600, y los caídos durante el 2020, el encierro ha obligado tanto a la gente, como a los personajes en la ficción, a confrontarse, con aquello, que por miedo, o por que se piensa se puede seguir postergando, jamás, se habrían detenido a analizar, de no haber sido por el confinamiento obligado.

 

Bibliografía

  1. Giménez, Fabián, Erótica de la banalidad, simulaciones, abyecciones, eyaculaciones, Fontamara, México, 2011.
  2. Le Breton, David, El silencio, aproximaciones, Sequitur, Madrid, 2009.

 

Notas
[1] https://www.fiorellaspadone.com.ar/operas/argumentos/sor-angelica.html (Consultada el 03 de Mayo de 2021).
[2] David Le Breton, El silencio, p. 109.
[3] Fabián Giménez, Erótica de la banalidad, p. 64.