Perder la voz, perder el rostro. O sobre la criminalización de la protesta

 

Resumen[1]

En el breve texto El rostro y la muerte, Agamben analiza las implicaciones de la desaparición del rostro y la muerte del horizonte en medio de las transformaciones que ha traído la crisis sanitaria global del último año. Una pérdida de rostro y de la muerte que significaría la disolución de la ciudadanía. Pérdida del rostro que puede rastrearse, una vez más, en medio de la estrategia de criminalización de la protesta y la manifestación en las calles en un país como Colombia. Tener la posibilidad de alzar la voz y exigir el rostro perdido es la condición fundamental para la posibilidad de construcción de un sistema democrático. Mientras que ser acusado de vándalo emerge como estrategia de deslegitimación, proscripción y silenciamiento.

Palabras clave: criminalización, protesta, silenciamiento, gobierno de las poblaciones, vandalismo, Covid-19.

 

Abstract

In the short text The face and death, Agamben analyzes the implications of the disappearance of the face and the death of the horizon in the midst of the transformations brought about by the global health crisis of the last year. A loss of face and death that would mean the dissolution of citizenship. Loss of the face that can be traced, once again, in the midst of the strategy of criminalization of the protest and the demonstration in the streets in a country like Colombia. Having the possibility to raise one’s voice and demand the lost face is the fundamental condition for the possibility of building a democratic system. While being accused of hooliganism emerges as a strategy of delegitimization, banning and silencing.

Keywords: criminalization, protest, silencing, government of the populations, vandalism, Covid-19.

 

Agamben inicia su breve texto del 30 de abril de 2021, El rostro y la muerte[2] con la inquietante advertencia: “Parece que en el nuevo orden planetario que está tomando forma, dos cosas aparentemente no relacionadas están destinadas a desaparecer por completo: el rostro y la muerte”. Agamben analiza las implicaciones de la desaparición del rostro y la muerte del horizonte en medio de las medidas tomadas por los gobiernos ante la expansión sin control del Covid-19 y la incapacidad de los sistemas de salud nacionales de responder a la velocidad de los contagios. Pérdida de rostro que significaría la disolución de la ciudadanía y pérdida de la muerte que, a su vez, significaría la pérdida de aquello que, por ahora, llamaremos humanidad.

El rostro, tener rostro y ver el rostro del otro, es la experiencia inaugural de las relaciones humanas, de la comunicación y, diríamos con Levinas, de la alteridad. Desaparecido el rostro, parece desaparecer el otro, el semejante, el similas —señalará Agamben—. De hecho, según recuerda el filósofo italiano, en el mundo griego el esclavo es identificado como aprosopon, literalmente, “sin rostro”. Más adelante, el término prósopon transitará al latín como personare. Razón por la cual, prósopon, vocablo griego para referirse a la máscara que brinda un rostro —un personaje— a los actores en el teatro, derivará en el concepto de “persona” dentro de la teología patrística y el lenguaje jurídico.

La posibilidad de una vida en comunidad, de una sociedad, se sustenta en la capacidad de reconocer y reflejarse en el rostro de ese otro. Por tanto, precisa Agamben, el rostro es “[…] tanto la similitas, la semejanza, como la simultas, el estar juntos los hombres. Un hombre sin rostro está necesariamente solo”. Y un ser humano solo, aislado, está condenado a su desaparición y olvido. Por tanto, el rostro, la posibilidad de tener un rostro y ver el rostro del otro, no solo es apertura (alteridad) sino la condición de la política. “La cara [insiste Agamben] es la verdadera ciudad de los hombres, el elemento político por excelencia”. Perder el rostro, no dar la cara es, por tanto, anular la posibilidad de la política, del diálogo, de la vida en comunidad. Dejar desvanecer la posibilidad de ver el rostro del otro, no solo es des-conocerlo sino anular la posibilidad de la palabra, del encuentro, del reconocimiento y, en últimas, de la escucha. Perder el rostro, es perder la voz. O, si se prefiere, perder la voz es perder el rostro.

La cara cubierta de los manifestantes en las calles es, precisamente, muestra de esta pérdida: la pérdida de la posibilidad de ser escuchados, del cara a cara. Cubrir la cara, en el intento desesperado de ser escuchado es, en sí mismo, una paradoja; una absurda paradoja a la que se ven conducidos aquellos a quienes les ha sido robada la palabra. Se trata de un hacer frente, un enfrentar exponiendo la humanidad propia, para reclamar el rostro perdido y recuperar la oportunidad de la interlocución. En otras palabras, “enrostrar” desafiando la estigmatización, en una suerte de superación de la queja individual en busca de la reivindicación colectiva. La cara cubierta, por lo dicho hasta aquí, es un lugar de frontera que exige la devolución de la voz propia; por ello se hacen llamar “manifestantes” puesto que su intención es esa, justamente, manifestar un robo, un despojo, un saqueo. Manifestación que, por tanto, es denuncia, expresión, irrupción por aquellos que exigen tener voz, posibilidad de decir y ser escuchados.

En consecuencia, vandalizar la protesta (calificarla como “vandálica”, como cosas de “vándalos”) es restringir la posibilidad de reclamar a quienes les ha sido usurpada la capacidad de pronunciar el mundo. Es negarles dos veces la palabra. La una por cuenta de un aparato corrupto que se apropia del modelo de democracia —en tanto mecanismo de participación— para el beneficio de intereses privados o personales mientras la mayoría es sometida al hambre, injusticia y pobreza. Una voz que es robada, cercenada, una vez más en el momento en el que a ese ciudadano ultrajado se le impide la posibilidad de reclamar deslegitimando su justa demanda. Anulación de la justicia solicitada convirtiendo la exigencia colectiva en un atentado contra el derecho de otros (reales o imaginarios) y contra la propiedad privada (frecuentemente negada y, por tanto, ajena).

Puede leerse la posibilidad de manifestarse como el derecho a tener derechos dentro de una sociedad que se precia de democrática. La manifestación es la posibilidad de expresar el descontento de aquellos que se sienten agredidos y/o vulnerados; por esta razón, es el derecho a exigir derechos, a exigir el respeto de su dignidad como ciudadanos, a exigir y pedir cuentas a quienes dicen representarlos.

De suerte que la manifestación, lejos de las mediáticas consignas, no es ningún crimen y, por el contrario, es la posibilidad misma de construcción de un sistema democrático real. Si lo vemos detenidamente, las manifestaciones en las calles son resultado de la ineficiencia, corrupción e indolencia de quienes reciben el encargo de gobernar. Un encargo, además, que tendría que ser provisional. Lo contrario es, de cierta manera, una forma vedada de despotismo. Postergarse en los cargos públicos o heredárselos entre los mismos círculos de poder, es apoderarse del trono en una extraña vuelta de la tiranía. Es cierto, una tiranía de varias cabezas y múltiples cuerpos, lo cual aumenta su capacidad mimética. Las rotaciones de cargos públicos entre los mismos grupos, apellidos y élites no son más que encubierto absolutismo degenerado en una suerte de cleptocracia[3] y/o cacocracia.[4]

Este es un detalle que vale la pena tener presente pues ha sido la causa de la creciente corrupción en un país como Colombia, así como el responsable directo del debilitamiento de los instrumentos de control en la arquitectura estatal y el desvanecimiento de la separación de poderes en una sociedad presentada como democrática.

Una radiografía de este tipo, no solo muestra la debilidad de una democracia y la ineptitud de un gobierno para mantener canales de comunicación con los distintos sectores de la población, sino que limita la existencia de espacios de participación y expresión. Un Estado que debería potenciar escenarios institucionales para responder a las molestias, reclamos y exigencias de sus ciudadanos, cierra todo camino para el trámite de las diferencias e insatisfacciones y arroja a la gente, a su pueblo, a la calle ante la inexistencia de medios y espacios para ser escuchados.

En Colombia, un Estado que debería potenciar escenarios institucionales para responder a las molestias, reclamos y exigencias de sus ciudadanos, cierra todo camino para el trámite de las diferencias e insatisfacciones y arroja a la gente, a su pueblo, a la calle ante la inexistencia de medios y espacios para ser escuchados.

De suerte que el cierre de los canales de comunicación con los distintos sectores de la ciudadanía, aunado al monólogo con los reducidos círculos de siempre, han creado una desconexión total entre la casa de gobierno y la ciudadanía. Esta es la bomba social que está explotando en Colombia en medio de un pueblo cansado de los abusos de las élites y sus emporios familiares. Un pueblo cansado de ser marginado, humillado e ignorado.

Una ciudadanía que, como si fuera poco, es violentada una vez más por aquellos que adquirieron el compromiso de protegerla cuando, tomándose las calles, intenta alzar la voz para ser escuchada. Esta es una agresión orquestada y proyectada desde el discurso de las armas y la criminalización. Bajo esta lógica son tachados de “vándalos” quienes exigen sus derechos y claman desde el desespero del hambre, la explotación y la miseria.

Tachar de vándalos a quienes se manifiestan es, precisamente eso, “tacharlos”, violentarlos de manera reiterativa; es reafirmar o recrudecer las formas de violencia histórica y la inequidad social que los ha llevado a las calles, abandonando sus trabajos y ocupaciones diarias, para reclamar una oportunidad —esa que nunca han tenido porque desde antes de nacer, a la mayoría, ya les había sido robada—.

Señalar de vándalo a quien exige al gobierno que cumpla con su deber no solo es declararlo criminal sino anular sus derechos, los pocos que le quedan. Y es que señalar de vándalo a alguien es quitarle su calidad de ciudadano, es decir, hacerlo no-ciudadano, persona no grata y, por tanto, enjuiciable, castigable y, tristemente, hasta “asesinable” por fuerzas estatales, paraestatales o civiles. Al vándalo, al criminal, al terrorista, por definición, es necesario neutralizarlo, extirparlo como a un tumor… eliminarlo. Es esa retórica la que hemos visto materializarse en las calles frente a grupos pacíficos de manifestantes indefensos, desarmados, inocentes.

Hace unos días, Diego Solano, estudiante, amigo y colega, en medio de un espacio de discusión en torno a la situación actual de Colombia, recordó la noción de “monstruo” empleada por Franz Hinkelammert para hacer referencia a la estrategia de deshumanización del contradictor con el fin de autorizar su anulación y exterminio.  Más allá de las implicaciones conceptuales que ahora no podemos discutir, despojar de humanidad significará, en términos de Agamben, quitar el rostro, perder la cara. En otro breve texto de 2002 titulado La proyección del monstruo: la conspiración terrorista, Hinkelammert recuerda Auschwitz para constatar su continua pervivencia en intervenciones militares de todo tipo a lo largo del planeta en la segunda mitad del siglo XX y comienzos del XXI.

“Nunca más Auschwitz” significaba: Nunca más exterminio, Nunca más genocidio, Nunca más la violación sistemática de los derechos humanos. Pero [replica el teólogo alemán] eso era un obstáculo para cualquier política imperial”.[5] No podemos detenernos ahora en esta discusión, pero sí nos interesa resaltar la estrategia seguida en la legitimación de las y muchas otras intervenciones militares señaladas por el autor en su artículo: la figura del monstruo, del enemigo, del peligro inminente y del terrorista. Figura que justifica el cese de derechos, de la dignidad como persona y, por tanto, el estado de excepción, la guerra y el exterminio.

Extrañamente, en la lectura de Hinkelammert, “[…] la defensa de los derechos humanos se ha transformado en un acto subversivo en contra del cual está la misma opinión pública”.[6] Los defensores de la paz han sido caracterizados como el verdadero peligro en una retorcida resonancia de la distopía orwelliana de 1984. “La Guerra es la Paz” leía Winston a la distancia en el blanco edificio del Ministerio de la Verdad en el que se exponían los 3 principios del Partido bajo la dirección del Gran Hermano. La Paz es la Guerra podría leerse entre líneas. Los inocentes y abusados serán convertidos en delincuentes, dirá Hinkelammert (2006) en otro texto hablando de lo que denomina como la historia de inversión de los derechos humanos.

Ahora bien, esta estrategia de anular al otro como un auténtico otro, escala y como resultado, multiplica los monstruos. El adversario, cualquiera que sea, se hace monstruo, se presenta como perverso, como peligroso, como riesgo y obstáculo. “Posiblemente, desde ambos lados en lucha se realiza una proyección mutua del monstruo, uno frente al otro. Ambos, por consiguiente, se tornan monstruos para luchar contra su respectivo monstruo”.[7] El temor a la diferencia, al debate y la discordancia termina por separar, aislar y hasta odiar a ese otro deformado. La estrategia del monstruo permea el ámbito social y lo convierte en campo de batalla rompiendo toda probabilidad de acercamiento, de sentirse mutuamente, de verse. Todo extraño luce monstruoso, cruel y trastornado.

Infortunadamente, la demencia no para aquí. Los muertos, los torturados, las agredidas sexualmente, los desparecidos y heridos, son pasados como cifras en estadísticas, como accidentes ocasionales o reportados a través de morbosas imágenes exhibidas por los medios oficiales a manera de vedada advertencia de la fuerza de los cuerpos armados del Estado, pero también como señal de su nivel de corrupción e impunidad. De suerte que, al lado de la brutalidad vivida en las calles, se suma el terror que produce el grado de descaro e impunidad de los voceros estatales y los medios de comunicación. Medios que son presionados abiertamente por las mismas élites económicas del país para que reproduzcan una narrativa oficial. Un nuevo nivel de violencia y anulación de derechos en una sociedad que se presenta a sí misma como democrática.

Así, en una sociedad en la que se ha perdido el rostro y con ello la voz, también desaparecen la muerte para hacerse estadística; números usados al capricho de quien los usa. Algunas veces como triunfos institucionales o personales como cuando se habla de “reportes de enemigos dados de baja en combate” o cuando se usan para reprender, reprimir o atemorizar (que, a fin de cuentas, viene a ser lo mismo). Este es el uso de las cifras cuando se habla, por ejemplo, de aumento o descenso de muertes por Covid-19, por cuenta de las aglomeraciones, descuidos e irresponsabilidades personales en medio del llamado al encierro; o como cuando se mencionan como muertos los que en realidad han sido asesinatos en medio de las revueltas de una ciudadanía que exige derechos, de jóvenes que buscan una posibilidad y de generaciones empobrecidas que piden ser escuchadas. Números que usurpan el rostro de los caídos. Números que disfrazan a conveniencia lo inocultable, la barbarie y la demencia. Frías cifras que expresan la apatía e indolencia de una sociedad sin rostros en donde hasta los muertos han sido convertidos en estadísticas, accidentes y daños colaterales. Una sociedad que olvide llorar sus muertos, es una sociedad condenada a despreciar la vida.

 

Bibliografía

  1. Agamben, Giorgio, Il volto e la norte, 2021, consultado en Quodlibet en https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-il-volto-e-la-morte
  2. Hinkelammert, Franz, La proyección del monstruo: la conspiración terrorista mundial. En: Pasos, 101, 2002, pp. 33-35.
  3. Hinkelammert, Franz, El sujeto y la ley: el retorno del sujeto reprimido. Editorial Caminos, 2006.

 

Notas
[1] Notas preparadas para el Panel Biopolíticas latinoamericanas: entre la protección y la negación de la vida, realizado el 26 de mayo 2021 en el marco del Seminario Ontologías del presente y organizado por la Red Foucault en la WEB Latinoamérica.
[2] Texto publicado originalmente en la Neue Zürcher Zeitung, 30 de abril de 2021 bajo el título Il volto e la morte y recuperado por Quodlibet en https://www.quodlibet.it/giorgio-agamben-il-volto-e-la-morte
[3] Véase https://elpais.com/elpais/2018/06/02/opinion/1527954739_894835.html
[4] Entendida como el gobierno de los malvados. Cacocracia “es una palabra que se ha estado usando ocasionalmente desde hace más de un siglo, aunque en tiempos recientes se ha extendido considerablemente. Por su formación a partir del griego kakós (‘malvado, malo’) y el elemento -cracia (‘gobierno, poder’), sería un ‘gobierno de malvados’ o un ‘mal gobierno’ (en ocasiones se ha definido como ‘gobierno de los ineptos’). Aunque la cacocracia puede incluir la idea de ‘gobierno de los ladrones’, este último concepto se expresa más precisamente con cleptocracia, a partir del griego kléptis, ‘ladrón’ (como en cleptomanía).” Tomado de https://www.fundeu.es/consulta/cacocracia/
[5] Franz Hinkelammert, Op. cit., p. 32
[6] Idem.
[7] Ibidem, p. 35.