La duda y la modernidad. San Agustín y René Descartes

DAVID CONEJO, “SAN AGUSTÍN” (2019)

 

Resumen

Para muchos pensadores modernos, el Obispo de Hipona era un referente imprescindible de sus propios desarrollos doctrinales o filosóficos. Cosa muy distinta sucede con el padre de la Filosofía Moderna. Para René Descartes, San Agustín puede decir lo mismo, pero no en el mismo sentido, pues ambos buscan fines distintos. Este desconocimiento de la filiación de Descartes y el recurso frecuente de otros al Doctor de la Gracia, nos mueven a repasar la presencia de san Agustín en el filósofo francés. Nuestro propósito no es reducir la filosofía de uno a otro, ni regatear lugares u originalidades, sino distinguir las filosofías de uno y otro, siguiendo a Étienne Gilson, para insistir en la presencia velada de san Agustín en la Filosofía Moderna, incluido en la del padre de ésta.

Palabras clave: Agustín de Hipona, René Descartes, Modernidad, filosofía, filosofía moderna, duda.

 

Abstract

For many modern thinkers, the Bishop of Hippo was an essential reference point for their own doctrinal or philosophical developments. A quite different thing happens with the father of Modern Philosophy. For René Descartes, Saint Augustine can say the same thing, but not in the same since both seek different ends. This ignorance of the affiliation of Descartes and the frequent recourse of others to the Doctor of Grace, move us to review the presence of Saint Augustine in the French philosopher. Our purpose is not to reduce the philosophy from one to another, nor to haggle places or originalities, but only to distinguish the philosophies of one and the other, following Etienne Gilson, to insist on the veiled presence of Saint Augustine in Modern Philosophy, including that of its father.

Keywords: Augustine of Hippo, René Descartes, Modernity, philosophy, modern philosophy, doubt.

 

Dar cuenta de la Modernidad hace ya tiempo que es harto difícil. En los dimes y diretes de los filósofos modernos —piénsese en E. Kant y F. Hegel— y contemporáneos —desde los filósofos críticos de la Escuela de Frankfurt hasta los que defienden a capa y espada la superación de la misma, es decir, los posmodernos y ahora los hipermodernos, como no hace mucho que dio a conocer Sébastien Charles— y en el mismo avanzar de la aldea global, el concepto, que en un tiempo preconizaba la culminación de un proyecto —José Ortega y Gasset lo decía— ha terminado por escurrírsenos de las manos la Modernidad. ¿Qué sentido tendría hablar de Nuestra Modernidad si la idea de ésta fuese clara y distinta; si fuese aún la égida de nuestro hacer? El mismo adjetivo posesivo, nuestra, resulta oscuro para los que vivimos en estas cálidas tierras que dieron al mundo el chocolate. ¿En qué medida, permítase decirlo, el puesto de René Descartes, el padre de la Modernidad, sigue siendo incontrovertible? Ni la Modernidad, ni el sentido (la cosa, ¿mejor o peor?, repartida, en palabras de Jean-Luc Nancy), ni Descartes escapan a la duda, a la misma duda, ¿inaugurada?, por el filósofo francés. La Modernidad, en un tiempo, asunto zanjado, la navaja de todos los cortes históricos, hoy no lo es, ni puede serlo. Y, de ahí, le viene su actualidad. Hoy que ya no es posible comulgar con las ideas que la caracterizaron, podemos, después de haber ganado la distancia requerida para toda interpretación (aunque, y esto es un problema enorme, nosotros mismo sigamos siendo modernos), acercarnos de nuevo y preguntar por su sentido y por otras ideas que le atañen y, por tanto, nos involucran. Admitámonos, entonces y de alguna manera, cartesianos y reconozcamos, sujetándonos a la primera regla del método (“no admitir cierto nada que no se indubitable”), que no nos es posible aceptar como evidente lo que de suyo ya no puede serlo e intentemos caminando, allanar el camino y preguntemos por la Modernidad.

 

Es prácticamente imposible, para un trabajo como éste, desentrañar todos y cada uno de los elementos que caracterizarían la Modernidad, incluso, podemos estar seguros de ello, ni en un tratado extenso e intenso en el que la tinta fluya como el agua en un río, lo lograríamos. ¿Qué hacer, entonces? Reducir el tema, pero ¿de qué forma? Hace algún tiempo me tope con que el teólogo luterano Adolf von Harnack (1851-1930) afirmaba que “San Agustín es el primer hombre moderno”. Algunos están de acuerdo en que Agustín de Hipona es siempre actual (al modo de hoy, si nos atenemos a la etimología esgrimida por Guillermo de Ockham), o porque su pensamiento se revitaliza cada generación, o porque los tiempos que vivimos se parecen a los suyos (cisma donatista, exacerbaciones pelagianas, ideologías maniqueas, etc.). Se dice, incluso, que el Obispo de Hipona, como dijera el Cardenal Newman, es el hombre de todas las estaciones. Ahora bien, no sólo se trataría de saber si san Agustín es el primer hombre moderno, sino si es posible mostrar la influencia de éste en René Descartes.

 

El recurso a la autoridad de san Agustín por parte de teólogos y filósofos modernos es frecuente y es innegable. De Martín Lutero a Blaise Pascal, para todos ellos el Obispo de Hipona era un referente imprescindible de sus propios desarrollos doctrinales o filosóficos. Cosa muy distinta sucede con el padre de la Filosofía Moderna. Para René Descartes, San Agustín puede decir lo mismo, pero no en el mismo sentido, pues ambos buscan fines distintos. Este desconocimiento de la filiación de Descartes y el recurso frecuente de otros al Doctor de la Gracia, nos mueven a repasar la presencia de san Agustín en el filósofo francés.

 

Este trabajo se divide en dos partes. Para la primera me propongo plantear, desde la lectura separada de ambos filósofos, así como desde su experiencia filosófica, tal como se la puede inferir de sus textos, las convergencias y las diferencias entre uno y otro en orden a saber en qué sentido se dice que san Agustín es el primer hombre moderno, como dijera Adolf von Harnack y con ello descubrir que la Modernidad, al menos en el campo de la filosofía, comienza con la duda metódica.

 

Para la segunda parte del trabajo sigo a Étienne Gilson (1884-1978), pues llama nuestra atención el caso de que él, estudiante de la Sorbona, nunca escuchó el nombre de Santo Tomás de Aquino. Esto es relevante porque para su tesis doctoral, Lucien Lévy-Bruhl (1857-1939), el antropólogo judío y ateo, le propuso estudiar la influencia de la escolástica en el pensamiento de René Descartes: “Al cabo de nueve años de trabajo, Gilson nos confiesa que experimentó un gran temor frente a la conclusión que debía escribir y que finalmente escribió: el pensamiento cartesiano no representaba un progreso, sino un empobrecimiento con relación a la filosofía escolástica, de la cual derivaba”.[1] Con esto se concretó su conversión al tomismo. Sigo, igualmente, a Zbigniew Janowski porque, después de mucho tiempo, en el 2000, la Librairie Philosophique J. Vrin publicó su Index Augustino-Cartésien. Textes et commentaire. En esta obra actualiza el estudio inaugurado por E. Gilson, sin antes destacar también sus límites y las críticas que ya otros, como Jean-Luc Marion había dirigido al filósofo neotomista, y en un ejercicio de cotejo y comparación, en latín y en francés, enfrenta textos del padre de la Iglesia con otros del filósofo francés que, textualmente, dicen casi lo mismo.[2] Mi propósito, en esta parte, no es reducir la filosofía de uno a otro, ni, mucho menos, regatear lugares u originalidades, sino, tan sólo, distinguir sus pensamientos, siguiendo, como dijimos, a Etienne Gilson y a Zbigniew Janowski, para insistir en la presencia velada de san Agustín en la Filosofía Moderna, incluido en la del padre de esta.

 

La duda y la Modernidad en san Agustín y René Descartes

 

Se dice que Descartes, insisto en ello, es el Padre de la Modernidad. Las razones que se enuncian van desde la asunción de la vida tal como la conocemos como consecuencia de su pensamiento hasta la identificación del método científico con el suyo (que bien pueden ser lo mismo o estar emparentados entrañablemente). Pero, antes de llegar a eso, lo primero con lo que nos encontramos en sus obras, por lo menos en las más conocidas, El Discurso del método y las Meditaciones Metafísicas, es con una duda más radical que la duda escéptica. Después viene esa afirmación, que parece más bien una confirmación de la existencia de una verdad que resiste a toda duda, una confirmación de la verdad irrefutable, “yo soy, yo existo”. El Discurso del método, como es sabido, reduce la fórmula a la famosa frase, “pienso, luego existo”. Cosa que no puede ser de otra forma, porque “si me engaño”, dirá Descartes en alguna Respuesta a las objeciones que le hicieron, como bien recuerda Jacob Rogozinski, “necesariamente existo”. Pero, recapitulemos el itinerario cartesiano antes de ir con san Agustín.

 

En las Meditaciones Metafísicas (la arbitrariedad de nuestra elección de un comienzo o génesis queda justificada, ¿a quién más recurriríamos sino a Descartes para ir aclarando lo que nos interesa?) dice que “En el principio era la duda en un caos acuoso de errores”. ¿Por qué?, porque nada hay, en los conocimientos del Mundo, que pueda asumirse como cierto e indubitable. Los sentidos (nos) engañan: creemos oír voces en un espacio aislado, creemos que los objetos que a distancia son pequeños lo son, creemos que ciertos alimentos no tienen sabor ni olor cuando nos invade una enfermedad, etc. Creemos, pero no sabemos. Incluso aquello que hemos recibido con la educación merece nuestro desprecio: son datos no confirmados. No se olviden las representaciones del sueño y de la locura que ponen en entredicho la vigilia y la cordura mismas. La desconfianza y la duda son las únicas que actitudes que podemos tomar ante tales situaciones. Y por si faltase algo, recuérdese que ante la embestida del genio maligno (él mismo, ¿invención o realidad?) ni siquiera las matemáticas son dignas de confianza. La duda ha llegado al límite. Ni los mismos escépticos se habían atrevido a tanto. ¿Cómo salir de este abismo, peor que aquel caos primitivo? Notemos que, lo sabemos bien, hay tranquilidad en Descartes, la tranquilidad que un problema meramente epistemológico da.

 

Después de un largo proceso que comenzó con la lectura del Hortensius de Cicerón, san Agustín, después de haber hablado con el obispo maniqueo Fausto, desesperó (no podemos no creer lo que nos refiere en sus Confesiones, en sus Epístolas y en sus Sermones). No creyó posible alcanzar el puerto seguro de la Verdad. La doctrina de los académicos de ese entonces, escépticos comandados por Carneades y Arquesilao, le parecía la postura más sabia que pudiese haber. El número elevado de corrientes filosóficas y de doctrinas religiosas no podía no traer como consecuencia la desconfianza a todas y cada una. El escéptico, que omitía su juicio y se guiaba por lo probable, parecía el más cuerdo de los hombres. Parecía no haber alternativa para el filósofo africano. Su vida y su esperanza se venían a pique. Sus fuerzas flaqueaban. Y aunque las matemáticas le seguían pareciendo libres de toda duda, la desazón o la desesperación (¿el genio maligno de san Agustín?) se las mostraban insuficientes para sostener en la verdad a la vida, cuyo sentido se desplomaba a cada palabra, pues cada una se mostraba hueca, vacía y vana. ¿Cómo escapar a esta duda? Notemos que en el caso de Agustín de Hipona la tranquilidad está ausente; con la imposibilidad de hallar la “verdad” anhelada, perder la fe en la “ciencia” o en el conocimiento es lo de menos, lo que se va es la vida.

 

Descartes escapa a las garras del escepticismo y de la desesperación al segundo día de comenzadas sus Meditaciones. La verdad deseada, el principio de certeza, la primera regla del método aparece con tal evidencia que no puede haber lugar a dudas: “yo soy, yo existo”, Descartes. De lo que no se puede dudar es que se duda, es decir, que se piensa. Incluso si se admite el engaño, el engaño sólo es posible si se existe: “pienso (dudo), luego existo”. La duda queda, pues, definitivamente superada, que no la enseñanza que con ella venía: “dudar, por lo menos, una vez en la vida”, y menos aún la consecuencia, el método (la duda metódica).

 

¿Y san Agustín? Hayamos o no leído sus Confesiones, sabemos que fue un momento el decisivo: “En las cimas de la desesperación” (permítaseme tomar el título de una obra de E. Cioran para mejor ilustrar) el que sería el Obispo de Hipona, escuchó la voz de un niño que decía, “Toma y lee”. Interpretando que era un mensaje divino, corrió hacia donde había dejado las cartas del Apóstol, abrió el texto y leyó lo primero que sus ojos encontraron: “Nada de comilonas, borracheras” (Rm. 13, 13-14). Después de eso, el retiro en la finca de Casiciaco. El primer producto de esta conversión fue el texto, titulado Contra Académicos en el que, después de dos libros de intensa disputa, san Agustín, en el libro tercero, toma la palabra para esgrimir siete argumentos contra los escépticos, teniendo siempre en cuenta la máxima de Zenón estoico: “[…] sólo puede comprenderse un objeto que de tal modo resplandece de evidencia a los ojos, que no puede aparecer como falso”, tal como la anota en su obra Contra Académicos. No sobra decir que se parece enormemente a la máxima cartesiana o primera regla. Enseguida presentaré los siete argumentos que propone el hiponense para rebatir la postura escéptica.

 

El primero es sobre la diferencia de criterios. Si bien san Agustín reconoce que Cicerón es el que presenta el argumento, no podemos sino adjudicárselo al santo en la medida en que lo hace suyo, pues será la base para algunos otros. Identificando dos bandos, dos criterios, dos filosofías distintas con presupuestos distintos acerca de quién si y quién no, es sabio, encontramos a los estoicos y a los epicúreos. El sabio es para unos y otros alguien distinto. Los primeros apuntarán a la virtud, mientras que los segundos apelarán al placer. Entre ellos habrá un ataque mutuo, por lo que ambos preferirán al moderado que a su contrario en la clasificación de los sabios. El que no entra en ningún bando es porque duda. Se trata del académico. Y este representa un tercer criterio sobre quién es y quién no es sabio. No obstante, si apelamos a las posibilidades y evitamos el reduccionismo, podemos aceptar libremente la posibilidad de un cuarto criterio, que no el único, que juzgue, conociendo a los dos primeros, al tercero. Este criterio lo encontramos en los cínicos. Estos, al dudoso, es decir, al académico, lo tildarán de imbécil, pues no pudo, y por eso duda o dudó, aprender ninguna doctrina, aquellas que se le presentaron. A modo de burla lo expresarán los cínicos: el sabio, el académico, ni siquiera conoce la “sabiduría” (doctrina) de la cual recibe el nombre el sabio.

 

El segundo argumento será sobre la vida y la esperanza de ser dichosos. Partiendo de la máxima ya citada de Zenón estoico, y vuelta a repetir, “[…] sólo puede percibirse y comprenderse un objeto que no ofrece caracteres comunes con lo falso”, Agustín preguntará a los académicos que niegan la verdad, que afirman que nada se sabe, si es verdadera la máxima: alguna verdad admite quien la admite, si es falsa, ¿por qué se le admite? Por otro lado, si no se puede alcanzar la sabiduría y con ella la verdad, podríamos concluir, lo que sería una consecuencia insensata, que el sabio no sabe que vive, no sabe cómo vive, ni si vive; es decir, es sabio e ignora la sabiduría: la paradoja es clara. El tercer argumento, que se desprende del anterior, estará sujeto a la máxima de Zenón. La repetimos: “[…] sólo puede comprenderse un objeto que de tal modo resplandece de evidencia a los ojos, que no puede aparecer como falso”. Agreguemos que nada de esto puede ser percibido, puede percibirse. Arquesilao dirá que nada reúne tales condiciones, tales requisitos, por lo que únicamente nos queda lo probable. Agustín nos llevará por un análisis de la sentencia. Ella es verdadera o falsa. Si es verdadera se sabe algo verdadero. Si es falsa se percibe algo verdadero. Sabemos que es verdadera o falsa la afirmación. Pero sabemos algo más: la afirmación es verdadera o pueden percibirse cosas falsas y es absurda la definición, o tampoco puede percibirse lo semejante a lo falso. El cuarto argumento será sobre el desacuerdo entre los filósofos y las filosofías. Teniendo en cuenta el desacuerdo que reina entre los filósofos y las filosofías (entre escuelas, en especial), al que se apela como argumento para refutar la verdad, podemos afirmar, con los académicos, asimismo que nada, entre las escuelas filosóficas por lo menos, puede percibirse con absoluta certeza y que a ninguna cosa se debe prestar asentimiento. Pero sí sabemos, nos llama la atención Agustín al respecto, algo verdadero de ellas, a saber, que son verdaderas o falsas, lo que desbanca el supuesto argumento.

 

El quinto argumento tiene que ver con los sentidos del cuerpo como certeza del mundo. Los académicos arguyen que los sentidos engañan. Agustín pregunta, ¿cómo es que se sabe algo del mundo si los sentidos engañan? Como se verá, contra los sentidos nada pueden los razonamientos. Puede dudarse del objeto percibido, pero no que se percibe en la vigilia, en el sueño o en la locura, y eso que se percibe es mundo porque al preguntarse por lo que se percibe se percibe asimismo algo, y ese algo es mundo pues aparece tal y como se percibe. La distinción que pudieran hacer pensar los académicos entre ser y aparecer queda desbancada en la medida en que ser y aparecer son lo mismo, por lo menos para nuestro autor que vuelve a recordar que no importa cómo se le llame, cosa que se volvería una discusión de palabras, a eso que me aparece. Dicho de otra forma, el mundo (también dice masa de cuerpos) es aquello que se presenta al espíritu sea lo que fuere. No se puede llamar sólo mundo a lo que los sanos y despiertos perciben, pues no se puede negar que es mundo eso en lo que los locos y los dormidos se encuentran, porque lo encuentran y se encuentran en ello. Si bien los sentidos aparecen como alterados en el sueño y en la demencia, no puede negarse que los dormidos y los dementes perciben, de la misma forma que los despiertos y sanos, pues perciben un mundo, que bien puede ser reflejo de éste, pero que no deja de ser percibido y no deja de tener su fundamento en él. A esto agrega San Agustín, las verdades matemáticas son las mismas, aunque todo el género humano (todo el mundo) ronque. Si nos preguntáramos con el Obispo de Hipona si el testimonio de los sentidos es verdadero, tendríamos que respondernos con el filósofo africano que no importa: ninguna imagen falsa puede confundir la certeza que se tenga sobre el hecho. La sabiduría persevera en el entendimiento, aunque la demencia y el sueño le presenten otras cosas. El sabio halla la sabiduría en sí mismo. Además, no se puede pedir más a los sentidos; cuando erramos, erramos no porque los sentidos nos engañen, sino porque los hemos malinterpretado.

 

El argumento sexto es, lo diré así, el del bosque. En el ámbito de la moral Agustín pone un ejemplo. Al estar perdido un hombre en un bosque tiene dos opciones, caminar en línea recta, cosa que le permitirá llegar a algún lado, o mantenerse perdido, por la duda que viene de no pensar sino en lo probable y cuya consecuencia es el extraviarse moralmente. Esto también se repite en Descartes. Nada asiente el que no actúa. “No todo el que yerra, peca, más todo el que peca yerra, o algo peor”. Ya hemos logrado grandes verdades en el ámbito epistemológico, lo que sigue es encontrar las verdades respectivas de la moral.

 

El último argumento de su obra Contra Académicos es el de la certeza que da en el engaño. San Agustín parte de la premisa de que nada se puede saber para decirnos que tal afirmación implica por parte del que le dice que sabe que eso le parece y que, si se engaña, sabe que se engaña, por lo tanto, sabe que es y que existe. Esto Descartes lo afirmaba también. Este último argumento se repetirá en los Soliloquios, en Acerca del libre albedrío y en Acerca de la Trinidad. La fórmula es prácticamente la misma que la que se reconoce a Descartes: “pienso, luego existo”. Y si bien podría continuar con el proceso agustiniano de la duda (aún falta determinar la verdad de la vida que se fragmenta en tantos instantes como instantes tiene el tiempo y para la cual esta verdad epistemológica no da cuenta, tampoco hablaré de la vindicación del cuerpo que hace en su texto, Acerca de la vida feliz), me parece, hemos ya dado con algunas ideas que bien pueden proponerse como conclusiones provisionales sobre lo propio del origen de la modernidad en el caso concreto de un individuo que duda radicalmente. Ahora, más a detalle, me detendré en los parecidos textuales.

 

La presencia velada de san Agustín en René Descartes

 

El hecho del singular parecido que une el je pense, donc je suis de René Descartes (1596-1650) con ciertos textos de san Agustín[3] (354-430) ha sido diversamente interpretado. Antes de la impresión de las Meditaciones metafísicas los amigos de Descartes ya le habían señalado dicho parecido. Después de leer el Discurso del método, Marin Mersenne (1588-1648), en una carta fechada el 25 de mayo de 1637, y otro corresponsal desconocido llaman la atención de su amigo sobre el parecido de su argumento con el que se encuentra en la Ciudad de Dios, que reza así:

 

[…] estamos certísimos de que somos, de que conocemos y de que amamos nuestro ser. En estas verdades me dan de lado todos los argumentos de los académicos, que dicen: ¿Qué? ¿Y si te engañas? Pues si me engaño, existo. El que no existe, no puede engañarse, y por eso, si me engaño, existo. Luego, si existo, si me engaño, ¿cómo me engaño de que existo, cuando es cierto que existo si me engaño? Aunque me engañe, soy yo el que me engaño, y, por tanto, en cuanto conozco que existo, no me engaño. Síguese también que, en cuanto conozco que me conozco, no me engaño. Como conozco que existo, así conozco que conozco (De Civ. Dei XI, 26).[4]

 

A partir de este momento la actitud de Descartes aparece claramente: el parecido o la relación no le interesan porque, como él dice, san Agustín no hace el mismo uso del principio que él.

 

Ya impresas las Meditaciones metafísicas, Antoine Arnauld[5] (1612-1694) llama la atención del parecido de su argumento a Descartes con el que se encuentra en De Trinitate, a saber: “[…] puesto que, [el alma] si duda, vive; si duda, recuerda su duda; si duda, entiende que duda; si duda, quiere estar cierto; si duda, piensa; si duda, sabe que no sabe; si duda, juzga que no conviene asentir temerariamente. Y aunque dude de todas las demás cosas, de éstas jamás debe dudar; porque, si no existiesen, sería imposible la duda”.[6]

 

Admirador de san Agustín y de Descartes, Arnauld se complace de su descubrimiento y se lo explica al autor de Discurso del Método por el hecho de que no hay nada más antiguo que la verdad y así se lo dice el 3 de junio de 1648. Ya en su “Objeciones” a las Meditaciones, Arnauld había acercado el Cogito cartesiano a un pasaje del De libero arbitrio de san Agustín, en el que, en el diálogo con Evodio, éste dice que

 

Porque, siendo tres cosas muy distintas entre sí el ser, el vivir y el entender, es verdad que la piedra existe y que la bestia vive, y, sin embargo, no pienso que la piedra viva ni que la bestia entienda, y, no obstante, estoy certísimo de que el que entiende existe y vive, por lo cual no dudo que sea más excelente el ser que tiene estas tres perfecciones que aquel otro al cual falta una o dos de ellas; porque, en efecto, lo que vive ciertamente existe; pero no se sigue que sea también inteligente: tal es, según creo, la vida de los animales; y de que una cosa exista, no se sigue que viva ni que entienda: de los cadáveres, por ejemplo, puedo afirmar que existen, pero nadie dirá que viven. Y, finalmente, si una cosa no tiene vida, mucho menos inteligencia. (De Lib. Arb. II, 3, 7)[7]

    

De este modo, sobre el asunto de la presencia velada de san Agustín en Descartes, están dadas todas las piezas del proceso.

 

La actitud de Descartes está claramente definida en la respuesta que da a la carta de Mersenne: san Agustín pudo decir la misma cosa, pero no en el mismo sentido porque no tenía a la vista el mismo fin que él. En efecto, Arnauld no parece suponer que Descartes haya leído a san Agustín y, sea por delicadeza o por convicción, no ve en su encuentro más que uno al nivel de lo abstracto. Descartes, pues, jamás dijo positivamente no haber leído a san Agustín, lo que significa o que lo leyó o que, a los ojos de Arnauld, lo importante no era saber si lo había leído o no, sino si uno y otro decían lo mismo. Aunque nada en la respuesta de Descartes a Mersenne permite inferir si lo leyó o no, es probable que lo haya hecho. Mientras que para Gilson las especulaciones que siguen esta línea no pasan de ser meras hipótesis, con el trabajo de Janowski queda claro que Descartes leyó y conoció la obra del santo africano, si bien no se pueda precisar con exactitud los tiempos en los tuvo acceso a ella.

 

Al respecto, los textos de Descartes permiten detectar una doble actitud, a saber, que ni él ni san Agustín hablan en el mismo sentido y que su argumento se basta a sí mismo y no necesita del apoyo de la autoridad. Arnauld expresa con firmeza el parecido de los argumentos, en sus objeciones[8], cuando compara la discusión entre Agustín y Evodio en el De libero arbitrio (libro II, capítulo 3) y la conclusión agustiniana de si no esses, falli non posses con el Cogito cartesiano. En esta línea la pregunta implícita detrás de ello es: ¿el Je pense es el primer principio [filosófico] de los dos filósofos? La respuesta de Descartes es tan poco amable como evasiva. Dice que no se detendrá a agradecer el alivio que le da verse fortificado por san Agustín, porque parecería como si tuviera miedo de que los otros no encontraran sus razones fuertes y convincentes (las de Descartes). Al contrario de la respuesta que da a Arnauld, Descartes se muestra más explícito en la respuesta que da a un desconocido en una carta de noviembre de 1640. Agradece el señalamiento y dice que fue a la Biblioteca de la Ville Leyde en la que encontró el pasaje indicado. Confirma el parecido y agrega que sirva ese parecido para cerrar la boca de esos petites esprits que cuestionan su principio.

 

Tratemos de entender la actitud de Descartes. La autoridad de san Agustín puede servirle de apoyo en la controversia, pero no tiene nada que ver con el valor propio de su principio, que, siendo evidente, se basta a sí mismo, pues, como dice E. Gilson, cuando se trata de la primera de todas las evidencias, el último recurso es el argumento de autoridad. Esa evidencia nos dispensaría de buscar si alguien más ya lo encontró. Por otro lado, el acuerdo entre el principio cartesiano y el agustiniano sólo es aparente, pues San Agustín se esfuerza en encontrar la imagen de la Trinidad en el hombre, mientras Descartes se esfuerza por probar la distinción real entre el alma y el cuerpo con todas sus consecuencias. El mismo Blaise Pascal (1623-1662) se había percatado ya del acuerdo aparente entre el principio cartesiano y el agustiniano. En Del espíritu de geometría dice:

Quisiera preguntar a algunas personas equitativas si este principio: “La materia sufre de una incapacidad natural, invencible para pensar”, y éste: “Pienso, luego soy”, son ciertamente los mismos en el espíritu de Descartes y en el espíritu de San Agustín, que dijo lo mismo mil doscientos años antes.

En verdad, estoy muy lejos de decir que Descartes no sea el verdadero autor, incluso aunque no lo hubiese aprendido sino en la lectura de aquel gran santo, pues sé cuánta diferencia hay entre escribir una frase a la ventura, sin someterla a una reflexión más larga y extensa, y percibir en esa frase una secuencia admirable de deducciones, que prueba la distinción de las naturalezas material y espiritual, y hacer de ella un principio firme y mantenido de una física entera, como Descartes ha pretendido hacer. Pues, sin examinar si ha triunfado con eficiencia en su pretensión, supongo que lo ha logrado, y es sobre esta suposición como digo que esa frase es en sus escritos tan diferente de la misma en los demás que lo han dicho de paso, como un hombre lleno de vida y de fuerza es diferente de un hombre muerto.[9] 

 

En San Agustín no puede encontrarse el Je pense como fundamento de una física mecanicista del tipo cartesiano. Por eso tiene razón Pascal. Pero, por otro lado, Descartes tiene razón en destacar que San Agustín apunta a fines distintos de los suyos, a saber, a fines teológicos. Ahora bien, para Gilson, entre los excesos de confundir ambas doctrinas y no encontrarles relación alguna, puede haber una verdad intermedia que la historia permita desvelar. En este sentido Gilson pregunta si es verdad lo que dice Pascal de que San Agustín escribió la frase “a la ventura” y si es verdad lo que dice Arnauld de que San Agustín hizo el principio de distinción entre alma y cuerpo.

 

Si el cogito agustiniano es una aventura, es una que se ha repetido muchas veces. Es un hecho muy extraño para no destacarlo. Cinco veces san Agustín vuelve sobre su argumento, perfeccionándolo y completándolo sin cesar. Esto no es la actitud de un hombre que no le da importancia a lo que dice. ¿Qué fines se proponía el Obispo de Hipona? El primero, y el más evidente, es la refutación de la duda escéptica por un argumento irrefutable. Esto hace San Agustín al proponer su argumento en los Soliloquios y en el Contra Académicos. Exactamente como Descartes, el doctor de la Gracia se opuso a sí mismo los argumentos de los escépticos: errores de los sentidos, ilusiones del sueño y la locura, etc. Como Descartes responde dos cosas: en primer lugar, que todas esas ilusiones tienen su origen en los sentidos, de modo que concluye que estos no son testigos dignos de crédito. De ello resulta que, si hay un conocimiento cierto e inquebrantable, no debe buscarse en el orden de lo sensible, sino en el orden de lo inteligible. Por tanto, existe una proposición de la cual ninguna duda puede quebrantar la evidencia, esta es “si pienso, luego existo”. San Agustín en los Soliloquios dice:

 

R.—¿Sabes que piensas?

A.—Lo sé.

R.—Luego es verdad que piensas.

A.—Ciertamente (Sol.  II, 1, 1)[10]

 

En la Ciudad de Dios (libro XI, capítulo 26) se puede encontrar otro argumento dirigido contra los escépticos: nuestros errores sensibles, lejos de destruir toda evidencia, ponen de relieve la evidencia de mi existencia, pues, por ellos me equivoco (fallo) y si me equivoco, (por lo tanto) yo soy (existo). Descartes y Pascal acordarían que San Agustín parte de la duda y desemboca en el Cogito.

 

Un segundo punto de igual importancia es que San Agustín como Descartes se apoya en la certeza inmediata del pensamiento para deducir la espiritualidad del alma. En las dos propuestas, por un acto del pensamiento puro se descubre como existente. Para saber lo que ella es invalidará lo que ha aprendido por los sentidos; no se concebirá como aire, fuego o un cuerpo con miembros, pero sí sabrá que vive, recuerda, conoce, quiere, piensa, sabe, juzga y duda. Si ella duda, vive y piensa. Como puede notarse hay parecido, incluso en las expresiones que usan San Agustín y Descartes. Pero esto puede explicarse porque podía haber una fuente común a ambos, así que queda intacta la cuestión de saber si en el fondo las doctrinas son las mismas, lo que Descartes niega.

 

Ahora bien, el matematicismo es la característica de la metafísica de Descartes. Cuando sabemos algo de manera clara y distinta, tenemos una idea de la cosa que pertenece a la cosa, cuando no es así, nuestra idea de la cosa no pertenece a la cosa. A partir de este principio Descartes se apoya para deducir del Cogito la espiritualidad del alma y por consecuencia la distinción real entre ésta y el cuerpo, que, siendo conclusión metafísica, es principio de su física. En sus Meditaciones metafísicas dice:

 

Ahora no admito nada que no sea necesariamente verdadero; ya no soy, pues, hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón, términos éstos cuya significación desconocía yo anteriormente. Soy, pues, una cosa verdadera, verdaderamente existente. Mas, ¿qué cosa? Ya lo he dicho; una cosa que piensa. Y ¿qué más? Excitaré mi imaginación para ver si no soy algo más aún. No soy este conjunto de miembros llamado cuerpo humano; no soy un aire delicado y penetrante repartido por todos los miembros; no soy un viento, un soplo, un vapor; no soy nada de todo eso que puedo fingir e imaginar, ya que he supuesto que todo eso no es nada y que, sin alterar esa suposición, hallo que no dejo de estar cierto de que yo soy algo (II, t. 11).[11]

 

San Agustín en De Trinitate (X, 10, 15-16) dice:

 

No se puede con razón afirmar que se conoce una cosa si se ignora su naturaleza. Por tanto, si el alma se conoce, conoce su esencia, y si está cierta de su existencia, está también cierta de su naturaleza. Tiene de su existencia certeza, como nos lo prueban los argumentos aducidos. Que ella sea aire, fuego, cuerpo o elemento corpóreo no está cierta. Luego no es ninguna de estas cosas. El precepto de conocerse a sí misma tiende a darle certeza de que no es ninguna de aquellas realidades de las que ella no tiene certeza. Sólo debe tener certeza de su existencia, pues es lo único que sabe con toda certeza.[12]

 

Lo que resulta evidente de esta comparación de textos es el íntimo parentesco de los dos pensamientos sobre un punto capital, a saber, la demostración de la espiritualidad del alma. Es cierto que San Agustín no funda una física mecanicista, pero lo importante es que a Descartes este principio sí le servirá para fundamentar su física. También es claro que, contra la afirmación de Pascal, la frase de San Agustín, el Cogito, no fue dicho “a la ventura”. Su razonamiento se basa en la oposición entre la conciencia inmediata que el pensamiento tiene de ser y la ausencia de toda conciencia inmediata que tendría de ser un cuerpo o nada de lo que pertenece al cuerpo.

 

Ahora bien, el paralelismo entre una y otra doctrinas va más lejos: en la certeza del pensamiento está el fundamento sobre el cual se apoya la prueba de la existencia de Dios. La prueba agustiniana aparece en su De libero Arbitrio:

 

Ag.—Adoptemos, si te parece, este orden en la investigación: intentemos primero una prueba evidente de la existencia de Dios; veamos después si proceden de El todas las cosas, en cuanto a todo lo que tienen de buenas, y, por último, si entre los bienes se ha de contar la voluntad libre del hombre. Una vez que hayamos dilucidado estas cuestiones, creo quedará en claro si le ha sido dada o no razonablemente. Por lo cual, comenzando por las cosas más evidentes, lo primero que deseo oír de ti es si tú mismo existes. Quizá temas responder a esta cuestión. Mas ¿podrías engañarte si realmente no existieras?

[…] Ag.—Puesto que es para ti evidente que existes, y puesto que no podría serte evidente de otra manera si no vivieras, es también evidente que vives. ¿Entiendes bien cómo estas dos cosas son verdaderísimas?

[…] Ag.—Luego es también evidente esta tercera verdad, a saber, que tú entiendes.

[…] Ag.—De estas tres cosas, ¿cuál te parece la más excelente?

Ev.—La inteligencia.

[…] Ev.—Porque, siendo tres cosas muy distintas entre sí el ser, el vivir y el entender, es verdad que la piedra existe y que la bestia vive, y, sin embargo, no pienso que la piedra viva ni que la bestia entienda, y, no obstante, estoy certísimo de que el que entiende existe y vive, por lo cual no dudo que sea más excelente el ser que tiene estas tres perfecciones que aquel otro al cual falta una o dos de e l l a s ; porque, en efecto, lo que vive ciertamente existe; pero no se sigue que sea también inteligente: tal es, según creo, la vida de los animales; y de que una cosa exista, no se sigue que viva ni que entienda: de los cadáveres, por ejemplo, puedo afirmar que existen, pero nadie dirá que viven. Y, finalmente, si una cosa no tiene vida, mucho menos inteligencia (De Lib. arb II, 3, 7).[13]

 

Arnauld cita textualmente el libro del santo hiponense. En la referencia se desarrolla según el orden de lo que se conoce el análisis y la subordinación jerárquica del ser, de la vida y del pensamiento, donde, en el hecho de la verdad, se revela la marca dejada por Dios sobre su obra y la prueba de su existencia.

 

Preguntémonos: ¿cuál es el objeto propio de la filosofía para el autor de las Confesiones? El conocimiento de Dios y del alma. Así lo expresa en sus Soliloquios:

 

A.-He rogado a Dios.

R.-¿Qué quieres, pues, saber?

A.-Todo cuanto he pedido.

R.-Resúmelo brevemente.

A.-Quiero conocer a Dios y al alma.

R–¿Nada más?

A.-Nada más (Sol. I, 2, 7).[14]

 

¿Cuál es, según Descartes, el objeto esencial de la metafísica? El conocimiento de Dios y el alma. Así lo expresa Descartes en la carta introductoria a sus Meditaciones metafísicas que dedica “A los señores decanos y doctores de la Sagrada Facultad de Teología de París”, cuando dice: “Siempre he estimado que las dos cuestiones de Dios y del alma eran las que principalmente requieren ser demostradas, más por razones de filosofía que de teología”.[15]

 

El parecido entre las doctrinas de Descartes y san Agustín es aquí también importante. De hecho, de seguir las diversas indicaciones del parecido, se impone una conclusión: la metafísica de Descartes es cercana a la de san Agustín. Lo que habría que hacer, empero, es evitar dos trampas, a saber, exagerar o minimizar los parecidos entre San Agustín y Descartes. Se exageraría si se olvidaran las consecuencias hacia las cuales dirige el Cogito Descartes y se minimizaría si se redujera el je pense, donc je suis a un descubrimiento cartesiano sin precedente, o como si su autor hubiera sido el primero en enfrentar el escepticismo.

 

La Modernidad inicia con una duda, aún más radical que la de los escépticos mismos. Esta duda trae consigo uno o varios argumentos sobre el alcance y la posesión de la verdad. El resultado, aunque simple, no es desdeñable. Siendo así, coincidiríamos con la afirmación de Harnack, esto es, que San Agustín es el primer hombre moderno porque lleva al límite la duda, convirtiéndola en piedra de toque para la refutación de los académicos (escépticos, platónicos tardíos). Al menos, esto es lo que hemos ganado. Pero si ponemos atención en lo recién dicho y en la enumeración de los argumentos esgrimidos por en santo africano, no podemos sino notar que, en primer lugar, con mucho tiempo, el Obispo de Hipona se adelantó a Descartes. Se sabe que los objetivos eran distintos, al menos así lo dirá el filósofo francés. Cuando el padre Mersenne le diga que San Agustín tiene una propuesta argumentativa parecida a la suya, irá a la biblioteca de la ciudad y consultará, según se cuenta. La respuesta no es insatisfactoria: “los fines son distintos”, dice Descartes. Si se asume que la modernidad comienza, intelectualmente, con la refutación del escepticismo, el fin de uno y otro es el mismo. ¿Cómo juzgar esto? ¿Apelaremos al orden cronológico y desbancaremos a Descartes del puesto que tiene? Además, sabiendo bien que no me he detenido en ello, y dándole la razón en esto a Heidegger, si la duda no acaba con la refutación lógica, ¿cuál es el mérito de Descartes hasta el punto en el que hemos puesto nuestra atención? Pero también hay diferencias. Hay parecidos como el de la moral, el del el primer principio y la primera regla, sin embargo, no pueden no notarse las diferencias, a saber y, por ejemplo, el del argumento sobre los sentidos que expusimos, razón y principio de refutación para uno, razón y principio de error para otro.

 

Ahora, sobre la influencia de San Agustín en Descartes diré, adelantándome a posibles objeciones, que se tiene en cuenta que José Ortega y Gasset, en una nota al pie de su ensayo “Dilthey y la idea de la vida” dijo que:

 

Esta rectificación de la metodología histórica libera al historiador de escandalosas antinomias en que suele enredarse. Si se quiere un ejemplo grotesco de éstas, recuérdese la discusión sin fin sobre el presunto origen del Cogito cartesiano en San Agustín. También se trata en este caso de la emergencia de una gran Idea: el racionalismo idealista. Cada día aparecen mayores coincidencias de expresión entre Descartes y el Padre de la Iglesia referentes a este problema radical de la existencia del yo. Y, al mismo tiempo, cada día se ve con mayor evidencia que se trata de dos tesis filosóficas completamente distintas. Lo único que de verdad une a Descartes con San Agustín es algo tan básico, que no está en ninguna tesis ni fórmula posible de ninguno de los dos, algo precisamente que los historiadores no han visto o no se han atrevido a declarar, a saber: que la filosofía de Descartes como tal—no, pues, el individuo Descartes, sino su doctrina formal—es la continuación del Cristianismo y supone la gran experiencia humana que éste es. Pero, claro está, ese cristianismo «fuente» de Descartes no es San Agustín ni San Anselmo, ni mucho menos ésta o la otra idea particular de ningún Padre de la Iglesia. En cambio, hablar de San Agustín como fuente sensu stricto del Cogito, que es una tesis particular, si bien decisiva en el cartesianismo, resalta ridículo, y lo será tanto más, cuantas mayores coincidencias literales se encuentren. Bastaría para rechazar esa filiación hacerse cargo de que las frases de San Agustín estaban ahí desde hacía trece siglos patentes a todos, sin que de esa fuente manase el Cogito—¡qué casualidad! —hasta el decenio de 1620.[16]

 

Ortega y Gasset, pues, habiendo planteado que la fuente de los iniciadores de una Idea es el destino intelectual a que ha llegado la continuidad humana y que los descubrimientos parecidos pueden darse entre quienes se ignoran, postula que la gran Idea o la doctrina formal de Descartes, la del Idealismo racionalista o el Cogito, coincide con la doctrina de San Agustín no porque el filósofo francés haya recurrido al Padre de la iglesia, sino porque es continuación del Cristianismo y es ridículo insistir en su parecido o coincidencia sabiendo que las frases estaban desde hacía siglos patentes y hubiese que esperar que manase el Cogito hasta el decenio de 1620.

 

A lo anterior nos oponemos y damos tres razones. En primer lugar, Ortega y Gasset al afirmar lo dicho, no piensa como historiador de la filosofía, sino como filósofo de la historia. Para el primero los antecedentes son de suma importancia, para el segundo son secundarios. Es por esto por lo que propone rectificaciones metodológicas para evitar antinomias, que en este caso se patentizan en que, si las frases estaban ya en San Agustín, ¿por qué hasta el siglo XVII se hicieron valer? Al hacer esto Ortega y Gasset se pone por encima de la historia y lo suyo ya no es sino metahistoria. Ahora bien, Ortega y Gasset destaca que no bastan las coincidencias, lo que significa que más o menos las frases de un filósofo podrían estar en las del otro, en este caso las de San Agustín en las de Descartes. No obstante, como muestra Janowski, no sólo se trata de coincidencias, sino que son citas textuales no referidas. Asimismo, en segundo lugar y siguiendo esta línea de crítica, en el siguiente ejemplo que pone el filósofo español, el de Copérnico y Aristarco de Samos, dice que Copérnico acumula todas las opiniones del pasado coincidentes con su tesis, en cambio Descartes es un “gran borrador de sus propias huellas”.[17] Esta afirmación supone que Ortega reconoce, con la metáfora, que Descartes pudo haber conocido las frases en las obras del Obispo de Hipona, pero no dejó rastro de ello y que no hacerlo fue intencional y que, por tanto, los atisbos de coincidencias encontrados aquí y allá son pistas o huellas (vestigium) mal borradas que una buena investigación histórica podría rastrea. Cosa que hace Janowski, y con ello superando la labor que había empezado ya Gilson. Con dicha afirmación Ortega pasa del filósofo de la historia al historiador de la filosofía cuyo trabajo es rastrear antecedentes, lo que lo hace caer a él mismo en una antinomia. En tercer lugar, las coincidencias o parecidos no son útiles para regatear originalidades, sino para distinguir diferencias y reconocer influencias. Por ejemplo, Ramón Xirau, en su Introducción a la Historia de la filosofía, señala que la duda agustiniana, a diferencia de la socrática, que conducía a una forma de vida moral y de la cartesiana, más intelectual, era vital, porque más allá de la existencia del mal y de que haya verdad, el sentido de la vida estaba en juego. Es por eso por lo que San Agustín no se entretiene en la certeza del Cogito, pues ve cómo su vida se fragmenta en instantes inaprensibles.[18]

 

En fin, quizás no haya forma de encontrar las fuentes históricas para demostrar por qué canales entró Descartes en contacto con San Agustín, pero sí se ha probado (Janowski) que hay razones profundas para el acuerdo o parecido entre una y otra propuesta, incluso el textualismo. Aunque las consecuencias teórico-prácticas de uno y otro no sean las mismas, como Descartes afirma cuando dice que ni él ni san Agustín persiguen los mismos fines, históricamente no podía ocurrir otra cosa que la influencia de uno en otro. El siglo XVII conservaba vestigios de antiaristotelismo y antitomismo de los siglos precedentes, que absorbió Descartes. Si lo pensamos filosóficamente, hay dos grandes vías abiertas a la especulación metafísica, la de Platón y la de Aristóteles. Se puede tener una metafísica de lo inteligible, de método matemático que desemboca en una ciencia de la medida; o una metafísica de lo concreto, de método biológico que desemboca en una ciencia que clasifica. El mecanicismo está al final de la primera y el animismo, al final de la segunda. Puesto que se venía de salir del aristotelismo, Descartes no podía más que entrar en el platonismo, por lo que no podía no encontrarse con San Agustín.

 

Bibliografía

  1. Descartes, René, Meditaciones metafísicas (Trad. Manuel García Morente). Madrid: Espasa-Calpe, 2001.
  2. Echauri, Raúl, “Etienne Gilson: Un maestro del pensamiento” en Anuario filosófico, ISSN 0066-5215, Vol. 11, Nº 2, 1978, p. 157-166.
  3. Gilson, Étienne “Le Cogito et la tradition augustinienne” en Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésien (1a ed. 1921), Paris, Libraire Philosophique J. Vrin, 6, Place de la Sorbonne, 1951. Deuxième partie des <<Études de Philosophie médiévale>> revue et considérablement augmentée, pp. 191-201.
  4. Goguel, Elisabeth, Descartes y su tiempo. Buenos Aires: Yerba Buena, 1945, p. 156.
  5. Janowski, Zbigniew Index Augustino-Cartésien. Textes et commentaire. Paris: Librairie Philosophique J. Vrin, 2000, 179pp.
  6. Ortega y Gasset, José “Dilthey y la idea de la vida” en Kant, Hegel, Dilthey, p. 130. Ensayo publicado en los números 125, 126 y 127 de la Revista de Occidente, noviembre y diciembre 1933 y enero 1934, respectivamente.
  7. Pascal, Blaise, “Reglas necesarias para las demostraciones”, p. 462.
  8. San Agustín, Del libre albedrío (Trad. Evaristo Seijas, O.S.A.) Obras de San Agustín III. Madrid: BAC, 1958.
  9. San Agustín, La ciudad de Diós (Trad. José Morán, OSA) Obras completas XVI. Madrid: BAC, 1958.
  10. San Agustín, La Trinidad (Trad. Luis Arias) Obras completas V. Madrid: BAC, 2006.
  11. San Agustín, Soliloquios (Trad. Victorino Capanaga) Obras de san Agustín I. Madrid: BAC, 1959.
  12. Xirau, Ramón, Introducción a la historia de la filosofía. México: UNAM, 1990.

 

Notas
[1] Echauri, Raúl, “Etienne Gilson: Un maestro del pensamiento” en Anuario filosófico, ISSN 0066-5215, Vol. 11, Nº 2, 1978, p. 158. Raul Echauri lo señala, en un homenaje al filósofo e historiador de la filosofía francés y recordando el libro de éste, El filósofo y la teología.
[2] Cfr. JANOWSKI, Zbigniew Index Augustino-Cartésien. Textes et commentaire. Paris: Librairie Philosophique J. Vrin, 2000, p. 179.
[3] Cfr. Étienne Gilson “Le Cogito et la tradition augustinienne“, capítulo II de la segunda parte de su tesis doctoral Études sur le rôle de la pensée médiévale dans la formation du système cartésien, publicada en 1921, pp. 191-201 (Paris, Libraire Philosophique J. Vrin, 6, Place de la Sorbonne, 1951. Deuxième partie des <<Études de Philosophie médiévale>> revue et considérablement augmentée).
[4] San Agustín, La ciudad de Diós (Trad. José Morán, OSA) Obras completas XVI. Madrid: BAC, 1958, pp. 760-761.
[5] “jansenista de la primera hora, publicó en 1643 un libro sobre La fréquente communion [La frecuente comunión], dirigido directamente contra las prácticas jesuitas. Desde entonces empezaron para él las polémicas y las persecuciones. Pertenecía a ese grupo de jansenistas que acogieron con simpatía la filosofía de Descartes. Redactó la Lógica de Port-Royal, es decir, el manual destinado a los alumnos que educaban los jansenistas en sus “pequeñas escuelas”. En este libro, abandonó por completo las tradiciones aristotélicas y se inspiró directamente en las Reglas para la dirección del espíritu, de cuyo manuscrito había tenido comunicación y de las que copió enteramente las reglas XII y XIII. A un corresponsal que le reprochaba su afición por Descartes, escribía Arnauld: “es muy importante poder comprobar por razones naturales la inmortalidad del alma; ahora bien, de dos cosas una: o tenemos que desesperar de poder probarla racionalmente, o debemos convenir que el señor Descartes la ha probado mejor que nadie”. En los últimos años de su vida sostuvo largas polémicas con Malebranche, cartesiano como él que finalmente había constituido una doctrina original”. Elisabeth Goguel, Descartes y su tiempo. Buenos Aires: Yerba Buena, 1945, p. 156.
[6] San Agustín, La Trinidad (Trad. Luis Arias) Obras completas V. Madrid: BAC, 2006, pp. 509-510.
[7] San Agustín, Del libre albedrío (Trad. Evaristo Seijas, O.S.A.). Madrid: BAC, 1958, p. 255.
[8] IVes Objections, t. IX, p. 154.
[9]  De l’esprit géometrique, L. Brunschvicg, p. 192-193; Blas Pascal, “Reglas necesarias para las demostraciones”, p. 462.
[10] San Agustín, Soliloquios (Trad. Victorino Capanaga) Obras de san Agustín I. Madrid: BAC, 1959, p. 474.
[11] René Descartes, Meditaciones metafísicas (Trad. Manuel García Morente). Madrid: Espasa-Calpe, 2001, pp. 136-137.
[12] San Agustín, La Trinidad (Trad. Luis Arias) Obras Completas V. Madrid: BAC, 2006, p. 510.
[13] San Agustín, Del libre albedrío (Trad. Evaristo Seijas, O.S.A.) Obras de San Agustín III. Madrid: BAC, 1958, pp. 254-255.
[14] San Agustín, Soliloquios (Trad. Victorino Capánaga) Obras de san Agustín I. Madrid: BAC, 1959, pp. 441-443.
[15] René Descartes, Meditaciones metafísicas (Trad. Manuel García Morente). Madrid: Espasa-Calpe, 2001, p. 109.
[16] Ensayo publicado en los números 125, 126 y 127 de la Revista de Occidente, noviembre y diciembre 1933 y enero 1934, respectivamente. Ortega y Gasset, José, “Dilthey y la idea de la vida” en Kant, Hegel, Dilthey, p. 130.
[17] Ibídem.
[18] Cfr. Xirau, Ramón, Introducción a la historia de la filosofía. México: UNAM, 1990, pp. 110-114.