El problema del gobierno universitario

MOVILIZACIÓN DE MUJERES UNIVERSITARIAS, FOTOGRAFÍA: EL SOL DE MÉXICO (2019)

 

Resumen[1]

 

El mayor problema que enfrenta hoy la UNAM es el de su gobierno. La universidad pública no es una empresa, su gestión no puede ser una gerencia. Hablamos de un dispositivo que la sociedad se ha dado para preservar, crear y transmitir —heredar— el saber de la humanidad en cuanto tal, todo lo que se ha sabido y se sabrá, de todas las mujeres y los hombres en la inmensidad de sus diversidades. En el presente artículo se examina una serie de obstáculos —mitificaciones, disyunciones sistémicas, gigantismo, centralización de autoridad y recursos, obsolescencia de mecanismos de representación, patriarcalismo, entre otros— que impiden a la Universidad realizar el gobierno que corresponde a su concepto.

Palabras clave: universidad, gobierno, conocimiento público, centralización de recursos, crisis de representación, movimiento estudiantil.

 

Abstract

The biggest problem facing UNAM today is that of its government. The public university is not a company; its management cannot be a management. We are talking about a device that society has given itself to preserve, create and transmit —inherit— the knowledge of humanity as such, everything that has been known and will be known, of all women and men in the immensity of their diversities. This article examines a series of obstacles —mythifications, systemic disjunctions, gigantism, centralization of authority and resources, obsolescence of mechanisms of representation, patriarchalism, among others — that prevent the University from carrying out the government that corresponds to its concept.

Keywords: university, government, public knowledge, centralization of resources, crisis of representation, student movement.

 

El mayor problema —múltiple, diverso, complejo— que enfrenta hoy la UNAM es el de su gobierno. Cuestión que, por lo demás, supone que su esencia misma está en juego en tanto la capacidad para darse a sí su régimen y conducción, es lo que define al concepto de auto-nomía: ofrendarse a sí mismo la legalidad. Asuntos laborales, sindicales, salariales; carencias de infraestructura, patrimoniales; gigantismo al mismo tiempo que incapacidad para atender la demanda; obsolescencia de programas, irrelevancia de determinados campos de investigación; déficits de calidad y actualización didáctica; incorporación errática de nuevas tecnologías en la enseñanza; desconexión entre las funciones sustantivas de investigación, docencia y extensión; en fin, resquebrajamiento de los nexos tradicionales entre la universidad y su contexto social, doméstico e internacional, el listado de ítems de urgente atención podría ser infinito, lo mismo que los enfoques y las soluciones posibles. Lo determinante en última instancia, sin embargo, el hilo conductor que permitiría dar sentido y racionalidad al maremágnum universitario es la cuestión de la gubernamentalidad en todos los sentidos del término, es decir, no sólo lo referente a las instancias académico administrativas que reglamentariamente ocupan las posiciones de dirección; ni siquiera únicamente los tópicos de la representación de la comunidad en los cuerpos colegiados, sino el gobierno en su dimensión más general de conducción, de timón del barco a todos los niveles, micro y macro, la guía y orientación de cada uno de los universitarios, en su razón y sus pasiones, y de cada grupo o colectivo, en el marco común de la producción de conocimiento público, racional, ilustrado, universal. ¿Cómo tiene que gobernarse una entidad cuyo sentido es producir conocimiento como bien público, conocimiento constitutivo de entidades con la potencia para producir más saberes que formen igualmente un patrimonio universal?

 

La universidad pública no es una empresa, no es una corporación que debería alcanzar los máximos rendimientos utilizando la menor cantidad de recursos: su gestión no puede ser una gerencia. Hablamos de un dispositivo que la sociedad se ha dado para preservar, crear y transmitir —heredar— el saber de la humanidad en cuanto tal: todo lo que se ha sabido y se sabrá, de todos los hombres en la inmensidad de sus diversidades, ha de ocupar un lugar en sus aulas y pasillos. Ningún saber le es ajeno y ningún título de propiedad o afán de apropiación tiene validez en su perímetro: cualquier patente está sometida a escrutinio, los procedimientos sujetos a análisis, crítica y difusión. Estamos ante una comunidad de seres sapientes que deben actuar con responsabilidad absoluta, por el conocimiento público, ante sus contemporáneos, las mujeres y los hombres que coinciden, vivos, en este presente único; pero que a la vez deben mantener un compromiso inalienable con los que ya han muerto y los que no han nacido, los que vendrán, y para que puedan venir. Para una entidad así, el problema de gobernarse consiste en el producir el conocimiento de esa gobernabilidad específica.

 

Siendo un dispositivo de saber, una suerte de máquina u organismo especializado en producir conocimiento público, la Universidad se encuentra en el centro de la tormenta que suele nombrarse con la etiqueta de la “sociedad del conocimiento”. El capitalismo, después de haber convertido en mercancías objetos, servicios, afecciones, pasiones y experiencias, se extiende hoy hacia la mercantilización de los conceptos. Los saberes que no puedan incorporarse al flujo regulador del mercado se desvalorizarán y dejarán de contar como conocimientos: nociones, prácticas, cadenas significantes, líneas de argumentación y de sentido, muchas cosas que formaron parte de la vida cotidiana se perderán en el sinsentido, en los vestigios arqueológicos de mundos anteriores que devendrán progresivamente incomprensibles. Frente a ese designio, la Universidad está abocada a intervenir para que lo que haya sido conocimiento ayer lo siga siendo hoy, para que el patrimonio humano lo incorpore todo, para que no se pierda ni una coma de la riqueza del mundo.

 

Y la Universidad tiene que gobernarse —darse a sí misma la ley— para lograr eso, para cumplir el designio de que la verdad, por más diversa y compleja que sea, continúe siendo pública, de acceso posible para todos y cada uno.

 

Pero la UNAM no puede alcanzar hoy el gobierno que corresponde a su concepto, en primer lugar, porque una tupida serie de mitos le impide una verdadera retroalimentación respecto a su situación. Un sistema sin feed back no puede saber dónde está y, por lo tanto, de ser el caso, rectificar su rumbo. Desde hace algunos decenios, el discurso público universitario, el de sus directivos, pero no sólo, se ha vuelto una colección de palabras edificantes.

 

Mitos, por poner un ejemplo, como el de que en los espacios universitarios no existe el racismo. Tan sólo por sus funciones de ocultamiento —pero no sólo por ellas— habría que iniciar un debate profundo acerca de la pertinencia de modificar el lema universitario.

 

La UNAM ha crecido desorbitadamente y comienza a estar afectada por problemas derivados del gigantismo. Atiende actualmente a más de 340 000 alumnos y 38 000 profesores. A nivel licenciatura imparte alrededor de 120 carreras a través de más de 200 opciones educativas para cursarlas. Ofrece más de 90 planes de estudios de Posgrado y posee instalaciones en una veintena de estados del país además de varias representaciones en el extranjero. Las cifras son impresionantes no sólo a nivel general, sino en cada uno de sus componentes. La Facultad de Filosofía y Letras, por poner sólo un ejemplo, cuenta con más de 1300 profesores e imparte 15 carreras en su sistema escolarizado. Su alumnado supera los 15 mil estudiantes. Tan sólo la Licenciatura en Filosofía tiene una población superior a los mil alumnos y laboran en ella 195 profesores: cada semestre se abre a inscripción más de doscientas asignaturas.

 

El gran tamaño es y puede ser una fortaleza universitaria. Por continuar con el ejemplo de Filosofía, la licenciatura de la UNAM es la mejor del país porque sus dimensiones le permiten ofrecer al estudiante, simultáneamente, prácticamente todas las corrientes y maneras de filosofar. Otras universidades pueden contar con académicos extraordinarios en algún campo específico, algún profesor de talla mundial en ontología, o filosofía política o de las matemáticas, que incluso sea mejor en su terreno que los maestros de la UNAM. La diferencia estriba en que los alumnos de otras universidades están condenados a acceder sólo a la perspectiva de un profesor —por más prominente que sea— mientras que en la Facultad de Filosofía y Letras los estudiantes tienen la posibilidad de cursar cada materia hasta con ocho académicos diferentes, es decir, de acceder a otras tantas maneras de pensar y ejercer la práctica del filosofar.

 

El tamaño de la universidad también la dota, a nivel presupuestal, de una inercia que la protege de cierto tipo de agresiones a la autonomía, que el Estado practica de ordinario contra las instituciones de provincia por medio de una serie de programas de la SEP (especialmente uno denominado PRODEP) que, saltándose las instancias formales universitarias, distribuyen exiguos dineros entre académicos escogidos arbitrariamente, que devienen así clientelas controladas. En cambio, en el caso de la UNAM ocurre un fenómeno similar al de las grandes instituciones financieras en momentos de crisis económica, a saber, que son demasiado grandes para quebrar. Y en efecto, por más restricciones y recortes a que pueda sometérsele, la Universidad ha superado un umbral de no retorno presupuestario.

 

A pesar de estas y otras virtudes de escala, las grandes dimensiones minan ya las capacidades de autogobierno universitario, por lo menos en el marco de la legalidad y la institucionalidad vigentes. La reacción usual ante la complejidad derivada de los grandes números ha consistido en el incremento de la diferenciación y especialización sistémicas, al grado de que hoy la UNAM está constituida por compartimientos estancos entre los que acontecen fenómenos de paredamiento y estricta jerarquización. Hace ya mucho tiempo que el bachillerato es una especie de mundo subterráneo que sólo existe en la vida universitaria a través de explosiones por las cuales lo excluido regresa a acosar la vigilia de los vivos. Y cada vez más el nivel licenciatura va deviniendo un nuevo piso del averno que por su parte asedia los luminosos sueños del posgrado y la investigación. Estas jerarquías y sucesivos círculos tienen expresión material, tangible, urbana, y para constatarlos no hacen falta sesudas reflexiones sino simplemente constatar el estado actual de las instalaciones de, digamos, la preparatoria 9, la Facultad de Ciencias Políticas y el Instituto de Matemáticas Aplicadas y Sistemas. Tal vez en otros lugares no, pero en la Universidad las clases sociales existen y organizan el paisaje

 

La especialización y diferenciación sistémicas tienen su origen en la decisión fundacional que absurdamente separó docencia e investigación. Pero en la última década ha habido una profundización de la tendencia al desgajamiento a partir del propósito de separar los estudios de Posgrado de las Escuelas y Facultades —reducidas a impartir licenciaturas—, y concentrarlos en un piso de realidad distinto y en un edificio aparte: los investigadores descubrieron que sí les hacía falta la docencia, pero decidieron hacerse cargo sólo de la formación de élite.

 

La legislación reconoce la existencia de Escuelas, Institutos y Facultades; los directivos de esas instancias son nombrados por la Junta de Gobierno. Todos los otros tipos de entidades universitarias —Centros, Programas, Seminarios, Campus Foráneos, escuelas y representaciones en el extranjero— son creaciones recientes cuyos directores son nombrados por el Rector, quien decide por sí y para sí, sin obligación de dar cuentas a nadie por sus resoluciones. No se trata sólo de nombramientos. El manejo presupuestal y administrativo de esas instancias también son, en última instancia, competencia del Rector quien, de esta forma, controla cada vez más recursos políticos y económicos al interior de la Universidad. En los últimos tiempos esta tendencia centralizadora ha alcanzado tales excesos, que hasta la coordinación de las licenciaturas impartidas conjuntamente por dos o más dependencias es decidida por la rectoría. Vaya, que dentro de poco hasta las jefaturas de materia se volverán una potestad del máximo directivo de la UNAM.

 

Así que si la operación de la Junta de gobierno, tal como la establece la Ley Orgánica constituye un expediente altamente antidemocrático, el que los quince notables interviniesen en la designación de los cuadros de Centros, Programas, Seminarios, etcétera, significaría un avance democrático de no poca monta.

 

Se ha dicho que la proliferación de Centros y Programas, a pesar de las anomalías administrativas y legales que producen, han significado un mecanismo extraordinario, pero necesario, para dotar a la Universidad de una flexibilidad que le hace falta para enfrentar los cambios en el país, en el mundo y en los diferentes ámbitos de producción del conocimiento. Sin embargo, para la creación de las nuevas entidades no suelen ponerse en juego, o no solamente, motivos tan nobles como los vinculados a la actualización de la Universidad frente a las transformaciones del mundo. La verdad es que la mayoría de los Centros y Programas han surgido a raíz del prestigio y poder alcanzado por algún académico que, por los servicios prestados a la UNAM, recibe como gratificación la creación de una dependencia orientada hacia la atención de la problemática de su interés. Los ejemplos son innumerables. El Centro Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos (CECYDEL) -hoy denominado Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC)- fue creado por y para Leopoldo Zea en reconocimiento a su labor filosófica, desde luego, pero también como constatación de su peso específico en el marco del establishment universitario. ¿No habría bastado con abrir una línea de investigación latinoamericanista en el Instituto de Investigaciones Sociales o en el de Investigaciones Filosóficas? Historias similares podrían rastrearse tras la formación del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEICH) y tantos otros. Cuando los recursos para premiar a los académicos con Centros comenzaron a escasear, se les ofrecieron más bien Programas. Y así, por y para algunos personajes se crearon el Programa de Estudios de Género (hoy Centro de Investigaciones y Estudios de Género, CIEG), el de Estudios de la Ciudad, el de Bioética y muchos más. En fin, ahora que los protagonistas se multiplican y los dineros se adelgazan, ya no se premia con Centros o Programas, sino con Seminarios Universitarios… Todas esas instancias realizan investigaciones interesantes y en muchos casos relevantes; brindan, además, es cierto, flexibilidad a la Universidad y la mantienen al día en muchos campos problemáticos. Pero esas instituciones de nueva creación manejan y absorben recursos acerca de los cuales nadie rinde cuentas. Y no sólo hablo aquí de cuestiones económicas, sino de aspectos propiamente académicos. ¿Alguien sabe por qué muchos profesores que pierden concursos de oposición en Facultades e Institutos acaban siendo contratados como investigadores en Centros y Programas? ¿Por qué algunos ex miembros del Servicio Exterior terminan ocupando lugares en ese amplio abanico de instancias universitarias a las que se aplica, “por analogía”, la legislación relativa a Institutos y Facultades?

 

¿Bajo qué criterios se crean los Centros Foráneos y se designa a sus directivos? ¿Y qué hay de los de los encargados de las representaciones de la UNAM en el extranjero? ¿Es en verdad necesario que la UNAM tenga una representación en Sudáfrica?

 

La diferenciación salarial, lo mismo que la situación contractual con frecuencia irregular en que se encuentran los trabajadores universitarios, especialmente los académicos, constituyen temas relativos a la justicia laboral y social. Sin embargo, esas situaciones generan consecuencias tan numerosas para la labor sustancial de producción de conocimientos públicos, que resulta difícil aprehenderlas.

 

Sabido es que el sistema de estímulos al desempeño académico, que aporta por lo menos la mitad de sus ingresos a profesores e investigadores, ha constituido desde hace varios años un dispositivo que modifica y, en general, resquebraja, la vida colegiada académica. La lucha por los puntos sirve como cernidor que coloca a todos en competencia, y tasa las actividades cotidianas de enseñanza e investigación de acuerdo con un tabulador gracias al cual hay un sin número de acciones importantes que ya no se realizan, o cada vez menos, porque no otorgan puntuación. La resistencia de los académicos ha impedido que las implicaciones de los programas de estímulos lleguen a su límite, pero cada día la vida académica común pierde un poco de terreno.

 

El afán de mantener deprimidos los sueldos, tiene ahora la peculiar consecuencia de que nadie en la UNAM se quiere jubilar porque sus ingresos, calculados sobre el salario base, disminuirían radicalmente. El resultado es un envejecimiento lastimoso de la planta académica a la vez que una imposibilidad estructural de renovación. Insistamos: no se trata solamente de una cuestión laboral, sino de algo que incide en el contenido mismo de la labor universitaria, pues el bloqueo a los jóvenes significa también la pérdida de un sinnúmero de temáticas y problemáticas nuevas que los jóvenes podrían aportar.

 

No sólo los bajos salarios, también la inestabilidad en el empleo. La legislación establece que todo profesor o investigador ha de ingresar por concurso de oposición. Pero la ley abre también resquicios por los cuales, en casos excepcionales, los directores de dependencias pueden contratar a alguien motu proprio. Se supone que, en esos casos, debe convocarse prontamente a concurso para regularizar la situación, pero como es de imaginarse, esas convocatorias de posponen hasta el punto de, en ocasiones, no tener lugar. Los profesores a contrato están sujetos a recontrataciones anuales que dependen de la voluntad de los directivos. Están sometidos así a presiones peculiares. Una práctica interesante al respecto consiste en que quienes encabezan las dependencias universitarias promueven con frecuencia que esos universitarios interinos o a contrato, sean elegidos representantes ante las diferentes instancias colegiadas, de tal manera que se vuelva muy difícil que alguien se oponga a las líneas establecidas oficialmente.

 

Aunque sin duda el fenómeno económico-laboral que más distorsiona la posibilidad de un gobierno realmente universitario radica en los raquíticos ingresos que devengan los profesores de asignatura, que constituyen, por lo demás, la mayoría de los académicos. Hay algunos casos en los que la figura tiene sentido –por ejemplo, en áreas técnicas en las que profesionales en activo en otros espacios sociales imparten clases en la universidad, vertiendo ahí precisamente ese saber que sólo la práctica efectiva permite adquirir – pero la mayoría de las veces los maestros de asignatura realizan las mismas tareas que los de carrera recibiendo por ello la cuarta o quinta parte de los emolumentos. Y están sometidos a la discrecionalidad de directores o coordinadores que pueden renovarles o no sus pobres contratos. Una situación lamentable desde el punto de vista de la justicia social, sin duda, pero también un hoyo negro en el carácter del gobierno universitario toda vez que los docentes de asignatura carecen con frecuencia de derechos de representación y participación en cuerpos colegiados. Son invisibles y víctimas preferidas de sistemas clientelares.

 

La exploración de la noción de “trauma” por parte de los historiadores ha devenido, recientemente, una herramienta teórica de amplia potencia explicativa para dar cuenta de ciertos fenómenos sociales. Acontecimientos profundos y terribles pueden dejar huellas que las sociedades requieren trabajar a través de procesos curativos de larga data, que pasan por la catarsis, la negación, la aceptación, la superación y todas las etapas que el dolor psíquico en la vida individual suele recorrer hasta sanar.

 

Un trauma similar asedia a la UNAM con relación a la huelga de 1999. Mientras que la narración de la gran mayoría de los movimientos estudiantiles anteriores se integra, con más o menos facilidad, a la épica y los mitos universitarias —todos nos envolvemos con la bandera del 68, por ejemplo— con relación a los acontecimientos que tuvieron como protagonista al CGH nadie quiere hablar, nadie los reivindica como suyos, y todo mundo está atento a la menor manifestación de sus fantasmas. La vida universitaria simplemente no se ha recuperado de aquellos eventos y muchos de los reflejos conservadores de la comunidad se alimentan del miedo a que se repitan. Al parecer los propios estudiantes no saben qué hacer con esa herencia. Es esto lo que explica, en buena medida, que no haya un movimiento estudiantil fuerte en la Universidad.

 

Pero ello es grave. Porque si algo ha dado luz a la UNAM a lo largo de su historia, ha sido el impulso de sus estudiantes, que, con sus explosiones de creatividad, resistencia, alegría, han renovado las aulas y el sentido del vivir en los momentos más oscuros. Nada en la Universidad puede funcionar si ellos no están. Pero el problema es que en la Máxima Casa de Estudios nadie parece estar claro de cómo es que deberían habitar en ella los estudiantes y sus movimientos. Hasta los profesores más democráticos, participantes de antaño en la izquierda universitaria, suelen preguntarse, ante ciertas acciones estudiantiles: ¿y si todo vuelve a acabar en desastre? ¿Si se repite lo de la huelga innombrable? Es este trauma el que ha impedido, recientemente, la comprensión del nuevo carácter de las movilizaciones de las estudiantes universitarias, las “mujeres organizadas” como ellas mismas se nombran, que han paralizado, y a la vez sacudido, la vida de la UNAM al tocar un fenómeno, el patriarcalismo, que hunde sus raíces en la sustancia misma de lo que ha sido, y es, la así llamada “máxima casa de estudios”.

 

La función política que cumplió la toma del Auditorio Che Guevara, en estos años, fue la reiteración obsesiva del trauma, y con ella el desmantelamiento de cada estrategia tendiente a superarlo y reincorporar al movimiento estudiantil como componente legítimo, y necesario, del quehacer de la UNAM. La secesión del auditorio fue, hasta el surgimiento de las acciones feministas a partir del año 2019, el dispositivo más eficaz para cortar en brote todo intento de recreación de la fuerza organizada de los estudiantes.

 

Pero la Universidad no puede pasársela más tiempo sin ellos. Muchas, muchísimas de las deficiencias que aquejan al gobierno universitario no ocurrirían si estuviera ahí latiendo el jardín de nuestra alegría. ¿Las mujeres en lucha serán capaces de articular en torno a sí a un nuevo sujeto -sujeta- estudiantil o acabarán contribuyendo, ellas también, al resquebrajamiento, a la disociación múltiple de las esferas institucionales? Mucho dependerá de que la UNAM sea capaz de incorporarlas en efecto, realmente, a su gobierno. Sin las mujeres no hay autonomía.

 

La Junta de Gobierno elige al Rector, que propone al Consejo Universitario los nombres de quienes han de integrar a la Junta de Gobierno. El círculo auto celebratorio ha sido descrito y denunciado muchas veces. Pero si algo mostró la última designación de Rector, es que las cosas no pueden continuar así. Los notables ya no lo son: no hay quince sino cientos de profesores e investigadores con méritos iguales o mayores que los que integran la Junta. Los mecanismos de centralización de recursos y poder en la autoridad unipersonal de la rectoría –su control de Centros, Programas, Seminarios, representaciones y campus foráneos etcétera- muestran que los dispositivos clásicos del poder universitario ya no se bastan a sí mismos para su reproducción. Y la diferenciación y estratificación, la compartimentación en clases sociales de los ámbitos universitarios está culminando en una desconexión cuyo resultado puede ser el descoyuntamiento.

La infinidad de retos que enfrenta la Universidad confluyen en su forma de gobierno. Es hora de abrir un periodo de reflexión mesurada, profunda, sensata, participativa –universitaria – para cambiarla.

 

Notas

[1] Una versión anterior de este artículo apareció publicada en la Revista Memoria, CEMOS, No, 257 (2016)

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