Hombres y leones

Henri Rousseau, “La gitana dormida”, (1897)

 

Trad. Miguel Ángel Gómez Mendoza

 

Hebbel destaca en su diario, en 1855, una curiosidad tomada del enciclopedista medieval Vincent de Beauvais, que por su parte el autor de Speculum Maius, afirma haber prestado de los cronistas árabes, y que la revista Weimarisches Jahrbuch, había juzgado digna de ser transmitida a sus lectores, en su volumen I del año 1854: La vue d’un homme donne la fièvre au lion. Mais dans ce cas il mange un singe et se retrouve guéri. Similia similibus.[1]

 

La fiebre que sufre este pobre león que no tiene la suerte de ver un hombre podría tener muchas explicaciones. Es posible que el león intuya el poder del hombre, su endémica astucia, su extraña obstinación de crear y fabricar trampas, y esto le sería suficiente para alcanzar la convicción que es imposible de imponerse en pelea limpia, que él va preferir siempre el subterfugio, el rodeo, la ayuda de las armas, siempre confiando hasta el final solo en la fortaleza de su propio cuerpo.

 

Preso de miedo frente a semejante fenómeno sin sentido, a mitad de distancia entre naturaleza y artificio, el león se devuelve, no se siente cómodo para nada, preso de una extraña sensación de mal orgánico, parecía un sutil veneno que le fue goteado en el cuerpo. La fiebre es el símbolo de la impotencia de ubicar semejante ser compuesto, es una demostración de un impase taxonómico. Al no poder entender, el león es vencido por el terror, sus reacciones naturales no son suficientes, los colmillos y las garras se muestran inservibles para imponer la dominación. Pero un león que no pueda dominar debe morir. Es la única lección que nos ofrece la historia natural.

 

La segunda explicación sería que el león tiene asco de los hombres, verlos lo enferma, su presencia le genera dudas en la mente, poniéndole en duda todas las certidumbres ganadas en la sabana. Sus principios estéticos son radicalmente controvertidos por este ser, que le parece indeterminado y cuya fragilidad y atributos desarmonizados lo transforman en una horrible presencia, en un rastro grotesco de los caprichos del Creador. Al encontrarse en presencia de un monstruo, el león preferirá volver su mirada, ignorando con condescendencia la historia de los fracasos de la naturaleza. Pero si le es posible evitar el horror, así como sucede algunas veces, no le queda sino solo un arma —la repugnancia—. La fiebre es apenas un signo de su impotencia para acomodarse con lo impuro y lo feo, un sano desprendimiento natural que lo protege de complicaciones posteriores, ayudándole a mantener la distancia del así auto denominado homo sapiens sapiens.

 

No obstante, para nada se descarta que el león, de hecho, tenga lástima de los hombres, que les sienta la fragilidad, la inseguridad, las obsesiones y la pequeñez. Seguro para él, digno, superior, orgulloso de encontrarse frente a unos individuos enfermos de un eterno dudar, dominados de impulsos contradictorios, de miedos imposibles de controlar o de esperanzas exuberantes. Sin convicciones firmes, sin ideales inmutables, sin virtudes imperturbables, siempre sometidos a la metamorfosis, a la evolución, a la moda, siempre cínicos, anárquicos, abúlicos, los hombres parecen estar en espera de una catástrofe que los remodele de manera radical, cortándole de esta manera no solo su mirada sobre la realidad, sino también la mirada que se retorna sobre ellos mismos. Incapaces de transformarse solos, incapaces de salir del presidio en que los mantiene sus agobiantes obsesiones y sus morbosas fascinaciones, ellos buscan siempre un guía, un salvador, un profeta, perdiendo siempre el objetivo, manteniéndose siempre lejos del camino que los podría llevar al triunfo. Aunque se defienden con todos los poderes de semejante desenlace, quizás su única salida de este impase sería precisamente el encuentro con un león que consienta comérselos.

 

En el primer caso, el león que se come un mono, lo hace probablemente, para vencer el miedo, intentando consolarse con la falsa impresión que, logrando vencer a la parodia de copia del hombre, va lograr, a la larga vencerlo también a él, poniendo de esta manera punto final a la anarquía causada por su escandalosa aparición en el seno de la creación, y restaurando el sagrado orden natural, de cuya reconstitución se siente directo responsable.

 

En el segundo caso, el león parece perseguir borrar cualquier parecido con la infame criatura que es el hombre, esforzándose en impedir la propagación de la discordia en la naturaleza. Incapaz de vencer su disgusto y de orientarse en contra del hombre, cuya sola mirada le provoca una intensa náusea, llevándolo al umbral de la enfermedad; el león se contenta con devorar su propia imitación, confrontándose con un no disimulado placer de su fracasada caricatura.

 

En la última situación, el león actúa preventivamente, atemorizado, lo más probable, por el temible desenlace que le espera al mono que se dedica a imitar a su pariente más intelectual, pensando en evolucionar. Partiendo de la dolorosa experiencia del hombre, él está convencido que el mandril, cucaracha gris, el chimpancé, el macaco, el gorila, todos estos espléndidos animales en su libre tranquilidad empezarían a ser oprimidos por la terrible crisis de conciencia, se sentirían aplastados por complejos, empezarían a invertir en insensatas ilusiones, arruinarían la salud mental creando utopías que les consumirían por completo su energía, sin traerles a cambio ninguna importante satisfacción. Para eximirlo de la dolorosa confrontación de un inevitable fracaso, el león hace su obra de caridad, se abalanza para comérselo…

 

Nota                                                                   
[1] Hans Blumenberg, Lions, Les Belles Lettres, Paris, 2014, p. 11.

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