Los espacios indefinidos del silencio

Johann Heinrich Füssli, Silencio (1800)

 

Resumen

La palabra y el silencio, y el espacio, es un tema que no termina por definirse. Un entramado que debe ser explorado por los artefactos más poderosos en la epistemología, pero sobre todo en el saber. Pensar en la palabra como un nexo y en el silencio como un castigo pueril es solo una de las numerosas sentencias reduccionistas que nos orillan a querer desconocerla, subestimando así la potencia que tiene con el arte en su modalidad abstracta y figurativa.

Palabras clave: significación, concreto, exploración, impreciso, revalidar, silencio.

 

Abstract

The word and silence, and space, is a subject that is not yet defined. A framework that must be explored by the most powerful artifacts in epistemology, but above all in knowledge. To think of the word as a nexus and silence as a puerile punishment is only one of the numerous reductionist sentences that lead us to want to ignore it, thus underestimating the power it has with art in its abstract and figurative modality.

Keywords: significance, concrete, exploration, imprecise, re-validate, silence.

 

Cuando pensamos en articular una oración, el sentido del habla se transforma, se transfiere, se comunica con las cuerdas vocales: después con su pesar, la lengua baila entre sus terminaciones mientras la consternada mala pronunciación provoca incertidumbre. Ahí, en ese preciso instante, volátil, en el que la palabra se une con el silencio en tan solo un instante (un silencio solemne) el rostro otorga ese gesto premeditado. Nuestras células destellan dentro de la cabeza, con aquellos cohetes revoloteando, tartamudeando compulsivamente dentro del iris para escaparse frenética, e insistente. Contar acerca de la incapacidad del habla, de no encontrar el sentido de las palabras por lo abrumador que es sentir y comunicar, es el epítome que existe entre la obra, el taller y el creador.  Hay dos conversaciones internas, como autor y como artista, de un diálogo, idioma nacido de la incomprensión, es lo que describe Lorenzo Burgoa en “La palabra y el silencio”:

 

Un lenguaje mental que es un entramado de proposiciones o sentencias, en las que de alguna manera expresamos el entramado de la realidad, sus partes, conexiones, entrecruzamientos, relaciones, etc. En este sentido es verdad que nuestro decir interior de alguna manera expresa el complejo entramado de lo real. Pues no solo representa sus objetos y los hechos singulares, sino también sus relaciones, conexiones e inferencias o derivaciones. […] Otro momento de ese movimiento del lenguaje, desde dentro hacia afuera lo encontramos en la necesidad de combinar la palabra con el silencio. Es una articulación más psicológica que lógica o gramatical. Pero no menos importante y necesaria para el pensamiento creativo, el de los investigadores, de los pensadores y de los artistas.[1]

 

Estos tres ejes del lenguaje que nos dictamina nuestro autor, ya propuestos por Agustín de Hipona y seguidos y desarrollados por los pensadores medievales complementa la tríada de lenguaje que esta clasifica por su profundidad, secciones delimitadas por su complejidad. La más superficial corresponde a la palabra exterior (Verbum oris) en donde se proyecta el sonido, la fonética y la sintaxis, la siguiente como la palabra cordial (Verbum cordis) aquella que usamos como presentación ante la sociedad o ante otro ser humano, muy regida por las reglas socialmente aceptadas, muy bien llamada como el lenguaje del orador y el moralista.

 

Sin embargo, Burgoa considera a la tercera, Verbum mentis, como rechazo a toda ligereza y espontaneidad, la palabra de la mente, al conocido lenguaje interior de la consciencia y que a su vez obedece a la vertiente cognitiva, proyectada sobre el mundo de las formas. Una estructura en la que captamos las cosas reales: distinguibles y distintas. Aquella captación es el pensamiento, palabra o verbo interior, en el cual expresamos el modo como percibimos al mundo y nosotros a él.

 

Hablamos entonces de una abstracción, de una subjetividad que potencia pero que sobre todo entorpece los senderos por los cuales la dirección de nuestros pensamientos va encaminada. Una repasada incapacidad, tan torpe que no le encuentra a las palabras ni su sentido ni mucho menos su lugar en el espacio. Todo lo que nos moldea se arroja a una abstracción que implora ser construida y reconstruida, por ser traducida para verse añadida al ciclo, al torno, al cúmulo de los sentires humanos para hacer de ella otra abstracción no menos compleja, y que esta pueda ser arrojada de vuelta. Que sea capaz de tensar su propio hilo, de comulgar su entropía, es una conversación de otro vacío. Así, Carlos L. Marcos afirma:

 

El hecho de que las palabras estén forjadas a partir de conceptos universales dificulta al lenguaje textual una relación precisa con la realidad material, en la medida que ésta es necesariamente particular y concreta. Por el contrario, el lenguaje gráfico se presta extraordinariamente bien a representar la realidad, a describirla con la mayor precisión dada su enorme capacidad de síntesis; funciona muy bien como verbalización de lo material. Tal vez por ello, en el proyecto de arquitectura, como documento legal que es, en el caso de discrepancia entre lo grafiado y lo descrito en la memoria o en las leyendas, prevalece lo primero.

 

Así, somos capaces de figurar la realidad con gran exactitud y nivel de detalle gracias al dibujo precisamente porque la línea define de manera extraordinariamente sintética la proyección de formas geométricas sencillas –hasta hace muy poco casi la totalidad de las formas arquitectónicas. Las tres fases o modos de dibujar, en buena medida, se pueden extrapolar del lenguaje textual hacia el lenguaje gráfico. Son las que podríamos denominar: figuración descriptiva, ideación figurativa y abstracción. Lo que se correspondería con lo que en el lenguaje textual se despliega a partir de lo concreto (es decir, que surge de los particulares), lo genérico (que se sustenta en los conceptos universales) y lo abstracto (que se circunscribe al ámbito de las ideas puras o abstractas; a lo esencial, por tanto).[2]

 

El nivel más denso del lenguaje, que pertenece al mundo metafísico, de lo entrañable de la mente humana es esta misma densidad que no se presta a una significancia con un valor verdadero, no se deja leer, ¿por su naturaleza, por su capricho, o meramente por nuestra incapacidad de desentrañar su semiótica, sus códigos o incluso su historia? La libre interpretación y el libre albedrío nos ha hecho creer que caemos en el lago de lo descifrable. La línea de la comprensión que comienza recta, pero con el choque, tergiversada, se engrosa, se prolonga, va en picada o gira en torno a sí misma, pero nunca se mantiene igual, porque iría en contra de su propia naturaleza y voluntad, tanto evolutiva como transformativa, tanto física como mental. Parece que la única forma de entrar a las profundidades es solo a través de otra profundidad, de sumirse en un estado extracorpóreo, es solo si se tienen los mismos códigos de ingreso. Solo se entra a la oscuridad siendo una.

 

Hallamos con nosotros esta necesidad de comunicar hasta lo incomunicable, a través de nuestro cuerpo, casi de manera inconsciente y a través de un lenguaje corporal que muestra las necesidades más elementales, nuestro pesar o nuestra gloria. Nuestro orgullo o nuestra precaria honestidad. Así como en las civilizaciones antiguas el entorno definía su lenguaje, lo hacen las materias del silencio: ¿orando, ignorando, o siendo cómplice secular de una conspiración?

 

Nos hacemos llamar pioneros, exploradores, sondeando las infinitas probabilidades de expresión, pero ¿qué no es la búsqueda de originalidad, la misma búsqueda de nuestra propia abstracción? El de ponerle nombre a las cosas, porque: “Solo existe aquello que puede ser nombrado”[3] y si no existe no es real, al menos en nuestro plano cuatridimensional, no podría ser real porque no existe, y no podríamos mostrarlo al mundo real si no tiene una interpretación universal. Si los objetos pueden ser nombrados y las contradicciones del mundo figurativo se rigen por sus límites: los objetos solo pueden ser nombrados, no figurados, puesto que la figura rige al objeto y no el objeto a la figura. Por lo tanto, los objetos son indecibles, como nos comenta el mítico Luis Villoro en la “significación del silencio”.

 

Un universo de proposiciones que nos distancian del terreno, de los pies puestos en la arena, y que tiempo después, algo atareados por la modernidad, nos dice que la vigencia, la muerte de las ideas o lo inequívoco de lo dicho en realidad siempre se consideró cuestionable. Unas simples líneas que siguen paradas porque producen su propio peso. Hallamos las fronteras de nuestro lenguaje risibles, pero magnético porque regresa hacia nosotros: cómo lo construido por una autoría narcisista termina convirtiéndose en una ironía, pero sobre todo en lo cínico de la causa. No hay más engaño en el creer que hemos configurado nuestro mundo para ser objeto de análisis cuando ni siquiera hemos configurado nuestra comunicación para que pudiese siquiera existir.

 

Las condiciones del estruendo

 

Así como fuimos delimitados por nuestro aprendizaje en tanto conocíamos el abecedario o la prohibición de las palabras malditas, aprendimos a ser dominados por la universalidad, por el insufrible escritor panhispánico, o del estrepitoso choque de montañas y tormentas que avisaba el escándalo, de palabras que no tenían ni un sentir, ni un pesar y que se hundían en la futilidad. Las fronteras se dibujaron solas, alimentadas por un vector dominante, antropocéntrico y totalitario, y casi sin creer en ellas las interpretábamos como mejor nos acomodaban, vistiéndonos, alimentándonos, siendo parte de nosotros hasta terminar pereciendo con ellas.

 

Por más que intentamos alejarnos de la figuración hallamos un tope con nuestras propias referencias, con nuestro propio idioma, una forma de asimilarlo al mundo condenado de lo físico o al mundo de las palabras, porque al final el camino al infierno está pavimentado con adverbios [[4]] . Porque es un atentado no mostrarlo, se convierte en una pena, primero en una tragedia y después en una lástima. Casi de manera poética, queremos ser omniscientes para tener la capacidad de haber conocido y visto todo, y decir finalmente, con dicha, que lo nuestro nunca lo ha visto el mundo, ni las fronteras que posee el espacio denso y consciente.

 

¿Cómo es posible que no nos atrevemos a materializar ese espacio que contiene el silencio y la palabra?, como periferia prohibida, como articulación débil, o como un puente frágil que se tuerce por lo inverosímil. Tememos quedarnos mudos que construimos nuestro propio lenguaje, casi como si nuestra respuesta evolutiva y de supervivencia nos superara (en realidad). Como este salto de adrenalina para sobrevivir del espectro sin rostro que se arrastra, o del cuerpo que se apoya en la ventana del copiloto para apuntarte con un hacedor de muerte. Pero sobre todo le tememos al parlante, al bullicioso ente que no tiene brazos ni piernas, pero si unas cuerdas vocales que coquetean con la magnitud de un titán.

 

A pesar de ser un escuadrón el responsable de imponer estas condiciones académicas, su silencio infligido no es exclusivo de estas, pues no solo se caracterizan por él, sino que en un carácter absoluto dictamina las formas en las que son dichas las cosas. No es que deseemos ignorar sus contribuciones o reducir a radicalismos sus míticas aportaciones: la contemporaneidad nos ha hecho caer en cuenta de los incontables obstáculos que nos ha hecho atravesar el lenguaje, y que al ser esta una figura de poder y de autoridad, las hemos dejado paliar.

 

La plástica es intercambiada por la palabra, y nombra algo que nunca fue o pudo ser nombrado. La imposición de los nombres nos recuerda lo siguiente:

 

Que los nombres se pusieron o impusieron atendiendo a alguna cualidad sobresaliente o más impactante en las cosas. Esa cualidad puede ser, unas veces una cualidad sónica o fonética; lo que da lugar al llamado lenguaje “onomatopéyico” en que la voz misma en su expresión fónica remite a lo significado.  Como la S que se arrastra para pronunciar “ssssss” serpiente, o cómo el hombre es humus, es tierra. Todos los hombres mueren. Vuelven a ser tierra.[5]

 

Pero también son las herramientas las que nos ayudan a combatir a lo permanente del silencio o lo ofensivo de la palabra, si es una composición llena de caos y armonía, o si es algo que solo puede percibirse con el sentido del olfato o tan siquiera de lo invisible que es ver a través de un espacio pequeño. “Las manifestaciones gráficas que parten de la realidad para describirla, para narrar aspectos concretos, ya sea de modo realista o no, es decir, toda figuración que tiene como pretexto a la realidad, entrarían dentro de la figuración descriptiva”. Por lo tanto, son evocaciones de la realidad, en cierto modo tratan de reemplazarla. En lo gráfico se aúnan habilidades de tipo intelectivo y de tipo manual. Antonio Millán ha analizado esa función simbólica e iconográfica de las imágenes como evocación de una ausencia que está arraigada entre nuestras habilidades.

 

Pero a diferencia del lenguaje textual que está estructurado a partir de los conceptos universales representados por las palabras, el dibujo fija al soporte la realidad material y por ello se ciñe a lo concreto de manera precisa; es el equivalente gráfico a un nombre propio. Antonio Millán añade: Esta competencia icónica se muestra en la capacidad de recordar y reconocer colores y formas mediante la memoria figurativa, en la intencionalidad de fijar contenidos (formas y colores) de la percepción visual de modo iconográfico y simbólico, y en la capacidad del pensamiento abstracto de clasificar categorías de signos, con lo que se puede establecer un repertorio de símbolos con un sentido estable.[6]

 

Es este sentido de comunicación tan primaria como el de las imágenes (y sin ninguna intención de subestimar sus capacidades persuasivas), en su interpretación gráfica y plástica, es la que en última instancia nos facilita la expresión. Consideramos la brecha de la huella en la cueva, de los estigmas alrededor de la historia de la humanidad como una necesidad inherente en el ser humano, de contar y narrar lo que está pasando no solo en su entorno, sino en sus adentros. Sus ideas son una maquinaria para producir un proceso absoluto, que no siempre obedecerá a las reglas para volverse universal.

 

Puede que aquellas plasmadas en el arco en la piedra se vuelven muy complejas para entender, muy entramadas para hallarse un significado propio. Recurramos a su entorno geográfico, a su entorno social o tan siquiera temporal para lograr entender aquella mente, aquella cabeza que intentaba decir algo sin una necesidad de ser completamente concreto. De estos artistas nacientes con un lenguaje distinto al conocido por el hombre, parafraseando a Alfonso López Quintás en “El arte, la palabra y el silencio”.

 

Una comunicación que no es sino un dejarse mecer pasivo como un oleaje de palabras que apenas rozan la superficie del alma —por faltarles la consagración del compromiso y la penetración de la mirada silenciosa y global— no hace sino dispersar al hombre y alienarlo.  Este poder sugestivo de las obras de arte que nos remiten a mundos de realidades profundas, pues sólo se revelan a través de una experiencia personal, no traducible en las palabras. Todas las formas superiores de experiencia humana se resisten a estos modos, universalmente perceptibles, como son aquellos que se refieren a realidades superficiales.

 

La misma sentencia que Marco nos había escrito en torno a no obedecer a las reglas para volverse universal son las mismas que nos comenta López en estas últimas líneas. Como si estas mismas reglas obedecieran a un orden aún más supremo que el de la coincidencia, de la maravilla del descubrimiento.

Así como los incomprendidos que no son aquellos que se sumen en la complejidad de su habla, de sus pensamientos indescifrables, sino de aquellos que se encuentran una relación estrecha con su resistencia a la percepción universal. Se concretan con el pseudo, con el casi, básica del ser humano para entrelazar la palabra y el silencio. Pues, así como estamos absortos a idolatrar, alabar y a admirar un solo tipo de inteligencia (aquella que implica métodos, números y procesos cuantificables, globales), estamos tan normalizados a no echar tan solo una pizca de curiosidad a lo que yace frente a nosotros como un sintetizador de conceptos que no tienen ningún tipo de relación con el mundo de los números.

 

Nos negamos a querer comprender, porque lo desconocido nos produce miedo, nos aterra aquella idea de quedar encima de la discordia, triunfadores de una ignorancia prevalente, predecible. Si bien existe un tipo de arte “bello”, el que todo mundo concibe y consume como algo meramente decorativo, es porque no hace falta una síntesis, sino una cubierta que no nos haga pensar, porque de este mismo miedo a lo incierto, los procesos mentales son terreno inexplorado, zonas que aún quedan por descifrar. Un puente en el que hay neblina, pero es extrañamente atractivo, un puente que no permite inseguridad, porque no es uno frágil, sino uno subestimado por la cantidad de misterios que puede ofrecer.

 

La perversidad de la palabra ofrece un constructo, un balde, un portón que se abre y se cierra para detener a cuanto anónimo desee entrar. Así como está el incomprendido que se ahoga en sus propias abstracciones está el que se erige con una mirada mezquina y una pequeña línea dibujada en su rostro, de una naturaleza violenta, con una simple comisura los códigos cambian por aquellos encontrados en la vasta oscuridad de la violencia. Y que va transformando su monstruosidad en un palacio divino.

 

En ciertas situaciones el silencio conduce a una devastación de la palabra interior que, por su parte, nunca cesa, pero termina por volverse contra su autor o contra aquellos que entonces se encuentran en su camino. Por eso en ocasiones uno tiene ganas de forzar al otro a hablar, abrir la válvula de esa frustración acumulada que amenaza con hacer explotar todo. Esto nos obliga a renunciar a una representación del silencio como si fuera una instancia pacificada, pacificadora. Ese silencio cubre el ruido de una interioridad desencadenada.[7]

 

Una pasividad que ofrece su violencia extrema, desmesurada, pero que termina por esconder en sus adentros una inactividad que busca ser despertada. La palabra es sagrada, e implora, porque así permite escuchar lo que tenga que decir el otro. ¿La palabra es misericordiosa, es solemne? ¿o acaso la palabra es asquerosamente cruel e inhumana que su modalidad se diluye cual sustancia grisácea, qué acaso no es ese un instrumento que flagela, con el que se deroga y se destruye? El silencio en ese caso palea, es cómplice, es enzima, o peor aún, es catalizador de un evento que ni la misma palabra es capaz de contener. Y tan siquiera, de comprender. Ese vacío que espera ser nombrado solo guarda dentro de sí para devolvernos nuestro orgullo disfrazado de conocimiento, y desaparecer con ella, en sus trémulas terminaciones.

 

Hay una melodía que entorpece al lenguaje, y es la subjetividad de las cosas, las abstracciones que detienen al otro lenguaje entendible y popular. No todos poseen aquella facultad tan increíble, pero a la vez tan volátil de sujetar significados a un dominio más ambivalente, a un dominio que no pertenece al mundo de lo escrito, pero por qué, ¿cuál es la necesidad, a quién siquiera le gustaría ser parte de algo inentendible? Ahí entra nuestro silencio tan bien nutrido, la palabra que la acompaña o la abandona. Seguimos sin entender porque nos ha llevado tanto tiempo descubrir los secretos de la erudición parados en los montículos de agua congelada, pues la presión debajo de esta es tan intensa como lo que contiene en ella, pues solo una mente preparada, entrenada, puede hacerle frente. Así como las palabras son difíciles con nosotros también lo es el saber, y sus hermanas, que constantemente cambian su configuración como si de un rompecabezas de miles de tonos se tratase. Aleatorio, incongruente, caprichoso e incluso impredecible. No podemos anticipar las formas en las que se presentan, solo otorgarles una categoría, ¿pero para qué si desde un principio esta subjetividad siempre estuvo sujeta a la de categorización? Aprenderemos en el mismo momento en el que aprendamos a callar, solo así no estamos condenados a pertenecer al espacio indefinido del silencio para comenzar a tomarla en serio.

 

Bibliografía

  1. Breton, Philippe, David Le, El silencio y la palabra contra los excesos de la comunicación, Nueva Visión, Buenos Aires, 2011.
  2. Burgoa, Lorenzo Vicente, “La palabra y el silencio”, en Revista de comunicación Vivat Academia, Vol., Núm. 108, septiembre, Madrid, 2009, pp. 26-36.

 http://dx.doi.org/10.15178/va.2009.108.26-36 Consultado el 17 de octubre de 2022

  1. Foucault, Michael, Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas, Siglo XXI, México.
  2. Marcos, Carlos, “Lo concreto, lo genérico y lo abstracto: las tres fases del lenguaje gráfico”, en Revista de expresión gráfica en la edificación, Vol., Núm. 6, junio, 2009, Alicante, pp. 80 – 84.

https://www.researchgate.net/publication/337096879_Lo_concreto_lo_generico_y_lo_abstracto_las_tres_frases_del_lenguaje_grafico  Consultado el 20 de octubre de 2022

  1. Villoro, Luis, La significación del silencio, FCE. México, 2008.

 

Notas
[1] Lorenzo Vicente Burgoa,” La palabra y el silencio”, ed. cit., pp. 30-35.
[2] Carlos L. Marcos Alba, “Lo concreto, lo genérico y lo abstracto: las tres fases del lenguaje gráfico”, ed. cit., pp. 80- 81.
[3]Michael Foucault, Las palabras y las cosas, ed. cit., pp. 99-100.
[4] Stephen King, “Mientras escribo”, p. 79.
[5] Lorenzo Vicente Burgoa, “La palabra y el silencio”, ed. cit., p. 33.
[6] Carlos L. Marcos Alba, “Lo concreto, lo genérico y lo abstracto: las tres fases de lenguaje gráfico”, ed. cit., p. 81.
[7] David Le Breton, et al, El silencio y la palabra contra los excesos de la comunicación, ed. cit., p. 72.

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