El Descartes de Nancy: Ego Sum

Argel Corpus, “Ego sum: variaciones”, (2022)

Resumen

Si de genealogías se trata, la del nihilismo tiene por inmediata a la filosofía cartesiana. Esto es fácil de ver en la apropiación que Nietzsche hizo de este problema y en la manera como Heidegger aceptó la versión nietzscheana del nihilismo. Esta historia conduce irremediablemente a la imposibilidad de la filosofía.

Jean-Luc Nancy, en mi opinión, ofrece una salida muy sugerente, no a erradicar las implicaciones nihilistas del pensamiento en nuestra época, sino a reconocer en la filosofía cartesiana una vía que se halla en condiciones de profundizar en el nihilismo, a la vez que a ir más allá de él, mediante una lectura que permite conducirnos, quizás, a una reconvención del sujeto: ego sum. Esta es la tesis central de este artículo.

Palabras clave: genealogía, nihilismo, sujeto, modernidad, fin de la filosofía, posibilidad de la filosofía.

 

Abstract

If it is a question of genealogies, that of Nihilism has Cartesian philosophy as its own as immediate. This is easy to see in Nietzsche’s appropriation of this problem and in the way in which Heidegger accepted the Nietzschean version of Nihilism. This story leads inevitably to the impossibility of philosophy.

Jean-Luc Nancy, in my opinion, offers a very suggestive way out, not to eradicate the nihilistic implications of thought in our time, but to recognize in Cartesian philosophy a path that is in a position to deepen Nihilism, and at the same time to go beyond it, through a reading that leads us, perhaps, to a remonstrance of the subject: ego sum. This is the main thesis of my paper.

Keywords: genealogy, Nihilism, subject, Modernism, end of philosophy, possibility of philosophy.

 

Ego Sum de Jean-Luc Nancy es, sin lugar a dudas, un libro sui generis. Y lo es por razones muy precisas, si bien harto complejas: Único en su género, tomando en cuenta los estudios cartesianos contemporáneos, resulta evidente que no comparte las pretensiones de los clubes de scholars a favor o en contra de la filosofía cartesiana. También, rebasa con mucho los límites de lo aceptado en las distintas academias (de antaño y nuevas), por ejemplo, tanto para la obra de Descartes en su relación con el sujeto, como para el pensamiento de Nietzsche en relación con la posibilidad de la Filosofía, pero también respecto de la filosofía de Heidegger, en relación con su denegación del pensar y el fin de la metafísica. Con esta obra Jean-Luc Nancy ofrece la oportunidad de reexaminar en días singularmente aciagos para el pensamiento contemporáneo, algunas de las implicaciones de los errores más exacerbados de la tradición del pensamiento Occidental con los que se llegó a la situación actual, tan precaria, como igualmente peligrosa, para el filosofar.

 

Evidentemente, la pregunta que surge en este horizonte es: ¿qué queda de esta tradición del pensamiento, la filosofía, después de los límites impuestos por el nihilismo como derivación de la modernidad? Ante esta cuestión, Jean-Luc Nancy ofrece como respuesta una versión profunda de la filosofía que, sin denigrar la tradición y sin obviar el nihilismo, retorna a la modernidad para hacernos escuchar lo que la tradición impide distinguir.[1]

 

En lo que sigue, aclararé muy someramente la posición en la que nos deja la tradición filosófica conducente al nihilismo y someteré a consideración la respuesta que ofrece Nancy ante la peligrosa impronta posmoderna respecto de la posibilidad de la filosofía. Al final, y después de escuchar detenidamente a Nancy, esbozaré lo que reconozco como el elocuente carácter filosófico con el que Jean-Luc Nancy hace frente a la caracterización del fin del pensar.

 

De la modernidad al nihilismo

 

Entre las muchas y muy famosas imágenes con las que el padre de la filosofía moderna fortaleció la elocuencia de su proyecto filosófico-científico, se encuentra aquélla en la que enuncia categóricamente al principio de la sexta parte del “Discurso del método”, si bien como si se tratara de una afirmación sin mayores consecuencias, que de seguir los preceptos de su método y de esforzarse por llevar a cabo la búsqueda de la verdad en los términos de la claridad y distinción señalados como criterio innovador de su nueva ciencia, podría hacer de nosotros, los seres humanos, como si fuésemos los señores y amos de la naturaleza.[2] Tal como Descartes lo aclara inmediatamente, llegar a serlo es deseable no sólo para la invención de innumerables aparatos que facilitarán nuestro goce de los frutos de la tierra, sino, sobre todo, para el mantenimiento de la salud, que es el bien supremo y fundamento de todos los bienes en esta vida.

 

Contar entre las posibilidades de ser amo y señor de la naturaleza no es un proyecto que el ser humano haya considerado ni naïve ni indeseable desde su promulgación; todo lo contrario. El indiscutible progreso de las ciencias, especialmente, las naturales, encuentra en los beneficios esperados de su propia actividad las razones inobjetables para llevar a cabo toda clase de experimentación, ensayos e investigaciones con las que el apotegma cartesiano justifica toda acción –como claramente se volvieron a ratificar dichas razones en la búsqueda de las vacunas, indispensables para sobrevivir la pandemia recién vivida. Esta aceptación justificada o no en los principios del bienestar esperado de los esfuerzos de la ciencia moderna, pese a que en un futuro y por razón de sus posibles implicaciones inesperadas unas e inadvertidas otras, tal justificación podría calificarse de error craso respecto de la adquisición de los beneficios deseados para el ser humano. Este proyecto, desde la perspectiva de los principios de la filosofía cartesiana está anclado —como todo mundo lo sabe— en la crítica radical que la modernidad asestó desde su manifestación temprana en contra de los principios de la filosofía escolástica, la cual, que siguiendo los postulados aristotélicos, exigía aceptar como causa suprema, la final o teleológica.

 

El corpus cartesiano contiene pasajes importantísimos en los que sostiene la decisión de cancelar la relevancia de la causa final en aras de la eficiente, debido, sobre todo, a la inutilidad o ineficacia de la vida contemplativa sin más. Una filosofía basada en la causa final, se argumentaba en esta nueva época, lo más a lo que puede aspirar es a la contemplación de tal causa como razón del orden del mundo, pero lamentablemente no convertirá al filósofo-científico en ningún señor ni poseedor de la naturaleza, sino sólo lo devela como un contemplador del mundo, quizás más insatisfecho de lo deseado, debido a los resultados de su ciencia al reconocer que, sin modificar el orden natural teleológico de la naturaleza, difícilmente podrá alcanzar ya no se diga un gozo elevado por sus resultados, sino que ni siquiera alcanzará las satisfacciones mínimas para garantizar la existencia de la humanidad.

 

Por razones más prácticas que prudenciales, la vida contemplativa está descalificada tanto para mejorar el mundo como para implementar cambios operativos en la organización de la naturaleza que le permitan al mundo natural ofrecer al hombre los goces de los frutos para los cuales fueron creados exprofeso. El proyecto de la modernidad filosófica se sostiene a través de una retórica de la generosidad del beneficio a la humanidad a la que la época moderna sucumbió, aceptando sine ira et studio que no tiene sentido permanecer investigando las causas finales de las cosas creadas sin obtener ningún beneficio ni utilidad inmediata por ese tipo de acción, como en cambio, el dedicarse decididamente al conocimiento de las causas eficientes a fin de obtener resultados útiles para el hombre.[3] En este mismo sentido, seguidores de este modo de proclamar lo que es la filosofía mediante una toma de distancia radical de la causa final, como explicación suprema del orden del mundo y de su comprensión, no se hicieron esperar para continuar y ampliar la vía que postula la relevancia de la causa eficiente por sobre la final, indiscutiblemente peculiar de la aetas nova.[4]

 

Hagamos un pequeño alto aquí e imaginemos una comunidad de individuos formados mediante los postulados del método cartesiano, es decir, una sociedad cuyos individuos ya asimilaron la noción que les integra como comunidad, a saber: que las ciencias siempre buscan el beneficio de la humanidad y que ellos, sus integrantes, en la medida en que han fortalecido los postulados del método racional, han venido ejecutando a lo largo del tiempo la idea que subyace a este ordenamiento racional, que no es otro, sino el que se explica a la luz del seguimiento puntual de la expresión más elevada de la preminencia de la causa eficiente para alcanzar las expectativas —supuestamente racionales— de cada uno de los individuos que —esperaríamos—  ya se han convertido en los amos y señores de la naturaleza por méritos del método cartesiano. Una sociedad tal, evidentemente, tratará de resolver todos sus conflictos y necesidades naturales basada en la autocomprensión que el método cartesiano habrá edificado en cada uno de sus ciudadanos racionales y, con gran margen de certeza, buscará cada uno de ellos, como explicación del mundo, una respuesta más del tipo saber cómo, antes que otra del tipo saber qué.

 

La diferencia entre una comunidad que se guía y se entiende a sí misma mediante la pregunta de qué es algo —y sus variantes—, a diferencia de otra que lo hace a través de la pregunta cómo es algo, hace patente la divergencia de intereses entre una y otra comunidad. En el primer caso, se tendrá una sociedad que busca saber qué es lo que le mueve y qué lo que le da unidad ante las otras. Está más interesada en el conocimiento de lo que es ella, con respecto a su ipseidad, y en la búsqueda de lo que ella es necesariamente obtendrá un conocimiento más profundo de sí. En cambio, la comunidad a la que le interesan las respuestas que indican cómo es una cosa, evidentemente, estará más interesada en el modo de ser que, como tal, puede modificarse y apela más a los procedimientos internos, tales como los que se explican a la luz de las respuestas sobre cómo funcionan las cosas, no necesariamente para saber qué las distingue esencialmente, sino para destacar cómo se puede eficientar de una mejor manera su modo de ser. La primera se rige mediante la causa final, mientras que la segunda por la causa eficiente.

 

Los postulados sobre los que se está proponiendo cimentar la idiosincrasia de una comunidad que basa su autocomprensión en la idea del beneficio esperado por la acción de una ciencia mecánica producto del método propuesto por el ser humano, entendido él mismo como amo y poseedor de la naturaleza, a la luz de las bases del conocimiento de las causas eficientes, y ya nunca más de las finales, encuentra su caracterización justa en la magnífica aproximación nietzscheana de la ciudad llamada la Vaca Multicolor y de lo que los hombres que la habitan, los más despreciables de todo (sic., el último hombre), cuentan a la cultura como lo más distinguido entre todas sus posibilidades de ser.  En los diversos episodios del drama poético Así hablaba Zaratustra se aprecia el carácter de los individuos que conforman esa sociedad. En ella, nos dice el narrador, se encuentra el último hombre quien pregunta: ¿Qué es amor? ¿Qué es creación? ¿Qué es anhelo? ¿Qué es estrella? Y no puede ofrecer respuesta, pues ninguna de esas cosas se halla dentro de los linderos de la causa eficiente, de la teleología, y como el último hombre que se hace esas preguntas no alcanza a distinguir más que los procedimientos fisiológicos de la experiencia del amor, las razones superficiales de la creación, ni atina a comprender la carencia esencial del anhelo ni la incómoda imprevisión de la fortuna, el último hombre —dice el narrador de este poema dramático nietzscheano— sólo parpadea ante estas preguntas. Sin teleología la experiencia humana se cancela y sobreviene el último hombre; éste que habita la ciudad de la Vaca Multicolor.[5]

 

Sólo deseo recordar que el héroe dramático de Nietzsche, el personaje Zaratustra, aparece por primera vez en escena justo después de haber incendiado una ciudad y se remonta a las alturas de la montaña a vivir en soledad con sus animales –como en un autoexilio. Zaratustra es un incendiario; tal como Nerón con Roma o Dios con Sodoma y Gomorra, hemos de suponer que Zaratustra tuvo sus razones para exterminar a la ciudad: también suponemos que la repulsión que sentía Zaratustra por la comunidad de los individuos que habitaban esa ciudad debió haber sido tan grande que la única salida que encontró fue la del exterminio a través de fuego.

 

En la interpretación que Heidegger realiza del pensamiento de Nietzsche, especialmente en el desarrollo de sus lecciones sobre el texto de la “Voluntad de poder”, enfoca su argumentación a la exhibición de la confusión que normalmente se llega a tener cuando nuestra conciencia confronta al nihilismo, el más inhóspito de todos los huéspedes. Nietzsche se pregunta en las primeras líneas de su obra, cómo fue que llegó este huésped a nuestra casa, a nuestro mundo. El mundo lo interpreto aquí como la derivación del pensamiento cartesiano. A su vez, Heidegger no niega la posición nietzscheana del nihilismo, pero sí insiste en considerarlo como derivación del pensamiento del eterno retorno de lo mismo:

 

El nihilismo es el acaecimiento de la desaparición de todo peso de todas las cosas, el hecho de la falta de un peso grave. Pero esta falta sólo se vuelve visible y experimentable cuando es sacada a la luz en el preguntar por un nuevo peso. Visto desde allí, el pensar del pensamiento del eterno retorno es, en cuanto preguntar que remite continuamente a una decisión, el acabamiento del nihilismo. […] La doctrina del eterno retorno es, por lo tanto, el punto «crítico», el punto de separación de la época que ha perdido su peso y la época que busca nuevos pesos. Es la crisis propiamente dicha.[6]

 

Esta explicación denota la aceptación heideggeriana del postulado del nihilismo de Nietzsche, pero simultáneamente reduce la acción más radical del pensar, i.e., pensar sobre el pensamiento del eterno retorno, hacia el fin del nihilismo, pues al colocar en el centro del pensar al nihilismo se le insufla una crisis radical porque emerge una decisión y, correspondientemente un subjectum de este acto. El acabamiento del nihilismo es la preforma de la crisis.

 

Ante esta comprensión de la tradición del pensar, ¿dónde queda la filosofía?, ¿qué queda de ella?, y ¿qué papel desempeña la relectura necesaria del pensamiento de donde proviene toda esta historia, el pensamiento cartesiano original? Es aquí donde aparece la contribución de Jean-Luc Nancy.

 

Jean-Luc Nancy y la posibilidad de la filosofía

 

Para evitar perder el delicado sentido de la idea de la fragilidad del pensamiento en nuestro tiempo —trazada por la tradición del pensamiento moderno (Descartes) del que se apropia y niega Nietzsche, para replantearlo más adelante en términos de crisis absoluta por parte de Heidegger—, me veo en la necesidad de, primero, establecer los límites desde los que Jean-Luc Nancy está pensando el problema de la filosofía con su peculiar determinación (determinación, en sus dos sentidos más íntimos e inmediatos: como delimitación de los fines, por un lado, evidentemente, los fines de la filosofía, y por otro, como ímpetu de su carácter en tanto connatus, en su sentido moderno, o êros, en su sentido clásico), para hacer posible aún en estos tiempos en los que impera el mal gusto de la cultura (razón ésta que se le volvió insoportable a Zaratustra y le tornó en incendiario, como ya se dijo), el peligro del narcotráfico, la confusión sexual de las nuevas generaciones, el desasosiego producido por la abismal cancelación de los valores supremos, y una lista enorme de síntomas —más profundos aún que los que nos legó la pandemia más reciente— de la decadencia en la que nos encontramos como consecuencia de una interpretación del proyecto de la Modernidad, encontramos en Nancy y su reflexión sobre el pensamiento de Descartes, una voz aislada, pero no informe, de la narración de la filosofía, del pensar y del decir que orienta a algunos pocos a reconsiderar una vía posible para el pensar.

 

Para arrojar luces sobre la “determinación” del pensamiento de Jean-Luc Nancy en nuestros días es preciso aclarar qué entiende por filosofía y, a la vez, se vuelve aquí un intento indispensable, el externar la base indiscutible sobre la que el intento de Jean-Luc Nancy abre una vía factible al ejercicio del pensar. Esa vía, a diferencia de muchas interpretaciones que se hacen sobre este problema, no es otra que la del ego sum nacyano, y aunque es reconocible el diálogo que lleva con la filosofía más importante de la Aetatis nova, se tratará de dejar en claro que lo peculiar de la posición de Nancy sobre la filosofía no es el diálogo en sí mismo con aquella filosofía fundacional de la nueva época, sino la profundidad y enraizamiento en la que se encuentra la narración de su exposición. Por esto, aventuro la hipótesis de que la posibilidad de la filosofía en la respuesta que da Nancy a este problema no es otro que el de la auto-presentación del ego sum, y Descartes, evidentemente, tiene mucho que ver con esta interpretación, de ahí que Ego Sum (el libro), refiera todo él a Descartes.

 

La auto-presentación que Nancy hace de sí mismo, al modo de una auto-presentación jovial, al estilo Nietzsche, se ubica dentro de los posibles textos filosóficos en los que la propia filosofía se presenta a sí misma. Tal es la manera como se puede entender El discurso del método o las Meditaciones metafísicas de René Descartes. Una especie de ejercicio de autobiografía de la filosofía misma oculto en la autobiografía del autor del texto. Tal parece ser el sentido que el propio Nancy sigue en su texto siguiendo no sólo el difícil estilo del filósofo de la Turena, sino también emulándolo, a la vez que sigue también el ejemplo de Nietzsche en Ecce homo.[7] En suma, que la exposición filosófica de Nancy comienza a evidenciarse dentro de una tradición que interpela a un elevado conocimiento de la experiencia literaria como modelo esotérico de escritura para exponer las verdades más radicales de su pensamiento al interior de la tradición filosófica a la que pertenece y que, por consecuencia, los autores avezados en esta olvidada manera de escribir, intentan evadir el problema de la persecución.

 

La auto-narración del pensamiento de Nancy en su ejercicio de escritura, por ende, sugiere una aproximación, si no es que una completa integración, al grupo de pensadores conscientes de su originalidad, a la vez que del peligro al que se acercan al suscribir sus ideas sin la cautela requerida para plantear las verdades más sugerentes y originales de su pensar. Si esto es el caso en el Ego sum de Jean-Luc Nancy, resulta sumamente sugerente el hecho de tomar en cuenta la tradición a la que el propio texto alude. De Descartes hacia Nancy, el enlace del pensamiento entre este par de filósofos muy bien puede estar en el entretejido de la filosofía moderna y la crisis que contribuyó en el mundo de la ciencia y la autocomprensión de sí misma —tal como se ha aclarado en la primera parte de este artículo—, es decir, partiendo de un proyecto de una nueva ciencia cuyos postulados desconocen los límites naturales, propiamente dichos. El entendimiento de una naturaleza y un mundo humano en el que se ha abolido la teleología de todo cuanto existe provoca una serie de movimientos sin finalidad, un universo infinito, correspondiente con el vértigo de su experiencia y la posibilidad de modificar cualquier orden si éste no satisface el goce absoluto del nuevo hombre.

 

Por otro lado, los subtítulos de Ego sum de Nancy desde hace más de treinta años han llamado la atención de sus lectores por parecer que señalan en sí mismos un camino oculto al vulgo al que el proyecto cartesiano deseaba hacer llegar su pensamiento al presentarlo en lengua vulgar. Casi cuatrocientos años después de la publicación del Discurso de método, el primer libro de filosofía publicado en lengua vulgar en la historia de esta tradición regresa Ego sum a exhibir la idea de sus capítulos en la lengua de la verdadera academia o de los sabios varones de la Facultad de Teología de los que el filósofo de la Turena deseaba alejarse por razones evidentes en un sentido, pero difíciles de definir en otro. La diferencia, ahora como antes, radica en que los integrantes de alguna Facultad de las universidades contemporáneas ya no pueden entender el sentido de la clave que propone Nancy mediante el préstamo de las construcciones cartesianas en latín. En este sentido, resulta evidente que Descartes ha llegado a ser el más elusivo de los escritores de la modernidad, y Nancy, emulando a Descartes, ha llegado a ser el más elusivo, el más elaboradamente auto-ocultante, de los escritores de la época que sigue a la Modernidad, si es que efectivamente le sigue alguna.

 

El propositivo señalamiento en lengua muerta de los títulos de los capítulos de Ego sum de Jean-Luc Nancy indican en español lo siguiente:

 

Yo soy (obertura)

I.Cada vez que me presento

II.O se concibe en la mente

Mientras escribo

Encubierto por Dios [y anagramáticamente: Oculto de Dios o En lugar de Dios]

El mundo es una historia

Una cosa

 

De esta manera, la paráfrasis de esta posible clave semántica relacionada, tanto con el sentido del libro de Nancy, como con la respuesta que la filosofía ofrece desde su autopresentación y autocomprensión a la crisis de la filosofía contemporánea, sería: Yo soy, o bien cada vez que me presento a mí mismo y a los otros, o bien cada vez que [mi] mente se concibe [a sí misma] mientras escribo en lugar de Dios, [otorgándole] realidad al mundo de la palabra, el mundo que es una fábula –con enseñanza (mathesis), por supuesto.

 

El problema central de este libro, y de esta filosofía, que se autopresenta mediante la exposición ocultante del empleo del latín es, al decir del propio Jean-Luc Nancy en su “Prefacio a la traducción en español a Ego sum”, no otra cosa que el sujeto. Pero el punto de partida es que se trata de un sujeto que es, pese al nihilismo caracterizado por Nietzsche en “Voluntad de poder”, o pese a la pérdida de sentido y, por ende, de fundamento de lo ente en la tradición metafísica fundada por Descartes y criticada por Heidegger a lo largo de su ejercicio como expositor crítico de la apropiación de la tradición metafísica Occidental y de su inigualable manera de postular la crisis del pensar. En Jean-Luc Nancy no hay lugar a dudas: el sujeto es, y aunque su manera de ser enfrenta una serie de aporías relacionadas con su diferencia ontológica y su peculiar autosubsistencia, es desde su [auto-]presentación y hasta su concepción de sí mediante su acto de escribir, encubierto de Dios (que se puede entender como protegido de Dios o como ocultándose él mismo de Dios, o como a continuación lo justificaré: en lugar de Dios). Como se puede apreciar, de cualquier forma, el problema central se mantiene siendo la relación entre el sujeto y Dios, pero si se tiene en cuenta las preconcepciones del nihilismo, por un lado, y los poderes representacionales o cognitivos del sujeto, por otro, es imprescindible reiterar la nueva expresión de ego sum.

 

Evidentemente, toda nueva expresión del sujeto, por ejemplo, …dum scribo, mientras escribo —dirá Nancy—, aunque el despliegue de sus escritura revela que quien está escribiendo es Descartes, quien realmente no escribe, sino que está pensando, cuando en realidad su pensar está asegurando al espíritu humano, de una vez por todas, la dirección única y constante de la verdad, justo cuando está develando el saber de la Mathesis universalis de la que, al decir de Nancy:

 

[…] el saber es menos un saber de algo … que el saber de la estructura y el procedimiento, de la operatividad del saber mismo: el saber, como voy a escribirlo en mi decimosexta Regla, no de la “suma” sino “de la manera en la que ella depende de los datos”; y para ustedes que me leen con el fin de tomar conocimiento de ese saber, se trata menos de saber lo que escribo, que la manera en la que lo escribo. La Mathesis es el saber del procedimiento, del quomodo, in quo tamen uno scientia proprie consistit: es sin embargo en eso tan solo que la ciencia se pone y se compone, se reúne y se instala en su propiedad.

[…]

Mientras escribo en estos cuadernos, en estos códigos (Codices novem de Regulis…, dice el inventario de Estocolomo, nueve cuadernos de reglas útiles y claras para la dirección del espíritu en la inquisición de la verdad): los antiguos escribían en el rollo, el volumen, los modernos en el cuaderno, es decir, según algunos en el codicarium, pequeño codex, y según otros, más eruditos, el quaternum, codex de cuatro hojas. Escribo en el codex, cuyo papel no se cierra sobre sí mismo en la involución del volumen, sino que ofrece su extensión plana siempre dispuesta de antemano a la escritura lo mismo que a la lectura; sus hojas se dan vuelta la una tras la otra, pueden ser numeradas, volviendo en todos los aspectos más prácticas la lectura y la escritura, como conviene a la época que inauguro y que será la de una “filosofía práctica” destinada a “volvernos como señores y dueños de la naturaleza.” El codex es de madera –cepa o tronco–, de esa madera misma de la que el liber, entre la corteza y la albura, hará el libro; el codex, consiste en placas de madera reunidas por el lomo, encuadernadas pues y articuladas la una a la otra. Es una máquina de escribir apropiada para hacer encadenarse lo más rigurosamente, lo más fácilmente y los más claramente del mundo todas las razones mostrativas y demostrativas de una saber. Yo escribo las reglas de eso mismo, levanto el código; hago un libro, codifico la Verdad, la hago inseparable, indisociable e indiscernible de la operación que le inscribe, aquí y ahora, las reglas. Yo hago el primer libro del saber que se sabe en el acto y la manera de inscribirse.

[…]

Dum scribo, intelligo…  —mientras escribo, comprendo. La intelección es la compilación [recueil] de aquello que debe ser escogido, discernido: inter-lectio. Es la lectura: leo con inteligencia mientras escribo, leo entre mis líneas. Escribo, pero el intelecto capta más allá de la escritura lo que hay que leer, lo que hace que sea un libro, el Libro de las Reglas del Espíritu, el Libro de la Intelección. Compilo el espíritu del libro, como puede hacerlo un lector atento —facile colliget atentus Lector—, uno de los que sabrán, como lo pido desde mi cuarta Regla, considerar y respetar el sentido que es aquí el mío —quicumque attente respexerit ad meum sensum—, el sentido de esta Mathesis sin común mesura con ningún otro saber.

[…]

Va de suyo, pues, que eso que comprendo tan bien no puede ser otra cosa que yo.[8]

 

Tal como es audible a nuestros sentidos, la experiencia nancyana de la filosofía límite es posible pese al nihilismo contemporáneo –derivado, de alguna manera, del proyecto moderno– y pese a la cancelación artificial de la teleología del mundo y del individuo, perdiendo con ello la persistencia e ipseidad del sujeto, conditio sine qua non de la posibilidad del pensar. La conciencia del pensamiento original, la experiencia de quien busca un lector atento, tal como Descartes encontró a Nancy para evitar la Escila y la Caribdis del tráfago de fuerzas imposibles de domar, ilimitadas en número debido a que provienen de la construcción del mundo basado en la sola causa eficiente, y cuyo desenlace no es halagüeño para ningún mortal, es decir, terrible para los afanes de la humanidad, está en condiciones de encontrar un lector atento de Nancy, que a su vez lo fue de Descartes, para detener con un margen mínimo, aunque suficiente, la posibilidad de la cancelación del pensar.

 

Como puede verse en estas reflexiones marginales sobre la filosofía de Jean-Luc Nancy, la impronta que emerge desde los fundamentos de su experiencia del pensar está muy por encima de la crisis que canceló la posibilidad de la filosofía. Su respuesta es un acto de poiêsis de la conciencia moderna, un acto en el que la unidad de la conciencia abre, mediante su propia capacidad disruptiva de la realidad carente de sentido y descriptiva de la acción real proveniente de su propio fundamento, el pensar, la posibilidad de que el sujeto sea recobrado —como el Paraíso de Milton— por su propia actividad salvífica o que muy en contra de la absorción de la subjetividad por las facultades negatrices que han cancelado la experiencia del pensar develando las perplejidades de la nada heideggeriana, el sujeto recobrado —a imagen y semejanza del Tiempo Recobrado de Proust— es quien efectivamente puede afirmar su nueva y original ipseidad, y comenzar, tal como lo hace Jean-Luc Nancy, a ir a la búsqueda del sentido recobrado, ¿mediante qué? Sólo hay una respuesta: mediante su escritura.

 

La crisis de la filosofía a la que se llegó con los postulados del proyecto moderno y el desarrollo de las implicaciones de ese proyecto basado en la cancelación de la causa final y sus inesperadas consecuencias para la autocomprensión del ser humano, con la respuesta de Nancy, se le ofrece a la experiencia del pensar una oportunidad con la cual se pueda anticipar una reacción a las encantadoras notas de las sirenas, cuyos sonidos especialmente deseables, siempre han presagiado la catástrofe última en el reducido ámbito de lo espiritual. De ser esto de la manera que ha sido problematizado, la filosofía aún es posible.

 

Bibliografía

  1. Descartes, René, Oeuvres, 11 vols., Vrin, París, 1989.
  2. Heidegger, Martin, Nietzsche, 2 vols., Destino, Barcelona, 2000.
  3. Hobbes, Thomas, Tratado sobre el cuerpo, Trotta, Madrid, 2000.
  4. Nancy, Jean-Luc, Ego sum, Anthropos-UAQ, Barcelona, 2007.
  5. Nietzsche, Friedrich, Así habló Zaratustra, Tecnos, Madrid, 2016.
  6. Velasco Guzmán, Luis Antonio, “Autobiografía y verdad”, en Depetris, Carolina y Ramírez Sánchez, Sandra, Verdades a medias. La pertinencia de la verdad en las humanidades, UNAM, México, pp. 161-176, 2021.

 

Notas
[1]  Una primera versión de este artículo fue presentada en el Homenaje Póstumo a Jean-Luc Nancy llevado a cabo en la Universidad Autónoma de Querétaro, en la ciudad de Querétaro, México, como parte de las actividades del XI Simposio de Estudios Cruzados de la Modernidad en el que se dieron cita los más importantes estudiosos del pensamiento nancyano. Mi agradecimiento a las generosas observaciones realizadas por el doctor Juan Carlos Moreno Romo, con las que se benefició el presente estudio.
[2]  Rene Descartes, Discours de la methode, ed. cit., volumen VI, p. 62.
[3]  Rene Descartes, Principia Philosophiae, ed. cit., volumen IX B, p. 16.
[4]  Cfr., Thomas Hobbes, Tratado sobre el cuerpo, ed. cit., p. 38.
[5]  Cfr., Friedrich Nietzsche, Así hablaba Zaratustra, ed. cit., p. 76.
[6]  Martin Heidegger, Nietzsche, ed. cit., volumen 1, p. 339.
[7]  Cfr., Luis Antonio Velasco, “Autobiografía y verdad”, ed. cit., pp. 164-179.
[8]  Jean-Luc Nancy, Ego sum, ed. cit., pp. 29-31.

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