Metáforas de la exclusión, vidas marginales y cuerpos indóciles en el cine. Sepúlveda, González, Carreño

J. L. Sepúlveda “El pejesapo” (2007)

Resumen

El texto analiza el horizonte de vida neoliberal entendido como política de subjetivación y maquina productora de marginalización de los cuerpos a través de algunas obras de tres cineastas: el argentino González y los chilenos Sepúlveda y Carreño. Veremos cómo, ante un diagnóstico terrible (“están asesinando a los pueblos”) estas chicas y chicos marginados y consumidores, logran volverse productores que, utilizando el margen como reducto de pensamiento y creación, forjan nuevos espacios, valores y formas de vida alternativas a los codificadas por el poder.

Palabras clave: neoliberalismo, marginalización, consumo, González, Sepúlveda, Carreño.

 

Abstract

The text aims to analyse the horizon of neoliberal life understood as a politics of subjectivation that produces the marginalization of bodies through some works by three filmmakers: Cesar Gonzalez (Argentina), José Luis Sepúlveda and Juan Carreño (Chile). We will see how, after a hard diagnosis, these subjects “marginalized” manage to become producers who, using the margin as a “set” of thought and creation, forge new spaces, alternative values and life forms to those encoded by power.

Keywords: neoliberalism, marginalization, consumerism, González, Sepúlveda, Carreño.

 

El neoliberalismo, más que una forma de gobierno y de poder, es una política de subjetivización que aspira a destruir la idea de sujeto como productor de pensamiento y distancia, que vuelve el mundo económico la única esfera de sentido y hace del homo oeconomicus lo absoluto humano. Esa política destructiva nos afecta a todos, aunque no de la misma manera, ya que produce marginación y rechazo según un preciso plan de estratificación social.

 

En el primer caso, como escribe el filósofo español J.L. Villacañas,[1] han surgido, en esa práctica reducida de la subjetividad, vidas precarias, que más allá de la simple dicotomía éxito-fracaso, son las vidas plenamente adaptadas al horizonte neoliberal, cuyo efecto principal es la reducción de la reflexión que permite la toma de distancia, es decir, lo que Aby Warburg llamaba denkraum, espacio vacío apto para la producción del pensamiento, cultura, y también consuelo y compensación: “[…] son vidas precarias no porque el mundo del capitalismo y consumo los deje en la periferia, sino porque no tienen alternativas ante la facticidad”.

 

En el segundo caso tenemos que pasar desde la filosofía política a la sociología: como escribe Bauman,[2] los procesos de globalización incluyen una segregación, separación y marginación social progresiva. El factor de estratificación más poderoso y codiciado de todos se ha vuelto el espacio. Su resultado es la polarización entre la “elite de la movilidad” y los “marginados” condenados a una territorialidad forzada. Los primeros poseen la posibilidad de desplazarse y de actuar a distancia. Los segundos padecen de la imposibilidad de apropiarse y domesticar una localidad que tendrán escasas posibilidades de abandonar. Los primeros disfrutan de un espacio abierto. Los segundos padecen en un espacio cerrado, en una región separada, marginada, reducida, un espacio que el filósofo G. Agamben llama estado de excepción[3] y que el historiador Didi-Huberman llama “infiernos de los pueblos”.[4] A un pueblo entendido como sujeto y cuerpo político integral sigue otro pueblo, la masa de los rechazados y de los excluidos.

 

El cine latinoamericano, y en este caso específico, chileno y argentino, ha reflexionado, denunciado y relatado esos espacios, esos cuerpos y, más en general, la que podríamos llamar una “condición humana marginal”. Y el diagnóstico es terrible. Están asesinando sin piedad a los seres marginales.

 

Empezaremos hablando de una película chilena, El pejesapo (J. L. Sepúlveda, 2007), odisea de Daniel, un ser humano “polimorfo” que pasa desde una condición de marginación y rechazo a otra. Su apodo es lo de un pez cuya piel, gracias a sus aletas, puede adherirse a las rocas. Como el pez, el hombre logra sobrevivir adhiriendo a otros individuos y adoptando distintas formas de vida.

 

El comienzo de la película nos muestra nuestra primera metáfora de la exclusión: una tierra baldía al margen de un río toxico, donde es arrojado nuestro protagonista, encuadrado no acaso a través del recurso al zoom hacía atrás. Óptica, que en su economía puramente mecánica, pone de manifiesto su condición de expulsado. Daniel es rescatado por unos lugareños y no entendemos bien la época de ese rescate, podría ser en el pasado. Como veremos, hay lugares donde el tiempo escurre más lentamente.

 

Su primera vivencia es la condición del prófugo arrojado en una comunidad que sobrevive al margen de ese río. Cuando relata su historia a la señora a la cual pide hospitalidad, dice que se lanzó en el río y que el río lo expulsó (“me botó hacía afuera, me rechazó”: parece que hasta las fuerzas de la naturaleza no quieran asimilarlo). Cuando habla con una mujer que vive también en los márgenes del río, descubrimos que el tiempo, en ese poblado, no tiene sentido. Si él en su pasado estuvo “en la cana”, ella baja y sube por el mismo camino de polvo todos los días: son seres condenados a la mala repetición, una repetición que agobia, una repetición que condena al infierno sin salida de lo idéntico. Este eterno regreso que era típico, por ejemplo, de las comunidades milenaristas y campesinas es, sin embargo, solo aparente. Se trata, en realidad, de una espiral donde la temporalidad parece afectada por un conjuro: el tiempo no es lo que se repite, sino lo que se deshace degradándose bajo la forma de un destino sin expiación.

 

En la conversación con un vecino se asoma el elemento político y, con ello, la historia que sin embargo se presenta solamente para ser rechazada: el río no solamente es toxico, sino lleva consigo cadáveres. Solo que nadie se interesa por ellos.

 

Daniel se dedica a un trabajo casi sublime en su inutilidad: recoge piedras del río y las amontona, formando pequeñas pirámides. El Pejesapo es el Sísifo del arrabal: al condenarlo, no es un dios, sino la forma de vida capitalista y neoliberal. Y aquí se consuma la diferencia con el mito griego que Camus eligió como manifestación de lo absurdo, cuya condición humana es la de un malestar consciente y lucido de quien ha descubierto el divorcio que existe entre hombre y vida y aspira a una revuelta que, en una constante presencia del hombre ante sí mismo, lleva a un destino sin esperanza. El Pejesapo, por contraparte, encarna una dimensión distinta, reducida a lo completamente pulsional. Encontramos, en esa película, una de las imágenes más aterradoras de la imagen-pulsión elaborada por Deleuze,[5] que como se sabe, es caracterizada por mundos originarios (el poblado bañado por el río toxico), es decir, un sin fondo hecho de materias no-formadas, piezas o esbozos, y pulsiones elementales.

 

El Pejesapo es el hombre-pez, el hombre-animal cuyos actos son preliminares a toda diferenciación. Las pulsiones que lo animan son relativamente sencillas y se refieren todas al cuerpo: pulsiones alimentares, sexuales, y la más importante, la pulsión parasitaria.

 

Como veremos, él posee aquella inteligencia diabólica que espera su momento, suspende su gesto y se abriga de aquellos esbozos de forma con los cuales podrá realizar su acto. Después de haber matado a los ancianos que les dieron asilos (la pulsión parasitaria se sacia asimilando una víctima y pasando a la próxima sin pararse), Daniel se lanza por la gran ciudad. Se trata de un hábitat inmensamente más grande, y por eso más apto para saciar su pulsión. Busca trabajo y es rechazado. De repente descubrimos, a través de la forma del cine ensayo y de una entrevista, que Daniel… tiene esposa. Cuando ella le pregunta cuando dejará de “huevear en la calle”, él le contesta “hasta cuando muera”. La pulsión que nunca se satisface sale del reducido ámbito doméstico en búsqueda de nuevas presas.

 

Daniel roba y consume drogas. De repente se encuentra con la diva travesti del circo, con la cual entabla una relación y la utiliza para que lo mantenga. El Pejesapo nos hace pensar también a unas categorías elaboradas por el antropólogo Thomas Belmonte en su libro La Fontana Rotta: toxicidad, rapacidad y polimorfismo:[6]

 

Toxicidad: es el cierre en lo privado que lleva a los jóvenes a volverse, por culpa del consumo de drogas producidas por ese mismo sistema, miembros de una vanguardia histórica suicida.

 

Rapacidad: típico de una personalidad que no madura lentamente sino de forma híper acelerada e imperfecta por el rutilante dinamismo de la sociedad capitalista, un “[…] mundo demasiado rápido, intrínsecamente conflictivo y en movimiento, un mundo construido sobre un territorio físico y moral que íntima a los hombres a satisfacer sus necesidades fisiológicas y existe solo en el plano de las pulsiones”.

 

Polimorfismo: es relacionado con el fondo arquetípico de la personalidad que Jung ha clasificado bajo la categoría mitológica del trickster, del bribón divino.

 

El mundo posmoderno, con sus rápidos cambios políticos y económicos en sucesión y su capacidad, gracias a los medios de comunicación, de recuperar, yuxtaponer y proyectar cualquier repertorio cultural de imágenes, crea un nuevo y más inquietante contexto para la expresión de las urgencias cambiantes del bribón. Él, incapaz de permanecer anclado a un sistema de creencias, se refugia en un cinismo indiferente o se aferra al fundamentalismo coercitivo caracterizándose por una fragmentación hecha por desplazamientos, correcciones, recombinaciones.

 

El film posee tres posibles finales. El primero es eso: Daniel está hablando con su mujer, que ha descubierto su relación, y hay un rehúso del contra campo (que es aquel mecanismo que al cine permite de establecer una reciprocidad entre los seres): el hombre se queda hablando con la cámara. Lo que revela, en este largo monólogo que recuerda el “aparte” del teatro, del actor, es su forma de sobrevivir utilizando al prójimo (su esposa, su amante, su compadre); porque, como dice, “lo que necesito lo consigo; y si no me hago el pobre”. Vemos aquí la cumbre de la imagen pulsión cuya ley o destino es de apoderarse con astucia y violencia de todo lo que puede en un ambiente dado y después pasar, si puede a otro ambiente. El pejesapo es un vampiro que se apodera de algo hasta consumirlo para después pasar a otra víctima. El Pejesapo es un despoblador.

 

El segundo final nos muestra una manifestación de izquierda. Daniel ha abandonado su hogar y quizás ha encontrado en la lucha política un posible destino.

Contradecirlo es el tercer final: el hombre se aleja en un bus, revelando que es el sin naturaleza, que sigue desplazándose rehusando toda identidad (trabajador, esposo, luchador político); y que, en el mismo tiempo, utiliza todas esas identidades como distintas “adaptaciones”, máscaras necesarias para sobrevivir.

 

Camus decía que, en el rostro de Sísifo, el héroe condenado que lucha para ganar la cumbre y que con su fe subleva rocas y niega los dioses, aparece, al final una sonrisa. Sísifo es dueño de sus días.[7] También Daniel, el pejesapo, sonríe, porque está en búsqueda de otro ambiente para agotarlo, ya que, como dice Deleuze, “esa exploración y este agotamiento nunca se acaban”. Su sonrisa es el marco de la potencia de elección de la pulsión que goza en cambiar ambiente, escenario, victima. Al infinito.

 

La segunda metáfora de la exclusión es esta: la Villa Carlos Gardel, en Buenos Aires. Mientras tanto la parte más desarrollada de la sociedad no solamente erige una muralla (real o metafórica) alrededor de sí, sino describe los poblados que se quedan afuera, en los márgenes, en la periferia, como una tierra de nadie, un mundo más allá de toda salvación.

 

Esto nos introduce al cineasta del cual hablaremos con más detenimiento, César González, el “poeta villero” que nos relata la condición de vida en los suburbios argentinos a través de películas (Diagnostico: Esperanza; Atenas; Lluvia de Jaulas; Reloj soledad), al mismo tiempo “pobres” de recursos y “densas” de soluciones técnicas y narrativas. Sus relatos, como veremos, nos hablan de las comunidades de las villas, con sus vivencias, dificultades y deseos; y en el mismo tiempo la Villa se vuelve una férvida metáfora de la condición humana de los excluidos. Se hace patente la diferencia con la cual hemos empezado nuestra plática: entre los de arriba que pueden desplazarse a voluntad, y los de abajo, que son localmente sujetos a un estado de excepción. Si los primeros anulan y franquean cualquier distancia espacial, los segundos viven en el espacio y no en el tiempo, espacio que se ha hecho pesado y resistente como una cárcel.

 

La cárcel es el agujero negro que absorbe sin parar vidas marginadas. No acaso en el primer film de Cesar González, Diagnostico Esperanza, hay las imágenes de la cárcel de Devoto. Citando de nuevo a Bauman, la cárcel es una fábrica de inmovilidad, la forma máxima y más drástica de restricción espacial: en la secuencia vemos las pequeñas ventanas, las enormes paredes de concreto, el alambre de púas, las torres de control: “El encarcelamiento con diversos grados de severidad y rigidez, siempre ha sido el principal método para tratar con los sectores no asimilables de la población, difícil de controlar”.[8] La cárcel es el encuadre institucional donde se pone sistemáticamente a desaparecer una parcela de humanidad.

 

Atenas (2019) es la historia de Perséfone, una joven mujer que acaba de salir de la cárcel. Aquí vemos la salida de la prisión y el lento regreso a la Villa, donde encontrará ayuda y solidaridad. Un burgués criminal la hará desaparecer encerrándola en una casa y obligándola a prostituirse. La chica sale entonces de un encierro para caer en otro. Nunca logra escaparse de lo que Cesar González llama “sótano del mundo”. El cuerpo de Perséfone, como de miles de sus hermanas, al salir de la cárcel es víctima de una forma aún más atroz de desaparición forzada.

 

Y es esta búsqueda de una salida (como veremos real, a través de formas alternativas de vida cultural, o ficticia, a través del crimen) lo que anima a los cuerpos violentos o tiernos, aburridos y sin rumbo, y siempre hambrientos, del cine de González; están tendidos entre sobrevivencia, resistencia y consumo.

 

Empezamos con ese último aspecto. Esos jóvenes hombres y mujeres son afectados por los consumos: en Que puede un cuerpo (2014 ) un chico habla a su novia diciendo que quiere “comprarle cosas”; en Diagnostico Esperanza (2013) dos chicos, antes de un robo, ya saborean lo que van a hacer de la “plata”: comprar ropa, ir a comer al restaurante; en el mismo filme vemos otro joven ante de una vitrina que es el lugar donde las cosas adquieren algo de existencia onírica: Seminario XI,[9] hablaba del sueño como aquel lugar donde las imágenes irrumpen en primer plano, se caracterizan por una ausencia de horizonte y por un rasgo de emergencia. Sin quererlo, nos ofrece así una de las descripciones más logradas del… ¡mundo de la mercancía!, su fetichismo, sus fantasmagorías y sus inversiones.

 

Es la condición que hace cincuenta años había denunciado Pasolini: ya no hay diferencia entre subproletario y pequeño burgués, decía, desde que los primeros han sido arrasados por la nivelación de los deseos provocada por la sociedad de consumo.

 

Según Pasolini[10] los que define, utilizando un término gramsciano, pueblos subalternos, desde un lado se han vueltos “histéricos”: los consumos introducen un estado de desosiego, de manía por el cambio constante, y que es justamente, el análogo del histerismo (este último, como explica Freud, se caracteriza por excesos de melancolía y manía); y desde el otro, “feos”, ya que han intercambiado su identidad y su forma de vida para otra, iluminada por la imagen luminosa de la mercancía que hace de todos los pueblos, pueblos sometidos.

 

Regresando de nuevo a Bauman, leemos una adjunta importante. Sí, como dice el sociólogo, todos queremos ser (o nos hemos vuelto, como dice Pasolini) consumidores y queremos disfrutar de las oportunidades que nos brinda este estilo de vida; no todos podemos realmente serlo. No basta desear, como hace el chico ante la vitrina. Para que el deseo sea fuente de placer, es necesario tener la esperanza de acercarse al objeto deseado.

 

El marginal es entonces un consumidor defectuoso. Su posición social es precaria, sus recursos limitados. Para acercarse a ese paraíso lejano, roba: El chico quiere unos zapatos, y por eso, se introduce en una casa y después de haber golpeado y amarrado la dueña roba algo de dinero.

 

El hechizo de la mercancía es, sin embargo, instantáneo. La satisfacción debe terminar en seguida, apenas pasa el tiempo del consumo, el consumidor no puede fijar su atención en un objeto en especial por mucho tiempo, y se vuelve impaciente, impulsivo, inquieto. Es esta una primera inquietud, “mala” del cuerpo, que lleva a una inversión característica: la promesa y la esperanza de satisfacción preceden a la necesidad.

 

Es lo que pasa en Reloj Soledad. Cesar González empieza el film mostrándonos el oficio cotidiano de unas chicas que trabajan “en blanco”, como empleadas de limpieza en una fábrica de papel. La protagonista no tiene una verdadera necesidad de robar. Oscuramente presiente que le darán poco dinero y que pondrá a riesgo su trabajo. Sin embargo, la satisfacción seductora se vuelve más fuerte de la real necesidad. De repente roba el precioso reloj que uno de los dueños se había olvidado en su oficina desencadenando una serie de accidentes.

 

Si regresamos a Pasolini descubrimos que hay otro efecto de los consumos en las sociedades marginales o subalternas: han dejado de producir valores propios —lenguajes, anacronismos y formas de vida— y alternativos a los del centro: han dejado de ser productores. Han dejado de ser, como dice Benjamin, redimidos, o sea libres.

 

La pregunta es entonces, si es posible, para esas chicas y chicos marginados, afectados por desempleo, consumo y rechazo, volverse, a pesar de todo, de nuevo, productores de valores culturales propios. Sin embargo, y es importante subrayarlo, esa construcción subjetiva y alternativa pasa a través de un continuo acto de resistencia, los barrios son continuamente expuestos a la violencia policiaca de estado y a toda forma de control represivo.

 

Como escribe Judith Butler,[11] cuando los actos de resistencia acontecen en un puesto de control, los cuerpos se mueven o muestran de una manera que no está permitida y en su propia existencia limitan o contrarrestan las prácticas militares allí supuestas, y un tipo particular de presencia tiene lugar. Los cuerpos se vuelven entonces indóciles, tendidos entre cancelación y presencia, estado de asedio y resistencia, postración y rechazo.

 

Es lo que Cesar González nos cuenta en ¿Qué puede un cuerpo? La pregunta, spinoziana, nos habla del pasaje desde una ética basada en valores inmutables (Bien, Mal) a otra basada sobre modos de existencia (buenos o malos) que González expresa, en términos cinematográficos, a través del montaje alternado: de un lado la “vía de la pistola y del crimen”, del otro, como veremos, la “vía del trabajo que abre a la cultura y al pensamiento.

 

El primer caso, que conduce a la cárcel o al asesinato, es continuamente redoblado por los videogames: uno de los muchachos dice que les gustan porque son una réplica de la vida real, donde ladrones y asaltantes utilizan las armas para sacar provecho.

 

Hay otra vía, la que redime y salva, que vuelve libre. Es el caso del chico que trabaja como cartonero. Su día se parece a cuando Daniel iba recolectando piedras. El resultado, sin embargo, no es el triunfo de lo inútil, es la ganancia del sustento para su familia. Y, sobre todo, descubrimos, en ese caso, que la repetición posee sus resacas, sus ensenadas. En una de ellas, el chico encuentra algo. Se trata de… un libro, un libro de Deleuze y Guattari ¿Qué es la filosofía? La ensenada en la repetición permite descubrir, utilizando una metáfora, más allá de las rocas (las mismas rocas a la cual el pejesapo se adhería con sus aletas) el horizonte del mar abierto. También Juan Carreño, el cineasta con el cual concluiremos nuestro recorrido, es, como Cesar González, un poeta. Y uno de sus poemas, traídos desde su recopilación Compro fierro se llama curiosamente De un libro que estaba en la basura en la feria y recita: “En el arte, como la literatura, se encuentra también en estado embrionario. Los artistas en general son individuos ricos que buscan en el arte la manera de pasar el tiempo haciendo algo diferente a lo demás”.[12] Se trata de una oración del libro encontrado, Etiopia, el impero de los negros blancos de Alejandro Liano del 1928. Es un relato de viaje de un autor desconocido, que escribe bajo seudónimo. El mismo título se basa sobre teorías racistas que daban por sentado que la Etiopia (el primer estado africano en abolir la esclavitud y a volverse miembro de la Sociedad de las naciones) era un país mestizo de árabes del sur y poblaciones del Cuerno de África. El libro encontrado en la feria por Carreño, desde un lado nos hace reflexionar sobre la mirada racista del hombre blanco; desde la otra, sus líneas nos hablan curiosamente del papel del arte en las clases hegemónicas. Para las clases subalternas el arte posee quizás otro valor.

 

Una variante de la vía que redime y salva es expresada por esa secuencia del cortometraje El truco. Vemos a Alan Garvey, el actor predilecto por César, que encuentra un celular en la Villa. En lugar de venderlo para ganar plata, el chico lo utiliza para grabar sus canciones rap que después pone en YouTube. El gesto de Alan nos parece emblemático, ya que reutiliza algo que ha sido tirado o perdido y lo desplaza hacía un territorio imprevisto, no lo vende para después comprarse algo, sino lo utiliza para grabar, realizando y transmitiendo una experiencia, y aún más, reafirmando un patrimonio de gestos, palabras y formas alternativas de vida para él y sus mismos amigos, hundidos en la “vía de la pistola”).

 

En la última parte de Lluvia de jaulas a la confrontación entre deseos que hemos visto en las dos secuencias en montaje alternado de la “vía de la pistola” y de la “vía del libro”, se sustituye algo como una deriva infinita, una especie de enrancia, donde cada secuencia empieza a valer por sí mismas.

 

Este gran poema visual empieza con el chico (de nuevo Alan Garvey) que maneja una pistola no ante una víctima, sino ante una pared godardiana repleta de imágenes y rostros: el chico “dispara” a imágenes de filósofos (Descartes, el teórico del cogito; Hegel, de la dialéctica) y artistas (Rembrandt, el artista de la iluminación contrastada); estos últimos son blancos o formas de aproximación a la realidad a través de la cultura que el cineasta ¿adopta, asimila, supera?

 

Se trata, en todo caso, del rechazo final de la “vía de la pistola”. El arma mira hacía blancos que marcan no el lugar donde se apunta a una víctima, sino el espacio de una aprensión, de un conocimiento. El gesto delictivo se vuelve alegórico, en lugar de quitar una vida alude a la posibilidad, a través de un acto que mima la violencia (el pensamiento también es o puede ser un acto violento) que otra vida aparezca.

 

Es así que se logra salir del rechazo, gracias al rehúso de la facticidad que condena a la vida precaria de la ausencia de pensamiento para volverse productor de valores alternativos a los codificados por el poder.

 

Otro ejemplo es el poeta urbano que Perséfone y su amiga encuentran en la calle, y que en realidad es Patricio Montesano, el poeta y educador que llevó al mismo cesar en el mundo de la poesía y de las letras. Y grita: “dicen que soy un enfermo. ¡Yo soy un poeta!”.

 

Lo mismo podría decir el autor de esos poemas urbanos que aparecen en el barrio marginal de Santiago, La Legua, unas reflexiones escritas con marcador negro grabadas sobre muros, postes, torres, enrejados.

 

Es el film Hola, mi nombre es Oscar Lucero i les tengo una pregunta (Juan Carreño, 2018) Oscar Lucero, el poeta marginado, deja retazos de sus vivencias y deja que nosotros juntemos todo y descubramos lo que hay más allá. La cámara lo persigue, lo deja hablar: “¿Cómo darme a conocer yo? Es simple, mis intenciones es que muchas personas en la tierra sepan quién soy, lo que yo ando escribiendo en las paredes y en el suelo, al final, de dar a conocer con palabra escrita, porque yo anhelo que alguien junte todas estas palabras escritas”.

 

En ese retrato que Oscar nos proporciona de sí mismo vemos como quiere (a través de la palabra que no es sencillamente escrita, sino grabada en el cuerpo viviente y subjetivo de las paredes de un rincón perdido de ciudad), dejarnos un resto irreductible de su singularidad rechazada que sea abierto a la comunidad de sus semejantes.

 

La cámara se deja llevar por Oscar a un almacén donde “algo” ha sucedido unos años antes. El dueño antes se burla de él, dice que todo lo que ha escrito lo ha escrito “volado”, mientras no estaba cuerdo, y sin quererlo, cuando nos habla del recorrido siempre igual del poeta de la Legua, nos revela algo. Ese recorrido sin rumbo aparente nos podría hacer pensar al tiempo detenido en el rincón infernal de Daniel, el Pejesapo, sin embargo, Oscar, mientras camina sin pararse desde Catalina a Santa Rosa, escribe. Nos habla de la piedra donde tropezó, de los lunares y de sus heridas, que les permiten una forma paradójica y única de presencia: de perros color verde vestidos de uniforme.

 

En un momento muy bello del filme, relata uno de los acontecimientos que después escribirá sobre el cuerpo vivo del barrio: habla de unos remolinos que querían llevárselo, el árbol donde se agarró, una reja. La toponomástica del barrio marginal, desnuda y pobre, se vuelve, en las palabras del poeta, una topografía sagrada donde todo es acontecimiento, lucha, horror y encanto. Finalmente son las palabras las que lo amarran a la realidad, que no lo dejan a merced de los remolinos y le permiten no ser “volado”.

 

Oscar, con sus apuntes flamantes y resistentes, grabados en el cuerpo vivo del barrio, nos muestra el camino hacía el devenir y la abertura, donde se deshacen todas las formas, las significaciones, los significantes y los significados. Nos muestra un camino que se opone a toda normativización, que, viviendo en su mismo cuerpo los efectos de la crisis, su perturbación y desintegración, nos indica las posibilidades emancipadoras de una poesía que se ha vuelto grito, laceración y afirmación extrema de una presencia a pesar de todo.

 

Podemos, así finalmente contestar a la pregunta del film de Cesar González, ¿Qué puede un cuerpo? El cuerpo se ha vuelto un campo de fuerzas; lo que define un cuerpo es esta relación de fuerzas dominantes o dominadas, activas o pasivas. Y la gran apuesta es, según Deleuze, el devenir otro del cuerpo, el volverse cuerpo inacabado, sin fin. Es el grito de Artaud: “yo reconstruiré lo que soy”. Y esta reconstrucción pasa a través del arte, que capta fuerzas y potencias afectivas.

 

La Villa argentina, el barrio La Legua, que hasta ahora eran considerados como la cuña del rechazo, se pueden volver entonces una arena capaz de construir nuevas identidades que afirman su derecho inalienable a la sobrevivencia.

 

Bibliografía

  1. Agamben, Giorgio, Homo Sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, Einaudi, Torino, 1995.
  2. Bauman, Zygmunt, La globalización. Consecuencias humanas, pp.93-97.
  3. Butler, Judith y Athenasiou, Athena, Desposesión. Lo performativo en lo político, Paidós, Barcelona, 2022, pp. 13-23.
  4. Camus, Albert, Il mito di Sisifo, en Opere, Bompiani, Milano, 2000.
  5. Carreño, Juan, Compro fierro, Monte Patria: Lagartija ediciones, California, 2007. https://issuu.com/lagartija_ediciones/docs/compro_fierro Consultado el 3 de octubre de 2022
  6. Deleuze, Gilles, La imagen movimiento, Paidós, Barcelona, Buenos Aires y México, 1984, pp.179-202.
  7. Didi-Huberman, G., Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Manantia, Buenos Aires, 2015.
  8. Lacan, Jacques, Seminarío XI. I quattro concetti fondamentali della psicanalisi, Einaudi, Torino, 2003.
  9. Villacañas, José Luis, Neoliberalismo como teología política, Ned ediciones, Madrid, 2020, pp. 119-121.

 

Notas
[1] José Luis Villacañas, Neoliberalismo como teología política, ed. cit., pp. 119-121.
[2] Zygmunt Bauman, La globalización. Consecuencias humanas, ed. cit., pp.93-97.
[3] Giorgio Agamben, Homo Sacer. Il potere sovrano e la nuda vita, ed. cit.
[4] Georges Didi-Huberman, Pueblos expuestos, pueblos figurantes, ed. cit.
[5] Gilles Deleuze, La imagen movimiento, ed. cit., pp. 179-202.
[6] Thomas Belmonte, La Fontana Rotta, Einaudi, Torino, 2020.
[7] Albert Camus, Il mito di Sisifo, ed. cit.
[8] Zygmunt Bauman, Op. cit., p. 114.
[9] Jacques Lacan, Seminarío XI. I quattro concetti fondamentali della psicanalisi, ed. cit.
[10] La reflexión que Pasolini dedica al genocidio de los pueblos subalternos es muy articulada y se desarrolla a través de ensayos y obras cinematográficas. Para un primer acercamiento, Cartas Luteranas, Einaudi, Torino, 1977.
[11] Judith Butler, Athena Athanasiou, Desposesión, ed. cit., pp.13-23.
[12] Juan Carreño, Compro fierro, ed. cit.

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