Balún Canán y la brujería

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Resumen

Con Balún Canán (1957), la escritora mexicana Rosario Castellanos realiza una profunda indagación de los pueblos indígenas y sus lógicas de vida, lo que le permite detenerse en varios aspectos. Uno de ellos, evidentemente, es el de la brujería, abordado con rigor y curiosidad, pero no tanto para indicar el alejamiento de tal actividad del ámbito cotidiano, sino para señalar lo contrario: que forma parte de los usos y costumbres y, por ese motivo, se diferencia de otros tratamientos del tema encaminados a definir una visión oscura y negativa, tras ser modelados por el esquema occidental y su culto al paradigma racional.

Palabras clave: Generación del Medio Siglo, Rosario Castellanos, literatura mexicana, indigenismo, brujería

Abstract

With Balún Canán (1957), the Mexican writer Rosario Castellanos carries out a deep investigation of indigenous peoples and their ways of life, which allows her to dwell on several aspects. One of them, obviously, is that of witchcraft, approached with rigor and curiosity, but not so much to indicate the distance of such activity from the everyday sphere, but to point out the opposite: that it is part of the uses and customs, and for that reason differs from other treatments of the subject aimed at defining a dark and negative vision after being modeled by the Western scheme and its cult of the rational paradigm.

Keywords: Generation of the Middle Century, Rosario Castellanos, Mexican literature, indigenism, witchcraft

 

Como es sabido, para la llamada Generación de Medio Siglo existieron una serie de temáticas concurrentes, limítrofes y cercanas, que si bien implicaron desde siempre diferentes acepciones, a más de uno de sus miembros les brindó la oportunidad de ahondar en el escenario de lo invisible y marginal; en ese escenario cambiante e inestable, el cual garantizaba que el constructo literario entrara, de modo atrevido, en una “nueva fase de transición”1 y fuera renuente a “recrear [lo] que el sentido común denomina normalidad”.2

En específico, una de dichas temáticas fue la de la hechicería-brujería,3 concebida como esa actividad oscura y diferencial, ubicada a contracorriente de otras aceptadas sin reticencias y mediante la que diversos poderes entraban en crisis, muy en especial al toparse con el surgimiento de fuerzas incontrolables y desconocidas potenciadas por la sugestiva figura de una mujer.4 O también, es frecuente, como esa labor marginal y secundaria en donde entraban en juego cientos de conocimientos populares y tradicionales, cuestionados por la autoridad, y los cuales se transmitían de generación en generación (la curandería, por ejemplo5). Como sea, tales planteamientos sugieren que se trata de un asunto escurridizo, ajeno a y distante de la lógica visible del mundo occidental y con una clara vocación y perspectiva de género;6 un asunto singular y extraño, cabe decir, que bosqueja su esquemas y procedimientos estéticos y que, frente a las dinámicas de los poderes globales, patentiza el cuestionamiento de ese “sistema dominante de referencia”, del que habla Jean-Claude Schmitt, “supuestamente el único legítimo, en nombre del cual juzgamos” y que la “racionalidad científica […] ha forjado desde el siglo XVII”.7

A mi entender y en lo concerniente a esta generación, una variable de la brujería se relaciona con la matriz de las culturas indígenas, abordadas desde una perspectiva más original y profunda que contradice los acercamientos etnográficos y literarios del pasado.8 Aspecto que, en efecto, no deja de llamar la atención, sobre todo si pensamos en que estamos ante una generación renovadora, volcada al exterior, que poco o nada tiene de nacionalista, menos si se toma en cuenta que, en aquel entonces (década de los años 50 del siglo pasado), es el propio Estado mexicano el impulsor y gestor de un proceso modernizador gracias a los tan estudiados fenómenos de la sustitución de importaciones y del crecimiento económico.9 Lo cierto es que, en términos estéticos, ejemplos relevantes de esta generación como los de Rosario Castellanos o Carlos Fuentes señalan, a su manera, el interés por comprender y revisar los estamentos de la cultura nacional, en virtud de asumir que el abordaje alterno de lo mexicano no implica insistir en el relato tradicional de la mexicanidad, consistente en fortalecer ideas que giran en torno al paradigma de la unidad o de la homologación, tan rentables para muchos. Volcados de lleno en la reflexión de una identidad profunda y conflictiva, que manifiesta las problemáticas de la sociedad en que les toca vivir, expresan la existencia de culturas diferenciales, opuestas al modelo unívoco, las cuales reclaman su plasmación en obras totalizadoras capaces de brindar una imagen más equilibrada e intensa de aquello que las constituye de principio a fin.

Pero, volviendo a lo que nos interesa, y adelantaba, ¿cómo explicar el tema de la brujería en ambos escritores? ¿Acaso, pregunto, a partir del mismo abordaje artístico, pespunteado por el complejo asunto de la identidad? Siendo realistas, es obvio que la respuesta es no, ya que si partimos, primeramente, de Castellanos y su novela más emblemática Balún Canán comprenderemos que el objetivo buscado, por parte de la autora, tiene que ver con el hecho de desarrollar no solo el tema de la brujería sino todos lo demás (injusticias, religión, pobreza…), en función de la cuestión indígena; una cuestión que, por desgracia, ha sido minimizada e incomprendida por buena parte de la población, y que para Castellanos se convierte en asunto capital, puesto que, como apunta Alberto Manuel Sánchez, viabiliza la oportunidad de trabajar con un contenido autobiográfico de manera seria y madura, evitando caer en el “excesivo sentimentalismo” de otros escritores:

En la novela Balún Canán […], que significa “Nueve estrellas” —así llamaban los antiguos pobladores mayas al sitio donde ahora es Comitán, Chiapas—, Rosario aborda, desde los ojos de una niña —como alter ego de la autora— las profundas diferencias raciales entre el mundo indígena y el caxlán (o blanco). A partir de experiencias personales, la escritora narra eventos cotidianos del drama rural en Comitán, procurando plasmar los puntos de vista de ambos mundos. La obra es un recuerdo de su infancia. Relata la vida de los chamulas, sí, pero es sobre todo la historia de una chiquilla solitaria muy parecida a la de la autora.10

Por lo que toca a Fuentes y su interés sistémico por la historia y cultura nacionales, el aporte no pondera la representación antropológica de la brujería, es decir, no pondera matices simbólicos ni motivados por el protagonismo de una colectividad concreta; más bien, el acercamiento implica la crítica de la modernidad mexicana y sus dinámicas de desarrollo, señalando la presencia, en el seno del espacio citadino, del elemento problematizador, fantástico y poderoso, que instaura nuevas vías cognitivas y experimentales. Esto, claramente, lo encontramos plasmado en su novela Aura (1962): obra en la que, de manera portentosa, el escritor incorpora una “serie de elementos conectados a la brujería” como “la coneja, los maullidos de los gatos torturados, los ratones, el sacrificio del macho cabrío, el jardín de hierbas ponzoñosas”, hasta “culminar en la ceremonia de misa negra que Aura/mujer celebra sobre el atar [del] cuerpo [del protagonista]”.11

En resumen, tanto en Castellanos como en Fuentes el tema de la brujería es importante, precisamente porque a través de él se enfatizan el tipo de afectaciones individuales o colectivas que se generan en un país como el nuestro, en ese momento en pleno proceso de desarrollo y transformación. Pese a ello, en el fondo entendemos que sus tratamientos son discordantes o que se parecen poco entre sí, por lo que es imposible afirmar que presentan la misma concepción de tal actividad y, mucho menos, la adapten a una idéntica concepción artística.

El que destaque, por lo demás, el tratamiento de Castellanos (relativo al cruce indigenismo-brujería), frente al de Fuentes (modernidad-¿fantasía?), es evidente que funciona para efectos del presente trabajo, porque hablar de la bruja en una novela como Balún Canán es hablar, desde luego, de una mujer pragmática, perteneciente a la comunidad, y no de alguien que va en contra de ésta o se separa de ella para realizar su labor. Por tal razón, entiendo que Castellanos recree la imagen de una bruja de carne y hueso, que es parte del conjunto; de una bruja reconocible, que inspira respeto y admiración, pero que, como tal, simboliza los poderes sagrados del grupo, de la cultura, de la sociedad, hasta tal punto que realiza una actividad mediadora entre el mundo de lo terrenal y el del más allá, tan efectiva como vibrante. Hablo, en particular, de una imagen resolutiva y pragmática, que al personaje le permite sobresalir de los demás y sin embargo estar lejos de personificar, exclusivamente, la imagen del mal y del terror.

Recapitulando: conviene insistir en que Castellanos recrea una estampa humana y vital de la bruja y la brujería a fin de mostrar el lugar que las dos cuestiones ocupan en la esfera social, pues manifiesta la vigencia de ese orden anterior al de los tiempos actuales, motivado por la constante intervención del referente mítico.12 Obviamente, y para que se entienda, en este punto se precisan los visos de una intervención simbólica, los mismos que motivan el desarrollo realista de los hechos y no de otros que, sui generis, alteran el marco de la realidad, generando una trama maravillosa al modo de escritores como Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier.13

Por consiguiente, el abordaje de la brujería y sus recursos extraordinarios es más que constante en las páginas de Balún Canán, tal como se observa en el capítulo IV, cuando la “nana” de la narradora advierte que el cúmulo de actividades que esta actividad colige y entraña es ajena a la del entorno familiar (es ajena… ¡y problemática!); comenta la “nana” al respecto, evidenciando su percepción crítica: “Son cosas de los brujos, niña. Se lo comen todo. Las cosechas, la paz de las familias, la salud de las gentes”.14

Visto así, la apelación negativa a tal práctica sugiere que es algo que conviene denegar, toda vez que aludir a la magia y a la brujería equivale a aludir a una realidad impropia, que no le pertenece a las “familias” de bien, blancas y poderosas; aludir, como en este caso, a dichos temas, equivale a adentrarse de lleno en un universo inestable y violento, que amenaza con destruir el orden instituido de la hacienda, debido a que precisamente los “brujos”, que actúan en contra de sus dueños, buscan algo: acabar con  las “cosechas” y  la “paz de las familias”. Por eso, la reiteración de la “nana” señala la idea de que una “niña” como la protagonista ha de comprender que existe una realidad externa (la de los indígenas), en la que la brujería es importante y vital, máxime si se piensa en fenómenos negativos como los “maleficio[s]”, que “alcanza[n] lejos”;15 una realidad atroz, despiadada y salvaje, en la que, insiste, los “brujos” nativos “mandan”,16 comen, maldicen…, gracias al manejo efectivo y virtuoso que hacen, en particular, del recurso oral: un recurso magnífico, inigualable y asombroso, que, es verdad, los empodera y  habilita para fortalecer con éxito el nexo social, al apelar a sus aspectos más profundos.

Otros ejemplos de este protagonismo de lo oral (de lo oral-sacro, mítico…), que se comunica con los poderes religiosos, los encontramos en el capítulo XX de la novela, donde la “nana” pide que la buena fortuna siempre acompañe a la “niña”, tal como se lee en las siguientes líneas:

Vengo a entregarte a mi criaturita. Señor, tú eres testigo de que no puedo velar sobre ella ahora que va a dividirnos la distancia. Pero tú que estás aquí mismo que allá, protégela. Abre sus caminos. Para que no tropiece, para que no caiga. Que la piedra no se vuelva en su contra y la golpee. Que no salte la alimaña para morderla. Que el relámpago no enrojezca el techo que la ampare. Porque con mi corazón ella te ha conocido y te ha jurado fidelidad y te ha reverenciado. Porque tú eres el poderoso, porque tú eres el fuerte.

Apiádate de sus ojos. Que no miren a su alrededor como miran los ojos del ave de rapiña.

Apiádate de sus manos. Que no las cierre como el tigre sobre su presa. Que las abra para dar lo que posee. Que las abra para recibir lo que necesita. Como si obedeciera tu ley.17

Sin duda, estas palabras muestran la profundidad de las voces plasmadas cargadas de misticismo y reflexividad: voces centrales e intensas que expresan un sinfín de cosmovisiones, miedos, anhelos, emociones, etcétera, importantes para alcanzar la naturalidad formal pretendida en una novela indigenista como Balún Canán, que dialoga, invariablemente, con la realidad, al tiempo que con las costumbres y tradiciones.18 Empero, es verdad que la pródiga y determinante voz de la “nana”, corroborada en la cita anterior, y en los ejemplos previos, está lejos de ser la de la bruja real o la de la curandera, siempre prestas a ejercer su poder y por ende dispuestas a “perforar el velo de los fenómenos y operar sobre las cosas en sí mismas”.19 En definitiva: el punto que busco subrayar, pues, con esta reflexión, es el de que, además de la concepción narrativa de la novela, con la que se expresa la articulación constante de “la palabra como poder y acción”,20 en Balún Canán se precisa, de fijo, la participación activa de personajes espectaculares y fuera de serie, cuya oralidad es singular, pero a la par, los dones que poseen y dominan y que además les otorgan un lugar destacado en el espacio simbólico-comunitario. Esto sucede con notable solvencia en el capítulo XIII con “Doña Amantina”, a saber: una “curandera” que, mediante el poder extraño de sus palabras, influye sobre los demás, al grado de que se le busca con fe y devoción, y se le trata de manera especial, cumpliéndosele sus deseos, cuando no sus caprichos; tal es la razón, luego, de que “Doña Amantina” encarne una figura de autoridad, autonómica y voluntariosa, a quien todo el mundo respeta y obedece, y con quien nadie se quiere meter o confrontar, dado que posee poderes desconocidos mediante los cuales genera “maleficio[s]” u otros hechizos; de ahí que muchos se encuentren a su disposición y nunca le cuestionen nada, en particular al momento de ingerir alimentos con compulsión, como si esa práctica deglutoria estuviera destinada sólo a aquellos que representan algún tipo de poder, o al acabar, en definitiva, con las “cosechas” y las plantaciones de los hacendados. Consecuentemente, “Doña Amantina”, tras ser vista con respeto y admiración, y con mucho temor, asume los poderes de una actividad denegada pare las mayorías, actuando siempre como si fuera un personaje singular, un ser perforador, que teatraliza su representación cada vez que “opera sobre las cosas” con libertad y conocimiento de causa. Eso explica también la solemnidad de sus actos y que lleve anillos dorados en los dedos; anillos que resaltan su poder material, además del simbólico, y que enuncian la visibilidad-particularidad de una mano curativa que lo alcanza todo: esto es, de una mano gloriosa que se ha de distinguir sobremanera en pos de conseguir sus metas. No obstante, para no confundirnos, “Doña Amantina” es una “curandera”-bruja, y esa condición la maximiza, la transforma, pues sus poderes la colocan por encima del resto de los mortales (indígenas y no indígenas), haciendo de ella una entidad relevante, mas cuya existencia plena se explica y justifica a partir de su dependencia de un estrato cultural y de la encarnación de un rol definitivo que intercede por los demás.

Dicho lo cual, Castellanos con este personaje concibe un ser interesante, producto de la cultura, que cura la enfermedad y sacrifica animales; un ser que se destaca de los poderosos (los hacendados), por causa de que cuando estos últimos, desesperados, se ven impedidos para solucionar sus problemas, acuden a ella, conscientes de que Doña Amantina posee lo que nadie más: una serie de atributos mágicos que garantizan la supervivencia y el perdón; factor que, enseguida, y bien visto, explica la motivación de sus prácticas, y de sus rituales, en los que aflora el significado del poder simbólico o por lo menos el de una codificación secreta en la que los indígenas y el resto de las personas creen, de acuerdo con lo que se lee en las siguientes líneas:

Ante la total indiferencia de Matilde, doña Amantina se inclinó ante aquel cuerpo consumido por la enfermedad. Desconsideramente tacteaba el abdomen, apretaba los brazos de Matilde, flexionaba sus piernas. Matilde sólo gemía de dolor cuando aquellas dos manos alhajadas se hundían con demasiada rudeza en algún punto sensible. Doña Amantina escuchaba con atención estos gemidos, insistía, volviendo al punto dolorido, respiraba fatigosamente. Hasta que, sin hablar una sola palabra, soltó a Matilde y fue a cerrar de nuevo la ventana.

—Es espanto de agua —diagnóstico.21

En Balún Canán, Castellanos concibe una imagen antropológica de la brujería, atada a la realidad cultural y a “sus sistemas organizados de símbolos significativos”.22 Pero, es necesario insistir en la argumentación de que por más singulares que parezcan, tales hechicerías forman parte de un mundo vinculante, reconocible y experimentado, cuando menos por un grupo poblacional; esto es, no hablamos de actividades ajenas al mundo de los seres humanos sino de lo contrario: hablamos de actividades, ciertamente, extraordinarias, poco comunes y raras, y, a pesar de ello, pertenecientes a una realidad vivencial, que las valora y atesora. Lo cual, por supuesto, contrasta con la imagen anómala de la bruja de Fuentes, imaginada a partir del patrón fantástico: es decir, un patrón que considera la rareza, la extrañeza, la singularidad que se desdobla y opera en el marco del entorno racional para desdibujar y poner en entredicho la mayor parte de sus esquemas.

Esto, por otro lado, también lo debemos considerar al hablar de la propuesta de Sergio Pitol (otro miembro destacado de la Generación de Medio Siglo), quien en su novela Juegos florales (1982) utiliza un personaje llamativo diseñado a la luz del nexo brujería-indígena: un personaje femenino, evidentemente diferente, único y poderoso, pensando en el planteamiento antropológico de Castellanos, pero que personifica la figura de la mujer maldita y/o fatal y no sólo la de la “curandera” con sus dones y recursos maravillosos. De forma genérica, entendemos entonces que el planteamiento de Pitol se distingue del de Castellanos, puesto que no pretende escribir una novela como la suya, de corte indigenista: dispuesto, más bien, a contrastar la diversidad de las experiencias humanas desde una perspectiva universal, patentiza los choques, los malos entendidos, los reduccionismos, en un espacio físico que se transforma a cada instante y, por ello, demanda la fuga, la no retención, prevista como actividad central. Consiguientemente, el indigenismo es una temática secundaria, que apenas si aparece como una de las tantas de Juegos florales y que, aún así, facilita con creces que la brujería sea abordada y tratada con interés, si bien desde una perspectiva externa y no vivencial. Sea como fuere, la brujería, en el marco de la novela, es algo distante y no habitual: algo que apunta al conflicto y a la inestabilidad, dramatizando las vidas de los personajes principales (Billie Upward y Raúl, su esposo), tras viajar de Europa a México e instalarse en Veracruz, y más específicamente en “las nieblas de Xalapa”:23 lugar donde habita, para más señas, “La Madame”, esa indígena exótica de belleza impresionante con la cual, llegado el momento, entran en contacto, y quien, aparentemente, se dedica a la hechicería, dado que habla con las aves y utiliza pócimas para envenenar a la gente. En función de lo anterior, Pitol concibe una imagen activa e irresistible, potente y vigorosa de la bruja; sólo que, insisto, esto lo hace desde una mirada externa, muy diferente a la de Castellanos: desde una mirada turbia e impactada (neblinosa), que, trasladada a sus personajes (sobre todo a Billie Upward, que es de nacionalidad inglesa), genera la percepción de que ante la presencia mexicana de “La Madame”-bruja ocurren fenómenos inexplicables que destruyen la estabilidad habitual y que Rusell M. Cluff no duda en leerlos a partir del tópico del llamado “realismo mágico”:

A estas alturas, apunta el crítico, Raúl sale al campo en busca de una criada y vuelve con una mujer indígena de insólitos ojos verdes a quien todos llaman Madame. La sirvienta llega con muchas jaulas de pájaros con los cuales, según la gente del lugar, practica la brujería. De hecho, Billie Upward está convencida de que los pájaros le ayudan a Madame a quitarle el amor de su hijo.24

De forma parecida a Fuentes, Pitol describe una bruja poderosa, indígena-mexicana, que perjudica la vida de aquellos que forman parte del mundo occidental (blanco o europeo), al cruzarse por su camino; o sea la irrupción, en tanto figura oscura, de “La Madame” acaba con lo establecido y no solo eso: expone la fuerza de un mundo desconocido en el que participan, sin más, poderes sobrenaturales que causan horror y fastidio, y no respeto y valoración, como en el caso de Castellanos.

Según lo señalado, la autora chiapaneca escribe una literatura archivística de hondo contenido referencial donde el asunto de la brujería se cruza con el del indigenismo, logrando la recreación etnográfica de tal actividad, no sin antes dejar de subrayar la problematización [1]que ésta implica frente a un estadio social despectivo, racista y excluyente. Concibiendo un acercamiento profuso a lo marginal, subrayo que Castellanos brinda la representación de un universo desconcertante, observado desde la perspectiva occidental, pero en la que imperan múltiples prácticas ancestrales que revelan la importancia de lo sagrado y trascendental, y que, a la vez, reclaman reiteradamente la participación activa de sujetos llamativos y espectaculares que cumplen una función y que, gracias a ello, son respetados y admirados, o temidos y cuestionados, según corresponda.

 

Notas

[1] Armando Pereira, “La generación del medio siglo: un momento de transición de la cultura mexicana”, ed. cit., p. 211.
2 Graciela Martínez Zalce, Una poética de lo subterráneo: la narrativa de Inés Arredondo, ed. cit., p. 87.
3 Sobre las diferencias entre la hechicería y la brujería, estamos perfectamente de acuerdo con lo planteado por Iris Gareis, cuando afirma que: “Si bien en el lenguaje actual de España y Latinoamérica no existe una distinción pronunciada entre los términos “brujo” y “hechicero”, o sea que un “brujo” también puede ser un “hechicero” y viceversa; en tiempos de la Conquista y en la época colonial temprana se presumía una diferencia significativa entre ambos. Fray Martin de Castafiega, predicador de la Inquisición española, especifica en su obra de principios del siglo XVI de qué manera se distinguían los “brujos” de los “hechiceros”. Según su tratado (1529) […], los “brujos” eran individuos, que habían cerrado explícitamente un pacto con el diablo, abjurando de su fe católica, mientras que los “hechiceros”, no habían apostatado del catolicismo expressis verbis, aunque también sostenían un pacto con el demonio. Pero a diferencia de los “brujos” que intencionadamente y por su propia voluntad habían abandonado la fe cristiana, los “hechiceros” podían haber sucumbido inconscientemente a los artificios del diablo”. Iris Gareis, “Brujería y hechicería en Latinoamérica: marco teórico y problemas de investigación”, ed. cit., pp.5-6.
4 Brujas, mujeres antipatriarcales, emancipadas, ninfómanas, violentas, videntes, dueñas de secretos oscuros, que influyen sobre los demás.., las encontramos por doquier y a mansalva en varios textos de escritoras y escritores de esta generación, como Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Inés Arredondo, Julieta Campos, Elena Garro, Sergio Fernández, Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Tomás Segovia, entre otros, por ya no hablar de creadores plásticos cercanos a la misma como Remedios Varo, Leonora Carrington (también escritora), Juan Soriano, etcétera. Efectivamente, la llamada Generación de Medio Siglo es una generación atraída por la literatura fantástica y extraña, en el que entendemos que el tema de la brujería es recurrente y relacional: “Lo fantástico […] se convirtió en un efecto, apunta Agustín Cadena. Un efecto con profundas repercusiones subversivas, ya que dudar de la realidad pareció la mejor manera de acorralar a la ideología. Así respondió Medio Siglo a la necesidad histórica de revisar las condiciones políticas, sociales y económicas de lo que entonces era la nueva realidad latinoamericana”. Agustín Cadena, “Medio Siglo y los sesenta”, ed. cit., s/p.
5 De acuerdo con Pedro Gómez García, entendemos la curendaría como la “manifestación más importante y universal de la etnomedicina o medicina popular, cuyo estudio constituye una rama de la medicina”, y donde se observan diferencias entre “entre curanderos mayores y menores. Los primeros son verdaderos curalotodo, consagrados de por vida a curar, entre cuyos más eminentes representantes están los llamados «santos» y los «sabios»; suelen tener un ámbito de irradiación más general. Los menores, en cambio, abarcan una gama amplia y dispersa, son menos conocidos fuera de su entorno local, atienden sólo algunas dolencias (huesos, o mal de ojo, o culebrinas), cuando eventualmente acuden a ellos. Entre los curanderos mayores abundan menos las mujeres, sin duda porque han tenido menos libertad para dedicarse enteramente”.  Pedro Gómez García, “El curanderismo, ¿es una superchería?”, ed. cit., pp. 1, 3.
6 Karla Villapudua, Nosotras las brujas (notas sobre ontobrujería Vol. 1), ed. cit.
7 Jean-Claude Schmitt, Historia de la superstición, p. 2.
8 Xorge del Campo, “Del indianismo al indigenismo”, ed. cit., pp. 141-180.
9 Timothy J. Kehoe y Felipe Meza: “Crecimiento rápido seguido de estancamiento: México (1950-2010)”, ed. cit.
10 Alberto Manuel Sánchez, “Rosario Castellanos y su visión del mundo indígena”, ed. cit.
11 María A. Salgado: “Sobre vírgenes y brujas en Aura de Carlos Fuentes”, ed. cit., p. 39.
12 Julio López Saco: “Una dimensión real con vida propia: el espacio-tiempo mítico y su relación con la construcción histórica”, ed. cit.
13 Joaquín Marco: “El “realismo mágico” y lo “real maravilloso””, ed. cit., pp. 583-616.
14 Rosario Castellanos, Balún Canán, ed. cit., pp. 15-16.
15 Ibidem, p. 16.
16 Ibidem, p. 16.
17 Ibidem, pp. 62-63.
18 Raquel Mosqueda Vicente: “La palabra sagrada. Violencia y lenguaje en Balún Canán”, ed. cit.
19 Joshua Ramey: Deleuze hermético, ed. cit., p. 42.
20 Walter Ong, Oralidad y escritura, ed. cit., p. 38.
21 Rosario Castellanos, Balún Canán, ed. cit., pp. 167-168
22 Clifford Geertz: La interpretación de las culturas, p. 53.
23 Sergio Pitol, Juegos florales, ed. cit., p. 114.
24 Russell Cluff, “Sergio Pitol: Proceso y mensaje en Juegos florales”, ed. cit., p. 54.
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