DARCPÍLIO LIMA, “UNTAILED” (1975)
El devenir es una infinitud de espinas. Los manantiales de la vida están llenos de inmundicias y los pozos del alma de aguas negras. ¿Cómo construirías allí un hospicio del cerebro? El espíritu y el tiempo hieden. Huérfano de la naturaleza y de ti mismo, la locura es un techo más seguro que la muerte en un mundo que no encuentra refugio en la razón.
Cioran[1]
Resumen
Esta investigación aborda dos cuestiones: la presencia de la teología gnóstica en el pensamiento de E. M. Cioran y su concepción del cristianismo primitivo. Su punto de partida es la afirmación conforme a la cual las influencias intelectuales de mayor importancia, en el caso de este autor, se encuentran en el mundo antiguo; su hipótesis central es que el filósofo rumano, al revivir algunos de los postulados de las sectas gnósticas, en realidad está intentando adjudicar, en el tiempo presente, un futuro al cristianismo.
Palabras clave: paganismo, cristianismo, demiurgo, culpa, gnosticismo, Cioran.
Abstract
This research approaches two questions: the presence of gnostic theology in the thought of E. M. Cioran and his conception of early christianity. His point of departure is the assertion of the most important intellectual influences, in the case of this author, are found in the ancient world; his central hypothesis is that the romanian philosopher, to reviving some of the postulates of the gnostic sects, is actually trying to award, in the present time, a future to the christianity.
Keywords: paganism, christianity, demiurge, guilt, gnosticism, Cioran.
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Hay una idea fundamental en el pensamiento de Cioran conforme a la cual el mundo es asumido como un error, resultado de la capacidad creadora de un dios disoluto. Ello supone una visión negativa del hombre en la que éste es concebido como una criatura viciada, manchada por el pecado original. Sus actos, la maldad en marcha, encarnan el devenir de la historia. Siendo esto así, la interpretación que asume que el pensamiento de Cioran se encuentra profundamente influido (o es una continuación) de la filosofía de Nietzsche, es algo falso. Ciertamente, es posible encontrar similitudes entre ambos autores. Aquí algunas de ellas: el ejercicio de la escritura fragmentaria, la aversión ante la forma sistemática característica de ciertas filosofías, el convencimiento de que la realidad es una ilusión, es decir, un prejuicio humano, etc. No obstante, estas similitudes son casi nada en comparación con las diferencias. En vano se buscará en la obra de Cioran una apología de la voluntad de poder, una exaltación optimista de la vida o el anhelo de un nuevo tipo de hombre. El evangelio de Zaratustra no tiene oídos en los Cárpatos. Opuestamente, si Nietzsche hubiera conocido la obra de Cioran estaría muy lejos de pensar que se encontraba ante algo digno de esos filósofos amantes del peligro, instauradores de nuevos valores, afirmadores de la inocencia del devenir, que él vislumbraba en el futuro. Por el contrario, sentiría una gran repulsión parecida a la que le despertaban aquellos apologistas cristianos que, devotos de esa araña fantasmal que a su juicio teje la trama del mundo, se deleitaban enfermamente imaginando el espectáculo de las llamas del infierno, una vez acontecido el fin del tiempo. Y es así que no logro evitar abandonarme a la conjetura de que si Cioran le fuera familiar a Nietzsche, éste lo vería como un zíngaro miserable heredero de la sabiduría lúgubre de aquel adivino que sumiera en la convalecencia a su profeta del tiempo circular.
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Si Cioran no es un continuador de Nietzsche, ¿lo es de Schopenhauer? No lo creo. O por lo menos no significativamente. El tono pesimista propio del pensamiento de ambos filósofos no es suficiente para subrayar una complicidad definitiva. Ciertamente en este caso también hay cosas compartidas entre ambos autores. Una de ellas es la elevación de la música sobre todas las creaciones humanas, otra, la íntima convicción de que este mundo es un error, algo que esencialmente hubiera sido deseable que mejor no existiera. Sin embargo, lo verdaderamente importante, son las diferencias. Enunciemos algunas: Schopenhauer ha postulado una metafísica en la que toda la realidad se explica por una voluntad cósmica que, metafóricamente hablando, es un diablo incitador del deseo y la destrucción; Cioran está lejos de argüir una clave que descifre el universo. Schopenhauer exalta la santidad y la mística como medios que permiten anular la esencial perversidad de ese demonio aludido anteriormente; Cioran asume que los místicos y los santos son perversos a escala celestial, luego entonces, desconfía de su ascetismo, pues entiende que su codicia del cielo solamente puede ser saciada con la mortificación de su cuerpo: “Para adivinarlos, imagínese un Hernán Cortés en medio de una geografía invisible”.[2] No es todo: por sus libros, y por las personas que le conocieron, sabemos que Cioran era adepto de contar anécdotas. En sus Cahiers refiere una de ellas. Según relata, hubo un tiempo en que tenía un cuadro de Schopenhauer colgado en su habitación del hotel Majory. Fue así que, en una ocasión, la encargada de hacer el aseo le hizo la siguiente pregunta: “¿Es la fotografía de su padre?”.[3] En mi opinión, para encontrar respuesta a esa interrogante habría que saltar algunos siglos en el pasado, buscar otros nombres, acaso Satornilo o Marción.
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Cioran es un espíritu inactual. Cuando recorro sus libros rumanos y franceses me percato que las influencias que mayor peso tienen en su obra no se encuentran en el siglo en que le ha tocado vivir. Al respecto, pensemos en los filósofos del siglo XX. Yo, por lo menos, no encuentro ninguna conexión con alguno de ellos. Esto es evidente en el hecho de que el mismo Cioran por lo general casi nunca los cita, y cuando les dedica alguna reflexión que excede la simple mención anecdótica, lo hace en circunstancias singulares. En este sentido, Jean Paul Sartre es aludido indirectamente en el Breviario de podredumbre, pero de manera no muy edificante,[4] y el amplio comentario dedicado a Gabriel Marcel en Ejercicios de admiración es, tan sólo, un indicio de amistad. ¿Dónde hay que buscar, entonces, las huellas, los rastros, de su pensamiento? Indudablemente en el pasado. Como buen reaccionario, Cioran prefiere hablar con los muertos que con los vivos. Es por ello que su lectura (al menos esa es mi experiencia) nos instala en el orgullo de no frecuentar, salvo raras excepciones, a los autores del presente, por lo menos en lo que atañe a asuntos filosóficos.
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Ahora bien, que la filosofía no tiene ninguna superioridad respecto de la mística y la música, que leer a Shakespeare y Dostoievski es preferible que perder el tiempo en las obras de Kant y Hegel, que los filósofos occidentales en nada superan a los pensadores chinos o hindúes, es algo que Cioran subraya en algunos de sus libros. Y es que, en su perspectiva, el mayor argumento en contra de la filosofía estriba en la incapacidad de los sistemas conceptuales para tener un eco, un principio de realidad, en las palpitaciones de la vida. Un universo infranqueable se interpone entre las leyes de la lógica y los abismos de la conciencia humana. Por lo demás, ¿qué significa ser filósofo? ¿Ser un parásito de las ideas de algún autor determinado, un erudito, un especialista académico? No, sin duda. Se puede haber leído innumerables libros, haber acumulado títulos, distinciones, y ser un imbécil. Porque la cuestión es otra: el conocimiento de lo esencial. Por ello Cioran refiere que ha encontrado ciertos cabreros en su país que hablaban con mayor profundidad de la muerte que los metafísicos alemanes. Esto explica sus alusiones a personajes singulares, como ese músico loco mencionado en Silogismos de la amargura, obsesionado con la inmortalidad del alma, incluida la de los pájaros,[5] o esa prostituta entrada en años, aludida en Del inconveniente de haber nacido que, desde las aceras del barrio latino, avanzada la noche, imprecara a Dios dirigiendo la mirada a las alturas llamándole pordiosero, piojoso.[6] Son ellos los verdaderos filósofos. Y más: “Conozco a esos mendigos grandilocuentes, apestosos, sarcásticos; zambulléndome en su suciedad, gozo con su aliento fétido no menos que con su labia. Implacables con los que triunfan, su genio para no hacer nada fuerza la admiración, aunque el espectáculo que ofrezcan sea el más triste del mundo…”.[7]
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Detengámonos un poco en ese momento, cercano a la locura, en que Nietzsche afirma que los grandes hombres tienen a sus progenitores en el pasado, que los padres biológicos son, tan sólo, un mero accidente. Él dice: “Yo no lo entiendo, pero Julio César podría ser mi padre – o Alejandro, ese Dionisio de carne y hueso”.[8] Si trasladamos esta afirmación al ámbito filosófico, podemos decir que la ascendencia de Cioran, como ya he señalado, se remonta a los siglos ya muertos. Al respecto, quiero recordar aquí ese fragmento del Breviario de podredumbre titulado La negativa a procrear. En ese apartado, el filósofo rumano exalta a los grandes estériles, denuncia la abominable mancilla de la cópula y alude a un demiurgo sucio y malsano hacedor de un universo podrido.[9] Estas ideas se repetirán en el ensayo inicial de El aciago demiurgo, el cual lleva el título del mismo libro. Ahí se achaca la responsabilidad de esta creación a un dios sin escrúpulos, un dios tarado, se señala lo abominable que es el matrimonio y la procreación, la cual debería ser proscrita, lo mismo que el instinto maternal.[10] En suma, estas afirmaciones pueden sintetizarse en el siguiente aforismo de Silogismos de la amargura: “El olor de la criatura nos pone sobre la pista de una divinidad fétida”.[11]
Yo entiendo que los juicios precipitados tienen un pasado en el inicio del cristianismo, en los sistemas gnósticos surgidos en un tiempo en que esta religión era escenario de intensas disputas teológicas. Seguir sus rastros supone demorarse en la apologética cristiana, en algunos autores eclesiásticos encargados de atacar y refutar a las infames herejías tergiversadoras de la palabra de Dios, como Clemente de Alejandría, Orígenes, Tertuliano, Irineo, Hipólito y Epifanio. Es así que, por ejemplo, hacia el final del libro I de su Adversus haereses, Irineo (siglo II) justifica sus invectivas a los fundadores de las sectas gnósticas comparándolos con animales salvajes que se esconden en las espesuras de los bosques para causar sus destrozos. Simón el mago, Valentín, Satornilo, Cerdón, Carpócrates, Cerinto, Basílides y Marción son algunas de esas bestias reptílicas que propagan falsas creencias fundamentadas en erradas interpretaciones de los libros sagrados de la Biblia. Según Irineo: “Si alguien aparta las ramas y los matorrales y consigue ver a estos animales, ya no le pesará mucho su captura al estar bien seguro de su fiereza. A todos será posible ya verlos, guardarse de sus ataques, alancearlos, herirlos y matar, por fin, a aquellas bestias devastadoras”.[12] Posteriormente, Epifanio (siglo IV), en su Panarion o El botiquín contra las herejías, utiliza un argumento similar al de Irineo, sólo que ahora la comparación alude no a animales dañinos, sino a plantas venenosas. Es así que evoca a conocedores de yerbas como Dioscórides, Crateo y Nicerato, arguyendo que sus conocimientos de las raíces y hojas nocivas sirven a los hombres para distinguirlas claramente y, de esa manera, abstenerse de ellas. De igual modo, él, conocedor de las infames herejías (esas otras “plantas emponzoñadas”) expone sus peligros para mantener la verdadera fe a salvo. Según sus palabras: “Damos a conocer los antídotos (razones) que podemos, para refrenar su veneno por una parte, y por otra salvar con el Señor al que quiere ser salvado”.[13]
Lo que estos dos grandes autores ignoraban es que con sus intentos de refutar a las herejías y, con ello, erradicarlas, en realidad estaban logrando el objetivo opuesto: hacerlas perdurar en el tiempo. Hubieran logrado mucho más si simplemente se hubiesen abstenido de manifestarse. Los siglos futuros conocerían casi nada de aquellas creencias malditas. Pero no era posible. En el inicio del cristianismo, en plena agresividad y salud de esta religión, el silencio no era una alternativa. Gracias a ello nos es posible configurar un breve bosquejo de las antiguas doctrinas gnósticas, las cuales se remontan a Simón el mago. Predicaba la existencia de un dios secreto que moraba en las alturas, enseñaba que la existencia de este mundo es responsabilidad de ángeles deficientes, practicaba la magia y los encantamientos. Sus seguidores vivían en el libertinaje. Le siguieron, en sus impuras creencias, Valentín, Satornilo y Basílides. Valentín afirmaba la existencia de un dios innominado, fuente de las emanaciones de las cuales surgieron cielos angélicos lo mismo que la existencia de este mundo, el cual es resultado de la capacidad creadora de un demiurgo ignorante, que ciegamente creía ser el único dios. Sus seguidores rechazaban el Antiguo Testamento; se daban a la concupiscencia y la lujuria. Por su parte, Satornilo postulaba igualmente un dios desconocido al cual no debía achacársele la responsabilidad de esta creación pues, entendía, fue hecha por ángeles inferiores. En su caso, Basílides postuló 365 cielos encima de este mundo; más allá, en la cúspide, puso a su dios Abraxas. En el extremo opuesto, nosotros moramos en el sótano de todas las creaciones, el cual es fruto de ángeles deficientes; uno de ellos es el dios de los judíos. Enseñó, al igual que Satornilo, que el matrimonio y la procreación son abominables. Según su escatología, la salvación afecta solamente al alma, no al cuerpo, luego entonces, es indiferente si éste cae en la depravación. A continuación, Carpócrates asumía que el verdadero dios, en su perfección, yace oculto en el cielo luminoso y, por tanto, nada tiene que ver con esta creación errada. Creía, acaso influenciado por las enseñanzas de los acusmáticos de la secta de Pitágoras, o de las enseñanzas mágicas de Empédocles, en la transmigración de las almas. Sus seguidores tenían el hábito de la obscenidad y las artes mágicas. Finalmente, Marción negaba (a diferencia de Valentín y Basílides) la existencia de cielos angélicos superpuestos unos encima de otros; por el contrario, postulaba un dualismo conforme al cual hay solamente dos dioses: uno, extraño, oculto, habitante de las alturas; otro, evidente, imperfecto, el amo de este mundo. Nosotros, criaturas erradas, dependemos, en cuerpo y alma, de este segundo dios, luego entonces, nuestra salvación supone la liberación de la paternidad disoluta que ensucia, metafísicamente hablando, nuestra existencia. Esta liberación precisa de una gracia, un favor, del dios de la luz hacia nosotros (que nada tenemos que ver con él) para arrancarnos de las raíces que nos sujetan al mundo de la materia; a cambio podemos ofrecerle, tan sólo, elegir el camino del bien… abominar del matrimonio y la procreación, pues son cosas del demonio.[14]
Llegado este punto, quiero recordar un proverbio antiguo que Epifanio utiliza para delatar la influencia que las erradas doctrinas de Satornilo ejercieron sobre Basílides: “Un áspid toma prestado el veneno de una víbora”.[15] Sospecho que lo mismo diría de Cioran, si lo hubiera conocido: “Un áspid toma prestado el veneno de todas estas víboras”.
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Según Hans Jonas, las doctrinas de los heresiarcas antes mencionados conforman el modelo siroegipcio de la especulación gnóstica, el cual se distingue por asumir, a grandes rasgos, una fragmentación en las alturas luminosas que perturba la perfección de un dios lejano trayendo consigo la aparición de diversos submundos (o cielos angélicos), entre ellos el nuestro, situado en la parte más baja, como sucede en Valentín y en Basílides. A su vez, siguiendo la clasificación de este autor, hay otro conocido como modelo iranio, el cual tiene una influencia decisiva de la religión zoroástrica por ser radicalmente dualista, es decir, por postular dos principios ingénitos: la luz y la oscuridad.[16] Cabe señalar que en este segundo modelo, cuya figura principal es Mani, el acontecimiento capital sucede no en las alturas luminosas sino en el abismo, habitado por demonios. Éstos, inmersos en una batalla de proporciones colosales, se acercan al reino de la luz y se enamoran de ella, mejor dicho, la miran con lujuria, lo cual tiene consecuencias significativas para ambos mundos.[17] Al respecto, Teodoreto (siglo V), en su Haereticarum fabularum compendium, nos ha legado información de gran importancia sobre esta cuestión. En esa obra habla sobre el credo “pestilencial” de Mani, quien vivió en Persia, en el siglo III de nuestra era. Nos dice que éste postulaba la existencia de dos entes eternos: Dios y materia (materia: Ahriman, Iblis, Archidemonio). Dios era la luz; la materia era la tiniebla. Dios era concebido como un árbol que daba frutos luminosos; la materia, frutos podridos. Ambos, Dios y materia, se ignoraban mutuamente. Pero un día, en algún momento del tiempo, hubo una guerra en el interior del mundo de la materia. Los seres que la conformaban, es decir, los ídolos, los demonios, el fuego… iniciaron una batalla de proporciones ilimitadas. Todos, en el mundo de la materia, se mataban unos a otros; todos peleaban, todos estaban en guerra. Tal era la situación, que el conflicto en el interior del mundo de la materia alcanzó al reino de la luz. Entonces Dios, al ver la guerra de la materia, sintió temor, pues no tenía tempestades, ni rayos, ni agua para provocar diluvios, con los que defender al reino de la luz. En su caso, los habitantes del reino de la materia, en medio de la batalla en que estaban inmersos, al ver el mundo de la luz, sintieron una gran atracción, una seducción irresistible. El mal sucumbió al encanto del bien. Entonces Dios, temeroso, optó por tomar una parte de la luz, la cual usó como señuelo y la lanzó al mundo de la materia, a la manera de quien lanza pedazos de carne cruda a perros hambrientos y rabiosos. La materia se tragó la luz, que son todas las almas. Al hacerlo, se sorprendió enredada en una trampa. De ahí, dice Mani, que Dios tuviera necesidad de crear el mundo. Pero las partes del mundo no son obra de Dios, sino de la materia o, lo que es lo mismo, del demonio. Dios lanzó la luz al mundo de la materia con la idea de disolver los combates que en ella se suscitaban, con la idea de que la misma luz pronto sería liberada.
Según Mani, el hombre no fue creado por Dios sino por el arconte de la materia, cuyo nombre es Saklas. Por su parte, Eva era hija de Saklas y de un demonio llamado Nebrod. Adán fue creado con figura de bestia. Eva nació muerta. Una virgen masculina, hija de la luz, dio vida a Eva. Entonces Eva liberó a Adán de su figura bestial. Al hacerlo, fue privada de la luz. Luego Saklas copuló con Eva, engendrando, así, un hijo de figura bestial. Se dice que posteriormente Saklas siguió fornicando con ella.
Teodoreto continúa diciendo que los seguidores de Mani llamaban dioses a la luna y al sol. En ocasiones llamaban al sol, Cristo, porque el sol se eclipsó en el momento de la crucifixión. A veces afirman los maniqueos que el sol y la luna son naves que transportan las almas de los muertos del reino de la materia al de la luz, es decir, gracias al sol y a la luna, gracias a que esas divinidades astrales se llevan las almas de los muertos de este mundo de frutos podridos al mundo celestial, es que se va eliminando la mezcla maligna acaecida en este mundo. Dicen los maniqueos que cuando toda la luz sea rescatada del mundo de la materia este mundo quedará reducido a una masa informe, la cual se consumirá en las llamas. Idéntica suerte tendrán las almas que no han creído en Mani. El mismo Mani afirma que las nupcias son una institución del diablo; sus seguidores rechazan, además, la beneficencia hacia los pobres, pues la consideran un servicio a la materia. Dicen los maniqueos que el Señor no asumió alma ninguna, ni tampoco cuerpo, sino que se manifestó como un simple hombre, sin tener nada de humano, de modo que la crucifixión y la pasión sucedieron sólo en apariencia. Tal fue, según Teodoreto, el credo de este profeta persa que fue devorado por los perros.[18]
Estas creencias sobrevivirán en el bogomilismo y en el catarismo medieval, lo mismo que en el mandeísmo iraquí contemporáneo. ¿Alguien podrá negar que éste sea el mundo de Cioran?
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Los templos, las riquezas ganadas en las batallas y las escrituras literarias de los antiguos fueron devorados por el fuego. La sombra de la muerte, el hambre, la indigencia, aparecieron por todos lados. Se imploró a los dioses, se consultó a los libros proféticos, se hicieron procesiones y vigilias. Todo resultó inútil. Fue entonces que apareció otro fuego: el del odio contra Nerón, de quien se sospechaba que había sido el culpable de las llamas implacables. Éste, para atenuar las murmuraciones, acaso para ocultar su infamia, buscó chivos expiatorios. Según el libro XV de los Anales de Tácito, los encontró en los cristianos, gente ruin y despreciable, portadora de una execrable superstición que lamentablemente había infectado la ciudad con sus locuras, entre ellas, la de odiar al género humano. Esta fue la causa de que se les entregara, con voracidad, al suplicio. En palabras del historiador romano: “Morían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces. Al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.[19]
En el libro IV de su Historiarum libri, Tácito intensificó sus alusiones despectivas respecto de los cristianos diciendo que eran adoradores de una cabeza de burro, algo que otros autores paganos, como Flavio Josefo en su Contra Apionem, Plutarco en su Symposium o Minucio Félix en su Octavius, también habían señalado y que visualmente puede constatarse en el grafito de Alexámenos, el cual data del siglo I. Según Tertuliano, quien murió siendo montanista, es decir, creyendo en la inminencia del fin del mundo, Tácito era un charlatán mentiroso que al proferir estas calumnias evidenciaba una despreciable ignorancia:
En su errada opinión, los judíos en una expedición a lugares inhóspitos en los que sufrieron escasez de agua, salieron airosos por los onagros, a los que se consideraba capaces de encontrar agua cuando buscaban el pasto, que les indicaron las fuentes y así, por este favor, los judíos adoran una representación similar de esta bestia. De ahí, me parece, se presumió que también a nosotros, como próximos a la religión judía, se nos inicia a la misma representación.[20]
Al parecer, la apreciación de Tácito conforme a la cual los cristianos adoraban una cabeza de asno era algo corriente entre las adjudicaciones infamantes que se les hacían en los primeros siglos. El mismo Tertuliano añade que había en su tiempo un judío loco, acostumbrado a despellejarse el cuerpo, que hizo una pintura en que los mostraba siendo partícipes de ese culto despreciable: “Esta representación tenía las orejas de burro, con toga, un libro y los pies en forma de pezuñas. Abajo se advertía una inscripción: adoradores de bestias”.[21] Otras falsedades que les fueron imputadas eran que en sus congregaciones secretas comían cadáveres, violaban y sacrificaban niños, degustaban panes con sangre mientras se lanzaba comida a unos perros que estaban atados a candelabros, los cuales, en plena agitación, los derribaban dando paso a la completa oscuridad en la cual se entregaban a lascivias incestuosas. En palabras de Cecilio, el personaje defensor del paganismo, en el Octavius de Minucio Félix:
Tras muchos manjares, cuando el festín entra en calor y el ardor de la borrachera inflama la pasión incestuosa, un perro encadenado al candelabro donde está atado es azuzado a saltar y atacar, lanzándole un trocito de pan más allá del espacio de su cordel. Tirado así el candelabro y apagada la luz confidente, los lazos de un placer execrable les envuelve en las impúdicas tinieblas del modo que la suerte les depara.[22]
Con estos oprobios y calumnias, se entiende que el cristianismo, al abandonar lentamente la persecución de la que era objeto en sus comienzos, haya sido propenso al resentimiento, luego al deseo de venganza. Respecto de este resentimiento, pensemos en Tertuliano. Pasaba horas frente a los pergaminos poniendo en práctica sus argucias dialécticas en contra de los gentiles. Su pluma, temblorosa de rabia, multiplicaba las palabras:
Unos cristianos han sido abrasados ya por las llamas; la espada ha quitado la vida a otros; algunos han sido devorados por las bestias. Hay otros que, en la cárcel, tras sufrir azotes de varas e incluso con garras, desean el martirio. Nosotros mismos estamos acechados desde lejos como liebres que se han de cazar. Mientras, como de costumbre, los herejes atacan.[23]
En una situación así, se dispuso a enfrentar las invectivas de los filósofos contra el cristianismo oponiendo a su ponzoña la exposición de la verdad; lo mismo hizo con el veneno emanado de las sectas gnósticas. La teología aparecía, entonces, como su campo de batalla. En ella el martirio sufrido por los cristianos era asumido como un favor de Dios. Y es que, “Dios cura las almas por medio de fuegos y espadas y muchas otras atrocidades”. [24] Su aparente crueldad es en realidad una gracia. Sucede lo mismo con la persecución: es un acto de amor divino en el cual ha sido implicado el diablo para ejercerla. Con ella se prueba la fe; es como un viento que separa las malas semillas de las buenas. Todo es cuestión, en suma, de ver en los descuartizamientos una bondad que viene de lo alto. Desde esa altura, acaso, el apologista africano sigue riendo al observar los tormentos de los incrédulos que se consumen en el infierno. En lo que concierne a la venganza, no hace falta más que recordar el Edicto de Tesalónica, ordenado por el emperador Teodosio en el año 380, auténtica sentencia de muerte del paganismo, cuyos vestigios, cualesquiera que estos sean, son considerados en ese decreto como insensatos y heréticos, dignos de ser destruidos por la ira de Dios y por la iniciativa de los propios cristianos.
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De la proscripción a la posición de verdugo, he aquí una síntesis de los primeros cuatro siglos del cristianismo. En adelante: “La era de la gran Fealdad comienza: una histeria sin calidad se extiende por el mundo”.[25]
Al leer el escrito de Cioran titulado Los nuevos dioses, no logro evitar sentir en su autor una extraña nostalgia por el paganismo. En esas breves páginas se señala a los primeros cristianos de ser expertos en el arte de detestar; bárbaros sin pasado y sin gloria, advenedizos recientes surgidos en los arrabales del imperio, son acusados de pisotear el refinamiento de los antiguos. Su delito principal: haber impuesto una tiranía en el campo del espíritu; haber encadenado a las almas a un cadáver clavado. Propagadores de la enfermedad monoteísta, enterradores de los antiguos dioses, son culpables de haber instaurado la neurastenia de la fe, el reino de la intolerancia y la agresividad. Llegado a este punto, Cioran alude al emperador Juliano que, junto a Celso, parecen ser sus dos talismanes frente a la gris sombra de la Cruz. Él dice:
Por legítima que haya sido su pasión por los dioses difuntos, Juliano no tenía oportunidad alguna de resucitarlos. En lugar de ocuparse en ella inútilmente, habría hecho mejor en aliarse por rabia con los maniqueos y zarpar con ellos a la Iglesia. Así, sacrificando su ideal, hubiera al menos satisfecho su rencor. ¿Qué otra carta que la de la venganza le quedaba todavía por jugar?.[26]
Catorce siglos después, en plena agonía del cristianismo, claudicados el fervor y la agresividad de esta religión, Cioran elige la alternativa sugerida al emperador apóstata. ¿Rencor, venganza? Yo creo que en el fondo él tiene, a pesar de sus negativas, mucho de cristiano. Acaso su opción de revivir los antiguos postulados gnósticos y maniqueos no sea otra cosa que inocular un poco de veneno en ese credo que tanto ha vilipendiado y, de esa manera, intentar salvarle de la situación de reliquia moribunda en que se encuentra. (Entregar el cuerpo de los muertos a las picaduras de las víboras es, de algún modo, una tentativa por revivirlos). ¡Quién sabe! Acaso en estas palabras se oculta un creyente que no se ha atrevido a confesar que lo es:
Siempre que el cristianismo suscita mis dudas, una adversidad dolorosa ocupa el lugar del fasto escéptico y de los aromas embriagadores. Me impide respirar. Huele a viejo. Me sofoco. Su mitología está gastada, sus símbolos huecos, sus promesas carecen de valor. ¡Qué siniestro errar desde hace dos mil años! En el viejo mobiliario del alma, todavía despierta un vago eco, en aposentos con ventanas cerradas, con un aire macabro, en la polvareda de la vida. No me ha sido de ninguna utilidad, en ningún momento de mis congojas ni cuando la angustia me abocaba a un callejón sin salida.[27]
Bibliografía
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Notas
[1] Cioran, Emil. Breviario de los vencidos, Tusquets, Barcelona, 1998, p. 120.
[2] Cioran, Emil. La tentación de existir, Taurus, Madrid, 1989, p. 137.
[3] Cioran, Emil. Cuadernos, 1957-1972, Tusquets, Barcelona, 2000, p. 237.
[4] Ver. Cioran, Emil. Breviario de podredumbre, Taurus, Madrid, 1977, pp. 185-187.
[5] Ver. Cioran, Emil. Silogismos de la amargura, Tusquets, Barcelona, 1990, p. 102.
[6] Ver. Cioran, Emil. Del inconveniente de haber nacido, Taurus, Madrid, 1995, p. 68.
[7] Cioran, Emil. Breviario de podredumbre, ed. cit., p. 185.
[8] Nietzsche, Friedrich. Ecce homo, Alianza editorial, Madrid, 1996, p. 26
[9] Ver. Cioran, Emil. Breviario de podredumbre, ed. cit, pp. 141-143.
[10] Ver. Cioran, Emil. El aciago demiurgo, Taurus, Madrid, 1979, pp. 7-21.
[11] Ver. Cioran, Emil. Silogismos de la amargura, ed. cit., p. 82.
[12] Irineo de Lyon, Los gnósticos. Textos I. Contra las herejías (Libro I), Gredos, Barcelona, 2002, p. 176.
[13] Epifanio, Panarion o El botiquín contra las herejías, vol. I, Universidad Nacional de Villa María. Centro de Filología Clásica y Moderna, Argentina, 2019, p. 34.
[14] Para esta breve descripción de la teología gnóstica de Marción, ver: Hans Jonas, La religión gnóstica. Los mensajes del Dios Extraño y los comienzos del cristianismo, Siruela, Madrid, 2000, pp. 161-175.
[15] Epifanio, Op. cit., vol. II, p. 26.
[16] Ver. Hans Jonas, Op. cit., pp. 255 y 256.
[17] Ibidem, pp. 234-236.
[18] Ver Fernando Bermejo Rubio y José Montserrat Torrents (Coords.), El maniqueísmo. Textos y fuentes, Trotta, Madrid, 2008, pp. 458-461.
[19] Tácito, Anales, Gredos, Madrid, 2017, p. 243.
[20] Tertuliano, A los paganos, Ciudad Nueva, Madrid, 2004, p.78.
[21] Ibidem, p. 83.
[22] Cfr., Serafín Bodelón García, “El discurso anticristiano de Cecilio en el Octavio de Minucio Félix”, Memorias de Historia Antigua, N° 13-14, Universidad de Oviedo, Oviedo, 1992-1993, p. 257.
[23] Tertuliano, El escorpión, ed. cit, 2004, p. 104.
[24] Ibídem, p. 114.
[25] Cioran, Emil. Breviario de podredumbre, ed. cit. p.132.
[26] Cioran, Emil. El aciago demiurgo, ed. cit., p. 36.
[27] Cioran, Emil. Breviario de los vencido, ed. cit., pp. 38 y 39.