Resumen
En el vocabulario sobre el cuerpo siempre ocurre que las metáforas se encarnan en nuevos usos y en otros lenguajes que renueven la sensación de los contactos de la piel con el mundo: la propia corporalidad resulta afectada por esas metáforas; las formas como se vive cada parte del cuerpo y sus posturas. El simbolismo incorporado al discurso sobre el cuerpo tiene de aforo una representación de éste con diversas cosmogonías y cosmologías que lo conectaban como un elemento de la naturaleza, pero la ciencia y su afán de conocimiento ha desvanecido ese otro saber.
Palabras clave: corporalidad, discurso, metáfora, mitología, auto creación, formas.
Abstract
In the vocabulary about the body, it always happens that metaphors are embodied in new uses and in other languages that renew the sensation of the skin’s contact with the world: one’s own corporality is affected by these metaphors; the ways in which each part of the body is experienced and its postures. The symbolism incorporated into the discourse on the body has as a backdrop a representation of it with various cosmogony and cosmologies that connected it as an element of nature. Science in its quest for knowledge has led to unraveling that other knowledge.
Keywords: corporeality, discourse, metaphor, mythology, self-creation, forms.
El punto de arranque de este trabajo es la visión del cuerpo como invento, presente ya en las narrativas mitológicas, que no hacen más que afirmar la emergencia inevitable de cuerpos enunciados, predichos, editados, impresos. Para ello se estudian los relatos ancestrales sobre los orígenes del cuerpo, por su vinculación no con la carnalidad, sino con elementos que no guardan ninguna similitud con ella: cuerpo-árbol, cuerpo-barro, cuerpo-maíz y cuerpo-mono.
Se pretende así introducir otra mirada, una mirada que ya estaba allí, tal vez olvidada. Relatos que nos habla de la conexión subjetiva del hombre con un cuerpo, un cuerpo conocido y a la vez desconocido para él, que no es ese de la ciencia, sino el de la naturaleza y su abismal misterio.
Del cuerpo-árbol
Madera procede de materia, “[…] término del latín rústico para señalar la sustancia madre de todo tipo de objetos y usos”.[1] Antonio Ruíz de Elvira[2] encuentra en los más antiguos textos griegos y latinos claras referencias que sitúan el origen de la carne en la pulpa de varias especies de árboles. Hay pasajes donde son las encinas quienes habrían parido a los hombres. En un epigrama dórico es el pino el que da a luz a la especie humana. Hesíodo habla en su Teogonía de una raza primitiva de hombres que brotaron de los fresnos, así también Virgilio, en la Eneida, recupera una leyenda donde los lacios surgieron de los troncos de los fresnos. Ruiz de Elvira hace una larga lista de pasajes que incluye a Homero, Platón, Hipólito Lactancio Plácido, Servio, Juvenal y muchos más donde se hace mención de nuestro origen arbóreo.
En la maravillosa obra de Ovidio, Metamorfosis, hay varios ejemplos de madres convertidas en árboles, pero el más ilustrativo es el de Mirra, madre de Adonis, el hombre bello y atormentado, porque éste es parido cuando su madre ya es árbol, el de la mirra. No está de más exponer brevemente cómo es que se transformó en árbol. Afrodita le inspiró a Mirra el deseo de copular con su propio padre, el rey de Chipre, Cíniras, para vengarse de Metarmé, esposa del rey, por haber dicho que Mirra era más hermosa que la misma Afrodita. Como Cíniras fue engañado por Mirra para yacer con ella, al darse cuenta la quiere matar y su hija huye. Después Afrodita se compadece del horror que sufre Mirra por el incesto y la convierte en árbol, de donde nacerá Adonis. En la misma obra, Ovidio recupera el lamento de Dríope por su hijo, después de que fuera convertida en árbol por la Ninfa Lótide: “[…] haced que salude a su madre y que entristecido diga: Mi madre se oculta en este leño”.[3]
En la cosmogonía Nahua, persiste una discusión sobre el significado de los nombres de la primera pareja humana, Oxomoco y Cipactonal. Para Manuel Orozco y Berra[4] Oxomoco fue dado al hombre y Cipactonal a la mujer, pero Otilia Meza y Rafael Tena Martínez argumentan, aunque por diferentes razones, que Oxomoco es la mujer y Cipactonal el hombre. Las raíces nahuas a la que acude Meza para desentrañar el origen del término Oxomoco se refieren a la materia de lo que estaban hechos los primeros cuerpos de hombre y de mujer: “[…] resina de dos pinos”, de oxitl, resina, ome, dos, y ocotl, pino[5]. Para Tena Martínez[6] Oxomoco se deriva del huasteco y significa “primera mujer”: de uxum, mujer, y ocox, primero. Concediendo que el término fue acuñado por la cultura huasteca, los investigadores Christian Aboytes[7] y Agustín Robelo[8] rescatan con diferentes matices el relato mitológico de los amoxoaque, una raza de hombres y mujeres árbol que proporcionaron los primeros saberes: la astrología judiciaria, el arte de interpretar los sueños, el arreglo de los calendarios y de los tiempos.
Concomitante al origen es el destino, lo que autoriza a convocar aquellas tradiciones que han visto en los árboles el cuerpo que adoptan los humanos al morir. Son muchos y muy distantes los ejemplos que agrupa Frazer en La rama dorada:
En la Australia central, los de la tribu Dieri consideran muy sagrados ciertos árboles en los que suponen se han transformado sus padres […]. Algunos filipinos creen que las almas de sus abuelos están en ciertos árboles y por eso los respetan […]. Entre los igorrotes, cada poblado tiene su árbol sagrado en el que residen las almas de los antecesores muertos en la aldehuela […]. En Corea, las almas de las gentes que mueren de epidemia o por los caminos y las mujeres que mueren de mal parto, invariablemente van a habitar en árboles […]. En la mayoría, si no en la totalidad de estos casos, predomina la idea de estar el espíritu como incorporado al árbol.[9]
Esta reincorporación en árbol al final de la vida de los individuos de la que habla Frazer es muy cercana a las mitologías que sitúan en los árboles el origen de la corporalidad humana.
No es de sorprender, entonces, que se relacione la constitución física y moral de los individuos con esta materia prima. Aun hoy se usa para describirlos así: “es de buena madera”, “de tal palo, tal astilla”, “árbol genealógico”, “las ramas del saber”, “árbol que crece torcido…”, “es un roble, un tronco”, “es su retoño” y se podrían encontrar innumerables referencias más en los pueblos que tuvieron medios forestales. Fue el soporte de todas las actividades, desde hacer comestible la carne, protegerse del frío, ahuyentar a los depredadores, hasta el desarrollo de la arquitectura, la siembra, la ganadería, la navegación, el desplazamiento de grandes monolitos y la música. No sería exagerado suponer que, en el estadio previo a la fundición del hierro, no sólo de madera estaba hecho el mundo de las culturas, también las anclaba a la tierra como el propio árbol, y por sus ramas subían al cielo y conocían las estrellas. El escaso catálogo de objetos y utensilios de madera, por otro lado, marcó una frontera con la concepción instrumental de las relaciones entre individuos y la tierra.
Ya en tiempos contemporáneos persiste la conexión simbólica entre la representación del árbol y su importancia en la subjetividad. Aunque está muy en desuso el Test House Tree Person (HTP), en los entornos escolares, este junto con el Machover sigue siendo una poderosa herramienta de evaluación psicológica del alumnado. Para la batería del test (HTP), el dibujo del árbol revela “los sentimientos más profundos, primitivos y perturbadores de la persona”.[10] Pero quizá no por las razones que expone la autora: “Al no percibirse relación ni semejanza con la persona, permite proyectar con menos inhibición que en los otros dibujos”.[11] Pues ya se ha visto que todos los pueblos que se desarrollaron en entornos forestales cuentan relatos donde el cuerpo prácticamente se descascara del árbol, y no como un pasaje suave, sino doloroso, turbio, incluso tenebroso, en palabras de Lawrence. Fuimos árboles.
Del cuerpo-barro
La leña para el fuego y el bordón que surca el lodo, ya sea para germinar la semilla o para abrirle paso al agua, estrecharon la conexión de la mano con el barro y emergió una habilidad manual que amplió exponencialmente el espectro de la cultura. Con el domino del fuego y de la madera el humano aseguraba un perímetro vital, pero con el barro sometido al fuego comenzó la creación no sólo de recipientes para almacenar, cocinar, escanciar, fermentar y transportar alimentos y bebidas. Se hicieron objetos que no tenían ninguna utilidad en la inmediatez de la supervivencia, ni siquiera en algún otro momento de la esfera cotidiana, presente o futura. Depositarios de un valor que sólo se percibe desplazándose a otra dimensión, a otra forma de sentir, de ser: el trance de la experiencia estética.
Se ha considerado un cierto estadio naíf o de habilidades entumidas en el artista neolítico, pero incluso desde el paleolítico superior ya hay muestras de una capacidad de representación anatómica muy precisa y del interés de capturar posiciones del cuerpo que no corresponden a ninguna actividad productiva, como el grupo de mujeres de Tassilin’Ajjer, en el norte de Argelia, que sólo parecen estar conversando, o el extraordinario estudio de cuerpos en las cuevas de Addaura, Sicilia, o los innumerables calcos de manos esparcidos por el mundo. Por supuesto que donde más se proyecta la mirada de este realismo anatómico es en los grandes animales, bisontes, mamuts, ciervos, equinos, rinocerontes, jirafas, ellos son los verdaderos protagonistas. Lo que se pretende destacar en lo anterior es que la manipulación de las arcillas, del barro, ya sea en la alfarería o como tintura, arrojó al humano a otras realidades, y que para expresarlas unas veces requería de un lenguaje esquemático, abstracto, mitad dibujo mitad grafo, y otras contemplaba en el animal no la comida, la supervivencia, ni siquiera el animal, sino la belleza misma.
No es casual que, así como las manos de los hombres extraen del barro la vida y crean mundos alternos, así también las manos de los dioses manipularon la tierra húmeda para modelar el cuerpo humano y del mismo barro hicieran brotar “otra cosa”, la carne. El asiriólogo Jesús García Recio destaca en la narrativa acadia sobre la creación del hombre el carácter de trabajo manual de los dioses para hacer con el barro otra realidad “[…] fueron varios los dioses que se pusieron manos a la obra con el verbo banûm […] que es la acción de crear o engendrar realidades”.[12] Y así lo dice textualmente el poema de Gilgamesh: “Aruru lavó sus manos, tomó un poco de arcilla y creó al hombre primordial, el héroe Enkidú”,[13] mientras que en el poema de Atrahasis o del muy sabio, se encuentra: “[…] los Igigu, los grandes dioses, escupieron saliva sobre la arcilla y concedieron a la humanidad el hálito de la vida”.[14] Esta acción de amasar y transformar el barro en carne permaneció en la mitología semita, pueblo que dejó o fue expulsado de Mesopotamia por su perversión monoteísta: “Entonces Yahveh tomó arcilla del suelo para modelar al hombre, luego sopló en sus narices y lo convirtió en un ser viviente”.[15] Hay otra costura, una muy sutil, entre ambos relatos, según Eli Lizorkin-Eyzenberg: “En hebreo, el nombre de Adam, אָדָם- está relacionado con otras dos palabras hebreas: דַּם (dam), “sangre” y אֲדָמָה (adamá), “tierra”. Esta relación lingüística nos muestra que el significado básico de Adam estaba asociado tanto con la “sangre” como con la “tierra”. La conexión entre estas palabras y el significado de ellas se comprende únicamente si leemos el texto en hebreo”.[16] Como enfatiza el autor, esta mixtura de barro y sangre no está presente en las versiones cristianas, tampoco aclara de dónde procede la sangre con la que Yahveh amasó el barro para crear el primer cuerpo. Lo que sí es dicho de manera implícita, por la intolerable verdad, es que la marca de Caín en la estirpe humana no sólo es el fratricidio, sino el incesto, ya que cualquiera mujer que tomara tendría que ser su hermana.
El amplio relato acadio, a diferencia del judío, tiene al menos tres leyendas de cómo se pudo haber obtenido la sangre para teñir el barro, y aunque en todas se habla de entidades divinas desangradas, la forma en que se hizo cada una parece cambiar por completo el origen humano. En la primera echaron suertes y le tocó al dios Wê ser sacrificado; en la segunda ocurre una rebelión y se captura al culpable, el dios Quingu, quien, en castigo, debe verter su sangre sobre el barro. En la tercera y última, Enki, el purificador, hijo de Namma, la Señora de todos los dioses, le dijo: “Madre mía, aquí está mi sangre que tú has puesto junto a ti, mézclala con la arcilla y modela sus cuerpos”.[17] Hay interpretaciones que seleccionan ya sea el infortunio, la culpa o la purificación como origen de la sangre primera, para García Recio el Atra-Hasis no debe verse como una compilación de leyendas, sino como un solo mito fundacional que señala el carácter complejo de la hechura humana.
Sin embargo, de todas las narrativas sobre el devenir carne del barro, la de Prometeo es, quizá, la más rica en datos simbólicos si partimos desde el acontecimiento que dotó al polvo de fertilidad. Hesíodo lo sitúa en la castración de Urano por su hijo Cronos, o, mejor dicho, de los fluidos que de esta mutilación cayeron sobre la tierra. Si el mito se redujera a esta singular emasculación, ya daría para una multitud de interpretaciones, pero hay mucho más: Gaia, la propia madre de Cronos, fue la que lo instigó al acto y le proporcionó una “[…] hoz dentada que ella misma había fabricado”.[18] Para infringir mayor daño al cortar los genitales de su padre. Así es como en una de las versiones helenas se mezcla la sangre de un dios con el barro para darle vida en manos de Prometeo. Antes, nos dice Hesíodo, nació toda una generación de seres divinos del riego de la tierra y las aguas con lo que escurrió de la castración del padre: las erinias, los gigantes, las ninfas y, del mar, la misma Afrodita. Aunque Homero y Plauto sitúen el nacimiento de Afrodita sobre una concha marina, o directamente de la espuma del mar, no parece inconciliable con la leyenda que recoge Hesíodo.
Del cuerpo-maíz
Los relatos mayas sobre la invención de la corporalidad humana, que se conocen a través del códice llamado Popol Vuh, o Popol Buj, tienen la singularísima característica de enunciar como fallidos los primeros intentos de los dioses, porque coinciden con las materias que escogieron las divinidades indoeuropeas: barro y madera. Y se narran mediante descripciones detalle a detalle de lo que sería cualquier proceso artesanal, no exento de un fino humor, como se aprecia en todas las traducciones, como la de Adrián Recinos: “De tierra, de lodo hicieron la carne [del hombre]. Pero vieron que no estaba bien, porque se deshacía, estaba blando, no tenía movimiento, no tenía fuerza, se caía, estaba aguado, no movía la cabeza, la cara se le iba para un lado, tenía un cuello muy grande, no podía ver para atrás. Al principio hablaba, pero no tenía entendimiento. Rápidamente se humedeció dentro del agua y no se pudo sostener”.[19]
Se alcanza a percibir el ritmo y teatralidad de la transmisión oral que mantuvo vivo el relato hasta mediados del siglo XVI, cuando un sabio quiché lo escribió en su idioma, aunque utilizando el alfabeto latino. En cuanto a los cuerpos hechos de madera, no son menos elocuentes y graciosas las descripciones de este ser atarantado:
Entonces hablaron y dijeron la verdad: -Buenos saldrán vuestros muñecos hechos de madera; hablarán y conversarán sobre la faz de la tierra. – ¡Así sea!, contestaron, cuando hablaron. Y al instante fueron hechos los muñecos labrados en madera. Se parecían al hombre, hablaban como el hombre y poblaron la superficie de la tierra. Existieron y se multiplicaron; tuvieron hijos, tuvieron hijos los muñecos de palo; pero no tenían alma, ni entendimiento, no se acordaban de su Creador, de su Formador, caminaban sin rumbo y andaban a gatas. Ya no se acordaban del Corazón del Cielo y por eso cayeron en desgracia. Fue solamente un ensayo, una muestra de hombres. Hablaban al principio, pero su cara estaba enjuta; sus pies y sus manos no tenían consistencia; no tenían sangre, ni substancia, ni humedad, ni gordura; sus mejillas estaban secas, secos sus pies y sus manos, y amarillas sus carnes […] Estos fueron los primeros hombres que en gran número existieron sobre la faz de la tierra.[20]
Es importante destacar que en los pasajes de todas las cosmogonías donde se decide la invención de la humanidad, los dioses tienen largas charlas entre sí, aun el solitario dios judeocristiano se desgaja en al menos tres para que suceda el diálogo. Entonces la palabra, el discurso, la discusión, la narrativa antecede y forma parte del nuevo ser.
Otra característica única de la tradición maya es que, para el tercer intento por conseguir esta criatura, los dioses toman el producto y sustento del trabajo humano: el maíz. Ciertamente ya existía en su forma silvestre, pero fue necesario domesticarlo y conseguir mediante la combinación genética una variedad carnosa, grande, apetecible. Desde los anteriores episodios del relato se percibe continuamente la intervención del trabajo, y es por eso que se acude a la reflexión de David Pavón-Cuéllar para describir este momento:
El materialismo es un ingrediente fundamental de las concepciones mesoamericanas de la subjetividad. Estas concepciones dejan ver su lado materialista ya en la idea misma del origen de la humanidad. El Popol Vuh del pueblo maya k’iche’ asimila el ser humano a su cuerpo de maíz: “de maíz amarillo y de maíz blanco se hizo su carne; de masa de maíz se hicieron los brazos y las piernas; únicamente masa de maíz entró en la carne de nuestros padres”.[21]
Para el pueblo quiché la masa de maíz es una materialidad tanto corporal como terrenal. Es decir, es algo de la tierra que entra en la composición del cuerpo al que se asimila el sujeto. La subjetividad se reconoce así como parte del mundo material. Hay en esta postura una diferencia sustancial con respecto a los relatos sumerios: para amasar el maíz se utilizó sangre de culebra y tapir, es decir, de animales, que le otorgaron el ingrediente orgánico de la inmanencia.
Del cuerpo-mono
Foucault estima que, aun en el contexto cientificista en el que Darwin observó, investigó, descubrió y redactó sus obras, hay en ellas todavía grandes vestigios de la estructura cosmogónica:
¿No se podría, por ejemplo, constituir en unidad todo lo que desde Buffon hasta Darwin ha constituido el tema evolucionista? Tema ante todo más filosófico que científico, más cerca de la cosmología que de la biología; tema que más bien ha dirigido desde lejos unas investigaciones que nombrado, recubierto y explicado unos resultados; tema que suponía siempre más que se sabía, pero obligaba a partir de esa elección fundamental a transformar en saber discursivo lo que estaba esbozado como hipótesis o como exigencia.[22]
Porque las pretensiones de unicidad, globalidad, de un hilo conductor progresivo guiaron la exposición de sus hallazgos. El mismo Darwin, en su primera obra, no se atrevió a demarcar de manera contundente un corte entre el mono y los antropoides, dando pie, mano y plano a la narrativa de que fuimos formados con carne de mono. La aparición de El origen de las especies por medio de la selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la existencia tuvo un éxito tan apabullante, que Miguel Ángel Puig-Samper, investigador del Colegio de México, consigna que “[…] el mismo día de su aparición en Londres se vendieron los 1 250 ejemplares que constituían esta primera edición, realizada por John Murray. En el mes y medio siguiente se vendieron 3 000 más, y en siete años se alcanzó la cifra de 60 000, a lo que habría que añadir las numerosísimas traducciones a otros idiomas que se realizaron desde entonces”.[23]
Lo anterior da cuenta de que el mundo occidental estaba urgido de una nueva narrativa sobre el devenir cuerpo, tanto, que el paleontólogo español José Luis Arsuaga afirmaba que el día siguiente de publicarlo, la gente ya afirmaba que el hombre devenía del mono.
Así como se habla en las regiones medias de la experiencia que el sol gira alrededor de la tierra, que sale por el oriente y se hunde en el poniente, aun cuando sabemos que no es tal, esta denegación opera igual en el caso de nuestros padres monos. Yanes va más allá, ya que establece cómo Darwin nunca planteó que el hombre descendiera del mono. [24] Lo que afirmaba en cambio es que somos monos, es que nunca hemos dejado de serlo. En este sentido se inscribe el celebérrimo ensayo del zoólogo Desmond Morris:
[…] a pesar de su gran erudición, el Homo sapiens sigue siendo un mono desnudo; al adquirir nuevos y elevados móviles, no perdió ninguno de los más viejos y prosaicos. Esto es, frecuentemente, motivo de disgusto para él; pero sus viejos impulsos le han acompañado durante millones de años, mientras que los nuevos le acompañan desde hace unos milenios como máximo.[25]
De hecho, Masatoshi Nei, del Instituto de Genética Molecular Evolutiva de la Universidad de Pennsylvania, publicó en la PNAS que “[…] el genoma del chimpancé acumula un 51% más de genes modificados por selección natural que el del Homo sapiens”.[26] Lo que apuntala tanto el comentario de Morris como la crítica de Foucault.
El devenir animal no es nuevo en la historia de las culturas, pero, a diferencia de los relatos en los que el protagonista se apropia de rasgos sobrehumanos en cuanto a la potenciación de los sentidos y la fuerza motriz, el devenir mono del cuerpo trae consigo lo abyecto, lo bajo, el culo y sus excrecencias, la erotización impúdica del bonobo.
Estás visiones del cuerpo, bajo la luz de la ciencia pueden ser vistas como la de un cuerpo distorsionado. Sin embargo bajo esta lectura, pensar en otras representaciones del cuerpo, de ese cuerpo distorsionado solo podría ser pensado de manera positiva ya que estos discursos surgen en oposición al discurso hegemónico de la corporalidad donde, paradójicamente, no hay cuerpo que perseguir. En la mirada científica de la anatomía, por ejemplo, al seccionar el cuerpo con la pretensión de explicarlo, éste desaparece. Es el mismo proceso de envanecimiento que D. H. Lawrence describe producto de una supuesta evolución del conocimiento: “El “Conocimiento” ha matado al sol, reduciéndolo a una bola de gases y manchas; el “Conocimiento” ha matado la luna, haciendo de ella una tierra muerta y pequeña, agonizante, con cráteres extintos, como si fuese viruela; las máquinas han matado la tierra por nosotros, dejando una superficie más o menos sinuosa por donde viajamos”.[27]
Este discurso cientificista no sólo nos arrebata el mundo, también corroe la sensualidad, el erotismo, como lo asienta el mismo Lawrence en otro maravilloso ensayo de 1971, Fantasia of the Unconscious and Psychoanalysis and the Unconscious:
Hemos perdido el sol. Hemos perdido casi en su totalidad la enorme y diversa conciencia sensual y sensorial de los antepasados. La “ciencia fenomenológica” moderna es una ciencia muerta, mecanizada e instrumentalizadora. Nuestra ciencia objetiva, fuente del conocimiento moderno, se ocupa específicamente de los fenómenos considerados en su relación causa-efecto… Nuestra ciencia es una ciencia del mundo muerto, incluso la biología nunca considera la vida, si acaso le interesa sólo el funcionamiento mecánico de los aparatos con vida. [28]
Tal vez la aniquilación orquestada por la mirada científica no sólo se deba al prurito del saber, sino a la necesidad misma de matar aquello que espanta, como lo siniestro que mana de un árbol. Lawrence hace una captura de esta experiencia: “La voluntad de un árbol, algo que te asusta”.[29]
En muchos lugares se encuentra el mismo origen mítico, unas veces por la lenta penetración de las viejas culturas en las nuevas, pero no se descarta la teoría poligenética desarrollada por Jorge Elliott.[30] Para el antropólogo y artista chileno las coincidencias en las visiones de los pueblos se deben a la formación de sutiles vasos comunicantes que atravesarían el tiempo y el espacio o que ya estaban en la mente, algo parecido al elementargedanke de Bastián.
Bibliografía
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- Yanes, Javier, Lo que Darwin nuca dijo, Público, 11 enero 2009, https://www.publico.es/ciencias/darwin-dijo.html.
Notas
[1] Antoine Meillet, Dictionnaire Etymologique de la langue latina. Histoire des mots, ed. cit., p.712.
[2] Antonio Ruiz Elvira, Mitología clásica, ed. cit. p. 94.
[3] Ovidio, Metámorfosis, ed. cit., libro IX, versos 375-381.
[4] Manuel Orozco et al., Historia antigua y de la conquista de México, ed. cit., p.7.
[5] Otilia meza, et al., El mundo mágico de los dioses del Anáhuac, ed. cit., p. 47.
[6] Rafael tena Martínez, Mitos e historias de los antiguos nahuas: textos de la Historia de los mexicanos por sus pinturas.
[7] Christian Aboytes, Amoxaltepetl, Popol Vuh Azteca, ed. cit., p.79.
[8] Agustin Robelo, Diccionario de Mitología Nahua (en español), ed. cit., p.11.
[9] James George Frazer, La rama dorada, ed. cit., pp.148-149.
[10] Karen Rocher, Casa-Árbol-Persona: manual de interpretación del test, ed. cit., p.73.
[11] Ibid.
[12] Jesús García Recio, Logos hellenikos, ed. cit., p. 483.
[13] pp. 84-66.
[14] Ibid. pp. 231-234.
[15] Biblia Reina-Valera, Génesis 2:7.
[16] Eli, Lizorkin-Eyzenber, Repensar las historias del Génesis del hebreo original, ed. cit., p. 112.
[17] García Recio, Jesús, El hombre en perspectiva mesopotámica, 2003, ed. cit., p.491.
[18] Hesiodo, Teogonía, ed. cit., p.178.
[19] Popol Vuh, ed. cit. pp. 27-28.
[20] Ibid.
[21] David Pavón-Cuellar, publicación de Facebook 31 octubre 2020, párr. 1.
[22] Michel Foucault, La arqueología del saber, ed. cit., p. 58.
[23] Miguel Ángel Puig-Samper, Historia mínima del evolucionismo, ed. cit., p. 86.
[24] Citado en Yanes, “Darwin no perdió la fe por desarrollar la teoría de la evolución”.
[25] Desmond Morris, El Mono desnudo, ed. cit., p.5.
[26] Nei Masatochi, “The new mutation theory of phenotypic evolution”, ed. cit., pp. 12235–12242.
[27] David Herbet Lawrance, Sex, literature and censorship, ed. cit., p 262 [traducción del inglés del autor].
[28] David Herbet Lawrance, Fantasia of the Unconscious and Psychoanalysis and the Unconsciou, ed. cit., p.12 [traducción del inglés del autor].
[29] Ibid., p. 19.
[30] Jorge Elliot, Entre el ver y el pensar.