El antisemitismo es un nihilismo

Gérard Bensussan / Trad. Maria Konta

Para que haya nihilismo es necesario que haya una negación y esta negación también debe ser total (todo o nada), totalmente negativa, es decir ni especulativa, como la negatividad hegeliana que termina por liberarse, ni infinita, como en Kierkegaard por ejemplo.[1] Una negación total de este tipo, aquí y ahora, tanto en el pensamiento como en la acción, constituye la base del afecto de odio hacia lo que niega, por ejemplo la política y, de paso, los políticos. En esta medida, o en esta relación entre negación y afectividad, se podría decir del nihilismo que al afirmar lo negativo reprime la represión. El odio nihilista, cuando ya no es reprimido, acaba alcanzando a fin de cuentas a la palabra misma y gangrenando su naturaleza vital e irreductible. En este registro violento, la no represión del odio –y del odio a la palabra– opone a la palabra hablada, así como a la palabra que habla, el elogio de lo directo. Frente a la mediación, las mediaciones y los intermediarios, promueve la erección de un directo total que es la contraparte de un negativo integral. El terror aniquila la palabra en el acto: aquello que no se puede decir, hay que hacerlo. A las autoridades, a los principios y artículos de fe, a todos los actos de palabra, el nihilista opone su nada, “no, nada de eso,” explica Nikolai Petrovich a su tío en Padres e hijos de Turguénev. Su nada, cada vez más nada, cada vez no, apunta y plantea la necesidad de una destrucción, de una nihilización previa a toda renovación, que se encuentra atrapada en una diferenciación incesante, mientras que la destrucción es inmediata, aquí, ahora, enseguida. Se supone que asegura el recuerdo de un nombre, como en el caso de Eróstrato de Schwob o de Sartre. El Oblomov de Goncharov también se opone a su nada, una nada completamente diferente. Contra la orden de levantarse, de hacer cosas, de preocuparse, de esforzarse en la vida cotidiana, pesa con toda su inercia. No hay absolutamente nada que hacer por Oblomov, así que ¿para qué molestarse, qué sentido tiene, con qué fin? El oblomovismo es evidentemente un nihilismo (“pasivo”), que nos dice lo contrario a lo de los agitadores, activistas, terroristas. La galería nihilista de retratos rusos puede proliferar indefinidamente: Raskolnikov y el crimen salutífero, Rogozhin y Myshkin, diablo y ángel del nihilismo divino, Aliosha e Iván Karamazov, la plenitud y la nada, Stavroguin, etc. Ambigüedad constitutiva de todas estas figuras, imposibles de reunir, de encerrar en un mismo círculo, y sin embargo igualables en un mismo nihilismo.

Los terroristas rusos del siglo XIX, o los yihadistas de hoy, o incluso los populismos radicales, ¿en qué sentido y por qué son nihilistas? En esto, repito, están usando la palabra como nada; de ahí la inflación y deflación de la petición de “sentido”. Las acciones las gritan, no los discursos, basta de hablar. Este nihilismo de la acción es una patología de lo directo, un rechazo a la separación. Lejos de sostener que somos seres hablantes (Lacan), el nihilismo no quiere pagar su deuda con el lenguaje, con la palabra, con la prenda que el lenguaje representa y que compromete. No quiere la ambigüedad que conlleva el lenguaje, las separaciones que conlleva, la del significante y el significado, la de la simbolización. No quiere aquello que, en el lenguaje, siempre supera al lenguaje, en virtud de lo que en él excede la decisión, la intención, la deliberación, como si una irreprimible vis semantica lo moviera siempre más allá de sí mismo, inhibiendo el control y el dominio – teniendo un estatuto ontológico cercano el cual el pensamiento tomista reserva a los ángeles, diferenciados según su índice teológico de sustancialidad.

Odio a la representación = nihilismo. Este odio concibe la transvaloración de todos los valores, la Umwertung nietzscheana,[2] como una inversión total, es decir, una destrucción de todos los valores, excepto el valor de la destrucción. En Nietzsche, por el contrario, la Umwertung carga continuamente una reevaluación del valor de estos valores, los revaloriza, los desvaloriza, los sobrevalora o los subvalora.

El nihilismo, sin embargo, reside en la sobrepuja excesiva del sentido, en un deseo desmesurado de sentido que, una vez desposeído de sí mismo, renunciado, pasado a la elección o a la constatación de una decepción generalizada, se hunde en la depresión o en el resentimiento o en ambos, en la vituperación, en el rictus del último hombre. El Lazare Chanteau de Zola “se burla de todo y no profesa la nada con una voz blanca y agria” en su interminable “juicio de la humanidad” (La joie de vivre). La deflación de sentido que sigue a su exacerbación febril lleva consigo una angustia gnóstica ante el vacío, la nada epocal, abismal. Lázaro cae así en un “pesimismo mal digerido,” en “la gran poesía negra de Schopenhauer” y, bajo el “juicio” del mundo, de la humanidad, del “sistema,” como diríamos hoy, hierve a fuego lento su “rabia por la derrota” y el resentimiento alimentado por el fracaso de todos sus intentos de hacerse famoso: el complejo de Eróstrato.

El nihilismo cree saber que no hay nada, e incluso sabe que no hay nada. Pero este conocimiento es todo lo que puede saber, no sabe cómo creer, no sabe que en el fondo del conocimiento hay confianza en el conocimiento. Él no quiere creer y por eso no sabe saber. Doble rechazo nihilista: rechazo de lo teocrático, del todo-dios, en supuesto beneficio del tipo revolucionario de ateocracia, un todo-sin-dios. Donde está el Todo, la Nada ya ha llegado a existir y la “nada” es continuamente “profesada.”

Los nihilistas sueñan. De venganza, de fusión, de indistinción, de nivelación, de destrucción, de revolución y contrarrevolución, de todo y de nada. Su alimento son simulacros soteriológicos de todo tipo. Por eso el nihilismo se expresa tan a menudo en un pathos (la guerra total, por ejemplo, o la exacerbación de la guerra de clases en la época de la dictadura del proletariado, la democracia considerada como el ardid acabado de la dominación). Pathos del apocalipsis y de la catástrofe, casi siempre, pathos del miedo ante la guerra (radicalismo de izquierda) o ante la revolución (radicalismo de derecha).

El nihilismo quiere abolir la brecha, no tolera la diferencia ni la distinción entre campos, se mezcla siempre, más o menos, con el fundamentalismo y sus variantes gnósticas, que buscan un fundamento, un lugar y una base para las diferencias y el polimorfismo de lo real abigarrado donde serían explicadas y abolidas en una inteligencia ideal. Transfunde tanto como confunde.

El golpe filosófico del nihilismo, uno de sus golpes, es haber establecido la certeza de que el mundo en el que nacemos, vivimos, experimentamos y morimos, es un fenómeno, incluso un epifenómeno: sólo aparecería, en otras palabras, nada; Lo verdadero, lo real, el ser de este mundo sería lo opuesto a esta apariencia y residiría en su espesor íntimo e invisible.

Lo opuesto de aparecer no es ser, es desaparecer.

Esta desaparición se sitúa en el fondo centelleante de nuestra aparición. Sin estas intermitencias de la finitud, se corre constantemente el riesgo de una esencialización dialéctica donde “el nacer y el desaparecer… en sí mismo ni nace ni desaparece” y donde el “desaparecer” debe por tanto ser “considerado como lo esencial.”[3] Truco notable: el desaparecer ya no desaparece. De este modo, afecta a la apariencia de manera mucho más efectiva que en la dualidad fija de lo sensible y lo inteligible. Contra una desaparición esencial sólo hay una salida: restaurar el dolor existencial, el del nacimiento y la muerte. Parecer, como el niño que viene al mundo, aparecer, situarse en un espacio compartido, convoca lugares y tiempos que los convierten en interrelaciones continuas. Los hombres se aparecen emocionalmente, se hablan, se encuentran o se cruzan, entran en deliberaciones y enfrentamientos, se aman, se odian. Luego desaparecen, mueren… y su desaparición no desaparece.

Hay una famosa metáfora que Jacobi utiliza en su crítica a Fichte, llamada Carta sobre el nihilismo. El logos ahí se compara con tejer un calcetín y con varios estampados, flores, sol, luna, estrellas. El mundo al que llega el filósofo al final de su tejido lógico sería similar a su tejido del diseño de esta media. El filósofo teje “formas” sin que nada externo al telar se mezcle en ellas. La razón especulativa en su “sueño” separado de lo “sensible”, como en una “fiebre”[4] produce esta imagen “quimérica”: al final un calcetín en lugar del mundo. El universo entero en su exterioridad fundamental, flores, sol, luna y estrellas, no es nada más que un pobre estampado tejido, una inmensidad que es sustituida por una imagen, una nada tomada por la verdad del mundo. La razón teje su mundo y lo hace pasar por el mundo.

El nihilismo es ante todo una negación del “afuera,” su nihilización por el yo escéptico, el yo sofista, el yo cartesiano y, por efecto dominó, es un narcisismo del pensamiento. Jacobi evoca la figura mitológica de Narciso, para quien todo, salvo él mismo y su imagen en el agua, es la Nada, “un fantasma en sí mismo, una Nada real, una Nada de la realidad.” Sólo hay nihilismo en el pensamiento, para el pensamiento, para “mi ser.” El narcisismo de la razón egocéntrica es un nihilismo.

Tan pronto como piensa, el pensamiento tiende hacia el nihil, mira hacia su nada y para circunscribirla mejor, busca sus identidades internas, titla a todo lo que se reduce a lo mismo, pretende decididamente suspender las diferencias. La agricultura motorizada, la industria alimentaria, la producción de cadáveres en cámaras de gas, los bloqueos y la producción de bombas atómicas: todo es lo mismo “en esencia.” Sionismo, nazismo, apartheid, democracia liberal: todo es lo mismo “según la esencia” y la verdad oculta que saca a la luz; Los vencedores americanos de 1945 y los nazis derrotados, los mismos que van unos tras otros, se parecen y comparten métodos de gestión neoliberal idénticos (Chapoutot). Podemos nihilizar la Shoah reduciéndola a la nada, como hizo en su tiempo el negacionismo de tipo faurissoniano, o extendiéndola a todo, en todas partes, y haciendo del nazismo un comodín universal, una realidad sin orillas. Lo semejante y lo mismo dan una mano a la nada que producen mediante una nivelación en cuanto a la “sustancia.” Las diferencias son superficiales, pueden ser bastante lúdicas y engañosas, como la distinción entre intimidad privada y esfera pública, por ejemplo, en el totalitarismo. En el fondo reina su pertenencia común a la misma influencia ontológica. Nihilismo indiferenciado, con obstinación, constancia e insistencia. Se indiferencia mediante una extensión incontrolada (como el “platonismo,” como el “idealismo.”) Incluso produce equivalencias (guerra y revolución con el bolchevismo; socialismo y nacionalismo con la revolución conservadora: para ambos, el poder se correlaciona con la legitimidad). Ciertos usos del diamat, de la “dialéctica materialista” de los manuales del marxismo-leninismo, también caen bajo este nihilismo nivelador. ¿Es la différance derridiana un remedio contra las indiferenciaciones por equivalencia, un pharmakon?

¿Podemos escapar del nihilismo, no “superarlo” o “sobrepasarlo,” sino escapar de él? Todo depende de lo que queramos decir con este término polimorfo, tan elusivo como la noche de lo absoluto de Hegel, donde todos los gatos son grises y todas las formas son amorfas. En cualquier caso, el nihilismo es un demonio personal, un vicio escondido dentro de uno mismo. Podemos intentar hacerlo salir de nosotros mismos, expulsarlo, pero combatirlo requiere otras maniobras complejas, otros exorcismos filosóficos. Cada uno, tomado por sí mismo, tiene su propia parte interior maldita y oscura, y esta parte es un nihilismo que a veces truena contra el nihilismo, por supuesto, de buena fe, con toda probidad.

Si intentamos hacer esto, si intentamos salir de ello, sólo podremos hacerlo mediante un salto morale, una interrupción (lo que he llamado en otro lado, en relación a la literatura, un conatus interruptus). O incluso mediante lo que el poeta inglés Coleridge llamó (en sus deseos) una willing suspension of disbelief, una suspensión de la no creencia. Esta operación mental la realiza el lector o espectador de una obra que acepta, durante el tiempo de consulta de la misma, dejar de lado su incredulidad: “[…] extraer de lo más profundo de nuestra naturaleza íntima una humanidad así como una verosimilitud que transferiríamos a estas criaturas de la imaginación, de calidad suficiente para golpear con la suspensión, puntual y deliberadamente, la incredulidad, que es la característica de la fe poética.”[5] El nihilista no acepta, o sólo con gran dificultad, interrumpir la cadena de sus hipótesis y de sus deducciones. Él nunca se rinde y no da crédito a la “fe poética.” Su ambición crítica no quiere renunciar a sí misma, sino revelar, desnudar, denunciar incansablemente. El conatus interruptus y willing suspension of disbelief son modos, casi recetas, entre otros, para hacer temblar el poder del nihilismo.

Porque debemos tener cuidado. Los antinihilistas son casi necesariamente nihilistas: efecto, síntoma, signo del estilo del siglo XX en la medida en que frustra fundamentalmente las oposiciones enmarcadas, como el bien y el mal, Este y Oeste, democracia y tiranía, para escindirlas mejor, escindirlas en su interior, el bien contra el bien, el mal contra el mal, el comunismo contra el nazismo, la revolución rusa como Estado perpetuo, la contrarrevolución «conservadora» como revolución auténtica, la democracia como tiranía más o menos oculta, la dictadura como salvador. ¿Ha desaparecido este suelo? ¿Qué nihilismo en 2025? ¿Ha desaparecido esta serie lineal de ambigüedades, reversibles a voluntad? Estos relativismos flotantes abren las nociones y conceptos, así enucleados por la intersimulación, a sus usos que son a la vez nihilistas y totalitarios. Y quizá la misma filosofía política de la que provienen se ve afectada o puesta en tela de juicio.

El viejo lema autoemancipador (“seamos todo”) de la Internacionale se está convirtiendo, ante nuestros ojos atónitos, en un lema antisemita potencialmente asesino: “nosotros no somos nada, ellos son todo.” Lo tienen todo como una comunidad indistinta, segura de sí misma y dominante, un bloque que no tiene cabida para posiciones individuales, singulares. Este gesto hipostatiza una esencia en puro en-sí espiritual y, al hacerlo, niega todas sus manifestaciones, siempre ya absorbidas, reabsorbidas, en el en-sí esencial. Dado que “ellos” son y tienen todo, es imperativo despojarlos de sus poderes invisibles: esto se está convirtiendo en un verdadero programa político, en nombre de la lucha antirracista y de la emancipación social. Esta inversión se admite a menudo: de negro a blanco, de dominado a dominante. Pretende legitimar o relegitimar el antisemitismo más convencional. Para garantizar su eficacia, la vincula a una crítica de la dominación global, blanca en este caso, pero más ampliamente a una crítica de la dominación social, política y cultural, es decir a una crítica de la hegemonía (judía, sionista) de una minoría sobre una inmensa mayoría.

Heidegger, Jünger, Schmitt y similares: su nietzscheanismo es patético, su nihilismo variable. Las mismas personas que se burlaron de la moral cuando se preparaban para conquistar el mundo, continuaron moralizando después de 1945, cuando perdieron el poder, con el argumento deplorable e indigno: “¡Hoy los judíos somos nosotros, tened piedad de nosotros!.” (Ver lo mismo, por desplazamiento, sobre los palestinos en un discurso que añade la exclusión pura y simple –“los judíos no son los judíos, somos nosotros,”– donde los huérfanos del nacionalsocialismo decían: “Judíos y alemanes, un mismo desastre.”)

Habría un lugar simbólico, el de la víctima, el chivo expiatorio, el carnero sacrificado, la expiación sin resto (y otras figuras, casi innumerables): el “lugar” de los judíos. Este lugar, este lugar de sufrimiento inmemorial, habría que tomarlo y ocuparlo para no dejarlo en manos de sí mismo y de “ellos.” Lo haremos según el orden de una identificación (perversa) o de una equivalencia (ambigua) de los verdugos y de aquellos a quienes ejecutan. El pharmakon, el remedio para este mal de la persecución, es así transferido a los enemigos de los judíos tan pronto como su “lugar” ha sido ocupado simbólicamente o ventriloquizado, por catarsis, por sustitución, por mímesis. Los intelectuales y escritores alemanes del nazismo o de la extrema derecha conservadora-revolucionaria desempeñaron este papel después de 1945. Los palestinos encuentran hoy sus armonías con bastante precisión. “Los alemanes saben hoy lo que sabían los judíos, es decir, lo que significa ser objeto de escándalo,” escribió Jünger en la Alemania de la posguerra. Así como los palestinos padecen hoy lo que los judíos padecieron en el momento de su exterminio, según la narrativa decolonial. Es evidente que la experiencia judía del odio no es un asunto exclusivo de los judíos y que también otros pueblos han sufrido masacres, odio y persecución. Que el sufrimiento puede cambiar, pasar de uno a otro, no es cuestionable. Es, sin embargo, notable que esta operación de destitución-sustitución no se realice por extensión, sino por exclusión, y que se dirija sobre todo contra los judíos. La necesidad de desalojarlos del “lugar” es resultado de una lógica nihilista de exacerbación de las alternancias del todo y la nada. (Jünger, al hablar del exterminio de los judíos, que presenció en el frente, habla del “nihilista jefe Heydrich” para describir al principal responsable, y en muchos de sus textos cuando escribe “nihilismo” debería leerse “hitlerismo.”)

O gaseados o nazis, una vez fuera del “lugar,” ése es el único “estatus” que reconocen los judíos.

El “sistemismo”, el “racismo sistémico”, por ejemplo, es nihilismo. Se plantea un englobamiento generalizado, un todo, del que nada estaría a priori excluido, siempre ya regulable y absorbible en el todo de su nada y en la nada de su todo – “hegelianismo de los pobres.” Ver el racismo en todas partes, situarlo en cada lugar institucional, explicarlo todo a través del racismo y no dejar nada fuera: el funcionamiento del orden social de las sociedades blancas encontraría así su profunda inteligibilidad. Esta disposición general conduce inevitablemente a un enfoque “interseccional.” La interseccionalidad es el postulado funcional que garantiza lo “sistémico,” su textura, es decir el sistema de referencias del todo a la nada y de la nada al todo: las discriminaciones de raza, sexo o género, clase, religión, cultura, se entrecruzan constantemente y, en su inseparabilidad, encuentran una cohesión, una coherencia, es decir la totalidad estructural del “sistema.” Círculo virtuoso de la buena conciencia descolonial: el sistema se fortalece con la intersección y la interseccionalidad fortalece al sistema.

El antisemitismo es un nihilismo (ni exclusivo ni particular) en la medida en que denuncia y condena la secessio judaica (Hans Blüher, 1922,) es decir, según él, el efecto mimético por el cual la parte, la pequeñísima parte, ejerce su influencia sobre el todo, sobre un todo hasta entonces engañado, cegado, aturdido. El antisemitismo pretende romper este hechizo y aclarar todo, para conducirlo hacia su verdad. Desearía poner fin a esta separación aboliendo el pigmento protector que, inventado por ellos, ha preservado durante mucho tiempo a los judíos. Se compromete pues a devolver la “secesión” a su nada original, abandonándola a los depredadores que, una vez abiertos los ojos, sabrán ejercer su papel “natural,” en cierto modo biopolítico. Blüher concluye su ensayo escribiendo: “No hay duda, el pogromo universal está en marcha,” como una gran Razón a punto de realizarse en la historia venidera, en el horizonte de un mundo sin judíos.

 

 

 

Notas

[1] Nota de la traductora: el original en francés intitulado “L´antisémitisme est un nihilisme” fue publicado en la revista electrónica K. Les Juifs, l´Europe, le XXI siècle, no. 209, en la sección “Politique” el 18 de marzo de 2025. Véase: https://k-larevue.com/lantisemitisme-est-un-nihilisme/. Agradezco a Gérard Bensussan por haberme enviado el original por correo electrónico el 24 de marzo de 2025 y otorgarme el derecho de publicar su traducción en español aquí. Todas las citas está traducidas por mi y todas las notas al final del texto son del autor así que las conservo en francés.
[2] “Umwertung aller Werte”: “inversión de los valores.”
[3] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Prefacio de la Phénoménologie de l’esprit, trad. por Jean Pierre Lefebvre ligeramente modificado (GF-Flammarion, 1996), 103, 105.
[4] Friedrich Heinrich Jacobi, “Lettre sur le nihilisme” en Œuvres philosophiques (Aubier-Montaigne, 1930), 321.
[5] Samuel Taylor Coleridge, La ballade du vieux marin et autres textes (Gallimard, NRF Poésie, 2007), 379.