José Ezcurdia, Historia de las preguntas. ¿Por qué?; Juguemos a preguntar; Filosofando con los niños, Cfr. http://lafilosofiaparaninos.com.mx/
Por Alberto Constante
¿Cuántas veces hemos sido atormentados por los infinitos e infatigables por qués de los niños? ¿Cuántos por qués han quedado sin responder y a cuántos les hemos dado una respuesta que no sería merecedora de un premio? ¿Cuántas veces nos hemos quedado perplejos de su agudas preguntas y sobre todo, de sus imposibles respuestas? Es cierto que no contestamos claramente, que hacemos trampa, que nos perturban las preguntas, que preguntar es algo que está fuera de nuestro cuadrante mental y por eso, cuando los niños preguntan algo que simplemente no podemos responder ¿qué daríamos por poder decirles a esos infectos seres pequeños que nos atormentan sin cesar: “porque yo lo digo maldito”, “por que sí”, “porque se me pega la gana”?
Nadie tan agotadoramente preguntón como un niño. El niño hace gala de su ignorancia, la exhibe, nos la pone en la cara sin vergüenza alguna y nos pone en el límite de nuestra paciencia porque no cesa, no ceja, no descansa. Pocas veces nos atrevemos a decir “no sé” so pena de parecer un loco, un aturdido o un estúpido frente al niño. Y algo pasa cuando nos volvemos adultos porque lo primero que sucede es que se nos acaban las preguntas y con ellas el asombro ante el mundo. Ahora parece que todo lo sabemos, o hacemos como que lo sabemos todo, o simplemente, en el fondo de nosotros mismos sabemos que las preguntas son terribles y que descorazonan, descaran nuestra comodidad mental, destacan nuestra conformidad con el mundo, nos hacen ver como seres integrados en una sociedad que dejó de preguntarse si las cosas son como son o son como nos gustaría que fueran y por no incomodar y no incomodarnos dejamos simplemente de preguntar. Quizá también es porque no sabemos qué es preguntar. Un filósofo dijo que todo preguntar se hace desde lo buscado y es cierto, si no sabemos pues no preguntamos, o dicho de otro modo, si no sabemos que somos ignorantes lejos estaremos de preguntar.
Si seguimos en esta tesitura podemos decir que el problema no es así de sencillo, pues cuando dejamos de preguntar lo que nos ha pasado es que nos hemos acomodado a las situaciones del mundo, nos dejamos llevar por la mayoría, aceptamos sus creencias, por las razones que justifican las ideas, es decir, por las creencias básicas, que aceptamos espontáneamente sin dar de ellas razones explícitas pero que, al mismo tiempo, son los sostenes vitales de nuestras vidas. Hemos dejado de preguntar para asegurar nuestra existencia.
Quizá el niño como no sabe qué es la muerte es inmortal y por ello pregunta. No lo sé, sólo arriesgo. La pregunta va unida al asombro del mundo y eso es lo que nos encontramos en la trilogía que José Ezcurdia escribe a propósito de eso que se denomina “Filosofía para niños”. El libro de las preguntas ¿Por qué?; Juguemos a preguntar; y Filosofando con los niños, forman una ruta que zigzaguea, traza más o menos pasajes, o, creo que sería más pertinente decir que sólo “indica” caminos que pueden ser transitados en diferentes direcciones, por rumbos distintos, de ida o vuelta, como en un tiovivo, o una suerte de laberinto por donde las preguntas recorren las calles de ciudades tardías, perdidas en los recuerdos de los mayores pero que en la mente de los niños funcionan como las narraciones que crean sueños, imaginaciones, arquetipos que se levantan y se rompen en cuanto se han edificado. Creo, sin temor a equivocarme que esta trilogía es como un juego en el que lo único válido es preguntar.
La apuesta de Ezcurdia es arriesgada, sin duda, sobre todo para quienes dudan de este poder de la filosofía misma, o de que suponemos a niños que tienen determinadas características, con un espacio muy amplio de visión, de comprensión de eso que podemos decir que es un mundo, su mundo heredado. No sé si todos los niños estén dispuestos a participar en ese juego en el que se pregunta. Porque lo que José Ezcurdia se plantea desde el primer libro es pensar a la filosofía como un arte de preguntar; no está lejos de Platón, desde luego y mucho menos de Sócrates que hacía de la pregunta el arte de la mayéutica. Interrogar es acercarse a los secretos de las cosas y de las artes para extraer de ellas su secreto, es como el paso de Prometeo que robó el fuego a los dioses para dárselo a los hombres. La pregunta funciona justo como la fórmula que abre los misterios, quizá no para encontrar esas verdades eternas, sino sólo para situarnos en nuestro lugar frágil de apertura vital y existencial. Quien no pregunta es porque ya sabe y está seguro de su saber. Quien pregunta es quien duda, se asombra, se coloca en la posición de esa desnudez que lo abarca todo y quema como un fuego heracliteano. Creo que nadie puede dudar de que la filosofía es el arte de preguntar, todos los filósofos así lo han reconocido y como plantea José Ezcurdia, si enseñamos a los niños a mantener esa actitud abierta quizá consigamos nuevas generaciones no de filósofos, sino de personas mejores, más abiertas, sin el miedo al saber, a desacomodar nuestras vidas, a no preservar sino a arriesgar. Quizá de lo que se trata en el proyecto de José Ezcurdia no sea otra cosa que mantener ese constante estado de asombro en el que el niño no ceja de preguntar, que a cada verdad encontrada ella se convierte en el acicate de nuevas interrogantes, de nuevos malestares y problemas que resolver, es concebir la vida como lo que es: un reto constante, una forma de autogestación porque eso es lo que la pregunta tiene: no nos deja intocados. Hay una poiésis en la pregunta y esa promueve a la praxis. No podemos dejar de reconocer esto.
Cuando abrimos La historia de las preguntas. ¿Por qué?, lo primero que asoma a la cabeza es la extraordinaria ductilidad con la que Ezcurdia trabaja a la misma historia de la filosofía, con sus ejemplos, con sus puestas en pie, con atraparnos en la arquitectura de sus preguntas y de sus posibles respuestas. De hecho es una vuelta a la imaginación. Lo sabemos, la conciencia de nuestra libertad nos viene por vía imaginativa. Es la imaginación la que nos recuerda aquello de que somos capaces y todo lo que desespera y delirantemente queremos. Cuando somos adultos nos avergonzamos de la imaginación y con ello de nuestra propia libertad. Sólo cuando llegamos a verla convertida en Iglesia, en Norma, en Institución, es decir, esclerotizada, nos es de nuevo digerible. En estos libros lo que encontramos es nuestro propio azoro frente a la imaginación porque ahí se nos hace saber que ella no nos pertenece sino que somos nosotros los que le pertenecemos: en la exposición que Ezcurdia lleva a cabo sobre el irreverente Hume nos llena de gozo, ahí están las claves de esa imaginación. Cuánto gozo, cuántas posibilidades no sólo para los niños sino para los propios adultos que imaginan las imposibilidades de esas preguntas en los niños: hay que asomarnos a estos libros que nos asombran por su calidad discursiva, por sus silogismos, por las preguntas perfectamente arquitecturadas y que nos permiten asistir claramente no a una “filosofía para niños” sino a la creación de un proyecto en el que los niños pueden aprender a mantener abiertas sus propias preguntas porque, sin duda, como un filósofo dijera: “la pregunta es la piedad del pensar”.