«Un arte auténtico de la palabra […] que no se alimente de la verdad, ni lo hay ni lo habrá nunca»1. Este refrán, que Platón trae a cuento en el Fedro, indica la relación inmediata y necesaria entre la razón del hombre —su palabra o su λόγος— y la verdad. Aquel “arte auténtico” del que habla Platón es la filosofía y parece, entonces, que deberíamos distinguirla de un arte “inauténtico”; la palabra del sofista, por ejemplo. Sin embargo, si en lugar de dualismos reparamos en la unidad y en que toda diferencia se comprende como relación, entonces podemos afirmar que toda palabra se fundamenta en la verdad. De ahí, por ejemplo, la tesis platónica de que sólo el alma que ha contemplado la verdad puede devenir humana. El propósito de las siguientes líneas es, pues, preguntar por esa relación entre el hombre y la verdad.
Huelga decir que la comprensión de la verdad —su significado o su sentido— no es en absoluto uniforme a lo largo de la historia. Además de la idea de adecuación, la verdad se comprende como el ser, el bien, el desocultamiento, el todo, la precisión, la distinción, Dios, etc. En todo caso, sin importar cómo se la denomine, la filosofía trata de expresar con su palabra una intuición en torno a la verdad.
Asimismo, parte de la tradición ha hecho énfasis en que llegar a la verdad es el principal objetivo de la ontología o la metafísica. Esto pone de manifiesto que el principio de unidad —en torno al cual se investiga, en palabras de Aristóteles, desde antiguo y ahora y siempre— guarda alguna relación con la verdad, ya sea porque se identifican principio y verdad, ya porque la segunda es un atributo del primero. Mas considerar a la verdad sólo como un objeto de indagación implicaría que ésta y el principio de unidad son algo ajeno a nuestra razón, algo a lo cual nos dirigimos porque no lo poseemos y esto en razón de las limitaciones de nuestra razón o palabra. De este modo, pareciese que hemos de hallar el “sitio” en el que se asienta la verdad y, sólo así, se lograría saber qué es lo que de ella se nos ofrece.
Con dicha búsqueda en torno al “lugar” que le corresponde a la verdad se desea conseguir claridad. La verdad y el acto de dar razón se comprenden también históricamente como un esclarecer, es decir, iluminar, poner en claro o ilustrar el asunto del que se trata. El sentido de la verdad que me interesa destacar es, pues, el de la luz. Si bien la luz no necesariamente se tiene por concepto que pueda explicar los atributos de la verdad o que alcance a definirla, sin duda ha servido continuamente en la historia como analogía que nos aproxima a su comprensión. La verdad de la luz se puede entender desde dos perspectivas: la diferencia o la unidad. ¿Qué quiere decir esta doble perspectiva?
En primer lugar, la luz se entiende desde la diferencia del siguiente modo. Bajo el supuesto de que el λόγος humano no es capaz de dar razón del principio de unidad y que, por tanto, la palabra es tan limitada que el principio le resulta siempre ajeno al ser humano, la luz se sitúa en uno de los dos términos contrapuestos de la relación sujeto-objeto. Es decir, o la luz es la racionalidad del ser humano que requiere un perfeccionamiento para captar el principio, o la luz es el principio mismo que irradia con tal resplandor que enceguece la vista del hombre. Cabe notar que esta disyuntiva sobre el lugar que ocupa la luz daría paso a un dualismo entre luz y oscuridad. Ahora bien, por otra parte, la luz no sólo implica esta diferencia, sino que también puede entenderse desde la unidad, ya que, sin necesidad de negar o ignorar la distinción previa, la luz fundamenta toda relación en sí misma. Quiero decir con esto que la luz viene a ser el todo de la relación, de tal suerte que incluso la oscuridad adquiere su sentido desde la luz.
Para comprender esta suerte de dialéctica de la luz vale la pena traer a cuenta algunos ejemplos, comenzando por aquellas ideas que hacen hincapié en la diferencia entre la razón humana y el principio.
La luz se ha comprendido, por una parte, como la esencia de la razón humana escindida de la razón del todo. Es significativo que desde el medievo hasta Descartes se denomine a la parte racional del alma luz natural. El carácter de esta luz llega a ser tan restringido a partir de Descartes que sólo el raciocinio o el buen sentido debe ser capaz de fundamentar todo conocimiento y, en cierto sentido, el ser de los entes. Por ello afirma Descartes que en el hombre se halla «…la luz que […] nos muestra que conocemos tanto mejor una cosa o sustancia cuantas más propiedades conocemos en ella»2. Para este pensador la verdad es claridad y distinción en la medida en que el alma inquiere por sí y en sí misma lo que le pertenece al ente. La razón adquiere un sentido particular y autónomo, gracias al cual la verdad no proviene de algo externo. Por eso el método cartesiano, de acuerdo con las Reglas para la dirección del espíritu, ha menester de un acrecentamiento de la luz del hombre. Esta tesis acerca de la luz es la que da paso a aquella idea que se extiende en la modernidad, a saber, la ilustración entendida como la capacidad de la razón humana de iluminar todo rincón de la naturaleza y darle, así, su sentido3.
Asimismo, la luz se suele establecer como atributo del principio, el cual se diferencia de la razón humana. En el evangelio de Juan se lee lo siguiente: «Hubo un hombre enviado por Dios, de nombre Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz para […] que todos creyeran por él. No era él la luz, sino que vino a dar testimonio de ella. La verdadera luz era ya e ilumina a todo hombre, viniendo a este mundo»4. Así, de acuerdo con el cristianismo, es Dios el que, con su verbo, dona la luz. Es decir, Dios es quien, al crear, ve que la luz es buena y la distingue de las tinieblas5. En ese sentido, a diferencia de Descartes, san Agustín afirmaba en La ciudad de Dios que «el alma racional o intelectual […] no pude ser luz para sí misma, sino que brilla por participación de la otra luz verdadera»6.
En lugar de una ilustración de la racionalidad subjetiva, lo que hay para Agustín es una iluminación que proviene de Dios. Por tanto, también según san Agustín el hombre debe preparase para captar la verdad, mas no en el sentido de acrecentar su propia luz, sino entregándose a la fe arraigada en su alma, allende el cuerpo, y atravesando distintos estadios de perfeccionamiento, tal como se describe en aquel opúsculo llamado La dimensión del alma.
Igualmente los griegos afirmaron ya que, dado que el ente —entendido como naturaleza— es lo más prístino por sí mismo, la dificultad para comprender la verdad no radica en aquello que es, sino en que nos preparemos para lograr una depuración. Así, Aristóteles señalaba en el libro ii de la Metafísica, al hablar sobre la contemplación de la verdad, que la comprensión humana se asemeja a los ojos del murciélago ante la luz del día7. Platón, por su parte, se sirve en la República de la analogía del hombre encerrado en la caverna que ha de salir gradualmente hacia la luz del sol —el bien— para comprender el todo8; por otra parte, en el Sofista habla de la región luminosa en la que se halla el filósofo, quien posee algo de divino, cuyo asentamiento en la luz lo hace difícil de distinguir, de modo semejante a como sucede con el sofista escondido entre las tinieblas9. Incluso Parménides hace expresa la distinción entre la opinión y la verdad que revela la diosa haciendo referencia a la luz: «…me condujeron las doncellas helíades, tras abandonar la morada de la noche, hacia la luz, quitándose de la cabeza los velos con las manos»10.
De este modo, ya sea que la luz tenga su yacimiento en el hombre, ya sea que se asiente en Dios o en la naturaleza en su totalidad, se hace una diferencia entre dos “regiones”, una oscura y la otra brillante, y esta diferencia puede devenir dualismo. Pero también en esta escisión la unidad se hace presente. «Todas las cosas las gobierna el rayo»11, afirmaba Heráclito. La luz que muestra el rayo también condiciona la oscuridad o las sombras y gracias a su centellear el rayo muestra las distintas “texturas” de la realidad.
En rigor ni la luz del alma, ni la que proviene de Dios o la naturaleza se comprenden sin su correlato. Bellamente afirmaba Leibniz lo siguiente en un escrito conocido como La verdadera teología mística: «Entre las enseñanzas externas son dos las que mejor despiertan la luz interior: el libro de la Sagrada Escritura y la experiencia de la naturaleza. Pero ninguna de las dos sirve si la luz interior no coopera»12. En efecto, la luz del hombre co-opera con la luz del principio. Lo que se le ofrece al hombre siempre aporta claridad y su expresión mediante la palabra, por limitada que pueda ser, no deja por ello de manifestar aquella luz. Dicho de otro modo, la luz del principio se refleja en el λόγος del hombre. De ahí que, de acuerdo con Hegel, la especulación —el espejo— es un modo de contemplar el todo en el que no se renuncia ni a la unidad ni a la multiplicidad, sino que ambas se identifican absolutamente:
…la meta de la filosofía consiste en descubrir en esta verdad una, al mismo tiempo, la fuente de la que fluyen todas las demás cosas, todas las leyes de la naturaleza, todos los fenómenos de la vida y de la consciencia, la luz de la que éstos no son más que reflejos, o bien, siguiendo un camino aparentemente inverso, en reducir todos estos fenómenos y leyes a aquella fuente única, pero para comprenderlos a base de ella…13
La luz, sin duda, tiene una dirección —un de dónde— y, no obstante, no tiene domicilio particular, sino que se “sitúa” en aquello que ilumina, es decir, su “residencia” es extensiva. A eso se debe que la luz tenga el carácter que los griegos atribuían a la vida como ζωή, a saber, un todo completo y único en cuyo devenir éste se acrecienta y se complementa constantemente a sí mismo.
Platón sostiene con mucha determinación que el cosmos es vida y que, por tanto, le pertenece al todo el movimiento, un alma, la φρόνησις, la intuición y la razón. Esto lo dice, por ejemplo, tanto en el Sofista como en el Timeo. De momento me interesa especialmente la descripción que Platón lleva a cabo en este último diálogo: «…este mundo, […] ser viviente visible que comprende los objetos visibles, imagen sensible del dios intuible, llegó a ser el mayor y mejor, el más bello y perfecto, porque este universo es uno y único»14. Al cosmos, en su unidad, le corresponde también, en este sentido, el desdoblarse y pensarse a sí mismo, es decir, la διάνοια. Para explicar cómo se da esta visión cabal del cosmos Platón habla de la mismidad del todo o, en otras palabras, habla acerca de una relación absoluta, a partir de la diferencia y relación entre la luz del sol y la de los ojos:
Los primeros instrumentos [del hombre] que [se] construyeron fueron los ojos portadores de luz y los ataron al rostro por lo siguiente. Idearon [los dioses] un cuerpo de aquel fuego que sin quemar produce la suave luz, propia de cada día. En efecto, hicieron que nuestro fuego interior, hermano de ese fuego, fluyera puro a través de los ojos […] Como causa de la similitud el conjunto tiene cualidades semejantes, siempre que entra en contacto con un objeto o un objeto con él, transmite sus movimientos a través de todo el cuerpo hasta el alma y produce esa percepción que denominamos visión.15
Pero esta tesis platónica no implica que sólo el todo se comprenda a sí mismo, como si el hombre, por su parte, se hallase en las tinieblas de la ignorancia. Sin duda, es problemático el hecho de que la palabra —especialmente el discurso filosófico— se preste a confusiones al delimitar en conceptos la intuición acerca del principio que se pretende expresar. Sin embargo, es indispensable afirmar, como Leibniz que «también hay algo de luz en [la] sombra, [aunque] pocos pueden participar de ella»16. El ser humano, en tanto que forma parte de un todo del cual desea dar razón, puede efectivamente concebir la luz. En la Carta vii Platón hace una analogía muy significativa para mostrar cómo se “llega” a la verdad: «…después de una larga convivencia con el problema y después de haber intimado con él, de repente, como la luz que salta de la chispa, surge la verdad en el alma y crece ya espontáneamente»17. Así, pues, la aproximación a la verdad es una luz que pareciese darse por azar. A causa de este elemento de espontaneidad podría haber, por tanto, una desconfianza o duda ante la verdad. Sin embargo, el dudar de la verdad —que sería como desconfiar de que fuésemos capaces de aprehenderla— nos privaría de algo que en realidad jamás no es ajeno.
Dudar acerca de la verdad —o dudar que sea posible comprenderla y expresarla— se basa en una idea equívoca. Para evitar las confusiones que degeneran en desconfianza y en un rechazo de la verdad, hace falta distinguir el sentido de la aprehensión. Hay dos maneras de comprender dicho sentido, a saber, la aprehensión de la verdad como solución y la aprehensión como la simple contemplación —θεωρία— de un misterio. En efecto, la verdad de la luz no necesariamente significa resolver una dificultad, sino principalmente mostrar el problema o permitir verlo. Pareciese, desde luego, que esto equivale a un sinsentido o un despropósito, es decir, es como afirmar que la máxima claridad no es más que comprender que hay cierta oscuridad. No obstante, pese a lo contradictoria que pudiese parecer esta idea, la historia de la filosofía constantemente hace expresa esta afirmación. Dar razón, tal como afirma Aristóteles al hablar del nudo gordiano, no significa en primer lugar desenrollar el nudo, sino comprender su trama. Llama la atención, al respecto, los siguientes versos del Fausto de Goethe:
Plena de misterio en la luz del día claramente,
de su velo la naturaleza no se deja arrebatar,
y lo que no muestra a tu espíritu evidentemente,
con palancas y tornillos no lo puedes obligar.18
En su luminosidad, según Goethe, la naturaleza no deja de ser misteriosa y, además, no hay modo de forzar su comprensión. Sin embargo, en realidad no se requiere de una violencia para arrancar la verdad a la naturaleza. Dicho de otro modo, si bien la claridad o la luz se buscan, esta búsqueda no se lleva a cabo en razón de que la luz sea ajena a nuestra razón, sino que se busca porque no se le presta atención a pesar de que somos copartícipes de ella. Esto quiere decir que, aun cuando no se quiera reconocer la verdad o se intente negarla, la verdad de la luz se expresa en todo λόγος.
Aristóteles afirmaba en su Metafísica que la verdad es el ser de las cosas que son. La palabra, indefectiblemente, se refiere a esto que es y, por tanto, siempre dice la verdad: «Acerca de las cosas que son puro ser y acto no es posible engañarse, sino que o se intuyen o no […] Y la verdadequivale a intuir estas cosas; y aquí no hay falsedad ni engaño, sino ignorancia»19. El arte auténtico de la palabra —del que Platón habló en un comienzo— no se trata de una construcción o manipulación de la verdad mediante la palabra, sino de reconocer que la palabra siempre dice la verdad.
Nicol, con mucho acierto, planteaba que la verdad es la que se complementa a sí misma, ya que, de acuerdo con sus palabras: «Sin duda alguna, la verdad es expresión en el sentido de que se expresa quien la dice. La cuestión es si la verdad misma, como tal, es expresiva, y no sólo el modo de buscarla y pronunciarla»20. Así, en su Crítica de la razón simbólica Nicol habla del λόγος como un desdoblamiento del Ser. El Ser, como luz, adquiere el sentido de lo diáfano, pues no se esconde detrás de nada, aun cuando en su plena presencia pareciese no verse:
El ser es diáfano […] Lo diá-fano es lo trans-parente. Pero el Ser no es diáfano porque la luz lo traspase, sino porque esa luz lo inunda todo, sin atenuarse ni dejar nada en penumbra. Pudiera decirse que el Ser es trans-parente porque impregna lo a-parente. Esta perpetua luminosidad de las apariencias resuelve la paradoja de un Ser luminoso e invisible.21
La verdad, como luz, adquiere en la historia un acrecentamiento. Mientras más se da razón del principio no sólo el ser del hombre se transforma, sino que también el principio sufre un cambio. Este acrecentamiento de la luz significa una ποίησις o, por decirlo así, un modo de hacer o de crear. Mas no se trata de una creación a partir la nada, sino de un re-crear lo que se muestra. En este sentido, la luz de la verdad es como aquella disposición absoluta y natural que describe Aristóteles en su tratado Acerca del alma: «Existe una intuición que es capaz de llegar a ser todas las cosas y otra capaz de hacerlas todas; este último es a manera de una disposición habitual, por ejemplo, la luz: también la luz hace en cierto modo de los colores en potencia colores en acto»22. En este pasaje Aristóteles habla de hacer en el sentido deποιεῖν y, así, llevar a la claridad las cosas significa recrearlas, pues la “simple” contemplación de la luminosidad —y la sombra que le acompaña— es una transformación tanto del espectador como de lo observado.
No es gratuito, según esto, que desde los griegos se hable de una θεωρία de la verdad. Es decir que, en tanto que la verdad del principio es luz, lo que el hombre debe llevar a cabo es un contemplación. Es así que la visión adquiere un sentido fundamental desde Platón y Aristóteles —frente a la escucha de la que hablan Heráclito y Parménides. Asimismo, el aspecto —o εἶδος— que revela el ente es, por tanto, un modo de denominar el principio de unidad (lo que se conoce, también como forma). Gracias a la luz la visión del hombre no es engañosa, puesto que toda sensación es verdadera y, más aún, dado que la luz se da continuamente, siempre se manifiesta el principio de unidad como lo mismo. Así, pues, la palabra, aunque sea de distintos modos, da razón de eso que se muestra “a simples ojos vista”.
Así, pues, para terminar restaría señalar insistentemente que la luz es histórica. En lugar de un agotamiento de la verdad, como cierta corriente afirma en toda época de la historia filosófica, lo que hay es un refinamiento de la mirada en la luz. Esto implica prestar atención siempre a lo mismo, al principio de unidad. Al contemplar lo mismo en su unidad, esto mismo, a su vez, se dice de múltiples maneras. La verdad en la que ha confiado la tradición filosófica es, pues, en cierto modo, siempre una verdad de Perogrullo. Pero no por ello carece de sentido afirmarla una y otra vez, en lugar de negarla al hablar de agotamiento y crisis. La verdad —al igual que el amor—, aun cuando pudiese no ser imperecedera ni infinitamente continua en el tiempo, sin duda es eterna puesto que es vitalidad.
Notas
1Platón, Fedro, 260 e.
2René Descartes, Los principios de la filosofía, i, n. 11, p. 28.
3Cf., Immanuel Kant, ¿Qué es la ilustración?, Ak. viii 35: «Tener valor para servirse del entendimiento propio, tal es el lema de la ilustración».
4Evangelio de Juan, 1: 6-10.
5Cf., Génesis, 1: 3-4.
6San Agustín, Ciudad de Dios i, x, 2.
7Cf., Aristóteles, Metafísica, ii, 1, 993 b 7-11: «…la dificultad no está en las cosas, sino en nosotros. Pues el estado de los ojos de los murciélagos ante la luz del día es también el de la intuición de nuestra alma frente a las cosas más claras por naturaleza».
8Cf., Platón, República, vii, passim.
9Cf., Platón, Sofista, 254 a-b: «…relacionándose siempre con la forma del ser mediante los razonamientos, tampoco [el filósofo] es fácil de percibir, a causa esta vez, de la luminosidad de la región. Los ojos del alma de la mayor parte de la gente, en efecto, son incapaces de esforzarse para mirar lo divino».
10Parménides, Poema, B 1, vv. 8-10.
11Heráclito, Fragmentos, B 64.
12Gottfried Wilhelm Leibniz, De la verdadera teología mística, p. 450.
13Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la historia de la filosofía i, p. 25. Las cursivas son mías.
14Platón, Timeo, 92 c.
15Ibid., 45 b-d.
16G. W. Leibniz, op. cit., p. 450.
17Platón, Carta vii, 341 c-d.
18 Johann Wolfgang Goethe, Fausto, “La noche”. La traducción es mía; en alemán dice lo siguiente:
Geheimnißvoll am lichten Tag
Läßt sich Natur des Schleiers nicht berauben,
Und was sie deinem Geist nicht offenbaren mag,
Das zwingst du ihr nicht ab mit Hebeln und mit Schrauben.
19Aristóteles, Metafísica, ix, 10, 1051 b 17-1052 a 2. Las cursivas son mías.
20Eduardo Nicol, Crítica de la razón simbólica, § 6, p. 45.
21Ibid., §29, p. 174.
22Aristóteles, Acerca del alma, iii, 5, 430 a 14-18.
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