Ni las propias prisiones son seguras…
Guy de Mauppasant, “¿Quién sabe?”
Tengo un grave problema olfativo. Mi compañero de celda lo sabe bien. Desde el día en que me encerraron ha sido testigo de mi obsesión por eliminar cualquier mal olor, cualquier tufo agresivo. Algo fácil cuando se trata de mi ropa (sigo lavándola cada día) o de mi cuerpo, pero complicado cuando interviene la convivencia. Puesto que desde que llegué empecé a exigirle a él que hiciera también lo mismo. Si bien al principio se lo tomó a broma, las cosas cambiaron la tarde en que me pilló lavándole los calcetines sin permiso. Nunca le he tenido en cuenta la paliza que me dio, puesto que yo no tenía ningún derecho a entrometerme en su (hedionda) intimidad. Fue esta maldita enfermedad la que me obligó a ello. Como también me obligó a hacerle la vida imposible a otros presos con los que compartía mi tiempo en el taller, la biblioteca o la enfermería. Debo agradecer que ninguno de ellos se ensañase demasiado conmigo. Todos me toman por carne de psiquiatra y quizás eso me ha salvado de palizas peores. Sus golpes, además, me han dado una lección de humildad. Me han cambiado. He dejado de atosigarles con consejos higiénicos y he pasado a los regalos: mi dinero se va en desodorante, colonia, ambientadores. Y creo que están empezando a utilizarlos, porque ya puedo pasear por algunas salas sin llevar un pañuelo tapándome las narices. Nuestra celda es, sin duda, la más limpia de todo el penal.
El origen de mis desgracias se remonta diez meses atrás. El 12 de abril, concretamente. Soy, o mejor dicho, era guarda en el Museo de Arte Contemporáneo y aquel día se me ocurrió entrar en él como un visitante más. En los cinco años que llevaba trabajando en el museo nunca antes había pensado en recorrer sus salas fuera de servicio. Estar encerrado entre sus muros seis tardes por semana era para mí suficiente. Pero aquel día, quién sabe por qué, tomé la determinación de convertirme en un turista más.
Llevaba un rato observando una de las pinturas (a las que nunca antes había prestado mucha atención, lo reconozco: bastante tenía con evitar que los niños ―y los no tan niños― acercaran sus manos a los cuadros), cuando un murmullo distrajo mi atención. El ruido provenía de un grupito de visitantes que, arremolinados junto a mí y observando fijamente la superficie del cuadro con cara de no entender nada, escuchaban atentamente las explicaciones de un guía (como su cara no me sonaba deduje que debía ser nuevo). Un grupo variopinto formado por dos parejas de jubilados, seis japoneses y un tipo solitario que adornaba sus orejas con unos walkman. No sé cómo explicarlo, pero de pronto sentí el impulso de unirme a ellos. Ya fuese por aburrimiento o por curiosidad (reconozco que en las muchas horas que he pasado en aquel museo tampoco he prestado demasiada atención a los guías), lo cierto es que acabé por integrarme en el grupo.
Cuadro tras cuadro, el guía iba recitando los datos que se había aprendido de memoria, reduciendo las pinturas a una simple lista de nombres y fechas pronunciados con la misma emoción con la que uno puede leer el folleto de instrucciones de un microondas. Nadie decía nada. Sólo los japoneses parecían inquietos, pero enseguida descubrí que no era por aburrimiento sino porque ya empezaban a sentir el mono fotográfico (alguno incluso acariciaba su cámara, como si tratase de calmarla por su obligado reposo). El único que parecía divertirse era el tipo de los walkman, sumergido en su autismo musical.
Tras media hora de puro muermo, y cuando estaba a punto de rendirme, algo despertó mi atención. Se trataba de un olor repugnante. Reconozco que lo primero que pensé (pues así ha sucedido en otras ocasiones) fue que se trataba de alguna flatulencia expelida por uno de mis compañeros. Pero se trataba de algo peor. Además, enseguida comprobé que en lugar de disminuir (como hubiera sido lo esperable), aquella peste iba aumentando inexplicablemente.
Y lo sorprendente es que ninguno de mis compañeros pareció darse cuenta de lo que estaba sucediendo. Todos seguían escuchando en silencio las palabras del guía, ajenos a aquel fenómeno odorífero. Era imposible que no se percataran. En pocos segundos sus lentas narices reaccionarían como la mía ante aquella inmundicia, impensable en las asépticas salas de un museo.
Entonces se me ocurrió que aquella fetidez debía provenir de alguno de mis compañeros y los demás, sabiéndolo, disimulaban para no humillarlo, pero enseguida deseché ese razonamiento por una simple razón: si el dueño de aquella peste era uno de mi compañeros, ¿por qué yo no la había percibido desde el primer instante? Pese a todo, llevé a cabo una sencilla (y ridícula) comprobación: olerlos, disimuladamente, uno por uno. Mientras lo hacía, algo me decía que aquello no podía provenir de una fuente humana. De eso estaba seguro. Quizá se tratase de un animal muerto en los conductos de la ventilación. O de una avería en los lavabos. Sin embargo, todo parecía funcionar con normalidad en el museo.
No tardé mucho en descubrir que la fuente de aquel terrible olor se encontraba en nuestro guía. El placer que sentí en ese instante se tradujo en una sonrisa que coincidió, según pude deducir de la reacción del grupito, con una simpática aseveración del guía en relación a la obra ante la que nos habíamos detenido.
―Parece que le gusta, ¿verdad? —me preguntó.
―¿Eh? Sí, sí —contesté, sin saber muy bien a qué demonios se refería, atrapado por la pestilencia que parecía flotar en derredor suyo. Como no tenía ni idea de lo que había estado diciendo, opté por callarme. El guía me lanzó una mirada cargada de reproche y nos indicó que continuásemos el paseo.
Pero el haber descubierto el origen de aquella abominación no me hizo feliz. A mi desdicha se unió la indignación ante la idea de que a una persona con semejante problema odorífero le permitieran tratar con el público. Uno se ha acostumbrado ya a vérselas con taxistas cuyo sudor podría emplearse como arma bacteriológica, con empleados de banca cuya halitosis haría palidecer a la más pútrida alcantarilla, o con dependientas con hidrofobia (y no lo digo por su carácter huraño). Aunque, por suerte, esos contactos suelen ser siempre fugaces. Todo lo contrario en el caso de un guía al que entregas un buen montón de minutos, al que acompañas de cuadro en cuadro bien pegadito a él para escuchar sus explicaciones (me estremezco sólo con pensarlo).
Pero seguía sin comprender por qué ninguno de mis compañeros reaccionaba ante aquel tufo. Y no sólo mis compañeros, sino el resto de visitantes del museo, cuya cifra había aumentado considerablemente a medida que avanzaba la mañana. La intensidad de aquella cochambre era tal que debería haberse extendido ya más allá de la sala en la que nos encontrábamos. Pensar (aceptar) que yo era la única persona que lo percibía me llenó de inquietud.
Porque aquella pestilencia transgredía todo lo imaginable. Si digo que no hay palabras para describirla, no exagero lo más mínimo. Lo más extraño de todo, y de ahí mi insistencia en calificarlo de monstruosidad, era que no sentía ganas de alejarme del guía, cuando lo mejor hubiera sido liberar mi castigada pituitaria de semejante experiencia olfativa. Había algo en aquel olor que me cautivaba y me obligaba a continuar allí, olvidándome de todo lo que sucedía a mi alrededor.
Y enseguida comprobé que no sólo no podía escapar de su dominio, sino que había algo en aquel tufo que me obligaba a identificar los diferentes matices, las diversas tonalidades que lo componían, convirtiéndolo en una amalgama de imposible pestilencia. El hedor que emanaba del guía me seducía implacablemente, haciendo que me comportase como alguna variedad de insecto repugnante que vuela en pos de su hembra, estimulado por la deliciosa fragancia de sus feromonas. Sentí asco de mí mismo.
Aquel olor se había adueñado de tal forma de mis sentidos que empecé a empujar a todo el que se interponía entre el guía y mi nariz. Necesitaba aspirar la mayor cantidad de aquella cochambre, introducirla en mi pituitaria, en mi sangre, en mi cerebro. Caminaba con los ojos cerrados, dejándome guiar por mi nariz, paladeando aquella inmundicia olorosa.
Pero en mi mente seguía latiendo la duda: ¿por qué sólo yo me veía sometido a esa tortura? Eso era lo único que me hacía volver a la realidad y tratar de liberarme de aquella atracción inverosímil. Intenté concentrarme en la contemplación de alguno de los cuadros, pero todos me parecían horribles manchas de pintura que ofendían mis sentidos.
Agotado, me senté un momento a descansar en uno de los bancos. De pronto, noté que mi nariz buscaba al guía. Sé que parece imposible, pero fue así. Como un perro de caza en busca de su presa, aquel apéndice había abandonado su natural inmovilidad y rastreaba el aire con inspiraciones frenéticas sin contar con mi voluntad para hacerlo. Me obligaba a seguir al guía, a impregnarme de nuevo con su olor.
Entonces noté que la gente que había en la sala me miraba. Me tapé la nariz con una mano y me levanté. Traté de llegar hasta la puerta, pero la creciente agitación de mi nariz me detuvo. Empecé a temer (en ese momento era capaz de creer cualquier cosa) que saltaría de mi cara y se marcharía corriendo tras el guía. Volví sobre mis pasos y la nariz empezó a relajarse. Las inspiraciones se fueron haciendo cada vez más lentas conforme nos acercábamos al guía. Y largas, muy largas, como tratando de absorber la mayor cantidad de cochambre en cada inhalación. Ya no le bastaba la (enorme) cantidad que flotaba en el ambiente. Necesitaba llegar a su nave nodriza. A la fuente de esa inconcebible pestilencia.
Aquella especie de desdoblamiento entre mi nariz y yo me devolvió cierta lucidez. Mientras mi apéndice se deleitaba con aquella fragancia, examiné mi situación. Si mi nariz enloquecía cuando trataba de escapar de las proximidades del guía, ¿qué sucedería en las horas posteriores, cuando éste dejase el museo y volviese a su casa? Me imaginaba siguiéndolo sigilosamente, acechando su domicilio. Pero ¿y en los días posteriores? ¿Tendría que dedicar mi vida (siempre he sido un alarmista, pero ahora no temía exagerar) a perseguirlo día y noche para evitar que mi nariz enloqueciese? Ya no me vi como un insecto sino como un miserable yonqui, haciendo lo que fuese por conseguir su dosis de fetidez. ¿Y si el guía se iba de la ciudad? ¿Podría vivir alejado de él?
Tenía que comprobar si era capaz de escapar de su influjo, si podía salir del museo y respirar en un atmósfera libre de aquella fetidez. Saqué un pañuelo, me tapé la nariz (ella se revolvió inquieta, como intuyendo lo que iba a pasar) y me dirigí hacia la puerta. Un terrible espasmo de dolor recorrió todo mi cuerpo. Sentí que iba a morir. Pero seguí andando: la salida estaba ante mí, a muy pocos metros. Del siguiente espasmo sólo recuerdo, por suerte, su inicio, porque fue como si mi cuerpo se desgarrara por dentro. Un segundo después me desmayé.
Desperté en uno de los bancos de la sala dedicada a los expresionistas alemanes (o eso me pareció). Una de las ancianas me abanicaba mientras el resto del grupo me miraba con el reproche dibujado en sus caras (incluso el autista de los walkman), como si no les hubiera sorprendido lo que me había pasado, como si hubieran espiado mi comportamiento y ya no les quedara ninguna duda respecto a mi condición de loco, borracho o qué sé yo. Busqué al guía con la mirada. Al no verlo respiré tranquilo. Bueno, mi nariz respiró tranquila. Extrañamente tranquila –recuerdo que pensé- no estando el guía cerca. Entonces decidí que era el mejor momento para escapar de allí.
Pero en la puerta me asaltó de nuevo la fetidez. Me giré y allí estaba el guía, observándome con malicia. Vaya follón que hemos liado ahí dentro, ¿eh?, dijo, terminando su frase con una despreciable carcajada. Me quedé mirándolo sin poder pronunciar palabra alguna. Apreté los puños. No soy una persona violenta (así se lo expliqué al juez). Pero algo en mí se disparó y le di un fuerte empujón, sin darme cuenta de que estaba apoyado en una barandilla y que tras ésta había una caída de tres metros. Se rompió el cuello al caer en mala posición sobre varios cubos de basura (ahora veo en ello una especie de justicia poética que no percibí en aquel momento).
Yo mismo me entregué a la policía. No creo que hubiese servido para fugitivo. El juicio fue rápido. Varios testigos vieron cómo yo le empujaba y los cuatro jubilados declararon que durante toda la visita al museo yo me había comportado de forma muy extraña (parecía drogado, añadió uno de ellos). No quise reivindicar mi inocencia: yo le había matado. Involuntariamente, es cierto, pero el resultado era el mismo. Y tratar de justificar mi acto refiriéndome al trastorno que me produjo el olor del guía hubiera sido inútil. No me habrían creído. O peor, habrían pensado que estaba loco. Y no es así. Además, no quería que me encerrasen en un manicomio y me atiborrasen de tranquilizantes o algo peor. Un mes después del asesinato, entré en prisión.
Como les decía, ahora empiezo a llevarme bien con mis compañeros de encierro. Sé que parecerá raro, pero me gusta la vida carcelaria, su regularidad (otros dirán monotonía), su ritmo lento, sus días iguales, sin sorpresas. Una vez que he podido establecer unas mínimas normas de limpieza, esto casi parece un hogar. Y mi nariz ya casi nunca me da problemas.
[perteneciente al libro Horrores cotidianos, Menoscuarto, Palencia, 2007]
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