En años recientes emerge un cierto consenso acerca de la severidad del cambio climático y sus consecuencias para la vida humana y no humana. Sin embargo, el público en general sigue en la obscuridad y desconoce las estrategias que pueden colaborar a reducir el daño. La ciencia nos ha mostrado el estado actual y los posibles efectos que vendrán si no se toman medidas adecuadas y eficaces. Pero esto no es suficiente para lograr un cambio tanto en la percepción de los gobiernos como en la de las personas. Para enfrentar los retos ambientales es necesario tomar en cuenta consideraciones de índole moral, como la justicia, la equidad y la responsabilidad ante el mundo.
Ante la perspectiva del cambio climático existen claramente tres dilemas éticos: cómo balancear los derechos y responsabilidades de los países en desarrollo y los desarrollados, cómo evaluar las propuestas de geoingeniería que podrían alentar o incluso revertir el cambio climático y cómo valorar nuestra responsabilidad para con las generaciones futuras que tendrán que vivir con un clima que estamos determinando hoy.
Por otro lado, es también claro que cualquier acción internacional necesitaría no solamente evidencia científica incuestionable, sino que también debe enfocarse en la ética y la equidad. El sistema climático es común y global y sin embargo, los costos del cambio climático no se distribuyen de manera equitativa entre todas las naciones y regiones del planeta. Los países que más contribuyen a las emisiones de gases invernadero son, en su mayor parte, los que resultarían menos afectados por las consecuencias del aumento de 2°C que casi todos los reportes mencionan. Por otra parte, los países menos desarrollados, que al carecer del poder industrial del primer mundo no generan grandes cantidades de estos gases, resultarían los más golpeados por este aumento en la temperatura promedio del mundo. Por ejemplo, Estados Unidos, con el 5 % de la población del mundo ha generado alrededor del 25% del dióxido de carbono que la humanidad ha lanzado a la atmósfera. De esta forma puede verse que el mayor incentivo para reducir las emisiones de gases invernadero cae sobre quienes menos generan y quienes más lo hacen tienen pocos incentivos para esta reducción, sin siquiera mencionar las cuestiones económicas tan centrales que de aquí se desprenden.
Por otro lado, los países en desarrollo con grandes poblaciones como India, China y Brasil han iniciado un crecimiento industrial acelerado que está generando grandes cantidades de CO2. Ellos argumentan que ésta es su oportunidad de lograr el desarrollo y que es injusto que se les limite cuando otros países no tuvieron ninguna traba para lograr su desarrollo.
Como puede verse, el conflicto entre las naciones tiene que ver con derechos y obligaciones tanto para con su propia población como para con el planeta en general y el cómo balancear estas dos necesidades imperantes. También es un conflicto de valores, ya que podemos valorar más el desarrollo económico de una nación que la salud del planeta o viceversa, y dependiendo de cómo jerarquicemos estos valores las decisiones de política pública al respecto darán forma al mundo que vendrá.
Otro factor a considerar es la confianza de algunos grupos en el poder ilimitado de la ciencia y la técnica para resolver el problema del cambio climático sin necesidad de sacrificar los estilos de vida ni el desarrollo económico. Esta confianza en la ciencia es semejante a la confianza que algunas sociedades antiguas tenían en la magia o el poder divino actuando sobre el mundo.
Se cree que la solución aparecerá así, de manera súbita, y cortará el problema de raíz; sólo debemos esperar y confiar en el poder ilimitado de la razón humana. Por ejemplo, el avance en el estudio y desarrollo de fuentes de energía renovables y su aplicación al transporte eliminará las emisiones de dióxido de carbono de los automóviles. Sin embargo, aunque es cierto que ya existen diversas tecnologías, ninguna está aun lista para ser implementada masivamente ni lo estará en muchos años según las perspectivas más optimistas. No se ha encontrado aun un sustituto real a los hidrocarburos que pueda ser utilizado globalmente e incluso, los científicos que desarrollan estas tecnologías, en general están de acuerdo en que no existirá “una” solución, sino que más bien habrá una diversificación tecnológica regional en que cada nación o estado tendrá una o varias fuentes de energía alternativa. Bien puede ser que un auto en Brasil utilice etanol (como ya es común) mientras que en Inglaterra utilice hidrógeno como combustible y en África emplee la luz del Sol. Es interesante ver cómo un problema global requiere de soluciones regionales.
De este modo hay una creciente tentación a encontrar soluciones simples a un problema complejo, utilizando tecnologías como la geoingeniería. Por ejemplo, aumentar la reflectividad de la Tierra para reducir la cantidad de rayos solares que llegan a la superficie y así disminuir la temperatura. Sin embargo, aun si esto fuera posible y eficaz, no solucionaría otros problemas derivados del cambio climático, como la acidificación de los océanos. Además, confiar en este tipo de soluciones inmediatas reduce la posibilidad de encontrar una repuesta real y compleja. Esta tentación así, debe resistirse, ya que en mejor de los casos resultaría adictiva, obligando a las generaciones futuras a seguir en ese camino aumentando la falta de responsabilidad y de conciencia de las personas.
Por otro lado, cualquier tecnología de geoingeniería trae consigo enormes riesgos que son difíciles prever y prevenir. Esta técnica alteraría literalmente el planeta entero y sería irresponsable aplicarla sin una certeza de que la cura no sería peor que la enfermedad, y es claro que tal certeza es muy improbable. Este tipo de soluciones son un último recurso y nuestro deber es hacer todo lo posible para evitar estos escenarios. ¿Quién de entre nosotros, qué nación o persona tiene el derecho de alterar el medio ambiente global, ya sea legal o moralmente hablando?
No puede negarse que la tecnología representa uno de los grandes logros de la cultura humana y ha generado grandes avances para las sociedades, avances sin los cuales no podemos concebir nuestra vida cotidiana. Ella tiene un papel protagónico en la discusión sobre el cambio climático que evidentemente debe ser valorado y tomado en cuenta. Es también claro que en la ciencia y la tecnología hallaremos no sólo el conocimiento que necesitamos para hacernos responsables y tomar las decisiones que debemos tomar sino también diversas soluciones que nos ayudarán a lidiar con el problema. Sin embargo, es irresponsable ignorar que nuestra capacidad de tomar decisiones lleva aparejadas consecuencias no sólo para nosotros sino para el medio ambiente del planeta en general. Por ello no debemos poner todo el peso de la responsabilidad sobre los científicos sino asumir la nuestra en nuestro diario actuar. La investigación científica es necesaria para poder predecir los efectos del cambio climático global sobre el suministro de agua, los huracanes, sequías, inundaciones y otros fenómenos, así como las consecuencias para los ecosistemas y la biodiversidad que son aun desconocidos en su mayoría.
Con respecto al tercer dilema que enfrentamos, debemos considerar a las generaciones futuras en la reflexión para lograr una equidad intergeneracional. El sistema climático global tiene algunos mecanismos de retraso que hacen que los efectos no sean percibidos hasta años o incluso décadas después. Los océanos y los glaciares reaccionan muy lentamente ante el peso de los gases invernadero. De hecho ya hemos condenado a nuestros descendientes a varios siglos de aumento en los niveles promedio del mar. Nuestra dependencia en combustibles fósiles baratos y abundantes ha convertido a la atmósfera en un basurero, lo que traerá consecuencias inevitables para nuestros hijos y nietos con las que tendrán que lidiar.
Tradicionalmente la ética se había ocupado de la serie de reflexiones y cuestionamientos referentes a los valores interpersonales y sociales: los deberes que tenemos para con nosotros mismos y unos para con otros como sujetos morales, los derechos individuales y colectivos que afirmamos. Hoy en día es necesario extender el significado de la ética para incluir los derechos de las generaciones futuras y nuestros deberes para con ellas.
Así, considero que el cambio climático no es un problema puramente científico. La ciencia nos ha alertado, nos ha llamado la atención y nos presenta los hechos y los datos, la información. Pero este tema está íntimamente ligado a nuestros valores, a nuestra forma de vida. Es así también un problema de índole político y por supuesto, ético.
De esta manera, se han realizado múltiples reuniones internacionales en los más altos niveles de gobierno sobre el cambio climático, por lo menos desde 1963 (Conservation Foundation 1963), donde se hablaba de las consecuencias del efecto invernadero, el reporte de la National Academy of Sciences de Estados Unidos en 1983, que ya detallaba que la actividad humana era la principal causa de este fenómeno y así hasta COP16 en Cancún el año pasado, donde representantes del mundo buscaron llegar a un acuerdo sobre cómo proceder para siquiera mitigar los efectos del calentamiento global.
Todas estas reuniones, todas esas horas de negociación y cabildeo, donde se mezclan sin claridad elementos sociales, científicos y económicos responden a la visión de que este problema debe enfrentarse desde la política pública, que el cambio climático debe ser “manejado” o “controlado” con acuerdos entre naciones y compromisos internacionales asumidos libremente por cada país y región.
Sin embargo, el conflicto radica en que estas negociaciones, como casi cualquier otra hoy en día, están centradas en las ideas de costo – beneficio. Así, la política se ha reducido cada vez más a la economía. Para la mayor parte de los actores mundiales, las cuestiones de regulación se han convertido en cuestiones de costos. Por ejemplo, una de las “soluciones” más recurridas y mencionadas es el llamado “mercado de carbono”, conformado formalmente en Kyoto en 1997, que consiste básicamente en generar un costo a las emisiones contaminantes. Así, una compañía que genera cierta cantidad de gases invernadero deberá adquirir “bonos de carbono”. De esta manera se busca que la industria trate de mejorar la eficiencia en sus procesos o emplear fuentes alternativas de energía. Así, el problema de la generación y emisión de gases invernadero queda reducido a un problema económico.
Claro está que es irresponsable y ridículo ignorar las cuestiones económicas. Esta información es de gran importancia para decidir cursos de acción en materia de política pública, ya que hay que hallar soluciones con los limitados recursos de los que disponemos. Sin embargo, es cada vez más común que los criterios económicos no solamente tengan un papel preponderante, sino el papel protagónico y central en toda decisión política. Así, al enfrentarnos a una decisión sobre un programa social, lo que se busca es maximizar los beneficios minimizando los costos. Esto es el curso de acción “prudente” y “racional”.
El problema se muestra cuando hacemos una simple pregunta: El valor económico –con toda su importancia y relevancia- es sólo uno de nuestros valores, pero ¿es el más importante? Quizás sea que hemos internalizado en demasía el paradigma neoclásico de que el bienestar se define en términos de preferencias y satisfacción y que las primeras están determinadas por la conducta. Esto es, uno actúa en búsqueda de lo que prefiere y sabemos que lo prefiere porque actúa en concordancia. Esto es, obviamente, una lógica circular que se acepta como evidente. Sin embargo, esto implica que una persona siempre actúa en función de su interés personal, algo que la evidencia empírica pareciera disputar.
La historia está llena de ejemplos en que vemos a personas “desinteresadas” que actúan no en función de intereses individuales, sino por ideales mayores. Tenemos un sinfín de relatos de sacrificio, como quien da la vida por los demás, quienes se enfrentan a enormes compañías para salvaguardar un ecosistema, quien deja atrás una vida de comodidad por ideales espirituales, etc… Es difícil y casi cínico intentar explicar estas acciones por medio de la relación costo-beneficio, incluso tomando en cuenta el “gen egoísta” de Dawkins.
Pareciera ser así que las personas tenemos motivaciones más allá de los intereses individuales, inclusive estos actos son vistos como ejemplos a seguir. Podría decirse así que no toda acción humana está motivada por criterios económicos, o aun más, que hay situaciones en que ni siquiera es conveniente tomarlos en cuenta. Por ejemplo, elegir una pareja con base en la economía es usualmente considerado mezquino y quien lo hace no es una persona de fiar.
Mucho más se puede y quizás se debe decir al respecto, pero simplemente quisiera dejar en la mesa que no siempre es racional o correcto, incluso bueno, actuar motivados según los criterios de costo-beneficio, que hay situaciones en que otros valores deben tener primacía. Considero que el cambio climático es un problema que cae en esta categoría.
Es prácticamente imposible realizar un análisis de costo-beneficio del cambio climático. Simplemente tenemos demasiadas incertidumbres al respecto. El sistema climático global es demasiado complejo, pero quizás sí podríamos afirmar que los efectos no serán (o son) homogéneos, no toda región del mundo resentirá las consecuencias de la misma manera y mucho menos con la misma intensidad. Habrá regiones incluso donde el calentamiento esperado de 2° C traerá beneficios, pero otras naciones y personas no la tendrán tan bien. El cambio climático traerá consigo así, costos, pero cuantificarlos resulta prácticamente imposible.
Y esta es la cuestión en que se centran las negociaciones internacionales. Los costos. El cuánto. Los países que se piensa más resentirán los efectos piden al primer mundo asumir su responsabilidad y solicitan apoyos económicos para desarrollo de tecnologías y el establecimiento de industrias más limpias. Los países desarrollados guardan celosamente sus avances tecnológicos porque son, en última instancia, la fuente de su poderío económico y no desean ponerlos a disposición del mundo en general, por lo menos no sin recibir una compensación.
Evidentemente no quiero decir que estas reuniones y discusiones internacionales no tienen lugar en la problemática del cambio climático global, pero sí considero que aun si los altos negociadores del mundo lograran algunos acuerdos reales, estos no serían suficientes, así como no lo han sido hasta ahora.
Y esto nos trae al quid del asunto. Si la ciencia no puede darnos la respuesta inmediata, ni la economía puede señalarnos el camino ni la política internacional tiene la capacidad de generar la solución, si ninguna de estas vías es suficiente, ¿qué nos queda? Desde mi perspectiva, la ética.
He querido mostrar que el cambio climático es en el fondo un problema ético. Es un problema que toca a fondo cuestiones sobre qué sociedad deseamos, cómo queremos que sea nuestra relación con los ecosistemas y las demás especies, qué tipo de personas queremos ser y qué valores son los que tendrán que guiarnos. La ciencia nos llama la atención y nos muestra con claridad el problema, incluso nos señala algunos escenarios posibles de lo que vendrá, pero al fin y al cabo la ciencia no nos dice cómo debemos vivir. Qué hacemos con esta información es responsabilidad de cada persona. La economía puede mostrarnos el camino más eficiente hacia donde queramos ir, pero no es su papel decirnos dónde debe ser. La política tiene su campo de acción, pero si las personas no desean actuar, los gobernantes no lo harán por nosotros.
Considero así, que en tanto personas y sociedad es nuestro deber hoy en día repensar nuestros valores, en este caso en relación al medio ambiente y nuestra relación con él. Me parece claro que nuestra jerarquía de valores es inadecuada para lidiar con el problema. La ética se ha centrado en su mayoría en cuestiones de responsabilidad individual, pero parte de que es posible identificar las consecuencias de nuestras acciones con claridad, de que los daños posibles tienen una causa y un efecto identificable en tiempo y espacio. Pero este paradigma es insuficiente cuando hablamos del cambio climático. No podemos identificar a un responsable del daño, los efectos de una acción a primera vista cotidiana e inofensiva pueden no verse en años o décadas.
Por ejemplo, el aumento en la temperatura global traerá consigo un aumento en el número e intensidad de los huracanes (como hemos podido observar en los últimos años). Es difícil identificar una sola causa de esta situación y aun más difícil señalar al responsable. Millones de personas a lo largo de muchos años han hecho mínimas contribuciones a este problema. Inclusive muchas de estas personas viven en lugares donde nunca verán un huracán. El modelo clásico de la ética no puede responder a este escenario.
Puede decirse, sin embargo, que nuestros valores responden a nuestra “naturaleza humana” y que por tanto toda discusión para cambiarlos es fútil, pero no creo que pueda negarse que al menos una gran parte de nuestros valores han surgido históricamente y por tanto, son sujetos de revisión y reordenamiento; surgieron en un contexto determinado que quizás ya no sea en el que vivimos.
Otra ventaja innegable de hablar del cambio climático como un problema de valores es que lo trae al mundo del diálogo. Todos nosotros, en tanto agentes morales, seres políticos y en última instancia, personas, tenemos algo que decir. En lugar de ser un problema científico o de política pública es un problema que todos debemos enfrentar desde nuestro diario actuar.
En conclusión, dudo mucho, y temo también, que de existir una solución al cambio climático global, ésta no será rápida y eficiente, no será un casi mágico descubrimiento científico ni un complejo acuerdo entre naciones, no vendrá de otro lugar más allá de un diálogo en que replanteemos y repensemos nuestros valores, para con nosotros mismos, para con nuestros congéneres, para con las demás especies con que compartimos nuestro planeta y en resumen, para con la biosfera en general.
Leave a Reply
You must be logged in to post a comment.