¡Yo Zaratustra, el abogado de la vida,
el abogado del sufrimiento, el abogado del círculo
— te llamo a ti, al más abismal de mis pensamientos!
Friedrich Nietzsche
Muchas veces se ha girado y jugado en torno a la pregunta ¿qué es la filosofía? Pero sólo unos cuantos se preguntan quiénes son los filósofos. La pregunta va dirigida en un sentido sesgado, algo así como una cuestión redoblada. Los amantes —o amigos— de la sabiduría, son los filósofos, hemos de suponerlo. Ahora bien, la pregunta, ya se ve, es bipartita. Primeramente se pregunta sobre la naturaleza del amor, la amistad, el anhelo y la filiación. En el otro segmento está la interrogante por la sabiduría, en qué consiste, qué clase de saber es ese que hace una petición de devoción y algo de camaradería. Cuestionamientos difíciles, por supuesto. Pudiéramos empezar —pues por algún lugar se ha de comenzar— a tejer un hilo conductor como el siguiente: ¿qué instrumento —Órganon, para hablar la lengua aristotélica— es el que permite desarrollar un amor por el saber, el mismo que reclama (suponemos) un amante? El intelecto, claro está.
Y bien, ¿cuál es la principal característica de ese intelecto filosófico? ¿Merced a qué clase de procesos se torna posible? Aquí el terreno se vuelve áspero y el ambiente sofocante, pues entramos en el campo propio de los filósofos, ese espacio en el que el cuerpo queda en segundo —y hasta en tercer y cuarto— plano. La relación del filósofo con la carne no es precisamente amistosa. Menos desapego que enemistad, el amigo del saber —ese saber que quiere para sí unos especialísimos amantes—, transmuta su instrumento de una forma muy peculiar. El pensamiento no tiene por qué corromper, falsear o difamar el cuerpo que somos, pero lo hace. ¿Por qué? Porque sólo así se puede acceder a la verdad. Evitémonos rodeos y digamos que la verdad del filósofo es la verdad del espíritu, del espíritu en tanto en cuanto negador de los afectos. Los cuerpos se rozan, sienten, se estimulan, duelen, gozan. Las afecciones deben, si no perecer, al menos ser ignoradas, y, de ser posible, calumniadas. Eso si la lúbrica sabiduría filosófica quiere ser afincada en nuestra cabeza.
La verdad del filósofo es (también) la verdad del asceta. No hace falta creer en Dios para ser un buen cristiano. La superfetación cefálica lleva en sí una denigración del deseo. ¿Del deseo de qué? Del deseo en sí mismo, a saber, deseo de deseo, o lo que es lo mismo, deseo de vida: poder y gasto. Alejémonos un momento de la biología; la vida no es homeostasis. Es más bien fusión nuclear, desintegración y apogeo, salto y caída: despeñadero. Quien se levanta contra el cuerpo-deseo, antagoniza con la existencia. Estar a favor de la nada en el seno del ser: esa es más o menos la plataforma sobre la cual se erige el discurso filosófico. Desde Platón hasta Hegel, pasando por Descartes, y, en la actualidad, muchos “intelectuales”, continúan alimentando y aumentando la prédica humanista, positivista, racionalista, cientificista, idealista, y, a fin de cuentas, nihilista.
Aunque no siempre es así. En los recovecos históricos del pensamiento occidental podemos encontrar perturbaciones, desfases, agitaciones, turbulencias y excepciones. Filósofos contra la filosofía, o mejor aún: la escritura contra el nihilismo filosófico. El intervalo tónico que encarrilará esta brevísima disertación será Nietzsche. Este entrañable pensador, es bien sabido, comienza a construir su discurso desedificante contra los filósofos. La apoteosis del cerebro, la conversión (cristiana) del cuerpo en organismo, lleva implícito un instinto-juicio, pues, siguiendo los pasos de Nietzsche, sabemos que
[…] el valor de la vida no puede ser tasado (…) El que por parte de un filósofo se vea un problema en el valor de la vida no deja de ser, pues, incluso un reparo contra él, un signo de interrogación puesto junto a su sabiduría, una falta de sabiduría”.[1]
Una falta de sabiduría, sí, pero ¿cuál sabiduría?: la del poeta trágico. Es sobradamente ridículo creer que el pensamiento puede convertirse en tribunal del ser.
El término no debe confundir a nadie. “El artista trágico no es un pesimista, —dice precisamente sí incluso a todo lo problemático y terrible, es dionisiaco…”.[2] Para el filósofo (de lo) trágico, no hay ni siquiera un problema del valor de la vida, la vida no tiene valor puesto que ella es afirmada desde el comienzo. ¿Para qué tasarla si ya ha sido afirmada y santificada? Apoteosis de lo real, incondicionalmente. Se trata de una posición absolutista e irrefutable, puesto que la celebración de la existencia —de lo que existe y del hecho mismo de existir— es tan tajante que ni siquiera se puede hablar de lealtad, sino de una adhesión gozosa completa e injustificada a la realidad, en la afirmación no hay argumentos, pues no hay goce donde hay justicia. La fuerza del guerrero es el humor imperturbable, por consecuencia, la sabiduría consiste en la afirmación injustificable e injustificada de lo real, un saber en el que todo lo terrible y despiadado de la existencia no puede significar una objeción contra ella. Recuperación de la sacra inocencia de lo mudo e indiferente.
Un pensamiento verdaderamente ateo: la refutación de Dios es la mortalidad en sí misma. La vida «es lo que es» y no hay más. Nietzsche lo repite una y otra vez de distintas formas: “el aspecto de conjunto de la vida no es la situación menesterosa, la situación de hambre, sino más bien la riqueza, la exuberancia, incluso la prodigalidad absurda”.[3] No existe una economía de lo real. A donde quiera que se dirija la mirada, lo que encontramos es siempre naturaleza solar. El esplendor se alcanza en la consumación sin medida. Ese sería quizás el único mandamiento nietzscheano: «ser como el sol». ¿Dónde queda la alegría, el alborozo, el júbilo, el regocijo, el regodeo, la risa? ¿Dónde queda el carnaval, la fiesta, la juerga, la parranda, la violenta explosión de la vida? En algún lugar, claro, pero seguramente muy lejos de la verdad filosófica. La filosofía, desde la perspectiva dionisiaca, aparece como una especie de mecanismo de defensa delirante, alucinatorio, a veces catatónico. Las cosas tal como no son: así reza la sabiduría del filósofo asceta. Así predica, mejor dicho, la moral.
Empero, ¿qué significa la moral en la escritura (anticartesiana) de Nietzsche? La fuerza motriz del moralismo es el desprecio y el odio, enfermizos afectos disparados, principal y fundacionalmente, contra la carne, el goce, y, por ende, la mortalidad. Temer la muerte —estar expuestos al absurdo— no es precisamente decadencia; pero aborrecer el hecho de ser mortales, definitivamente expele un hedor desagradable. La muerte aterra porque nos lleva al fin, la terminación, el temido y aterrorizante “campo” del no-ser. Mas no debemos buscar por ahí el origen del rencor moralista, pues lo esencial está en lo siguiente: quien ataca al cuerpo —irremediablemente mortal— arremete contra la vida. La moralidad es eso que bajo distintas máscaras y en distintos grados deforma y corrompe la totalidad de lo real. Moralizar es difamar: humanizar, tornar deseable lo indeseable, asequible lo inasequible, soportable lo insoportable. Delirio peculiar el del moralista. Nietzsche es no sólo inmoralista, sino, y muy especialmente, amoralista. Un sujeto moral es un sujeto mutilado, el sermón tiene por objetivo la castración de la potencia humana, a saber, el poder de ir más allá de lo humano. El discurso edificante falsea, idiotiza, vuelve cobarde. Es en la diferencia entre «ser moral» y «ser mortal» donde está la clave del texto nietzscheano. La moralidad es el (fallido) intento de erradicar la mortalidad.
Todo aquí es denuncia: el nombre (de) Nietzsche es el signo de una dislocación, una ruptura, una fractura en la historia del pensamiento occidental. La obra del ermitaño es una penetrante auscultación de la modernidad, su fin es desmentir y anunciar el redescubrimiento de un saber (griego) olvidado, desterrado y maldecido. Dentro del discurso filosófico, el nombre de Nietzsche es impronunciable. Coloca lo humano en su sobrehumano lugar: lo propio del animal parlante es —sabiéndose mortal— erigir un mundo. No sólo “cultura”, entiéndase esto, sino precisamente un mundo, lejos de la inmundicia, un lugar habitable y disponible, a la mano, más o menos ordenado y más o menos predecible, un campo de disponibilidad, un sistema de coordenadas, un lugar a salvo de la locura. Gracias al lenguaje —la comunicación y el signo— hacemos (un) mundo. Pero reconozcámonos: somos tiempo, cuerpo, deseo (de acabamiento), finitud. Cristiano es negar todo eso. El «más allá» es sólo el vano intento de vencer a la muerte. Pero esto entraña algo perverso, puesto que negar nuestro ser mortales es, de una u otra forma, odiar la vida, despreciar la existencia. La intensidad y la profusión de la vida son tan terroríficas como magníficas; vivir es derrochar y despilfarrar, ya sea energía, células, fuerza, bienes, secreciones corporales, etc. El mismo goce implica regocijarse en la dilapidación asoladora. ¿El placer —como ya lo había intuido Freud— no es lo contrario de la homeostasis? ¿Quién puede negar el carácter ruinoso del orgasmo? El anhelo de ser es también voluntad de acabamiento. La plenitud y el apogeo de la vitalidad son inseparables de su —casi total— aniquilamiento. Verdad trágica: al negar la mortalidad negamos también el principio mismo de toda posible riqueza. La vida plena consiste, pues, en la afirmación absoluta de lo que ella es, no de lo que debiera ser.
Esta ceguera (moral) tienen por insignia, en Nietzsche, un nombre: cristianismo. “Ni la moral ni la religión tienen contacto, en el cristianismo, con punto alguno de la realidad”.[4] Aquí está el nódulo básico de la crítica anticristiana,[5] pues, “¿Quién es el único que tiene motivos para evadirse, mediante una mentira, de la realidad?”[6] El nihilista, queda claro. Ese lisiado cuya neuralgia consiste en “un profundo descontento con lo real”.[7] El filósofo de Röcken introduce aquí, de una manera granítica, el problema de nuestra relación (alucinatoria) con lo real. El problema no es que el lenguaje nos aparte de lo real, el problema es que el lenguaje se ha moralizado, es decir, pretende suplantar lo real, hablarlo y dulcificarlo, atiborrarlo de semántica y dirección: una exagerada y tediosa humanización de la realidad. Lo real es supra e infrahumano, pero lo humano es precisamente poder ir más allá de lo humano: übermensch. Afirmar lo real y rechazar el patológico sucedáneo requiere un estado especial del espíritu: Freude. “cristiano es el odio a los sentidos, a las alegrías de los sentidos, a la alegría en cuanto tal…”.[8]
Alegría es serle fiel a los sentidos, al cuerpo, a los afectos. En este sentido, Dios representa, por ende, la más profunda de las tristezas. De ahí que Nietzsche lance la máxima expresión del ateísmo contra Él:
-Lo que nos separa no es el hecho de que ni en la historia, ni en la naturaleza, ni detrás de la naturaleza reencontremos nosotros un Dios, -sino el que aquello que ha sido venerado como Dios nosotros lo sintamos no como algo «divino», sino como algo digno de lástima, absurdo, nocivo, no sólo como un error, sino como un crimen contra la vida… Nosotros negamos a Dios en cuanto Dios… Si se nos demostrase ese Dios de los cristianos, sabríamos creerlo aún menos. -Dicho en una fórmula: deus, qualem Paulus creavit, dei negatio [Dios, tal como Pablo lo creó, es la negación de Dios].[9]
En resumen: lo real es lo sagrado; por ello Dios es la mentira por excelencia, la más atroz, tóxica y ominosa de todas cuantas haya. “Yo llamo mentira no querer ver algo que se ve, a no querer ver algo tal como se lo ve”.[10] La mentira y el humor melancólico están estrechamente ligados, como síntoma y enfermedad, reacción y producto. Pero jamás se debe descuidar la clave del asunto: Dios (es la) moral, ateísmo es lo inmoral. Empero, inmoralismo es un término que debe ser sustituido por su concepto-hermano: antihumanismo. El discurso y decurso socio-académico-cultural ha transmutado —y mudado— la moral cristiana en un paradigma aparecido durante la década de los 50 y defendida incluso por algún existentialiste du cafe. El humanismo es la forma moderna, actual, de decir: éste es nuestro (imbécil) ideal de lo que debe ser el Hombre. Es la versión capital-industrial del cristianismo. Digámoslo, pues, en lenguaje contemporáneo: “Nietzsche el antihumanista”. Entre la voluntad de plaisir (inmediato) y la voluntad de sanctitate no hay —así lo parezca— diferencia alguna, al menos en su mecanismo más elemental. Las ansias de (mórbida) euforia y el anhelo monoteísta de pureza remiten al mismo sitio: «no soporto ser (un) cuerpo, porque por serlo nada es eterno». Es por esto que una afirmación como la del filósofo Fernando Savater me parece un completo disparate: “(…) Nietzsche fue el más eficaz cumplidor del proyecto humanista de la Ilustración, al que purificó de sus asideros teológicos y cuyos vértigos de emancipada posibilidad reveló con sinigual osadía”.[11] Aquí el problema es que el humanismo ilustrado, así limpie sus manifestaciones explícitamente moralistas, no deja de ser nihilista, es decir, un adversario de la jovialidad y la lucidez.
Amar ser un cuerpo se llama alegría, aunque lamentablemente se confunde mucho con algún tipo de euforia, y no lo es en absoluto: alegría es saber y afirmar que la euforia sólo llega de vez en cuando, en raras ocasiones, y que su ausencia es parte esencial de estar vivo. La búsqueda de la felicidad, la comodidad y el bienestar es la tristeza en su punto álgido. Es la esencia de la moral, o sea, no querer aceptar y cargar con el hecho de que nada dura, de que la eternidad es una antitrágica impostura. Vivir duele, cansa y a veces aburre, pero eso no es una objeción contra ella, no es malo, no es una maldición, es, sencillamente, la inocencia de lo que —muy humanamente— percibimos como despiadado e indeseable. Alegría, pues, es amar la vida en su sempiterno paso, su cansancio (constante) y sus (fugitivos) arranques de placer. ¡Pero lo fugaz es lo que hace bello al instante! Cada momento, incluso el más odioso, es único e irrecuperable: valioso por no valer nada. La constante búsqueda del olvido —narcótico, ideológico, religioso, científico, filosófico, siempre moral— es el síntoma principal del cansancio, y, si no del odio, al menos del completo y absoluto desdén de la existencia, ser confortablemente insensibles al ser de las cosas, pues ser es tiempo, nada dura, todo se va. El éxtasis trágico es el que ocurre en la completa falta de éxtasis, similar al lamma sabactani de Bataille. Bajo la óptica moral, existir es en sí reprobable porque no encaja con uno de los conceptos más mendaces: el de perfección. Lo real es cruel desde éste “lado” del umbral, pero la realidad de lo real es la inocencia, una realidad cargada de insoportable belleza. Sólo el retorno a la antigüedad griega nos salvará de la salvación; el pluralismo politeísta que no busca iguales, unos, números, sino diferencias que lleven a la «irrepetibilidad», que ninguna puerta o ventana se cierre jamás.
La filosofía, para superar su impenitente monoteísmo, debe desembarazarse de sí misma. Hablando en lenguaje moral, la filosofía debe ser maldita para desintoxicarse de la ponzoña nihilista. Es menester que el filósofo, por buscar la verdad y hacer de esa búsqueda una producción masiva de alucinaciones y narcóticos estupefacientes, se vuelva contra sí, contra la filosofía, contra el principio del deber, más allá del bien y del mal: “Lo que hay de criminal en el ser cristiano crece en la medida en que uno se aproxima a la ciencia. El criminal de los criminales es, por consiguiente, el filósofo”.[12]
Notas
[1] F. Nietzsche, Crepúsculo de los ídolos, trad. Andrés Sánchez Pascual, Editorial Alianza, Madrid, 1998, p. 44
[2] Ibíd., p. 56
[3] Ibíd., p. 101
[4] Fr. Nietzsche, El anticristo, trad. Andrés Sánchez Pascual, Editorial Alianza, Madrid, 1997, p. 44
[5] Entendiendo al cristianismo como concepto que abarca en sí el nihilismo, el odio y la difamación de la realidad.
[6] Ibíd., p.45
[7] Ibídem.
[8] Ibíd., p. 53
[9] Ibíd., p. 91
[10] Ibíd., p. 105
[11] Fernando Savater, Idea de Nietzsche, Editorial Ariel, Barcelona, 2007, p. 256
[12] Ibíd., p. 123
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