1
Hay amor en toda la extensión interminable del término, el amor sin límites, el amor de la humanidad, del mundo, de la música, del mar o de la montaña, de la poesía o de la filosofía que, ella misma —¿no es así?— se dice amor de la sabiduría, la cual, en cambio, consistiría en amar lo que no se puede ni juzgar, ni conocer, ni rechazar: todo el otro en tanto que otro, todo el afuera en tanto que afuera, y la muerte y el amor mismo, ese furioso impulso por morir en el otro o el hacer morir en nosotros.
Existe ese amor ilimitado, inexorable, intolerable, insensato, imposible; y existe también eso que se hace, y para lo cual uno apenas tiene otra palabra que “hacer el amor” —o bien “joder”, una palabra sin elegancia detrás de la cual se aprietan todas las palabras vulgares, groseras, obscenas, indecentes, impronunciables, o reservadas a ser pronunciadas, gritadas o susurradas en el amor mismo cuando se hace. Este último amor se llama más bien “eros”, mientras que para el primero el vocabulario vacila entre “philia”, “agapé” y “caritas”.
Los dos amores tienen en común el impulso, la aceleración, la precipitación sin reservas y sin horizontes: no se define el propósito, no se describe el resultado, se trata de llevarlo a sabiendas de que no es asunto de suceder. Sin duda, se pretende trazar las líneas generales de una finalidad posible: si todo el otro es mi cercano, su proximidad parece legitimar e incluso llamar mi predilección, la elección que hago de él y el valor distintivo que le atribuyo. Por otro lado, se asume que la furia del deseo logra una satisfacción en la que se desploma. Pero sabemos perfectamente que ninguna proximidad es dada sin ser retirada más lejos, en una extranjería infinita. Y también sabemos que no hay una “satisfacción” —ni “satis” ni “bastante” para quien desea menos satisfacerse que desear aún y siempre de nuevo.
Bajo estos dos aspectos contrastantes, el amor ofrece la misma exigencia de lo infinito: nunca termina porque no se trata de poner fin a lo que se alimenta, no se limita a lo que yo puedo ser, poseer y hacer. Hacer, él, el amor es deshacer mi ser, mi poder, mi obra, es hacer una no-obra absoluta. Ahí donde parece cumplirse, en los pensamientos orientales de oposiciones armoniosas y de pasajes del uno al otro, no es menos infinito —a menos que por “amor” se entienda una pasión o una agitación, por lo demás, no menos infinita.
La reproducción figura en el horizonte de uno y otro amor, bajo la forma de la conservación del grupo por la paz comunitaria, o bien bajo la forma de la conservación de la especie (y / o el grupo) por la generación de nuevos individuos. Pero en cada uno de estos casos, está más allá de la obra: ni el grupo ni el nuevo individuo son su producto, ellos mismos tienen que renovar el deseo por su cuenta.
El sexo propone, quizás, una cifra —si no es la cifra— de esta renovación del deseo que, en última instancia, es el deseo mismo. Como se sabe cada vez mejor, la diversificación de las características genómicas no es necesariamente el beneficio más cierto de la sexualidad, incluso si se trata de un carácter apremiante. La reproducción asexual, sin embargo, no está exenta de diversificación, a través de mutaciones; por otro lado, tiene la ventaja de una velocidad muy elevada. Uno podría pensar que la sexualidad también contribuye sobradamente a la restauración de los genes afectados de diversos accidentes y, por lo tanto, a la conservación más que a la diversificación. Por estas razones —y muchas otras— para la biología sigue siendo embarazoso dar al sexo una “razón suficiente”. Tal vez se debería considerar que el sexo es importante también por la relación: diversificación o no, la relación sexual introduce una dimensión adicional —y diversificante en su camino— al interior o, en ocasiones, en el límite de las especies. Pero, ¿cómo puede la relación, en cuanto tal, proporcionar una ratio sufficiens?
El individuo asexual que se reproduce por división de sí mismo no entra en una relación. La relación, en su dimensión activa, ya está presente a título de la alimentación —y hasta el canibalismo, que para algunos biólogos podría ser el origen de la sexualidad, la absorción de una célula por otra que descubre recursos nuevos; o todos los enlaces que se pueden considerar entre la alimentación, la oralidad, y también la excreción, el sexo. Está presente también en la compartición de la calidez y del calor, o en la cooperación en la construcción, la caza, la vigilancia, pero siempre se trata de comportamientos determinados dependiendo de la especie. Con el sexo aparece una relación propia de cada especie, pero que muestra también características generales de comportamientos seductores vinculados con morfologías específicas y diferenciadas y con exaltaciones de colores, volúmenes, olores, gritos. Se debería construir una Naturphilosophie de la sexualidad vegetal y animal que mostraría cómo se produce alrededor de la sexualidad una intensificación, amplificación y diversificación de caracteres y de comportamientos que no puede explicarse en función de una excitación reproductiva: hay una dimensión suplementaria e irreductible a la finalidad —pensemos en las crestas de gallos o la abundancia de algunos huevos de ciertos pescados—, una incandescencia que no alcanza los otros fenómenos coloridos, odorantes o sonoros. Incluso se podría pensar que estos fenómenos —tonos de rocas, de cielos o de hojas, variedad de pieles, de formas, etc.— ofrecen una excedencia polimórfica, general y sin razón, donde el sexo recuperaría de alguna manera el singular espectáculo —tumulto, bullicio, efervescencia— en formas todavía más exaltadas y vinculadas a la excitación de la vida que se desea a sí misma como una relación de los vivientes, de sus generaciones y sus géneros.
La excitación sexual, con toda su fuerza animal y su imperio singular sobre el animal humano, representa una turbulencia ontológica de la relación: lo lleva más lejos, como lenguaje, allí donde no se trata ya de satisfacción, donde no se puede hacer bastante pero donde siempre queda algo por hacer, algo que nunca sucede como tal, ni como un producto y que, por tanto, nunca está “hecho” pero no deja de querer hacerse.
¿Qué se hace, entonces, cuando se hace el amor? (Pregunta subsidiaria: ¿en cuántas lenguas se dice más o menos literalmente, “hacer el amor”?). No se hace nada en el sentido de una producción —si se hace un niño, que uno lo considere o no como una producción, no es por el amor como tal, que puede muy bien estar completamente ausente. Se hace algo en el sentido de la ejecución de un acto, pero el acto designado no es uno, es un sentimiento, una disposición, la excitación de la relación más allá de sí misma, dirigida a aquello que parece destinada, ya sea para renovarlo indefinidamente, ya sea para excederlo en un abrazo donde se terminaría sin que se sepa qué sentido tendría que tomar este último verbo. Por lo menos esta expresión indica una efectividad del amor que ninguna declaración, ninguna demostración, ningún testimonio puede pretender alcanzar. Por lo tanto, de cierto modo no es imposible hacer el amor de otra manera que no sea la relación sexual en el sentido estricto: el intercambio de miradas, el de tal y tal contacto, el de palabras también puede aventurarse sobre el terreno de este “hacer”. Una cosa al menos es cierta: el amor no puede ser sólo dicho, su decir mismo debe ser un hacer. “Te amo” es un performativo: hace lo que dice. El abrazo no agrega sino un decir excedentario, eficaz de su propio límite.
2
Si sólo puede ser hecho, performado —que por supuesto no tiene nada que ver con lo que se llama un “performance sexual” (nada excepto quizás precisamente el hecho de que esta representación de la performance, de la excelencia del hacer, de la capacidad de gozar y de hacer gozar deben tener una relación con la preeminencia de hacer)— si, entonces, sólo puede ser hecho y si tal vez incluso el amor en todos sus valores —espiritual, familiar, amable, oblativo, etc.— sólo puede ser un acto y una “obra” en el sentido que el cristianismo ha dado a este término, entonces tal vez es necesario para nosotros ahora tratar de pensar y decir un poco de la actualidad de esta obra.
Muy a menudo y por mucho tiempo —en la mayoría de las culturas— se ha mantenido en el pudor extremo, en la reserva frente la cual no puede ser demostrada o que se demuestra sólo entre los amantes que están por hacerlo. Como Levinas escribió en una nota aislada “Obsceno: el amor que hacen los otros”. Esto significa también que no es obsceno lo que hacemos. Pero, al hacerlo, estamos en silencio —o lo que decimos participa de lo obsceno, es una exclamación de lo obsceno.
¿Porqué deberíamos hablar? Porque, sencillamente, no es casualidad que el sexo haya llegado a la teoría en el momento justo en el que Freud se vuelve sobre él; hacia ese punto ya indicaban algunos caminos abiertos por diversos enfoques antropológicos del siglo XIX. Y no es casualidad porque no es sorprendente que se invierta de nuevo lo que había sido tan cuidadosa y constantemente sometido a un control moral y religioso; es decir, lo que permanecía velado sólo para poder sublimarse mejor en la presunción del amor divino.
Cubrir el sexo no hace otra cosa que continuar, bajo un nuevo método y dentro del contexto cristiano, su muy antigua consideración sagrada. Quizá no haya ninguna cultura en la que el sexo no sea o no haya sido objeto de prescripciones particulares; ya se trate de cultos dirigidos a los órganos genitales, de sistemas de parentesco y de legitimidad de las uniones, de tabúes o cláusulas de la impureza, de condenas de ciertas formas de sexualidad, de prostituciones sagradas o bien de prácticas sexuales ligadas a los ejercicios espirituales —para limitar aquí una enumeración que podría extenderse y precisarse.
Si bien es cierto que el cristianismo ha sido probablemente la forma más cercana a la desconfianza y la abstinencia sexual de todas las culturas, no es sin relación con el motivo del amor que el cristianismo lo ha determinado. El amor cristiano no se distingue solamente, como a menudo se dice y con razón, del eros en tanto que deseo de apropiación. Por lo demás, a través de una gran parte de la teología y de la espiritualidad católicas, el agapé —distinguido en tanto que afección, dilección, cariño (que deriva, a su vez, de caritas) del otro— no ha dejado de ser en varios aspectos cercano al Eros. La caridad y la concupiscencia se oponen, pero la una no puede ser totalmente ajena a la otra puesto que, de alguna manera, se debe amar lo que uno desea o desear lo que uno ama.
Al menos mientras no se haga explícito que el único amor que vale —incluso, que existe— es el de Dios; un amor de la creación entera, amor él mismo creador. Esto fue el oficio de la Reforma (precedido en algunos aspectos por la espiritualidad ortodoxa). Dos tendencias profundas se gobiernan y comparten el cristianismo uniéndose y dividiéndose: una expansión infinita del eros y una asunción de toda la existencia bajo su propio origen.
El conjunto se deja comprender en la manera de lo infinito —incluso se podría agregar, con Levinas, lo infinito y / o la totalidad. Si el amor —en cualquiera de las maneras en que puede entenderse— es la búsqueda de un bien. con el cristianismo se convierte en la búsqueda de un bien infinito —esto implica, al mismo tiempo, que este bien infinito precede infinitamente a su búsqueda, y la excede, la exige en un sentido, en sí, exorbitante —o bien estrictamente etimológico— del verbo exigo (terminar, llevar a cabo, sin reserva).
Por el lado de lo infinito, la exigencia excede absolutamente toda posibilidad de realización, o es realizado sólo como el acto divino de dónde ella procede. Dios crea por amor y el amor quiere volver infinitamente. El amor se convierte en el nombre de un regreso infinito —al origen, a sí mismo, al otro absoluto. Por el lado de la totalidad, hay que entender que el todo no es un orden —un cosmos con su arché y su logos—, si no una cuidadosa elección que ordena —nuevo sentido de en arché hen o logos). Ordena que uno lo prefiere como él mismo nos ha preferido —a nada. Hay una deuda absoluta.
Hay deuda, el deber de devolver el amor recibido; al mismo tiempo, este amor recibido se constituye como una deuda ilimitada: el amor se reivindica en todas partes, en todos. Está aquí como un totalitarismo, una economía totalitaria del amor, detrás de la cual, además, no es indiferente que uno vea perfilarse la economía de lucro.
3
El sexo está aquí más cerca, más íntimo. Está en la energía que moviliza, conjunta o alternativamente, los dos aspectos de esta nueva organización de las cosas —de afectos, de relaciones, del mundo. Ya sea en el exceso o en la reivindicación, el amor cristiano moviliza la energía del sexo —como lo hizo por su parte el impulso hacia las Ideas de Eros platónico. “Es una luz, una voz, un perfume, un alimento, un abrazo que amo cuando amo a mi Dios, es la luz, la voz, el perfume, el abrazo del hombre interior que está en mí”, escribe Agustín (Confesiones, X, 6). O tal vez se debería decir, a la inversa, que la energía del sexo moviliza al cristianismo ahí donde ella se encuentra en cierto modo sin empleo, habiendo perdido en cierto modo, durante el helenismo tardío y la época romana, la fuerza impetuosa, desbordante y en suma físicamente mística que se ve en el amante del Fedro de Platón. (Al contrario de todo lo que en el cristianismo procede del judaísmo, es notable que lo que se podría llamar la bendición judía del sexo no subsiste sin someterse a alteraciones muy profundas. El Dios de Israel no espera que uno le regresa su amor.)
Es a partir de ahí que es posible comprender cómo el sexo se manifiesta en el mundo moderno con un vigor, una virulencia e incluso una violencia que nunca ha conocido en otra parte. Es responsable de toda la energía de la que ningún arrebato divino podría hacerse cargo y que, por esto mismo, ya no recogen las máquinas de la producción.
Sin duda el aspecto singular del Marqués de Sade en la cultura europea debe entenderse a partir de ahí: su momento es el de la energía sexual liberada en ella misma, desprovista de cualquier otro destino. “No hay signo de Dios, la naturaleza es suficiente en sí misma”, dice Justine. Sin embargo, esta suficiencia se afirma y se denuncia ella misma inmediatamente porque toma el relevo de una insatisfacción interminable, la cual es en sí misma doble: por una parte, el gozar sólo puede proyectarse en la multiplicación interminable; por otra, el gozar sólo puede tener su fin en sí mismo —lo que significa, sobre todo, que debe tener un fin, y esto, inevitablemente, en ambos sentidos de la palabra. El gozar nunca deja de terminar. Igualmente es rabioso y sólo puede concebirse en una destrucción general cuya lógica sólo puede tender a la autodestrucción.
Sade no estuvo solo: Fourier ofrece poco después una imagen completamente diferente, pero no menos loca del goce liberado al infinito, es decir, al mal infinito, el que está subordinado a la vista de un logro, una totalidad cuyo fantasma se renueva y se agota incansablemente. De esta manera es como llegamos a entender el goce, como una satisfacción a la vez cariñosa, limitada y decepcionada. La pregunta que se nos hace hoy en día es saber si en efecto sólo podemos, sabemos, y queremos disfrutar bajo el fondo de este horizonte fantástico y agotador —de hecho ya en gran medida agotado.
Agustín, más adelante en el texto citado, escribe que en el amor de Dios “uno saborea un alimento que ninguna voracidad hace desaparecer y abrazos que ninguna saciedad desenlaza”. En la mitad del siglo XIX, Walt Whitman escribió: “la irritable ola incapaz de satisfacción / el eco del deseo en mí respondiendo al eco del deseo en el otro” (Hijos de Adán, 1860). Whitman ciertamente nos muestra —y después de él muchos otros— que los abrazos divinos no son prohibidos y pueden suceder en Dios.
4
Esto es a lo que quiero llegar. Hoy podemos decir y pensar el sexo —lo que sigue siendo una de las maneras de hacer— sin reducirlo a la alternativa entre Sade y Fourier, entre la destrucción y la consumación, entre dos modos de saciación —y, por tanto, sin tener que recurrir al enlazamiento fantástico con un Otro que gozaría para nosotros. Podemos, y debemos poder considerar el sexo con el valor de un existencial —de una disposición inherente al ejercicio mismo del existir.
Tal y como Kant afirmaba que la razón común no tiene por qué ser instruida de la ley moral que ya se encuentra en ella, uno puede decir que nadie necesita ser instruido de la verdad del sexo. Nos precede. Ni siquiera es la verdad de la sexualidad —esta función cuyas modulaciones y complicaciones son muy numerosas— que ella también precede. El sexo no es una función y no es la división de los sexos ni de los géneros, sin importar cómo se escuchen estos términos. El sexo es un abismo y una violencia: por la segunda, que resistimos, caemos en el primero, donde entendemos nada.
El abismo está indicado por Kant: “¿Qué puede ser la razón de que los seres orgánicos conocidos por nosotros solamente perpetúan su especie a través de la unión de los dos sexos (designados como masculino y femenino)? No se puede admitir que el Creador, por curiosidad y por establecer sobre nuestro mundo una disposición que le agradara, ha practicado, por así decirlo, una especie de juego? Más bien parece que debe ser imposible que las criaturas orgánicas nazcan a partir de la materia de nuestro globo terrestre sin la reproducción de ambos sexos. ¿En qué oscuridad se pierde la razón humana si quiere emprender a escrutar aquí justo al fondo o incluso sólo adivinar cuál ha sido la fuente originaria?” (Anthropologie, § 28, nota).
Más que la “fuente” Abstamm designa la raíz originaria —una raíz cuyo secreto consiste en la división, la dehiscencia que no deja captar ninguna necesidad y que no podría tomarse por un capricho, si pudiéramos pensar un creador diletante. La perplejidad de Kant no se puede atribuir a su biología sumaria: ya he mencionado que los recursos propios de la división cromosómica no son suficientes para establecer una plena superioridad de la reproducción sexual. Más bien se trata de alejarse de nociones de superioridad —de hecho hay, si queremos mantenernos en esta lógica, vivientes rudimentarios que están sexuados (por ejemplo, las levaduras unicelulares).
La violencia está delineada por Montaigne: “Comemos bien y bebemos como las bestias, pero estas no son acciones que impiden las operaciones de nuestra alma. En aquellas mantenemos nuestra ventaja sobre ellas [las bestias]; ésta [la relación sexual] pone cualquier otro pensamiento bajo el yugo, embrutece y entontece por su imperiosa autoridad toda la teología y la filosofía que está en Platón; y si él no se queja. En cualquier otra parte pueden guardar cierta decencia: todas las otras operaciones sufren las reglas de la honestidad; este sólo se puede imaginar como vicioso o ridículo.” (Ensayos, III, 5) [»]
Poco antes Montaigne había escrito que el sexo hace pensar que “el hombre es el juguete de los dioses”; es decir, lo que Kant se prohibió pensar y, por lo tanto, quizás piensa aún más. De hecho, el sexo hace reír: todas las culturas parecen conocer la broma sexual. Hace reír molesta, incomoda, aún cuando no repugne. Hay una violencia y / o una incongruencia del sexo ante las cuales nos desviamos por la risa o el pudor.
Pero la risa no es siempre una defensa. Puede también manifestar una ausencia de conclusión, la resolución en nada de una expectativa —se encuentra esto en Kant, Baudelaire o en Hermann Broch. El sexo no conduce a nada sino a su propio placer —aunque este último no está exento de un cierto dolor, como señala además Montaigne. Este placer ha sido interpretado durante mucho tiempo como un medio de la naturaleza para atraer hacia la reproducción. Pero en todo momento hemos sabido practicar el sexo sin exponerlo a la fertilización. Y aún cuando no se trata de este desvío formal, a menudo puede ser una atracción obviamente indiferente a la intención de hacer un niño. Los dos poemas épicos homéricos no tienen los amores no familiares de Aquiles y de Ulises. Hacer el amor hace otra cosa que hacer un niño, incluso cuando lo hace.
Se podría decir que el niño es una producción (poiesis) y el amor un comportamiento (praxis). La distinción sería demasiado simple, porque el niño es menos un producto que otra existencia y el comportamiento sexual está muy lejos de estar limitado a los actos que llevan su nombre. Resulta difícil saber dónde comienza y dónde termina el sexo en todas nuestras relaciones, actividades y actitudes. Atraviesa toda la vida. Lo que Freud ha desenterrado bajo el nombre de “pulsión (Trieb) erótica” no es la importancia inesperada y más o menos mecánica de un registro inferior de nuestra animalidad humana: es la figura a la vez nueva y muy antigua de lo que siempre ha abierto el viviente a un aumento de la vida y al viviente parlante a una exclamación siempre en el límite del sentido.
Contentémonos por ahora con decir que el sexo abre el existente a un abismo y a una violencia que ciertamente no agotan los caracteres perdidos y expuestos de la existencia, sino que ofrecen al menos esta característica que portan —abismo y violencia mezcladas— en el borde de un “hacer”, que esencialmente no hace más que tocar al mismo tiempo el doble más allá del animal y lo divino, dos nombres que no dicen nada del otro sino la existencia como su propia dehiscencia, una sexistencia.
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