Resumen
Hay un hecho innegable en la filosofía contemporánea: Heidegger fue un nazi. Este hecho mancha la filosofía europea y debe ser pensado como tal. En este trabajo se expone el modo en que el pensador Slavoj Žižek piensa esta cuestión. La idea central que explica el “error” de Heidegger es el concepto freudiano de melancolía. Desde este análisis se argumenta que el pensamiento heideggeriano tenía que errar para sumirse después en un proceso melancólico de depuración de la culpa que libere al pensamiento europeo de su terrible raíz política. Que esto se haya llevado a término, tanto en el pensamiento heideggeriano, como en la filosofía europea, es algo que aún está por verse.
Palabras clave: melancolía, acontecimiento, política, diferencia ontológica, Heidegger, Žižek.
Abstract
There is an undeniable fact in contemporary philosophy, Heidegger was a Nazi. This fact taints European philosophy and it is necessary to reflect on it. This paper exposes the thinking of Slavoj Žižek on this issue. The central idea that explains Heidegger’s «error» is the Freudian concept of melancholy. From this analysis it is argued that, Heideggerian thought had to fail to submerge later in a melancholic process of expiation of guilt that frees European thought from its terrible political roots. That this task has been carried out, both in Heideggerian thought and in European philosophy, is something that has yet to be verified.
Keywords: melancholy, event, politics, ontological difference, Heidegger, Žižek.
En la historia de la filosofía contemporánea hay un hecho que marca traumáticamente su desarrollo: el filósofo emblemático del siglo XX, Heidegger, fue, a todas luces, un nazi. Es un hecho traumático no porque el filósofo alemán fundamentase con su filosofía el proyecto hitleriano, ni porque sus obras escondan un oscuro secreto de comunión con el Holocausto, es un trauma porque Heidegger fue un nazi en lo real, como un hecho insoslayable, fue un miembro del partido nazi y ejerció como tal. Ante este trauma, la historiografía contemporánea ha adoptado distintas perspectivas: algunos han intentado encontrar en sus obras la justificación del acto, otros lo han entendido como una posición justificable teniendo en cuenta el clima social de los años treinta en Alemania en el que aun el nazismo, al parecer, podía no ser percibido como lo fue después. Otros han visto en el gesto del filósofo un oportunismo político que le desacredita como persona pero que deja intacta su obra filosófica. Pero lo cierto es que ninguna de estas posiciones “cura” lo traumático del hecho para eso que podríamos llamar la “comunidad de los filósofos”. Ya exculpemos a la obra separándola de la persona, ya la condenemos ,o incluso si le damos el estatuto de un error imperdonablemente perdonable, esta es la cuestión: que uno de los núcleos inevitables del pensamiento contemporáneo está manchado hagamos lo que hagamos. Por dos razones fundamentales: En primer lugar ,porque, si bien Heidegger pudo equivocarse y tomar partido político por el nazismo erróneamente, nunca más repitió un paso semejante, a saber, nunca más se inmiscuyó en asuntos políticos ni tomó postura por partido alguno. Y en segundo lugar, pero relacionado con esta primera idea, porque Heidegger fue el filósofo que más en serio se tomó la idea de la diferencia ontológica, es decir, la idea según la cual nada óntico es ontológico. Esto traducido a la política quiere decir que no existe ninguna posición política esencial, ningún modo de enfrentar el problema de la convivencia que nos conduzca verdaderamente por el camino de los bienaventurados generando algún tipo de plenitud social, signifique eso lo que signifique. Y pese a esto Heidegger se adscribió al nazismo, un modo de política que excluye cualquier otra posición y esencializa la propia.
Y siendo Heidegger, más que nadie, el filósofo de la diferencia ontológica, ¿cómo pudo tomar partido? Y lo que no es menos importante: ¿por qué nunca volvió a hacerlo? ¿Acaso Heidegger se traicionó a sí mismo para luego volver a su posición inicial? ¿Tal vez esa sea la diferencia entre lo que se ha venido llamando el primer y el segundo Heidegger?
Merece la pena explorar el modo de pensar esta cuestión que nos sugiere Slavoj Žižek.[1] Para el filósofo esloveno, en la filosofía heideggeriana se da realmente el hecho de la diferencia ontológica, cuestión que impide privilegiar cualquier posición política como una política más esencial, más acorde con la naturaleza humana, más auténtica. Sin embargo, al mismo tiempo, la filosofía heideggeriana sostiene un secreto privilegio para un modo específico de ser-en-el-mundo que inevitablemente tiene que marcar cualquier decisión. Pero no confundamos la cuestión, Žižek no está repitiendo la vieja acusación a Heidegger de que su filosofía, en el fondo, sostiene el ideario nazi, como si lo que se oculta detrás del pensamiento heideggeriano es Mein Kampf. Más bien, lo que Žižek puntualiza es el hecho de que la hiancia que Heidegger traza separando el ser de los entes, se sostiene inevitablemente sobre un resto, un secreto despojo, el hecho de que no se puede afirmar ese corte sin haber hecho una primera elección. O dicho de otra manera: toda enunciación requiere de un lugar desde el cual se enuncia pues de otro modo estaríamos admitiendo una posición Sub specie aeternitatis. Por eso, la filosofía heideggeriana es inevitablemente, desde el comienzo, una toma de postura que, a la postre, debe ser dinamitada. De este modo, para Žižek, Heidegger no se comprometió con el proyecto nazi a pesar de su filosofía, sino a causa de ella.
En Ser y Tiempo Heidegger nos dice que el Dasein está desde el comienzo inmerso en el mundo de las cosas y que cualquier modo de relacionarse con ellas se sostiene sobre esta inmersión. No ocurre, como parece apuntar la filosofía moderna pre–crítica, que por un lado, esté la conciencia que mira el mundo y ,por el otro, el mundo de las cosas éste dispuesto ahí delante para que nosotros nos relacionemos con él, sino que el hombre está ya desde el comienzo inmerso en la realidad circundante, ocupándose de las cosas, de modo que éstas solo aparecen como tales en este ocuparse.
Pero en esta situación Heidegger nos habla de dos formas de estar sumergidos en el mundo: un modo propio y un modo impropio. La autenticidad surge, como sabemos, a través del concepto de “precursación de la muerte”. El hombre, frente a esta inmersión en el mundo puede tomar dos caminos: puede entender el mundo como algo exterior a sí mismo, como un conjunto de posibilidades frente a las que puede elegir, convirtiendo su vida en un recorrido de elecciones, una suma de decisiones que van configurando su destino, sin caer en la cuenta de que aquello que cree elegir es eso en lo que ya está de antemano. O puede tomar aquellas cosas en las que ya está, como lo propio, no como algo exterior a sí mismo, sino como el nivel óntico en el que de antemano ya está inserto y le es propio. Esto último sólo se da, nos dice Heidegger, cuando en la precursación de la muerte, el sujeto entiende que cada posibilidad de la vida se sustenta sobre cierta vacuidad. No se trata, en este segundo caso, de que el individuo se encuentre con una situación que limita sus opciones y del análisis de esta posibilidad elige la que más le conviene asumiéndola como su proyecto. Ocurre más bien al revés: sólo en la medida que un individuo está comprometido con un proyecto de antemano, es capaz de identificar sus posibilidades como las suyas. Así que no es una elección libre, sino la asunción de una elección forzosa; el individuo elige aquello en lo que ya está.
Heidegger sin decirlo, contraponiendo lo propio y lo impropio, está confrontando la sociedad americana-liberal, en la que los individuos están dispersos en el das man, entregados a un frenético ir y venir consistente en una constante elección de opciones que realmente no les conducen a ninguna parte distinta de ese baile de elecciones, dado que, en ese caso es el mismo proceso de la elección psicótica y el cambio de unas cosas por otras lo que constituye el proyecto y la sociedad nacional-socialista alemana, en la que los individuos están embarcados en un proyecto común-forzoso obligados a elegir libremente aquello en lo que ya están. Heidegger piensa que esta segunda versión es superior porque, en cierto modo, aunque el hombre no se sale del nivel óntico, éste es el resultado de una elección, una elección forzosa sí, pero una elección. El descubrimiento heideggeriano al hacer esta distinción apunta al hecho de que, si bien el hombre está desde el comienzo arrojado en unas circunstancias de las que no puede escapar, el mismo arraigo es una situación frágil que se sostiene sobre una decisión. No estamos en la misma situación de los animales cuya existencia está completamente identificada con su entorno, puesto que en el caso humano cabe la posibilidad de esta inmersión de un modo distinto, mediante el involucramiento y aceptación de ese hábitat. Ahora bien, este involucramiento que se sostiene en una decisión, no hace ni más plena, ni más esencial una opción respecto de otra, simplemente constata el fundamento abismático del existir humano. En cierta forma se trataría de que uno debe tomar partido por algo en lo que ya está para constatar que en sí misma, esa elección, es ya un fracaso. Lo contrario, la inautenticidad, es el sujeto que salta de una cosa a otra sin sentido, creyendo que cada vez da el salto definitivo y sustituyendo una mercancía por otra tan deprisa que el sujeto vela su propia fantasía.
Aquí es donde hay que comprender la elección de Heidegger por el nazismo: no se trata de que el filósofo alemán cometiera un error derivado de que, en Ser y tiempo, aún no había depurado suficientemente el subjetivismo metafísico, cuyo resto era el decisionismo nazi, representado por el Dasein que, en su ser-para-la-muerte, toma sobre sus espaldas el proyecto en el que ya está. En esta visión, tras la kehre, Heidegger se distanciaría de Ser y Tiempo y abrazaría una posición fatalista, borrando por completo cualquier resto de subjetividad y ofreciendo su visión del hombre como el pastor del ser: estamos arrojados en un mundo en el que los dioses han huido, en una existencia óntica de la que no podemos salir a menos que un Dios nos salve. La experiencia del Holocausto y el cierre en falso de Ser y Tiempo, parecen llevar a Heidegger al nuevo planteamiento en el que se retira correctamente de la política. Lo que habría puesto de manifiesto el fracaso del Reig es que ninguna opción política podrá salvarnos, que la partida se juega en otro lado, que confiamos demasiado en las propias fuerzas y cometimos un desliz: ni siquiera la elección por aquello en lo que ya estamos suponía una diferencia significativa. Hay que abandonar por completo ese lenguaje subjetivista que nos lleva a confundir lo óntico con lo ontológico y, por consiguiente, creer erróneamente que disponemos de semejante posibilidad de elección.
Žižek nos ayuda a pensar este mapa de un modo diferente. Tal vez, nos dice, este compromiso con el decisionismo Nazi no fue un resto de subjetivismo moderno antes de llegar al completo borrado de la subjetividad, sino precisamente el intento de Heidegger por no llegar a ese borrado, el desvío patológico que impide la completa recaída psicótica. Si esto es así, Heidegger tomó partido por la causa nazi de forma equivocada, pero por las razones correctas: vio en el decisionismo el acto político puro: el sujeto que sin un fundamento ontológico previo, elige una posibilidad dada históricamente, toma partido por una situación, la asume y la lleva a sus últimas –y terribles– consecuencias. Y ¿no es éste el núcleo último de lo político? una decisión que no encuentra el fundamento previo y se sostiene sobre la posición abismática del sujeto. El fracaso de Heidegger no consiste en que hubiera quedado aún apegado al horizonte de la subjetividad en Ser y Tiempo, sino por el contrario, en el hecho de que lo abandonó prematuramente, sin haber pensado suficiente todas las posibilidades que implicaba este horizonte. Confundió el nazismo con la política y después, cuando tachó el nazismo como una opción fallida, también desautorizó la política en sí misma, retirándose de la escena y confiando en una pronta intervención acontecimental “divina”. Y es aquí donde radica la melancolía de la filosofía heideggeriana: Heidegger se comportó como un melancólico que, tras la pérdida de su objeto de deseo, se retira del mundo quedando fijado en la reificación de esta misma pérdida.
Sin embargo, pese a que esta retirada de Heidegger, su khere, pueda tomar la forma de un abandono, en realidad es en sí mismo, el gesto central de la filosofía, lo que le concede valor y a la vez hace que se cargue peligrosamente. La filosofía consiste en este gesto de retirada de las cosas para mirarlas “como desde afuera”, como si esas cosas mismas no fueran con el filósofo que las mira desde su desinterés, tratando de adquirir una posición que no sea ya la de el estar ocupado y preocupado por el devenir de los entes y nos confiera la posibilidad de un gesto nuevo e inesperado. Esta disposición subjetiva es, precisamente lo que Freud describe como melancolía: la retirada del interés por el mundo exterior consistente en que ningún objeto queda investido libidinosamente, ningún objeto es objeto de deseo. El melancólico abandona el mundo del deseo, esa fantasía infinita que va saltando de un objeto a otro sin jamás encontrar su satisfacción.
En Duelo y Melancolía Freud nos dice que frente a la pérdida –un amor, la muerte de un ser querido, la renuncia a una fantasía– el sujeto experimenta con desazón ese agujero que de pronto aparece en su vida. Con el tiempo y el trabajo de duelo el individuo es capaz de tapar ese agujero con una nueva investidura, redistribuye, por así decirlo, la carga libidinal desde el objeto perdido a otros asuntos que quedan ahora fijados por el nuevo deseo. La melancolía, en cambio, aunque se haya presentado así de manera habitual, no consiste en el fracaso del proceso de duelo, como si el sujeto operase con su libido como un broker de Wall Street que no tuviera la audacia suficiente para mover su capital a lugares más rentables. La melancolía es exactamente lo opuesto al duelo, pues no hay realmente pérdida de objeto, sino todo lo contrario, consiste en el intento de conservar el objeto que nunca tuvimos en su forma más auténtica, como una pérdida. De este modo, como señala Žižek, “El melancólico no es principalmente el sujeto apegado al objeto perdido, incapaz de realizar el trabajo del duelo con respecto a él, sino más bien el sujeto que posee el objeto pero que ha perdido su deseo por él”,[2] y ha perdido dicho deseo porque –y aquí está la genial intuición de Freud– lo que ocurre con el melancólico es que ese objeto perdido se identifica con el yo, y por tanto es el sujeto mismo lo que aparece como algo ausente o empobrecido. Es como si el melancólico hubiera descubierto que el secreto del deseo es su propio vacío ontológico: sabe que “[…] el deseo es una fantasía infinita que se desliza de un objeto a otro […]”[3] sin alcanzar nunca este objeto puesto que alcanzarlo significa su propio vaciamiento. Por eso, “la melancolía adviene cuando finalmente obtenemos el objeto deseado, pero estamos decepcionados con él”.[4] Lo que sucede entonces, como constata Freud, es el descubrimiento de que ningún objeto concederá dignidad y existencia plena al sujeto, pues el rebajamiento de éste es ontológico. Es el propio sujeto lo que se ha perdido, lo que computa como pérdida, lo que carece de toda dignidad pues su estatus es el de algo que sólo se inscribe simbólicamente como vacío, una cosa imposible de llenar, pues ese “llenado” –el restablecimiento del deseo por un nuevo objeto– significa, una vez más, su pérdida:
El melancólico nos muestra todavía algo que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico, un enorme empobrecimiento del yo. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. El enfermo nos describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión y castigo.[5]
En el melancólico es el mismo vacío del sujeto el que acumula toda la libido, como si quisiera conservar eso que ha perdido –que a la postre es el sí mismo– como la pérdida misma.
Por eso podríamos decir que el melancólico comprende que el estado natural del deseo es la melancolía, es decir, la conciencia de que eso que deseo no está en ningún objeto positivo, que no existe ningún objeto que llene propiamente la falta, pues ésta es ontológica. Podríamos decir también lo mismo de otro modo: el melancólico ha atisbado que en fondo último de la subjetividad sólo hay abismo, que ésta no está sostenida por ningún fundamento, que toda decisión es un salto al vacío y, en consecuencia, es por eso que surge esa posición de desafecto con respecto a la totalidad de las cosas del mundo. Ningún objeto es causa de deseo, ninguna acción es digna de ser disparada, puesto que lo que hay detrás de todas ellas es la hegeliana noche del mundo, el vacío abismático del sujeto. El melancólico sabe que el enigma de todo ser parlante no es por qué no desear, no actuar, no tomar partido, sino por qué hacerlo: cómo poner en marcha el deseo, cómo colocar un objeto ocupando un lugar vacío.
Si esto es así, estamos tentados de pensar que lo verdaderamente originario no es ese ser–en–el–mundo en el que el sujeto, en tanto que Dasein, está ya de antemano enredado con su deseo, inserto en un mundo circundante frente al cual ya está respondiendo. Sino más bien, en un sentido lógico, el estado melancólico en el que el individuo aún no ha tomado partido o, más bien, ha dejado de tomarlo a causa del descubrimiento del sí mismo como lugar abismático. Y así parece insinuarlo Heidegger en Los conceptos fundamentales de la filosofía. Si en Ser y Tiempo Heidegger había partido del análisis del hombre como Dasein para comprender el fenómeno «mundo»: el hombre está ya, desde el comienzo sumergido en un mundo, en esta otra obra Heidegger trata de esclarecer el verdadero significado de esta inmersión mediante la comparación entre los hombres y los animales. De este modo nos dice que la distinción entre unos y otros radica en que “el animal no tiene mundo mientras que el hombre tiene un mundo”.[6] Dicho así, pudiera parecer que el animal está en su existencia como está una piedra, ejemplo que propone Heidegger. Pero es evidente que no es así, no es la misma relación la de un animal con el mundo y la piedra o cualquier otro cuerpo inerte con el mundo. El animal no carece de mundo en el mismo sentido que una piedra, pues no está completamente cerrado, se relaciona con el mundo circundante. La diferencia con el hombre que sí tiene mundo, reside en el hecho de que el animal está cautivado por sí mismo, ha de estar irremediablemente consigo,[7] sin poder tomar la distancia necesaria que le permite encontrarse a sí mismo y abrirse al mundo que le rodea. Pero lo verdaderamente interesante de esta descripción heideggeriana, y de la diferencia entre el animal y la piedra, destaca Žižek, es que Heidegger apunta la idea de que esta situación del animal se traduce en una suerte de dolor melancólico, un sufrimiento derivado de este encierro sobre sí mismo: “[…] si la carencia de mundo y el ser pobre forman parte del ser del animal, un sufrimiento y un dolor tendrían que recorrer todo el reino animal y el reino de la vida en general”.[8] La idea es, por tanto, que la naturaleza toda está impregnada por la melancolía. Pero no una melancolía en el sentido de haber perdido un pasado paradisíaco, una totalidad orgánica equilibrada, sino precisamente al contrario, la melancolía de aquellos que “[…] están todavía en el paraíso pero suspiran por abandonarlo, de los que aunque permanecen en un universo cerrado, poseen ya una vaga premonición de otra dimensión que, por muy poco, ha quedado fuera de su alcance”.[9] Dicho de otro modo: la melancolía de aquellos que presienten la urgente necesidad de desear, pero no saben cómo, pues su completa inmersión en su mundo circundante satura y llena todos los espacios en los que pudiera abrirse un vacío, una distancia mínima que hiciera surgir el deseo.
Podemos hablar de este modo, de tres momentos o posiciones en relación con la melancolía. Aquella melancolía animal que presiente el deseo, pero que no puede acceder a él por estar cerrado sobre sí mismo, lo que es casi el momento mínimo de carencia, la pobreza de mundo a la que señala Heidegger. La carencia de melancolía en el hombre que, aún pudiendo tomar distancia de sí mismo, que entrevé el fondo último de la subjetividad como puro abismo, se vincula con un objeto mediante la fantasía del deseo: poniendo una cosa en el lugar vacío que permite la apertura a la cosa misma. Y por último la melancolía propiamente dicha de quien sabe que esta operación es imposible, pues la pérdida del objeto de deseo revela el fondo último de la subjetividad como un agujero imposible de llenar, imposible de duelo, como nos enseña Freud. Esta es una melancolía que ya no “desea” el deseo mismo.
Y dicho esto, podemos comprender qué lugar ocupa Heidegger dentro de su propia filosofía: ¿qué es lo que se perdió –o se ganó, según se mire– en Ser y Tiempo en su cruce con la decisión política de Heidegger? La caída del nazismo y el hundimiento paralelo de Ser y Tiempo escenifican el trauma que pone en contacto al sujeto heideggeriano con el abismo del sí mismo, la imposibilidad de toda subjetividad o, dicho de un modo más propio, la experiencia de la subjetividad como un sustantivo imposible. De ahí esa renuncia melancólica de Heidegger a una nueva apuesta y su disposición subsiguiente de el hombre como pastor del ser, el que ha de permanecer a la espera, a la escucha, de un nuevo acaecer. Ahora bien, y empezamos ya a atisbar el final de toda esta palabrería: esta retirada, que como hemos dicho, no es un abandono de lo político es en Heidegger la condición para que ese nuevo acaecimiento suceda, por tanto, la condición misma de lo político.
Para explicar esto podemos servirnos de la interpretación[10] que Žižek hace de la estupenda película de Lars Von Trier Melancolía. En esta película se relata la historia de una familia frente a la inminente colisión de un planeta contra la tierra que supondrá la completa aniquilación de la especie humana. El planeta en cuestión, un enorme planeta azul, representa lo Real traumático, puesto que es la amenaza que acabará con todo: de hacerse efectiva la llegada del Planeta, todo perderá su sentido y consistencia, pues su colisión es el horizonte más allá del cual no hay nada.
En este escenario hay varios personajes, pero uno destaca sobre el resto por su tranquilidad a la hora de afrontar el encuentro traumático: Justine, una melancólica, una mujer depresiva que, como si hubiera anticipado el desastre, ya sabía de antemano que la totalidad de las cosas se sostiene sobre el vacío. Enfrente se sitúa John, su cuñado, quien representa la posición del científico, convencido desde el principio de que no ocurrirá la catástrofe gracias a los cálculos matemáticos. Junto a él, su hermana Claire, que representa la posición subjetiva habitual, la histeria. Cada uno de estos tres personajes tiene un modo distinto de enfrentarse al abismo de lo Real. Claire necesita constantemente pruebas de que no se producirá la colisión, pero se muestra nerviosa e inquieta, como si ninguna de las razones por las que el planeta finalmente no arrasará la vida en la tierra fueran suficientes. Su marido le fabrica un círculo de alambre a través del cual mirar y comprobar que realmente el planeta se aleja. Inicialmente funciona, pero al poco Claire vuelve a mirar y el planeta rebasa el contorno del círculo desmoronándose su fantasía. John, en cambio, seguro de estas razones, confiado en la ciencia, vive el evento casi como una fiesta, tomando fotos, mirando por el telescopio junto a su hijo como si se tratase de algo excepcionalmente benigno. Justine, en cambio, como si supiera desde el principio que todo está perdido, permanece a la espera.
Cuando la colisión es inminente todos se derrumban salvo ella: Claire se desespera y sufre por su hijo y John se suicida. Solo Justine es capaz de tomar una decisión, crear un nuevo “significante maestro”, una posición frente al abismo: coloca unos palos creando una “cueva mágica” donde permanecer a salvo a la espera del fin. Esta cueva mágica es un verdadero Acontecimiento (ereignis) en el sentido de Žižek y de Heidegger, un nuevo significante que reorganiza el universo simbólico y permite otro acercamiento a lo real. Es abiertamente distinto del aro de alambre de Claire, que funciona como una fantasía para tapar el vacío de lo real. Pues bien, Žižek nos dice que lo que le posibilita a Justine ser quién abre este Acontecimiento es precisamente su melancolía. Cuando la catástrofe solo era una fantasía, Justine no era más que una melancólica deprimida, pero cuando se hace real, está en su elemento, es la única capaz de pensar un modo de afrontar el abismo. En eso consiste ese permanecer a la escucha del que habla Heidegger. No es una retirada que huye del mundo para refugiarse en un lugar más seguro, como Nietzsche acusaba a los filósofos, sino una retirada consistente en afrontar lo real-traumático en su vaciedad. La negativa de Heidegger a tomar partido por una nueva apuesta política se parece a la melancólica negativa de Justine a sentirse afectada por su propia vida. Pero es precisamente esta retirada –de la catexis, dirían los freudianos– del mundo lo que permite un nuevo encuentro con lo real que hace que el ser humano sea algo más que una mera repetición de posiciones heredadas. Aquí reside para Heidegger el valor de la filosofía.
Pero conviene no confundir filosofía y melancolía llegando a creer que el secreto último de la filosofía es una suerte de saber melancólico, como el saber absoluto hegeliano que, en la Fenomenología del espíritu, solo aparece cuando la conciencia ya ha hecho el recorrido completo de sus fracasos. Es importante señalar que, tanto para Žižek como para Heidegger, en el fondo, la melancolía carece de todo valor más allá de ser un puro y ciego sufrimiento sin sentido. Una filosofía melancólica no es más que la posición del alma desdichada que padece el tormento de estar irremediablemente privada de Dios. Styron lo refleja magistralmente en una extraña autobiografía personal, Esa visible oscuridad, en la que la depresión, lejos de presentarse desde una mixtificación romántica, como ha señalado Renduelles,
[…] no es un ejercicio de escritura sanadora, sino una narración retrospectiva: el único conocimiento que deja la enfermedad es el alivio de curarse y volver a ver la luz al final del túnel. […] Styron carga contra la tesis de los vasos comunicantes entre genio y melancolía. La depresión le devastó el espíritu y le incapacitó como escritor hasta el punto de que le parecía imposible escribir una nota suicida que no resultara folletinesca. No solo no afinó su ojo interior, sino que lo convirtió en un autor torpe que solo acierta a describirse con metáforas pedestres como «soy un zombi sin voltaje», «un coche sin pistones» o «una central telefónica inundada». Su enfermedad era pura oscuridad.[11]
El único valor de la melancolía es negativo: permite romper con el mundo circundante, desengancharse de la propia identidad, romper los lazos que sumergen al sujeto en un proyecto dado. Pero como tal, como simple espera, es el triunfo de la pulsión de muerte que mantiene al sujeto bajo una permanente luz negra autodestructiva, aguardando que el tiempo se haga cargo del fin sin voluntad ni siquiera para eso. Podría decirse que el melancólico suicida aún conserva el mínimo deseo de un Otro.
El valor en sentido positivo, no lo aporta la melancolía, sino la decisión acontecimental de tomar partido, de llevar a término aquello en lo que se está, aún cuando las consecuencias de esa decisión sean terribles, decisión que, eso sí, tal vez sea sólo posible desde la particular oscuridad del melancólico desenganchado de todo proyecto. Justo por eso el melancólico es capaz de, en el momento apocalíptico, de tomar una decisión firme pese a no creer en ella. Aquí reside para Žižek el valor filosófico del acontecimiento que describe como “[…] la decisión de decidirse, sin tener clara conciencia de sobre QUÉ está decidiendo el sujeto. Es un acto no psicológico, no emocional, sin motivos, deseos ni temores; es incalculable y no resulta de una argumentación estratégica, es un acto totalmente libre, aunque uno no podría hacerlo de otro modo”.[12] De ahí que Heidegger tomara una mala decisión por los motivos correctos: “[…] es necesario comenzar eligiendo el mal, pues el bien solo puede surgir en el espacio abierto por aquel mal”.[13] O dicho de otro modo, tal vez Heidegger tuvo que ser un nazi para que la filosofía europea se retirase de sí misma en un dolor melancólico que le permita romper con este vínculo terrible, subir por esa escalera que después uno tiene que echar abajo. Únicamente mediante esa expiación melancólica el sujeto, y en su defecto el filósofo, pueden abrirse a una nueva decisión que no sea la repetición del mismo deseo. Está por ver si la filosofía europea, en la persona de Heidegger, se sumió en una melancolía destructiva que lleve a término y extinción del deseo que llevó a Heidegger y a los nazis a coincidir, o simplemente haya sido un proceso de duelo que repita el mismo deseo pero cambiando el objeto.
Bibliografía
- Freud, Sigmund, Obras Completas, Vol. XIV, Amorrortu, Buenos Aires, 1984.
- Heidegger, Martin, Los conceptos fundamentales de la metafísica, Alianza, Madrid, 2007.
- _______________, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2003.
- Renduelles, Guillermo, “Surfeando en las heladas aguas del cálculo egoísta” en Salud mental y capitalismo, Cisma, Madrid, 2017.
- William, Styron, Esa visible oscuridad, Mondadori, 1991.
- Žižek, Slavoj, Acontecimiento, Sexto piso, Madrid, 2014.
- __________, Contragolpe absoluto, Akal, Madrid, 2016.
- __________, El espinoso sujeto, Paidós, Buenos Aires, 2001.
- __________, El frágil absoluto, Pre-Textos, Valencia, 2002.
- __________, El títere y el enano, Paidós, Buenos Aires, 2011.
- __________, Menos que nada, Akal, Madrid, 2015.
Notas
[1] Slavoj Žižek, El espinoso sujeto, ed. cit., pp. 17-78
[2] Slavoj Žižek, Contragolpe absoluto, ed. cit., p. 246.
[3] Slavoj Žižek, El acoso de las fantasías, ed. cit., p. 93.
[4] Slavoj Žižek, Contragolpe absoluto, p. 246.
[5] Sigmund Freud, Duelo y melancolía, ed. cit., pp. 243-244.
[6] Martin Heidegger, Los conceptos fundamentales de la metafísica, ed. cit., p. 247.
[7] Ibidem, p. 291.
[8] Ibidem, p. 326.
[9] Slavoj Žižek, El frágil absoluto, ed. cit., p. 116.
[10] Slavoj Zizek, Acontecimiento, ed. cit., pp. 28-31.
[11] Guillermo Renduelles, “Surfeando en las heladas aguas del cálculo egoísta” en Salud mental y capitalismo, ed. cit., pp. 92–93
[12] Slavoj Žižek, El títere y el enano, ed. cit., pp. 33-34.
[13] Slavoj Žižek, Menos que nada, ed. cit., p. 123.
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