E. M. Cioran, Camus y el suicidio

ALEKOS KONTOPOULOS, “LEAVE ALL HOPE” (1973)[1]

 

Resumen

Ningún animal se suicida. Probablemente porque carecen de un “sí mismo” responsable (moral) de sus actos. No es que no “quieran” matarse, sino que no existe el agente de esa violencia ejercida contra sus propias vidas. Pueden sufrir horrores, o desesperar, pero no llegan nunca a quitarse voluntariamente la vida. Sólo los humanos pueden hacerlo. Sólo los humanos tienen un “yo” para perpetrar esa acción. Y eso torna al suicidio un gesto imposible. Descartado el desahucio físico, ¿por qué alguien decide privarse de la vida? La decisión no la puede tomar sino un yo. Se interroga aquí a Cioran y a Camus sobre este tema.

Palabras clave: suicidio, nihilismo, existencialismo, ilusión, absurdo, rebelión.

 

Abstract

No animal commits suicide. Probably because they lack a responsible (moral) “self” for their actions. It is not that they do not “want” to kill themselves, but that there is no agent of this violence against their own lives. They may suffer horrors, or despair, but they never voluntarily take their own lives. Only humans can do that. Only humans have an “I” to perpetrate that action. And that makes suicide an impossible gesture. With physical eviction ruled out, why does anyone decide to deprive themselves of life? The decision can only be made by a self. Cioran and Camus are questioned here on this subject.

Keywords: suicide, nihilism, existentialism, illusion, absurd, rebellion.

 

I

 

Se puede decir que Cioran ha descontinuado no toda la filosofía, pero sí cierta concepción de ella; su versión más ingenua, perversa, humanista y artera. Es decir, aquella que, mediante incisiones religiosas o prótesis técnicas, ha logrado hacer del pensamiento una forma particularmente nociva de ilusión. Es contra esa filosofía, y no contra la filosofía en general, que los dardos envenenados de Cioran se multiplican. Hay en él, en el verdadero filósofo, una necesidad de ver que se opone a la exigencia de creer; el origen de las matanzas que manchan la historia no es, hablando claro, la brutalidad animal sino la sed de verdad. Es de temerse que alguien, que una secta o una muchedumbre se apodere de la verdad, porque ella será el arma predilecta utilizada en sus furores. No es la diferencia o la discrepancia la fuente de la violencia, sino la sedimentación de una ortodoxia, la parálisis de las ideas en nombre de un Bien absoluto. La propensión a no dudar se encuentra detrás de todos los crímenes. Para Cioran, el dogmatismo recorre e invade religiones e ideologías, convirtiéndolas en ángeles de exterminio. Es el origen, la explicación del fanatismo: “[…] lepra lírica que contamina las almas, las somete, las tritura o las exalta…”.[2] Quienes hablan de salvación son los más violentos, los más feroces. Quienes hablan de un “nosotros” que es el vehículo de los “otros” poseen un espíritu de lobo bajo la piel de cordero. La fe, sea religiosa o política, es el sitio en el que anida el terror. No extrañará la contraparte: son los descreídos, los indiferentes, los apáticos y abúlicos, quienes han salvado a la humanidad de una debacle irremediable bajo consignas y estandartes. “El fanático es incorruptible: si mata por una idea, puede igualmente hacerse matar por ella; en los dos casos, tirano o mártir, es un monstruo”.[3]  ¿Cómo estar al alba de estos iluminados, ¿cómo permanecer a salvo de su afán salvífico?

El primer efecto de esta crítica es una apología de lo fútil, de lo ordinario, de lo insípido. Lo que sea con tal de no caer en las garras de semejante amo innoble que es el fanatismo. Casi desde el principio advertimos en Cioran un esfuerzo por disolver esas terribles abstracciones que son, por ejemplo, la justicia o la verdad. A su vera se yerguen otros valores, menos estentóreos, como éste de la indiferencia o el del aburrimiento. En el fondo, sin embargo, uno puede hallar una guía prácticamente infalible: el amor no a la vida en general sino a su carácter incoercible. Si perseveramos en ella es porque no es lógica. Ella, a diferencia de la muerte, es “[…] la gran Desconocida”.[4] Se ama porque sí, ya que la vida pierde su atractivo cuando se le asignan razones o se le adscriben argumentos. Más que amor, Cioran habla de “la improbabilidad fecunda del deseo”, distinción importante que tendrá sus consecuencias. A la vida se le desea más porque ella se levanta, como musgo, ante el incontorneable muro de la muerte. No se sostiene ante el miedo a la muerte, sino ante la fuerza de la única certeza humana posible. Quitarnos la muerte nos quita la vida, es lo único que un hombre lúcido sabe y entiende. La lucha es contra la salvación, pues la vida en su fragilidad e inocencia es, para el espíritu enfervorecido, indigerible. La única “solución” es trágica: vivirla hasta el final, sin eludir sus tormentos y sus deliquios. No se trata de eludir nada; la vida es así. Hacernos presuntamente fuertes frente a ella nos conduce a un estado ruinoso y calamitoso donde quizá no hay muerte, pero definitivamente tampoco hay vida. El pensador no admite esas pruebas vaporosas que a veces ofrecen los iniciados: prefiere la nada a una ilusión barata e interesada. “Y yo sueño con una Eleusis de corazones desengañados, con un Misterio neto, sin dioses y sin la vehemencia de la ilusión”.[5] Cioran prefiere mil veces al que no tiene nada que ofrecer: al escéptico y al loco, al que jamás podría suponerse ejemplo de algo positivo.

 

Es la escuela no de la sospecha, sino del desengaño; pero su resultado, a pesar de todo, no es la postración o la acedia, sino la alegría. Alegría ante la disolución de las ilusiones: matar la verdad, socavar la arquitectura del malentendido, desacreditar las abstracciones tradicionales… Eso es filosofía, no simulacros o emplastos. Al menos, eso es pensamiento, y no remiendos para una ideología siempre necesitada de reformas y de acondicionamiento. El pensador viene de afuera, y lleva su destrucción lo más adentro del Imperio. ¿Eso lo convierte en un emisario del futuro, en un Don Quijote con plenos poderes? Escasamente. Su deseo está lejos de una transformación del mundo, porque sabe que el mundo humano no es injusto porque sea humano, sino porque es mundo. Practica a tal respecto un “conformismo desesperado” derivado de la conciencia de esa imposibilidad. La justicia es imposible porque nada la apoya, nada la anuncia: somos parte de un caos infinitamente mayor. Nada tiene remedio, pero tratar de imponérselo sí: para Cioran es lo único que dentro del caos tiene sentido. Por lo mismo, la única intervención factible era la de los márgenes, la de una exterioridad bárbara que perdió en el nazismo su última oportunidad. Los nazis echaron las cosas a perder porque renunciaron a la universalidad.

 

Extinta ésta, Occidente se encamina a su deterioro general: a su muerte por fatiga. Vivimos un momento análogo a la transición de la sociedad antigua a la cristiana; todo adopta la figura del suicidio. Es el momento agustiniano de la Ciudad de Dios: el tiempo ha madurado para recibir un nuevo evangelio. ¡Para una nueva tumba! Occidente, desde este ángulo, se halla profundamente tocado de muerte. Ya ni siquiera se perciben las fuerzas que habrían de hacerle resistir. Es un lento naufragio. La normalidad es apabullante. Constantemente, Cioran invoca como ejemplo la Roma del fin del Imperio: la agonía de una candela que se extingue sin escapatoria. Quién sabe desde cuándo todos los caminos están vedados; simplemente, no hay un lugar a donde ir. ¡Estación final del nihilismo! El fondo de Occidente es un vacío impuro, un vacío de pacotilla. La sensación dominante es, en el pensador, no la decadencia, sino la erosión, el desgaste final de la civilización. Contempla Europa desde una balaustrada suspendida en la ausencia de metas. El diagnóstico es, así, implacable: el destino de toda civilización es el fracaso, el hundimiento en sí misma. Ante ella, sólo nos queda una esperanza: la barbarie.

 

II 

 

Mis filósofos de cabecera son Nietzsche y Spinoza; ambos, asombrados por, y enamorados de, la vida. Son trágicos porque piensan que el dolor o el sinsentido no constituyen objeciones para la vida, que quizá lo único que pida a seres a veces demasiado inteligentes y atormentados es aquiescencia. Si Nietzsche no se estacionó en el pesimismo fue porque, simétrico al optimismo, presuponía una visión divina desde la cual podía juzgarse en su totalidad la existencia. Schopenhauer era ateo, pero se imaginó con el derecho de alcanzar ese juicio. Nietzsche, al ser un ateo más consecuente, se lo prohibió. Es necesaria una instancia superior para juzgar la existencia. Si ella es concebida como soberana, difícilmente se la rebajará a objeto de una valoración. Ningún animal, ni los lemmings o los elefantes, se suicidan. Probablemente porque carecen de un “sí mismo” responsable (moral) de sus actos. No es que no “quieran” matarse, sino que no existe el agente de esa violencia ejercida contra sus propias vidas. Pueden sufrir horrores, o desesperar, pero no llegan nunca a quitarse voluntariamente la vida. Sólo los humanos pueden hacerlo. Sólo los humanos tienen un “yo” para perpetrar esa acción. Y eso torna al suicidio un gesto imposible.

 

Descartado el desahucio físico, ¿por qué alguien decide privarse de la vida? La decisión no la puede tomar sino un yo. Pero, por paradoja, ese “yo” resulta, al suicida, frecuentemente insoportable. Alguien que no se soporta no podría matarse, porque sería dejarle todo el mérito a un yo con, entre otros, delirios de grandeza. Con todo, algunos se suicidan. No se sabe si por causa de un ataque de lucidez o por uno de ofuscación. Si lo piensa, no lo hace; pero sólo porque piensa llega a ese límite. Si es lo bastante lúcido, el suicida sabe que quitarse la vida no necesariamente es la solución final. ¿Quién lo sabe a ciencia cierta? Sería espantoso despertar y darse cuenta que uno sigue vivo bajo formas completamente desconocidas (pero seguramente peores). No se requiere creer en el infierno para sospechar tal cosa. Pero, por simple estadística, el suicida toma esa decisión porque ya no aguanta más. Exteriormente, es un gesto de un egoísmo absoluto. No querer vivir es comprensible, y hasta justificable, pero saber que no hay retorno de ese callejón desanima al más templado. El suicida más consecuente no quiere solamente dejar de vivir o cesar ya de hacerlo; quiere no haber vivido nunca. Será fácil encontrar en esta negación una especie de voluptuosidad; maldecir la absoluta improbabilidad de que yo exista tiene su encanto. ¿No hay esperanza? Bueno, el suicida tiene su vida para regalar o, con suerte, chantajear al universo (o a la persona indicada). Pero eso no debe ocultar el hecho de que alguien se quita la vida con la esperanza de que cese la desesperación. Parece un nudo ciego. El suicidio es cualquier cosa menos una solución, porque si la vida es imprevisible, la muerte lo sería aún más. En todo caso, es la muerte del cuerpo, y sólo los espíritus religiosos (porque existen otros) creen que hay algo en el cuerpo que no muere. ¿Horror o delicia? El problema del suicidio, su posibilidad misma, depende de la existencia de esa “instancia superior” que es el yo, pero cuando éste se halla totalmente avasallado por lo que Freud bautizó como superyó: otro nombre de la moral, otro epíteto para referirse al rebaño. Tal vez por ello, aunque admiremos al suicida, aunque por lo bajo respetemos siempre sus razones, queda de su acto un resabio de desaprobación y desaliento. La inolvidable frase de Cesare Pavese que figura como epígrafe de Gracias por el fuego, la novela de Mario Benedetti, brilla con su fulgor negro: I suicidi sono omicidi timidi. No existiría el suicidio si no se diera la escisión (y oposición) entre la mente y el cuerpo, entre lo consciente y lo inconsciente. El suicida mata con consciencia a su parte inconsciente; nada original o maravilloso. Nada heroico. Edipo no se mata; se arranca los ojos, un castigo que se antoja mucho peor. De acuerdo con Pavese, el suicida querría matar a otro, pero la timidez -no la cobardía- se interpone. Prefiere matarse a sí mismo. Es una sustitución, un desplazamiento, una maniobra distractora. Parece congruente… hasta que ya es demasiado tarde. Se mata uno mismo porque no es posible o no es factible o no es rentable matar al otro. Se objetará que no siempre es así. La lucidez también es causante de estos decesos voluntarios. ¿Por qué vivimos? Porque estamos ebrios de ilusiones. La lucidez las extermina y el resultado apenas podría ser distinto: no se puede vivir sin ellas. Luego entonces… A menudo no queremos tener ilusiones. Si eso es la vida, no será tan arduo repudiarla. Sin embargo, las ilusiones son como las enfermedades o las plagas: no son lo que se dice voluntarias. El sujeto las contrae -y ya no puede deshacerse de ellas. El apego a la vida llega a ser una fuerza mayor. La ilusión más potente es, a no dudarlo, el amor. Merced a ella nos imaginamos necesarios y la vida cobra un carácter mágico. Pero es una ilusión, o al menos así lo considera la filosofía: “El amor brinda, al menos, una ilusión de proximidad justificada; todas las restantes formas de compañía son gratuitas, artificiales, postizas. Es obvio que todo nos impulsa a no soportar a nuestros semejantes, a huirlos: sólo el amor parece ser excusa suficiente para padecer de cerca a otro. Cualquier intimidad es decepcionante: hace falta un engaño tan poderoso como la convención amorosa para transformar esa decepción en suave rutina”.[6] Schopenhauer y Cioran son aquí los demonios tutelares de Savater. Evidentemente, la decepción amorosa es la decepción por excelencia.

 

Darse cuenta de que uno está irremediablemente solo es una irrebatible y magnífica causal del suicidio. Pero hay en el psicoanálisis y en cierta filosofía una forma de deseo que no se enreda con las ilusiones: es, naturalmente, la pulsión de muerte. Es lo más raro, porque el deseo suele ser aquello que nos aleja de la muerte, pero he aquí que se puede desear cesar. Así de elástico está hecho nuestro destino. El suicida no lo hace por vergüenza o cobardía; al contrario, se precisa de valor y fuerza. En todo caso, sería lo más natural: el esfuerzo está en vivir y en fabricar razones para ello. Son tan arbitrarias y tan coherentes las unas como las otras. Por eso Cioran declara que el suicidio más perfecto, el más “puro”, es el que se comete sin razón alguna. Es el acto soberano por antonomasia. Es más: basta con pensar en el suicidio para alcanzar una liberación cercana a la beatitud: “Pensar que uno va a matarse hace mucho bien. No hay tema de pensamiento más serenante: en cuanto uno lo aborda, se respira”.[7] Sería una lástima que el suicidio interrumpiera tan bello pensamiento, ¿cierto?

 

III 

 

Es curioso, aun si finalmente comprensible, que el cristianismo sea tan duro con el alma del suicida. Nietzsche, como en casi todo, desdramatiza y desataniza el trámite. Matarse voluntariamente no tiene nada de pecaminoso; al contrario, es una muestra de amor… a la vida. En resumen, hay cosas peores que no existir. Una vida de lástima -vivida en la renuncia y la anemia- lo es. No se trata de negar la vida, como propugna Schopenhauer; se trata más bien de negar primero a Schopenhauer. Lo que dice Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos (fragmento 36) puede sonar tan duro y violento como el cristianismo, pero está enderezado, según es evidente, a una transvaloración general. ¡Más vale muertos que parasitar la vida! En este punto, Nietzsche no aboga abiertamente por el suicidio, sino por la eutanasia. El suicida está justificado si su vida es completamente parasitaria. Loco, roto, ¿se habría matado Nietzsche si tuviera fuerzas? Es muy diferente a las reflexiones de Camus o Cioran. Ellos analizan el suicidio como una alternativa existencial, no como último recurso. En Nietzsche, el yo puede y debe hacerse cargo de un cuerpo, del propio cuerpo, en el límite del deterioro. Ni Camus ni Cioran están pensando en eso. Pero es llamativo que el de Röcken la emprenda contra el pesimismo: éste es calificado aquí como una forma aguda de nihilismo. El pesimista es tan soberbio como lo es el optimista; su juicio es, en ambos casos, totalitario. Se juzga la vida desde un valor trascendente, y ese juicio es la clave del nihilismo. Si se decide que la vida es absurda, o injusta, o inhumana, o incomprensible, da realmente igual que se la juzgue con los valores opuestos. Para Nietzsche, la vida es voluntad de poder; ni buena ni mala. Lo que es malo (metafísica y fisiológicamente) es negarla. Camus es nihilista porque juzga la vida desde fuera: es absurda, luego nada tiene sentido, luego está justificado (e incluso recomendado) el suicidio. De poco sirve que el escritor se abstenga de afirmar (o negar) el carácter ontológicamente absurdo de la existencia: es su punto de partida. Tal vez la vida no es de por sí absurda, pero así se presenta a una sensibilidad despierta. Camus se engaña ello no obstante cuando se imagina libre “de metafísica y creencias”, porque da por hecho que aquélla debe ser coherente con la razón. La idea de que el suicidio es un problema filosófico (el “más serio”, si no el único) ya prejuzga suficientemente la cuestión. No, desde luego, porque matarse sea un acto trivial, sino porque, precisamente, es tan serio que la filosofía se queda un poco corta. Celebérrima es la tesis de El mito de Sísifo: “No existe más que un problema filosófico serio en verdad: el suicidio. Decidir si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder la cuestión esencial de la filosofía”.[8] Lo demás, si no es secundario, es francamente nimio. Un ejemplo es Galileo: que la Tierra o el Sol ocupen el centro del mundo es una verdad que no valía la hoguera. Ante cuestión tan seria, todos los vericuetos de la metafísica resultan poco menos que irrisorios. Por otra parte, la filosofía apenas corresponde a la definición aristotélica: no tiene mucho que ver con la curiosidad.

 

“Comenzar a pensar es comenzar a estar minado”.[9] Pensar puede llevar a la muerte, pero a una muerte voluntaria. De todas formas, la gente que se quita la vida tras profunda y serena reflexión es más bien rara. Es un acto bastante irracional. Camus lo achaca al rencor y al cansancio que la existencia va acumulando. Pero este instante de extrañamiento no sobreviene sin reflexión. El suicidio no ocurre sin una suspensión de la inercia de la costumbre; ella es la principal razón, si no la única, para continuar viviendo. No es normal pensar seriamente en el suicidio, pero, como repetirá Cioran, es sano hacerlo. Tan sano como abandonar todo engaño, en dar la espalda a toda ilusión. La lucidez consiste en este repudio. Ahora bien: ¿es el efecto inevitable de la lucidez la visión del absurdo? El engaño consiste en ponerse de acuerdo con uno mismo. En transar. Para eso sirve la esperanza: merecer otra vida que sucede a esta, o vivirla conforme a una abstracción “que la supera, la sublima, le da un sentido y la traiciona”.[10] El propio Camus se pregunta si el carácter absurdo de la vida es suficiente para rechazarla absolutamente. Parece fácil ser lógico, pero lo difícil es pensar lógicamente hasta el final. Nietzsche desestimaba el sufrimiento como una objeción a la vida; ¿es más potente, más destructiva, la sensación del absurdo? El escritor no quiere andarse por las ramas; ofrece una definición muy concisa de lo absurdo, que parece no guardar relación con lo ilógico. “Una sola cosa: este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo”.[11]

 

Al describir estas propiedades del mundo, Camus no desperdicia la oportunidad de hacerlo con destreza y encanto. El mundo muestra en un instante, en una simple piedra, su impenetrabilidad. Absurdo es el carácter inhumano que, con una ínfima alteración, exhibe lo humano. Ser un ente deseante que suscita inevitablemente las paradojas más irresolubles; eso es absurdo. En términos filosóficos, el mundo es absurdo porque no es dialéctico. Estas categorías que pretenden explicarlo todo lo único que provocan es la hilaridad. Eso es lo absurdo: no que el universo no esté regido por la razón, sino que el ser humano no pueda comprender nada sin ella. Comoquiera que sea, a la filosofía, desde la segunda mitad del siglo XIX, no le ha quedado más remedio que incluir el absurdo en su nómina, e incluso partir de ahí para ofrecer sus propuestas de solución. Camus se ha informado con dedicación. Pasa revista a los grandes nombres de la nueva tradición “existencialista”: Kierkegaard, Husserl, Heidegger, Jaspers, Chestov. No es que sea precisamente didáctico; va a lo suyo. De Heidegger extrae la cuestión de la angustia: el hombre no sólo es mortal, sino que se define íntegramente como conciencia de la muerte. De Jaspers, la desesperación ante la imposibilidad de saber y el escape a la Trascendencia. De Chestov, la rebelión ante lo irremediable. De Kierkegaard, “el más interesante de todos”, entresaca también la desesperación, pero se admira de sus salidas: la renuncia a una verdad absoluta, la paradoja y la contradicción, la proliferación de seudónimos, el rechazo a una moral tranquilizadora, los consuelos… “Con la alegría desesperada de un crucificado contento de serlo, construye pieza a pieza, con lucidez, negación y comedia, una categoría de lo demoníaco”.[12] ¿Lo demoníaco? Sí: una realidad con la que es imposible negociar.

 

IV 

 

Edmund Husserl es el filósofo que pone en orden este nuevo mundo en el que pensar ya no equivale a someter la diferencia a la identidad ni lo infinito concreto a una abstracción trascendente. Sin (falsas) esperanzas, todo está por verse de nuevo, en verdad desde el principio. Sin un elemento aglutinante de la experiencia, sin Dios o sin la Idea, todo parece absurdo. ¿Lo es? No se sabe por anticipado a qué debe ponerse atención: todo vale, todo es glorioso y todo es baladí. Sin Dios, todo no sólo está permitido, sino que todo da lo mismo. Es más, sin Dios ni siquiera hay un Todo. Paradójicamente, que lo haya produce, en algunos espíritus, claustrofobia y asfixia. Es preciso llegar a este límite, aunque muchos digan que no podrían soportarlo. Cualquier cosa con tal de no hacer del humano un ser apoltronado, ñango, acomodaticio. Camus se encuentra al final del camino. Propone tres exigencias para no quitar su filo a lo absurdo: la ausencia total de esperanza, el rechazo continuo y la insatisfacción consciente. Que sea absurdo reclama una entereza ejemplar. La solución más socorrida, que no es tal, es la evasión. Somos seres racionales, dicen, pero lo real no lo es; ¡más ridículo que absurdo! Ahora bien, por irrefutable que sea, el absurdo, para Camus, resulta inaceptable. No debe consentirse, a riesgo de ver perder con ello su índole subversiva. Aquí se llega al colmo de la paradoja: “Lo absurdo no tiene sentido sino en la medida en que no se lo consiente”.[13] Es el punto de partida, pero no es posible quedarse allí. El reto es hacer algo a sabiendas de que no tiene el menor caso; es justo lo de Sísifo. En ello desemboca la ruina del racionalismo en general y del hegelianismo en particular. Que lo real no es racional, pase; pero que yo no tenga más remedio que serlo viene a ser intolerable. Esa es la paradoja de la que arranca Camus. Y es también lo que lo distingue de las propuestas existencialistas. Éstas son evasivas, es decir: religiosas. La crítica a Jaspers, por ejemplo, es implacable: el pobre cree en Dios porque sí. El fracaso del pensamiento al tratar de encontrar justificación para la Trascendencia es la prueba de su existencia. Ridículo. Es como hacer de la peor humillación un motivo de máximo orgullo.

 

La crítica que dirige a Chestov no es menos severa; su filosofía (si es que la hay) se reduce a justificar a Dios porque el hombre tiene necesidad de Él, aunque no haya oportunidad de arrimar un solo argumento en torno a su posibilidad real. Lo absurdo es la prueba irrefutable de que Dios existe. Así, Chestov parte del absurdo, pero sólo para disiparlo. Hay para él, como para todo talante religioso, un más allá de la razón; que no hay absolutamente nada más allá de la razón, siendo ésta inane, es lo único que sabe un espíritu desengañado. No niega el ámbito de la razón; sólo lo circunscribe a lo humano. El salto a Dios, por más que se verifique al final, siempre es muy precipitado. De lo que se trata es simplemente, como ya hemos recalcado, de decir no a la esperanza. Estamos comprobando que esta renuncia no es cualquier cosa. Es análogo a lo de Kierkegaard, a lo de San Pablo, a lo de Tertuliano. El sacrificio de Cristo es cualquier cosa menos racional: en realidad es, como el de Tarso exponía a los corintios, locura y escándalo. Con todo, tiene su lógica. Es seguro que el mérito de Kierkegaard es poner toda la fuerza de su inteligencia, que no es poca, al servicio de esta paradoja: el triunfo está en saber fracasar. Pero su límite, según Camus, está en procurar escapar hacia la beatitud, hacia la bienaventuranza. Ello se debe a que es cristiano: la muerte no es el fin sino el verdadero principio. Todo conduce a la misma conclusión: hallar la redención en su opuesto. La actitud de Camus, por más que en gran medida simpatice con el danés, resulta antagónica: “Lo absurdo, que es el estado metafísico del hombre consciente, no lleva a Dios. Quizá se aclare esta noción si aventuro una enormidad: lo absurdo es el pecado sin Dios”.[14] Está más que claro: mantenerse en lo absurdo no implica renunciar al pensamiento; al contrario. Los existencialistas, dice el argelino, tienen que suprimir la razón para alcanzar a Dios. ¿Para qué? No es que no sea posible; para un espíritu lúcido, no es en absoluto deseable. Desde esta perspectiva, el existencialismo (cristiano) comete o escenifica el suicidio de la razón, la occisión del pensamiento. No parece necesario llegar a ese extremo. Pero, tanto por la vía religiosa de Kierkegaard (que sueña con un Dios fulgurante) como por la abstracta de Husserl (que confía en una Verdad Absoluta), se cumple un deseo profundo. Racionalismo e irracionalismo “llevan a la misma predicación”: aplacar la angustia. Al cabo, la nostalgia puede más que la ciencia. Pero, ¿cómo es realmente el mundo? Decidir que es racional o que es irracional desemboca en una misma serenidad o en un mismo desinterés. No, para el escritor no es ni lo uno ni lo otro. Es una decisión humana, con lo cual no guarda relación de justicia con la realidad. Corresponde entonces no un juicio cualquiera, positivo o negativo, sino su suspensión. La lucidez consiste en no zanjar, y ello significa ante todo no renunciar al pensamiento. Si algo detesta, es precisamente eso: una predicación. Que exista algo absurdo en el mundo no quiere decir que sea in toto irracional, porque lo que no hay en él es, justamente, una instancia o una visión totalizadora. La evidencia es que se produce un inevitable desgarro entre mi deseo y la tozudez o indiferencia del mundo. Camus está harto de consolaciones. Quiere el mundo tal cual es. “Hay que saber si se puede vivir de él o si la lógica ordena que se muera de él”.[15] Es, finalmente, una cuestión de honestidad. El pensamiento no debe retroceder frente a lo que abre. Tampoco, cosa que hacen, cada quien a su modo, Kierkegaard, Jaspers, Chestov y Husserl (y como antes hiciera Pascal), precipitarse en saltar a lo absoluto. Lúcido es mantenerse en el borde. No debo confundir deseo y realidad. No debo huir. Debo mantener abiertos los ojos en la noche más oscura y en el mediodía más abrasador. Lo absurdo es este divorcio literalmente insalvable entre mi sed de absoluto y la irreductibilidad de las cosas a un principio racional. Que no hagamos nada por escamotear esta distancia nos da la cifra de nuestra humanidad. El resto es apenas una mentira piadosa.

 

 

Así que, para Albert Camus, lo decisivo no es ni suicidarse ni no suicidarse, sino estar toda la vida a punto de hacerlo. Situarse en el borde antes de caer postrados… por la esperanza. Demasiado consuelo nos vuelve emocionalmente, vitalmente flácidos. En esto, como en otras muchas cosas, Camus se asemeja a Nietzsche; la vida consiste en mantenerse alerta ante la muerte, pero el efecto purificador es mayor si esa muerte es pensada o concebida como acto soberano, como acto voluntario. El mito de Sísifo es un ensayo que casi no tiene desperdicio; es, a pesar de un poco repetitivo, valiente, sincero, conmovedor. Pero lo es porque el escritor no quiere dar lecciones, se aparta con energía de la voluntad de edificar: siempre habla por sí mismo. Puede negar cualquier cosa de sí mismo excepto su nostalgia de unidad y absoluto; puede negar cualquier cosa del mundo “[…] salvo ese caos, ese azar rey y esa divina equivalencia que nace de la anarquía”.[16] No quiere mentirse para estar “mejor”.

 

Lo que queda una vez suprimida la esperanza en un más allá no es otra cosa que el derecho a la rebeldía. ¡Una rebeldía sin esperanza! ¡Una rebeldía soberana! Tal vez encontremos aquí una profunda aporía, una cesura, una especie de “salto” que el escritor hasta ahora evitó incluso con rencor. Si no hay esperanza, ¿cómo justificar cualquier subversión? Si no hay esperanza, ¿no es más consecuente la resignación, la apatía, el desconsuelo? Camus está persuadido de esto: es preciso sublevarse contra un sentido convencional, aprendido, abstracto, inimaginable. Pero no contra un sentido sin el cual nada humano sería posible. No es la vida humana en general la que ha de ser justificada, sino la vida de cada quien. Uno tiene que estar dispuesto a cargarla solo, por su cuenta y riesgo. Y, en segundo lugar, la rebelión no surge en nombre de un mañana, sino de un ahora ilimitado. No es que lo eterno no exista, es sólo que no se mueve un dedo por él. Un ejemplo (no necesariamente ejemplar: al contrario) es Don Juan. Este personaje sería un vulgar mujeriego sin la conciencia, sin la lucidez extrema de que constantemente hace gala. Pero no hace nada por el futuro, va sincronizado totalmente con sus momentos reales. Esa es la definición canónica: “El hombre absurdo es el que no se separa del tiempo”.[17] Vive un presente eterno, como el resto de los seres de la naturaleza. Es natural que les sea aborrecible a “los hombres de lo eterno”. Don Juan es el hombre trágico porque primero es nominalista: ni existe la mujer, porque no hay dos iguales, ni existe el amor, un sentimiento complejo del que es imposible o inútil construir un concepto. Otro ejemplo es el comediante trágico: él sabe que por su oficio se torna insobornable enemigo de la iglesia y su negocio. “No lo ignoramos, todas las Iglesias están contra nosotros”.[18] La oposición es nítida: el hombre del absurdo es lúcido mientras que el resto se duerme en la ilusión. Dios es para este resto el subterfugio supremo. No obstante, tocamos aquí un límite esencial.

 

Camus defenestra a Dios para quedarse, solo, en un mundo de hombres-dios. Con ello, le facilitará, a su pesar, el trabajo a la teología. Se oyen ya los murmullos de la réplica de un Henri de Lubac, cardenal de Roma. Tal vez acusa demasiado restrictivamente la época, cuyo horizonte no es otro que el humanismo existencial de Sartre. Para nosotros se ha abierto un paisaje diverso. Nos ha tocado en suerte otro clima. La muerte de Dios no tiene por qué ser lo mismo que la ascensión del hombre, así éste sea un poco menos abstracto. Lo absurdo, en suma, no es todavía lo bastante trágico. Para el escritor, trágica es la locura y trágico el suicidio; y no es cuestión de llegar hasta ese extremo. ¿Qué podría detener este fatal deslizamiento? Es decir, ¿por qué el destino de todos los hombres lúcidos no es el suicidio (o la demencia)? La respuesta es que no hay respuesta. El hombre del absurdo no concluye nada. Es un asceta: sólo se mantiene alerta ante la tentación de la esperanza. El hombre del absurdo no quiere saber absolutamente nada de lo que pasará mañana. Ha renunciado a ello. Curiosamente, Camus observa que este desprecio del futuro no implica por fuerza un abandono del cristianismo. “Se puede ser cristiano y absurdo”[19] ¿De verdad? Al menos sería un cristianismo muy diferente al que conocemos: una religión del Hijo que ha olvidado con minucia al Padre. El ateísmo de Camus es el precio a pagar por el humanismo. Un precio no tan alto como el que, machaconamente, deja entrever el escritor. Evidentemente, no es un humanismo triunfante, sino desesperado. El hombre es finito, el mundo no sabemos. Es el humanismo de un hombre que, en tono existencialista, no puede ser otra cosa que “una pasión inútil”. Con todo, es el amo. La consecuencia, sin embargo, no es adueñarse de la Tierra, sino “repercutir en imágenes”.[20]

 

La consecuencia, dicho en otras palabras, es despedirse de la teología y retomar a la mitología. Esta inversión significa un reconocimiento del carácter fontanal de la impotencia. No debe olvidarse este trasfondo: se trata de pensar hasta el final el mito de Sísifo. Éste es el paradigma del héroe absurdo: detesta a los dioses y a la muerte. Pero es un héroe porque afirma, casi con alegría, su destino. Es casi indiferente que, como los insectos en torno a una luz cegadora, se precipiten en ella. Camus piensa eso, poco más o menos, de los hombres. No pueden no girar en derredor, pero han de cuidarse de caer irreversiblemente en ella. Por eso su vida da vueltas y no va a ninguna parte. El escritor lo detecta en muchas obras literarias, pero la mayoría resbala insensiblemente hacia lo que Camus llama, desde el principio, la esperanza. Esa caída es suicida. El pensamiento sucumbe una vez tras otra al deseo de sentido. Por lo mismo, el ensayo concluye (es un decir) con Franz Kafka. “Todo el arte de Kafka consiste en obligar al lector a releer”.[21] Es el arte de no concluir. Es lo propio del hombre trágico (o del hombre del absurdo): saber que la vida es extraña, y aceptarlo con sencillez. El secreto de Kafka reside en esa sencillez con que pasa de lo trivial a lo maravilloso, de lo anodino a lo macabro. Pero esta oscilación no es un mero recurso literario; lo absurdo es la escisión entre el cuerpo y el alma, la oposición entre un goce perecedero o efímero y una esperanza de eternidad. No hay remedio para divorcio semejante. Eso es todo.

 

Bibliografía

  1. Camus, Albert, El mito de Sísifo, Editmusa, México, 2016, p. 299.
  2. Cioran, Emil, Breviario de podredumbre, Taurus, Madrid, 1981.
  3. __________, El aciago demiurgo, Taurus, Madrid, 1974.
  4. Savater, Fernando, Ensayo sobre Cioran, Taurus, Madrid, 1980.

 

Notas
[1] https://www.wikiart.org/es/alekos-kontopoulos/leave-all-hope-1973.
[2] Cioran, Emil, Breviario de podredumbre, Taurus, Madrid, 1981, p. 20.
[3] Ibid., p. 22.
[4] Ibid., p. 27.
[5] Ibid., p. 29.
[6] Savater, Fernando, Ensayo sobre Cioran, Taurus, Madrid, 1980, p. 121.
[7] Cioran, Emil, El aciago demiurgo, Taurus, Madrid, 1974, p. 63.
[8] Camus, Albert, El mito de Sísifo, Editmusa, México, 2016, p. 299.
[9] Ibid., p. 300.
[10] Ibid., p.302.
[11] Ibid., p.305.
[12] Ibid., p.312.
[13] Ibid., p. 315.
[14] Ibid., p. 319.
[15] Ibid., p. 324.
[16] Ibid., p. 325
[17] Ibid., p. 335.
[18] Ibid., p. 344.
[19] Ibid., p. 356.
[20] Ibid., p. 358.
[21] Ibid., p. 361.