Cioran: la escritura, desarraigo y distopías de la evocación

CARAVAGGIO, “SAN JERÓNIMO ESCRIBIENDO” (1607)

 

Resumen

La obra de Cioran en México aparece casi como una insinuación equívoca: una insistencia enrarecida, una gravitación indócil, disruptiva. Los textos de Cioran incomodan como un sacudimiento, devoción al silencio de los destierros. Su presencia marcada por su genealogía incierta, el desarraigo asumido como una condición de reconocimiento. Una resonancia irónica, señala la desolación de una reflexión sin concesiones. Con la escritura de Cioran se experimenta la exigencia de reflexión de la historia como vacío, como reticencia entre el desaliento de la memoria y la volatilidad sin resguardo de toda figura del porvenir. Asumir la escritura como el riesgo del derrumbe de la reflexión en el silencio, la fragilidad del destino de olvido que corrompe la vocación ordinaria de la palabra.

Palabras clave: reflexión, melancolía, escritura, filosofía, lenguaje, disrupción.

 

Abstract

Cioran’s work in Mexico appears almost as an equivocal insinuation: a rarefied insistence, an unruly, disruptive gravitation. Cioran’s texts disturb like a shaking, devotion to the silence of exiles. His presence marked by his uncertain genealogy, the uprooting assumed as a condition of recognition. An ironic resonance signals the desolation of an uncompromising reflection. With Cioran’s writing, the need to reflect on history is experienced as a void, as a reluctance between the discouragement of memory and the unguarded volatility of every figure of the future. To assume writing as the risk of the collapse of reflection in silence, the fragility of the destiny of oblivion that corrupts the ordinary vocation of the word. 

Keywords: reflection, melancholy, writing, philosophy, language, disruption.

 

La obra de Cioran en México aparece casi como una insinuación equívoca: una insistencia enrarecida, una gravitación indócil, disruptiva. Arraigada en los márgenes de la filosofía académica, la filosofía dislocada por el trabajo de escritura. Minar las convenciones de la literatura, desbordar las impaciencias del ensayo. Los textos de Cioran incomodan como un sacudimiento, devoción al silencio de los destierros. Su presencia marcada por su genealogía incierta, el desarraigo asumido como una condición de reconocimiento. Una resonancia irónica, señala la desolación de una reflexión sin concesiones. Habitar la desolación: las cadencias y el dislocamiento de la escritura desplaza la distancian no solo del mundo filosófico, sino de los cánones de la propia escritura. Habitar los panoramas del oprobio, asumir los vestigios de un estilo intratable; una escritura extraña incluso para ese régimen que emerge de los intersticios de la escritura que es el ensayo. Su pensamiento se desplaza por trayectos fragmentarios. Su segmentación remite a la fascinación errática de la composición aforística. Recrear los fulgores distantes de la serenidad. La intimidad de lo irrecuperable. La fuerza de su voz crece a partir de los años 70, acaso impulsada por una publicación en uno de los primeros números de la revista que iniciaba, con una patente capacidad de desafío, Octavio Paz. La revista Plural, surgió entonces como una apuesta afirmativa, dar carta de ciudadanía a la diversidad de perspectivas intelectuales y políticas; desplegar una apuesta a la apertura irrestricta del pensamiento en el espacio cultural y político de México. En aquel número 4, de enero de 1972, se publicó una selección de aforismos de Cioran extraída de una compilación mucho más amplia cuyo título “Del inconveniente de nacer”, hacía patente el carácter inabordable, paradójico e irónico, del texto. Esa publicación hizo posible un encuentro con Cioran de una amplia masa de lectores; fue un gesto que cobró quizá un perfil decisivo que sería confirmado y apuntalado más tarde con una amplia difusión de distintas publicaciones de Cioran en nuestra lengua, sustentadas en su gran mayoría por casas editoriales españolas (sobre todo Taurus, Tusquets). Pero la amplitud de su difusión no lo privó de esa condición marginal, de ese tono desconcertante, capaz de incitar un escándalo apenas sofocado. La lectura de esos textos no podía sino apuntalar un desasosiego apenas matizado por su confinamiento en las zonas de la escritura fragmentaria, en las periferias de la reflexión sistemática del pensamiento filosófico y en las líneas de sombra de la escritura reflexiva apuntalada en el estremecimiento íntimo.

 

Más allá de la transformación de los modos de comprender el trabajo de escritura, la reflexión de Cioran ahonda y disloca el régimen aforístico; desplaza los sentidos consagrados y los territorios del trabajo filosófico: las resonancias del desapego marcan el trayecto reflexivo con una inflexión al mismo tiempo trágica y vacía, como una iniciación a una aprehensión corpórea, casi táctil, una desesperación neutra. La noción misma de desesperación pierde y trastoca sus intensidades, se asume como un territorio baldío de la intimidad. La reflexión asimila una tensión sin reposo pero también sin desenlace, una oscuridad sin arrebato, sin abatimientos; una obstinación destinada a asimilar la aceptación paradójica de un tiempo propio, de una identidad abismal, sin fundamento.

 

El texto reclama una lectura arraigada en el hábito de la desolación; la desolación no aparece como un vuelco de la aprehensión de la vacuidad de la propia historia, el devenir indiferente; no apela a un encuentro desolado con la desolación. Su inmersión en la experiencia vital es la de un habitar conformado, paradójicamente, en lo errante, en una intimidad apuntalada en el abandono; es acaso una iniciación a las facetas contemporáneas de la desolación. “La patria —escribe Cioran citando un texto tibetano— no es sino un campamento en el desierto”.[1]

 

La reflexión sobre Cioran comparte y ahonda la persistencia residual de su escritura. El riesgo de la lectura de los textos de Cioran: extraviarse en esas atmósferas que tejen el vacío, que se decantan en frases exuberantes, fracturadas por impulsos reflexivos. La violencia de sus aserciones no puede sino permanecer como una trama de jirones, un tejido de figuras cuyo desenlace es el silencio, adherencias que señalan el curso quebrantado de los juegos destinados a asumir y dislocar las fisonomías de la nostalgia, desbordarla acentuándola. Sus textos invocan una lectura a golpes, con ritmos alternantes, con intensidades desiguales, con secuencias de silencio, despliegue de silencios que acompañan a momentos de derrumbe. Su escritura conlleva el silencio como una incitación a un pensamiento señalado por la vocación de olvido, como un oscurecimiento inapelable de la palabra que, sin embargo, se disipa para aparecer solo como una marca, como un antecedente.

 

La vocación de ausencia, la identidad fincada en el desarraigo como un impulso originario aparece una y otra vez como una referencia ambivalente: afirmación vital y precipitación en la plenitud de la extinción, una ambivalencia marcada por una asunción de la condición melancólica —apuntalada en la pérdida de una posibilidad del habitar— y al mismo tiempo, una necesidad de replantear el acercamiento a la propia melancolía como urgencia vital.

 

La escritura se revela en Cioran como una interrogación sobre el sentido propio de la melancolía como el fundamento de la experiencia de escritura, y el trabajo del pensar como una recreación del sentido de la melancolía, como el germen de la reflexión filosófica. La escritura se asume en los linderos de la filosofía, en su trazo crepuscular, como ese lugar del enrarecimiento donde se articula esta doble vertiente de la melancolía. Esa doble vertiente de la melancolía: no solo como abatimiento de la fuerza vital, como impulso retroactivo que degrada la propia imagen para cancelar toda potencia de arraigo, sino también como la posibilidad de una vitalidad exorbitante arraigada en una violencia propia de la supervivencia, y la vocación negativa, la inclinación a entregar la presencia propia a la disipación que se expresan como una escritura autorreflexiva; un ahondar en el vértigo de un sí mismo en desaparición que reclama, en el impulso de esclarecimiento, la trama de una filosofía descarnada, lanzada a los confines de su propio sentido.

 

Así, la escritura de Cioran confiere un sesgo perturbador a la vocación de escribir filosofía: escribir filosofía no involucra necesariamente la inmersión en la dimensión mortífera de la melancolía, su abatimiento o su concesión al abandono, como fuerza paralizante, como extinción de la potencia vital. La exploración filosófica, se asume como una apuesta exorbitante, el trabajo positivo de la mirada, la inquisición, la lucidez expresa la fuerza de la implantación melancólica en la escritura como una recuperación del impulso de la reflexión crítica en la filosofía. La crítica se devela como un paisaje minucioso de los tiempos y la historia de una devastación que no es solo la de sí mismo sino la del propio universo de la vida, de los relatos de la memoria; como una anticipación de una vocación y un destino de devastación que se expresa como un impulso a la rememoración, como un régimen inescapable de la reminiscencia, un deslizamiento hacia la primacía de la experiencia como ficción. Pero ese régimen no es ajeno a la fatalidad, tiene un germen de tragedia: “Al abandonar la realidad por lo real, la idea por la ideología, el hombre se ha deslizado hacia un universo derivado, hacia un mundo de subproductos, donde la ficción adquiere las virtudes de un dato primordial”.[2]

 

La ficción y la tragedia se enlazan en un juego especular que reclama una mirada y un gesto de distanciamiento en la escritura, capaz de preservar la ambivalencia y las tensiones paradójicas de la tragedia. En la escritura de Cioran aparece permanentemente la interferencia recíproca de esta doble vertiente de la melancolía: exorbitancia y entrega a la visión abismal del tiempo, la pendiente de las desapariciones, de los desarraigos. Esa interferencia realiza la posibilidad de asumir la necesidad expresiva del dolor. Escribir desde la experiencia del dolor como huella de un desaliento de la propia historicidad. El dolor es una intensidad que cancela la experiencia y la memoria del tiempo. Es una sensación abismal que se hunde en el instante. La escritura responde a ese dolor. Gesto sin tiempo, sin origen, entregado a la oscuridad de la memoria. El lugar enrarecido, inaccesible y sin embargo íntimo de una irrupción del dolor, el dolor en su carácter de acontecimiento y de tierra nutricia, de matriz, de fundamento. Una condición de existir y un adentrarse en la fisura de la existencia: el dolor como iluminación, como resplandor opaco, como deslumbramiento crepuscular, como actualidad de un presentir de la plenitud de lo nocturno. La escritura en Cioran expresa esta temporalidad paradójica del dolor como una intensidad íntima, presente como memoria y como anticipación, como fundamento y como aprehensión de la fragilidad y la evanescencia del acontecimiento. Un dolor extraño, un dolor incierto, que se propaga por la escritura; surgido de la exploración de un derrumbe inmemorial, de un destino señalado por una exploración de la vitalidad de lo inerte. Un acontecer de lo inaprensible del dolor inherente al desarraigo; cercenado de la tierra como el desenlace y como origen de una historia, como su vértice y como su impulso arborescente. Un dolor en sí mismo también desarraigado, sin origen, sin localización, sin fuente reconocible, sin una fisonomía nítida, sin foco ni fuente corporal. Un dolor que emana de una aprehensión particular del destino no solamente como enigma y como sombra, como densidad ominosa, como amenaza y como certeza inapelable. En la estela acaso de las resonancias trágicas alentadas por el romanticismo —en la estela de esa mirada sobre la tragedia, el impulso de acoger la potencia determinante de lo absoluto como plenitud vacía en Schelling, o bien situado ante las alternativas contemporáneas de aprehender la tragedia como el pensamiento del absurdo, ante el espectro alegórico de la escenificación de lo ininteligible en Beckett y en Ionesco—, la escritura de Cioran, sin embargo, rehúye incluso a la identidad derivada de esa aceptación de la identidad propia de lo trágico. La de Cioran es una escritura sin grandilocuencia, una tragedia que invoca un destino de degradación, sin heroísmo. Su paradoja es la disolución de los perfiles, el avasallamiento del olvido, la desmemoria velada, insinuada en la carne, con la inusual serenidad de la inscripción de sí mismo como la fisonomía en disolución, en el acontecer de la desaparición. Pero esta forma neutra de la tragedia, la del adelgazamiento de la historia, la de un súbito declive de la incidencia del pasado, la de una fatiga constitutiva de las fantasmagorías de lo por venir, abre paso a la tragedia de la incertidumbre como una condición de la mirada, la palabra y sus alcances expresivos.

 

Quizá este descenso en el vértice oscuro de la mirada como derrumbe es la que confiere su intensidad paralizante a Précis de déscomposition,[3] quizá uno de sus textos sostenidos por una mirada que oscila entre el imperativo del silencio, el vuelco autorreflexivo de figuras conceptuales en disolución, hasta la disección del entorno determinado por la evidencia del tiempo y de la historia, exánimes. Abismarse en este desplazamiento de la propia mirada, para entonces asumir el vacío de sí mismo, como el vértigo de la historia, como pérdida y evanescencia del entorno implica, necesariamente, al inscribirse en el ojo inerte del presente, una comprensión de la historia como escenificación del enceguecimiento. Escribir se evidencia solo como un gesto que asume los tiempos de la caída, sin otra dimensión ni otro espesor. Un gesto evanescente en una extensión sin fin y sin luminosidad.

 

Al principio —escribe Cioran— creemos avanzar hacia la luz, pero luego, fatigados de una marcha sin finalidad, nos abandonamos al deslizamiento. La tierra, cada vez menos firme, deja de soportarnos. Se abre. Sería en vano que persistiéramos en perseguir un trayecto hacia un fin soleado; las tinieblas se dilatan hacia adentro y por debajo de nosotros.[4]

 

La historia como vacío, como fosa sombría, recorre la obra de Cioran. “El abismo nos llama. Nosotros escuchamos”.[5] El vacío de los acantilados se desplaza a la sonoridad oscura del abatimiento. La inmovilidad de la escucha. Detenerse en la mirada y en la palabra, en la fijeza de la escritura arrastrada a la crudeza del olvido, a la duración sin término de ese instante de inmovilidad, convirtiéndolo en transcurso de lo inerte, y en movimiento de geologías baldías, en testimonio de origen y destino, de memoria y de deseo, de reminiscencia y de vislumbre.

 

A su vez, Histoire et utopie se vuelve sobre esta conjugación de tiempos discordantes, de figuras distorsionadas del pasado y del futuro que imponen todas las torsiones aberrantes a la aprehensión de sí en el vértice del tiempo, en las fantasmagorías vacuas, meras tentaciones de una figuración alentada por el inexistir de lo pasado y el futuro. El vértigo de la contemporaneidad se desplaza sin aliento entre la fugacidad de una plenitud inaprehensible y carente de sentido, en la que se despliega la concreción de la mirada. La necesaria invención de la certeza, como una condición de afirmación del sentido, asume la violencia paradójica del abandono, de la soledad.

 

Con la escritura de Cioran se experimenta la exigencia de reflexión de la historia como vacío, como reticencia entre el desaliento de la memoria y la volatilidad sin resguardo de toda figura del porvenir. Asumir la escritura como el riesgo del derrumbe de la reflexión en el silencio, la fragilidad del destino de olvido que corrompe la vocación ordinaria de la palabra. Pero el riesgo de la escritura es menos su oscuridad que su esterilidad, la extinción de su pulso, su desenlace en lo inerte, su desertificación. Escritura y reflexión suponen el eclipse de la filosofía ante el vértigo de la esterilidad de la experiencia, la experiencia de una duración sin transcurso, un trazo, una voz de relámpago sin movimiento, una trayectoria sin memoria: la historia, detenida, fraguada en una escritura de la espera, no es sino una exhalación de desaliento. Ese es el riesgo que impregna toda escritura que asume las vertientes paradójicas de su propia temporalidad: la escritura de Cioran, tal y como surge en las invocaciones de Carl Schmitt recogidas y deshiladas por Benjamin en algún momento, esa exigencia de reflexionar en “tiempos de peligro” o como menciona lapidariamente Brecht, reflexionar en “tiempos de oscuridad”, asume una escritura sin horizonte. Escribir en las pendientes limítrofes del sentido. La fuerza iluminadora de las palabras se transfigura así en la evidencia de la contemplación vacía. Vivimos tiempos oscuros que, sin embargo, no nos redimen de la tragedia del pensamiento, vivimos tiempos cuya urgencia se nos escapa, ajenos a los vértices abismales de reflexión que no es otra cosa que riesgo y vacío, con la exigencia de la claridad fija en el fondo vertiginoso que se nos escapa, que aparece más como una condena y un enigma que como condición asequible de la reflexión.

 

Evidentemente pensar la historia y pensar la utopía responden a una exigencia que hoy parece impostergable, en la medida en que, por una parte, la historia como expectativa y como vía de redención se hunde a nuestros pies, transformada en una disposición equívoca de olvidos, de ficciones desmadejadas, insulsas, aberrantes, de relatos entregados a tergiversaciones múltiples, sostenidas únicamente por la mecánica en devenir de los juegos de poder. Asimismo, por otra parte, la utopía o bien se  convierte en farsa, se crispa y se revierte en la aspereza del instante, o bien se vuelve una exigencia inflexible, una esclerosis programada, un imperativo monótono y tiránico.

 

La utopía participa de las ensoñaciones y las fantasmagorías de redención; pero puede también movilizar la exigencia de sus fervores, movidas por el fermento de un impulso totalizante y totalitario. Se vuelve dogma o sustrato de la tiranía. La utopía ha emergido como la metamorfosis petrificada de una imaginación coartada por la esterilidad de los espejismos, sedimentada en las farsas de la política. La utopía se somete a una metamorfosis degradante: se erige como una coartada para apuntalar la fascinación por el narcisismo y el resentimiento como máscara de los escombros civilizadores. Historia y utopía se invocan para entretejer una trama acogedora para el servilismo del pensamiento que encubre su docilidad en las gesticulaciones de la mala conciencia. Historia y utopía repuntan incesantemente en el vocabulario y las invocaciones de la política hasta fundirse con los hábitos cotidianos, el hábito de las gesticulaciones propias de la esperanza, que se disuelve en la mortandad cotidiana como una atmósfera que se respira, como una posibilidad, como una potencia permanente que está dispuesta a realizarse en cada recodo de nuestra trayectoria. La mirada de Cioran tanto a la historia como a la escritura se vierte corrosivamente sobre el encubrimiento teatral de las seducciones de la espera.

 

Por otra parte, el tema de la escritura aparece constitutivamente en la reflexión de Cioran con los nombres del desarraigo. Elegir para el acto de escritura una lengua que no es su lengua materna, acogerse en el francés, es ya en sí mismo el testimonio de un desarraigo que es al mismo tiempo una elección, una imposibilidad, una pérdida, un naufragio y una liberación. Despunta reiteradamente una expresión oblicua, acaso sutil e imperceptible de violencia del desarraigo: la exigencia y el deseo de escribir en una lengua extraña. Apuntalar el imperativo de la escritura sobre la extenuación engendrada en la extrañeza de una lengua. Esa escritura engendrada desde el enrarecimiento de la propia historia es quizá una de las exigencias más desafiantes, extenuantes y que nos enfrenta permanentemente a la vacuidad de lo propio, a la corrosión y la refundación vertiginosa de la propia intimidad.

 

Muchos de quienes en la escritura han transitado por esta interferencia disyuntiva de “la otra lengua”, por este entrelazamiento de sonoridades y de silencios edificados entre el asombro de una extrañeza inminente, puntual, y la dureza impenetrable de lo inasequible, reconocen ese abandono en la impregnación del fracaso entre los labios. La derrota del impulso expresivo que acecha en cada giro de los nombres, los mundos trastocados sutilmente en la trama material de varias lenguas, evocan a veces explícitamente o a veces en silencio, en un decaimiento tácito del reclamo expresivo de la escritura. Escribir en otra lengua, acoger en cada músculo un cansancio profundo que se experimenta en esta inmersión persisten en la atmósfera que conlleva el aliento de otra lengua. Hablar, pero más aún escribir en esa lengua indiferente al arraigo de la mirada materna, es asumir el imperativo de reconocerse en esa respiración ajena del aliento vital de la sonoridad originaria. Elegir otra lengua es también optar por la alienación íntima, habitar un mundo espectral delineado por lenguas de una naturaleza inaccesible. Deambular entre lenguas contrastantes; Conrad, Kafka, Beckett, Celan, Nabokov entre muchos otros, asumen este desmembramiento —el existir enmarcado en la sombra de la exigencia expresiva de otra lengua— que es también una vislumbre. Esa otra lengua que se inscribe en la esfera de lo propio, que reclama una participación integral en la conformación de lo íntimo, aunque logre implantarse como una faceta de lo familiar, de una cotidianidad sin fracturas aparentes, es al mismo tiempo un velo, un deslumbramiento, el agolpamiento de las incertidumbres.

 

La vida, íntegramente, inmersa en otra lengua no puede sustraerse a una experiencia indeleble de extrañeza. Instaura una resonancia equívoca entre la interioridad de una fisonomía vernácula del pensamiento, y la exigencia de acogerse a una inteligibilidad edificada por los vocablos habituales, atmosféricos, ubicuos y alienantes, encarnados en el pulso mismo del tiempo, pero asimismo irreparablemente distantes. El habla, para quienes abandonan su lengua materna buscando expresarse en otra lengua, por acogedora y luminosa que parezca, no puede eludir esta acumulación de densidades. Hablar, pensar, escribir, pero incluso aún experimentar las sensaciones del propio acto del lenguaje se percibe de manera sutil como el persistente golpeteo de una tensión de la opacidad y de lo oblicuo. Para Cioran, la escritura en lengua ajena no es solo la expresión de un exilio que ha incorporado en su propia carne la extrañeza y que, no obstante, rehúsa la corporeidad irrecuperable inherente en las palabras. Es también el vértigo de la otra vertiente del vacío.

 

El habla se articula a partir de vocablos que resisten, que pueblan en lenguaje con los presentimientos de la desmesura o el fracaso. Las palabras se escurren, se adelgazan o bien se expanden hasta doblegar con su bordes equívocos, inabarcables, los hábitos, las creencias. La fe, la creencia solidificada en forma de vida, edificada en la alianza de actos y palabras en la exigencia de una serenidad del tiempo, se derrumba hasta el ojo mismo de la historia. La escritura filosófica fincada en esta tensión inextinguible del lenguaje desprendido de la extrañeza se enfrenta siempre a un riesgo subrepticio y desbordante: la expresión de un pensamiento que abandona su fuerza afirmativa para someterse a una intensificación de la ambivalencia, de las ambigüedades, del impaciente repunte del silencio.

 

El acto de pensar en lengua extranjera: la resonancia trágica del cosmopolitismo, las aristas irreductibles del devenir, los velos desplegados en la fatiga del pensar ante la turbulencia de la historia. La luminosidad potencial del habla filosófica, de ese lenguaje conformado por el imperativo de una posibilidad afirmativa de la creación conceptual (como insinuara Deleuze) —incluso cuando expresa su propia incertidumbre o su inacabamiento— pierden su perfil, disipa la promesa de inteligibilidad. Las palabras no pueden desprenderse de un aliento vacilante, su nitidez se torna aparente —sobre todo en el momento de la reflexión filosófica—, y gravita como una amenaza de turbulencia precisamente cuando la nitidez, exactitud y claridad aparecen como exigencia perentoria, como una exigencia no que admite concesión ni postergación.

 

Y, no obstante, la contemporaneidad del pensamiento y la escritura de Cioran, sobre todo en estos tiempos de oscuridad, asume el imperativo contradictorio de una pasión por la exactitud y la ausencia de perfiles, la claridad y la fatiga nocturna del pensamiento. Cioran es perfectamente consciente de esta tensión que se desdobla y se propaga de manera casi insostenible en la escritura. Cioran escribía, lo expresó reiteradamente, siempre ante este modo particular de enfrentar la urgencia, de enfrentar un vacío permanentemente impregnando cada palabra, ese desafío y ese desarraigo que emerge del riesgo del lenguaje, de las palabras proferidas en las fronteras de su significación.

 

Este desarraigo de la palabras implica también otro desarraigo en la escritura, que en el caso de Cioran es el desarraigo de la vida misma, vivir el desarraigo, vivir el lenguaje del desarraigo y vivir el lenguaje como desarraigo. Estas disyuntivas que se conjugan en la escritura filosófica son todas posibilidades que emergen en la permanente exigencia de asumir las palabras de otros, de inscribir la propia reflexión en los sustentos de otra tradición, de otro mundo, conformados según otras exigencias y otras expectativas, con otra acumulación de memorias y experiencias, y con otra historia también. Escribir reclama, así, bajo esas condiciones, una compenetración imposible, situarse siempre en el estremecimiento de una imposibilidad de escritura, estar permanentemente ante ese riesgo de exacerbación de la escritura.

 

Cioran escribe desde el reconocimiento explícito, desde la plena asunción de esta calidad del desarraigo. Una de las primeras frases de Historia y utopía, enunciada como la respuesta a un interlocutor acaso ficticio, formula de manera sintética esa experiencia cardinal de la extrañeza de la propia tierra: “[…] en ese país que fue nuestro y que ya no es de nadie”;[6] ese lugar de nadie que marca la condición de un nacimiento, un deshabitar como la condición originaria. Este destino del deshabitar reclama un trabajo filosófico cuyo germen no es otro que esta ausencia no solo de pasado y de historia, sino de presente. Deshabitar la redención y la purificación; esa desolación sostenida por ese lenguaje de nadie, briznas de silencio.

 

Así, para Cioran, la escritura requiere mirarse ante esta necesidad de asumir un lenguaje más allá de la propia historia, del nacimiento, más allá de todas estas vertientes de la fuerza de significación que reclama la escritura. La respuesta de Cioran al lector imaginario al que invoca en esa carta, un destinatario cuya identidad no podemos reconstruir, exhibe cierta aspereza: “[…] usted supone una facilidad que no tengo, el francés para mí es una lengua inabordable”. Casi un desplante, la frase de Cioran expresa con una claridad abrupta, con un tajo, la tarea insostenible de la escritura. Inabordable, un calificativo sin concesiones, que pone a la luz la tensión imposible de la reflexión filosófica. Situarse en el lindero del sentido, ante un despliegue espectral de la reflexión asume la exigencia paradójica de un rigor al que no puede sino desalentar, la exigencia de honestidad consigo mismo que no puede sino resolverse en una tarea destinada a desmentirse una y otra vez, marcada siempre por la cadencia del propio desarraigo, con el propio ser y no estar, estar sin ser, que supone el desarraigo vital; expresar esta identidad quebrantada, ese internarse en la geología despoblada de la intolerancia del lenguaje como una tentativa perseverante de iluminación.

 

La historia no puede comprenderse sin contemplarla a la luz de la restauración insistente de la tiranía. Una insistencia que aparece como la condición constitutiva de la propia historia. Como una necesidad intrínseca destinada a subrayar el destino histórico de los procesos de civilización. La historia reclama la asimilación con una fragilidad de lo humano que transita por la necesidad de la tragedia intolerable del despotismo. Pensar la historia, así, aparece como un reconocimiento de la necesidad, de la fatalidad vital de la tiranía, de las virtudes de su tragedia: “La tiranía me hace vomitar. Y, sin embargo, no puedo dejar de corroborar que son ellos los que constituyen la trama de la historia, y que sin ellos no podríamos concebir ni la idea ni la marcha de la historia”.[7]

 

La intervención necesaria de la tiranía suscita una actitud ambivalente ante ella. Reclama una contemplación frontal, un reconocimiento de su participación inequívoca, y una demanda de respuesta: “[…] yo busqué equipararme con ellos, con los tiranos, a partir de mi admiración por la práctica del sofisma y la enormidad, ser tan odioso como los medios del espíritu que ellos despliegan, aquellos que ejercen el poder para devastar con el lenguaje, hacer saltar el verbo y el mundo con él, con el verbo, estallar uno y otro y hundirme en los escombros”.[8]

 

La crítica se transfigura: para Cioran adopta la exigencia de asumir la reciprocidad de la abyección; una reciprocidad cuya fuente es el deseo de sometimiento y que emerge con la degradación del lenguaje. La extravagancia de la tiranía surge de ese juego de espejos en la abyección, desplegado por la escenificación de la destrucción y los lenguajes de su instauración como paisaje de culto. Y, sin embargo, para quien escribe en la cauda de esta degradación, asumir el lenguaje como recurso expresivo es admitir la abyección como instrumento de la crítica del poder. La fuerza de la afirmación de Cioran es equívoca, parece o parecería el elogio de la tiranía para después advertir que se trata de un derrumbe, de asumir una condición degradante, degradada, fragmentada, carente de toda posibilidad de destino extraña a la apertura de los horizontes de la historia. La tiranía adopta el lenguaje de una farsa, investida con los rasgos del origen: señalada por la putrefacción, desplegada como una extravagancia irreductible a los hábitos rutinarios del poder burocrático: la extravagancia de la tiranía, sin embargo, aparece, para Cioran fundida con la venganza y la crueldad, implantada en el seno de la vida con las impregnaciones cotidianas de la pasión especular. Vivir, asumir la propia historia, exige mirarse en espejo del poder tiránico, asumir también la vacuidad y la suciedad de su lenguaje.

 

Esta complejidad de la tiranía, el velo pragmático de la venganza, la transformación del resentimiento en impulso de sublimación; esa derrota de la utopía constituye quizá el núcleo de un modo de darse de la historia contemporánea. El paisaje de la devastación, planteando Cioran en 1960, no ha cesado de reaparecer con distintos rostros: quizá habrá que vivirlo reiteradamente como un rasgo constitutivo de la modernidad, de la precipitación en la miseria: la fractura de la expectativa de historia que se impone como un imperativo de reflexión cada vez más inaplazable.

 

Las metamorfosis escénicas de la abyección guardan una relación intrínseca con las estrategias de la violencia política, de la imposición del desarraigo como forma de vida: la primacía, el culto, la celebración de la mentira, la destrucción desplegada como farsa inocua, como la fragilidad de la serenidad y la disipación de la verdad.

 

Entonces, sometidos a esa tragedia recobrada con la banalidad corrosiva de la farsa, se construye una atmósfera un lenguaje que parece incorporar en su latir vital la imposibilidad del aliento; arrancado de toda imaginación fértil, el lenguaje se convierte en una algarabía mortífera, el lenguaje que nos doblega a las rutinas de la crueldad, del asesinato como finalidad asumido como hábito trascendental, como forma suprema de la justicia. El lenguaje de la crueldad aparece así como el momento cuando la afirmación radical del lenguaje se sustrae a toda expresión de alianza. El lenguaje se presenta como una decantación de la fuerza degradante de la materia inerte, lo sin-cuerpo, lo sin-potencia vital; el lenguaje se transforma en la expresión de lo intemporal transfigurado ya en la investidura cotidiana del impulso al asesinato, consagrado a la destrucción radical de toda imaginación de sentido. La tiranía se mimetiza en la laxitud cotidiana de los cuerpos, en su docilidad capaz de encubrir con la fatiga del lenguaje la perseverancia de la crueldad, su mutación en la plegaria de celebración de las degradaciones.

 

Lenguaje y creencia preservan su apuntalamiento recíproco en el horizonte de la tiranía. Remiten a esta calidad primordial de lo humano. “Para vivir, incluso solamente para respirar, necesitamos hacer el esfuerzo insensato de creer que el mundo o nuestros conceptos encierran un fondo de verdad”.[9] La composición de los impulsos integrados de la conciencia: el papel de la fuerza como un imperativo de esa vida que reclama la insensatez de la creencia. La verdad como el destino irreconocible, el destino final e imposible de nombrar, del trabajo de creación conceptual. Convivimos, tejemos nuestro tiempo vital con las convicciones sobre un desmantelamiento inocuo del futuro, con la violencia ubicua de la venganza como régimen de la divinidad. El despliegue de la vida supone un apego a la plenitud inapelable del existir, el resguardo inexpugnable de la creencia. Tiranía y barbarie aparecen como polos de articulación en la escritura de Cioran: explorar los alcances de su vínculo crucial con la creencia, con sus derroteros, con sus imperativos y sus decaimientos. La tesis directriz de Cioran acaso sea una afirmación constitutiva de la historia del existir:

 

Toda afirmación, y con mayor razón, toda creencia, procede de un fondo bárbaro que la mayor parte de los hombres, acaso casi la totalidad de los hombres tienen la felicidad de conservar, y que sólo el escéptico —una vez más, el verdadero, el consecuente— ha perdido o ha liquidado, hasta el punto de conservar de este fondo sino vagos restos, demasiado débiles para influir en su comportamiento o sobre la conducción de sus ideas.[10]

 

La relación constitutiva entre barbarie y certeza se desplaza hacia la integración conceptual de certeza y voluntad de verdad, en esa apuesta al conocimiento que se busca en permanente deslinde de la experiencia del escepticismo. Parece haber un hiato argumentativo entre certeza y barbarie, pero esta discordia no es sino aparente. Supone la alianza íntima entre certeza y perversidad. Consagra el vértigo argumentativo que instaura en la visión del propio devenir, la condición negativa del mal absoluto, la negatividad absoluta del mal ¿Cómo asumirla para comprenderla a sí mismo? ¿Cómo alentamos este impulso a incorporar en el recuento de los días la disposición a la identificación con la tiranía, a modelar la propia identidad con la posibilidad de infligir a otro el dolor y al mismo tiempo de asumir el dolor como una condición del propio destino? En la tiranía íntima del lenguaje se inscribe la cifra del propio destino como dolor, como una crueldad que aparece, como una atmósfera, una vía de reciprocidad, una vía particular de encontrar este juego de figuras, de identificaciones. El dolor que impregna el impulso a la expresión constituye no solo un modo íntimo y particular, un modo específico de encontrar la propia identidad, sino también un modo de reconocer el modo de ocurrir de la historia contemporánea. El hábito del dolor ya troquelado en el pulso de los cuerpos no es sino el aliento hecho cuerpo de la historia de los tiranos; los vocablos del resentimiento, como diálogo de los cuerpos, como destino político. El resentimiento como raíz de la crueldad y como latitud de nuestro destino vital.

 

La tiranía aparece permanente germina, hunde su raíz en la fatiga de la mirada, asumida, desmentida, asumida como una rasgo inherente a lo propio; una intimidad repulsiva, inaceptable, algo que repugna aunque no puede dejar de incorporarse a nuestro propio acontecer.

 

La visión de Cioran pone un acento propio sobre esa tensión primordial que rigen el trayecto de la tragedia: la que apuntala la tiranía en las modalidades desconcertantes, en el impulso arborescente de la crueldad. El culto de las calidades y las metamorfosis de la tiranía es una modalidad de  interrogación sobre la naturaleza de la crueldad, porque la naturaleza de la crueldad apunta a la condición exorbitante del dolor que proviene de otro. La expresión de la crueldad no emana del propio dolor, sino de la consagración de lo infame legible en el rostro del otro, de quien somete, quien impone el dolor extremo, el otro que se erige como artífice del dolor exorbitante. El dolor vela los reclamos de la tolerancia para la vida; las algarabías y el culto del dolor vacío inseminadas en el destino por la tiranía, del dolor de la desolación del que la tiranía se alimenta desmiente cualquier forma de la tolerancia. Induce una sobrevivencia del decaimiento mortífero de la historia. El dolor del inhabitar, el dolor de la tiranía, es el de lo inhumano. Emerge del olvido teológico, la gran tiranía de lo divino. La crueldad que emana de lo intangible, de lo aberrante de la abyección entronizada en el cenit de la vida, excede necesariamente el impulso vital, incluso aquel que germina en el desarraigo. No hay posibilidad de equiparar la condición vital con la crueldad. Sobrevivir en la estela de la crueldad es arrastrar la vida más allá de sí misma, hundirla en la monotonía de un morir latente. Este llevar la vida más allá de sí misma no puede ser sino un atributo de la divinidad. La modernidad modela la historia con el germen diseminado de la tiranía. El tiempo de tiranos es también el tiempo de la insinuación de la fatalidad de la diseminación de las divinidades, de su imaginación brutal, el cultivo cotidiano, de la venganza, del resentimiento convertidos en pasión cotidiana.

 

Pero la tiranía cultiva otra faceta de la degradación: las distorsiones aberrantes de una memoria incorporada como nostalgia mórbida, como avasallamiento de la memoria, como regresión asumida como resguardo, como el hábito de una melancolía impregnada en cada vuelco de la experiencia. Cioran confronta las exaltaciones de la memoria. Encara el destino de una memoria esencialmente consagrada al sometimiento. La memoria cede al vértigo de las fascinaciones del sometimiento, incluso del hastío. La memoria de la desolación como escenificación del dolor banal del heroísmo. Las tiranías modernas cultivan la memoria de la indignidad y del sometimiento, la inseminan en los recodos íntimos de la experiencia, en los gestos del habla, en el desmembramiento de los lenguajes. Cioran formula una exigencia oscura: reconocer la desolación como territorio del habitar, es decir, reemplazar el reconocimiento del otro, la reinvención de sí, en las metamorfosis que llevan la degradación de la justicia a la pasión de la venganza, a la impregnación del resentimiento en la raíz misma de la mirada, en todas las formas de la expectativa y de la espera.

 

¿Hay algo que se puede concebir como un restablecimiento de la justicia? Cioran dirá que esto se parece extrañamente a los pliegues inabordables de la utopía, asumir la utopía como el prevalecer de la insignificancia, es decir, al mismo tiempo ingenuidad y locura. La conjugación de estas dos condiciones de la extrañeza y del exilio, de la insensibilidad y de las tentaciones de la afasia o las pasiones del desaliento: la ingenuidad y la locura, en las resonancias del pensamiento de Cioran, preservan los espejismos y la fertilidad equívoca de la utopía. La convivencia imposible de la ingenuidad y la locura, no son sino el cultivo de una apuesta por la potencial iluminación del dolor, como régimen de expresión, como tarea imposible de la escritura, el germen imposible, inadmisible del futuro, la exigencia y la fatalidad de asumir la imposibilidad de tiempo del futuro, corrompido por las vicisitudes de la utopía. Hacer del lenguaje la posibilidad de habitar el futuro como enrarecimiento, como imposibilidad, como la negación misma de la sobrevivencia.

 

Pensar el futuro. La frase enuncia silenciosamente los límites del pensamiento. Son las que distancian el pensamiento de una imaginación marcada por el deseo, conformada por la zonas de silencio. Futuro y naufragio, utopía o apocalipsis, las latitudes del pensar que se arranca de las determinaciones de su condición presente, se vuelca en la estela de la nostalgia. Y, sin embargo, para Cioran, habrá que asumir los riesgos de una utopía que no es simplemente una concesión a la idea de bienestar, sino una utopía inscrita en los límites de lo imposible de figurar: “[…] no actuamos sino por la fascinación de lo imposible: es tanto como decir que una sociedad es incapaz de parir una utopía y de consagrarse a ella está amenazada de esclerosis y de ruina”.[11]

 

La utopía se erige sobre el rechazo del bienestar patente, actual, efectivo. “Es este rechazo el que hace de él un animal histórico”. Elegir la afirmación de lo incalculable, los riesgos de la degradación, la impregnación inadmisible de lo abyecto, en el pulso de nuestro tiempo vital.

 

Bibliografía

  1. Cioran, Emile, Précis de décomposition, Gallimard. Col. Idées, París, 1949.
  2. ___________, Histoire et utopie, 1960. En Émile Cioran. Œuvres. Gallimard. París, 1995.
  3. ___________, La chute dans le temps, 1964. En Émile Cioran. Œuvres. Quarto, Gallimard, París, 1995.
  4. ___________, Œuvres, Quarto, Gallimard, París, 1995.

 

Notas
[1] Cioran, Émile, Histoire et utopie. 1960. En Émile Cioran. Œuvres. Gallimard, París,1995, p. 980.
[2] Ibid., p. 988.
[3] Cioran, Émile, Précis de décomposition. Gallimard, París, 1949.
[4] Ibid., p. 74.
[5] Ibid.
[6] Cioran, Émile, Histoire et utopie. 1960. En Émile Cioran. Œuvres. Gallimard, París,1995, p. 979.
[7]  Ibid.
[8]  Ibid., p.1014.
[9] Cioran, Émile, La chute dans le temps. 1964. En Émile Cioran. Œuvres. 1995. Op.cit., p. 1097.
[10] Cioran, Émile, 1964. La chute das le temps, p. 11.
[11]  Cioran, Émile, 1960. Histoire et utopie. Op. cit., p. 1036.