PORTADA LIBRO: LA TRAGEDIA. ORíGENES Y CARACTERíSTICAS GENERALES DE LA TRAGEDIA GRIEGA. LA TRAGEDIA ANTERIOR A ESQUILO
Resumen
Presento aquí un texto de Jean-Luc Nancy del que no me consta que exista traducción española. El texto aborda el tema de la tragedia como estructura de pensamiento de la cultura occidental, extendido planetariamente. A lo largo de una disección de los componentes de lo trágico, diferenciando su ethos del pathos de la mera catástrofe o desastre, Nancy se pregunta por la mímesis adecuada para continuar, para asumir el sentido, después de la tragedia. Tanto para el teatro como para la filosofía, el mantenimiento de su dignidad pasa por mantener enfáticamente el apóstrofe en sus respectivas representaciones del mundo. En la presentación introductoria al texto, rindo mi pequeño homenaje filosófico a la figura de Jean-Luc.
Palabras clave: tragedia, historia, mímesis, histeria, drama, apóstrofe.
Abstract
I present here a text by Jean-Luc Nancy of which I am not aware that there is a Spanish translation. The text addresses the topic of tragedy as a structure of thought of Western culture, extended globally. Throughout a dissection of the components of the tragic, differentiating her ethos from pathos from mere catastrophe or disaster, Nancy wonders about the proper mimesis to continue, to assume meaning, after the tragedy. For both theatre and philosophy, maintaining their dignity requires emphatically maintaining the apostrophe in their respective representations of the world. In the introductory presentation to the text, I pay my little philosophical tribute to the figure of Jean-Luc.
Keywords: tragedy, history, mimesis, hysteria, drama, apostrophe.
Presento aquí un texto de Jean-Luc Nancy traducido a nuestra lengua: «Después de la tragedia». Este texto constituye el registro escrito de una conferencia dada por el filósofo francés en Nueva York, en el año 2008. [1]
Hace ya unos seis años que lo traduje, con un fin doble: profundizar en el tema de las relaciones entre filosofía y teatro, y hacer una lectura lo más concienzuda posible del estilo de Nancy, a quien ya conocía, pero de quien tan sólo había leído su Ser singular-plural y la Comunidad inoperante -si bien por intereses transversales y no con carácter monográfico, ni historiográfico. Quiero decir con esto que no soy un especialista en la obra de Jean-Luc Nancy, por lo que los expertos en la obra de este gran filósofo francés deberán de excusar si obvio algunas partes de su pensamiento, o cometo alguna desviación en la interpretación y transducción que pueda realizar sobre el sutil tacto y lúcidos análisis de Jean-Luc. Mi intención aquí no remite a ningún interés meramente universitario, sino existencial. Remite, cómo no, a la cuestión del sentido, interpretándolo personalmente como un kairós, en el más duro de los meses del año, por el cual recordar la función que tienen los muertos en nuestras vidas -auténtico y único retorno de lo inerte sobre lo vivo. Esta necrológica, no debe confundirse con algún tipo de evasión hipócrita, la cual tendría que ver más, precisamente, con la banalidad indecente que hallamos en la histeria asociada al esquema del retorno: la necedad de seguir como si nada hubiera pasado. Rindo, pues, con la presentación de este texto, mi pequeño pero sentido homenaje a Jean-Luc Nancy.
En el combo que nos ofrece la edición italiana de “Cuerpo teatro” y “Después de la tragedia”, el lector puede encontrar condensados los puntos principales de las reflexiones ontológicas más profundas de Jean-Luc Nancy, como son las expuestas en La communauté désoeuvrée, L’oubli de la philosophie, Corpus y Être singulier-pluriel. En esta condensación, precisamente, es depurada la posibilidad de una ontología del acabamiento del sentido, es decir, del límite, manteniendo, al mismo tiempo, el sentido de la racionalidad filosófica crítica, sin perder de vista las posibilidades de construcción de algo parecido a una comunidad, o al menos una convivencia, desprendidos ya de los efectos lastrados por los pensamientos del retorno, a los cuales podemos reconocer por estas dos características: denegación de la crisis y retorno de lo idéntico.[2]
Recordemos aquí que, para Jean-Luc Nancy, “[…] filosofar no consiste en absoluto en realizar una extracción de un reservorio de sentido. No es colmar un déficit, es remover la verdad de arriba abajo. Filosofar comienza exactamente ahí donde el sentido se interrumpe”.[3] Se impone, por tanto, conjurar el doble perverso que reproduciría por inercia el esquema del retorno. Para ello conviene llevar a cabo, ejercer, esa especie de “mímesis sin modelo” que consiste en reproducir el propio apóstrofe de la escena que dispone el sentido, más que en imitar y reproducir el diálogo, la reflexión y/o la contemplación, incluso bajo sus figuras filosóficas más o menos sofisticadas: ironía, cinismo, escepticismo, dialéctica, crítica, nihilismo, etc.; en plena crisis del sentido, aún se cree demasiado y a cualquier precio. ¿Por qué seguir manteniendo una comedia tan mal hecha? Sí, comedia. Jean-Luc Nancy no habla de comedia en estos textos, pero podemos contemplar la comedia como la Eris que abre la posibilidad de seguir manteniendo la dignidad después de la tragedia, ya sin la tragedia. Esta es y debe ser ejercida -la comedia-, precisamente para recordar, para traer a la presencia, el hiato inherente a la representación, la cual ha querido darse por clausurada con el fin de abatir la resistencia del pensamiento y su democratización, dándolo por acabado, difuminando la mísera sutura metafísicamente. Pero los grandes relatos no han acabado, retornan para canalizar la barbarie y para frenar las intensidades de las formas de vida. ¿Acaso no es un gran relato lo que el FMI y la OMS siguen implementando a escala planetaria?
Entre la necia positividad y el nihilismo, todavía se cree demasiado, impidiendo con ello la escansión del retorno. Si miramos nuestro presente de cara, basta con observar todos los esfuerzos para suturar la cesura que pudo suponer la Pandemia del Covid19 con sus confinamientos y estados de excepción. Como Jean-Luc recordó con motivo de ese acontecimiento (importa poco si lo fue de primer o segundo grado), la humanidad ya estaba enferma mucho antes.[4]
No sólo no hay lugar para pensar el después de la tragedia (eso sí, desgracias que no falten, por supuesto, es necesario seguir manteniendo el miedo, la piedad), no es nuevo que tampoco se quiera dar lugar a la comedia, ni mucho menos contemplarla (salvo en su función disolvente de ella misma: la que convoca, a sueldo, a los agentes que sólo hacen comedia de lo que pueda poner en evidencia la comedia de sus amos). A sabiendas de su carácter discorde respecto a todo poder, la comedia es neutralizada llevándola a sus límites, liberándola pulsionalmente, impidiendo con ello su sublimación espiritual. Todo esto forma parte, a mi juicio, de esa necesidad de volver aprender a respirar y a vivir a la que aludía Jean-Luc en su último libro. Esta huída de la comedia, el hecho de que no haya apenas buenas comedias, no se basa en que la risa provocada por la comedia nos aleje de la divinidad y nos acerque al animal, ni en otras vanaglorias pastoriles, sino en que desvela que los representantes de tanta seriedad son los verdaderos comediantes. En una puesta en escena de su espectáculo sobre el día después del 11-S, Leo Bassi, tras estar un rato fastidiando a los espectadores de la sala de butacas para jolgorio de los espectadores que estaban en las butacas superiores, terminó esa parte del show exclamando: “Los de arriba siempre se ríen de los de abajo, eh?”, al tiempo que lanzó varios huevos hacia los espectadores situados en los palcos, insultándolos. Pero este insulto no era gratuito. La comedia no es lo mismo que el insulto gratuito, que las ofensas gratuitas de los resentidos.
Sin duda, el estilo de Jean-Luc Nancy dista mucho del estilo del cómico italiano que acabo de citar. Pero su espíritu teatral, es decir, tanto de observador como de actor filosófico, es solidario.[5] Aprender a vivir de nuevo, exige remover la verdad de arriba a abajo, de dentro a afuera, en todo aquello de lo que podamos tener certeza, e incluso de lo incierto, incorporado como misterio o vacío, pero no como elemento desecante del pensamiento. Por eso, después de la tragedia -entendida ésta como estructura modal del pensamiento occidental- el sacrificio de la palabra pasa por mantener la comedia, o más bien, el carácter tragicómico de la existencia, con el fin, no de resignarse a las imposiciones de la inteligencia del mal, sino de afirmarse en el hiato de la representación, contra la histeria de la historia. Esta práctica, cómica, al igual que la filosofía, tal como aparece magistralmente recogida en la figura del Sócrates más cínico, más cómico y trágico al mismo tiempo; esta práctica, digo, tiene un marcado carácter de servicio público, es decir, de liturgia o de ceremonia. Es, al menos, una posibilidad de continuar en la brecha.
Si nuestro presente aparece a algunos de nosotros como una mala e invariable comedia, es porque estamos situados simultáneamente en dos series independientes de acontecimientos, pudiendo ser éstos interpretados al mismo tiempo de dos modos completamente distintos.[6] Y es en esta interferencia, en su ejercicio, donde se encuentra la única posibilidad de mantenimiento de la apertura del sentido, de la continuidad, en un mundo que no es nuestro. En este sentido, la sensibilidad cómica puede y debe reírse de todos aquellos que fomentan y perpetúan actualmente la miseria mental, al mismo tiempo que lucha por destronarlos.[7] Mais, il y a peu de chances qu’on détrône le roi des cons. Y algo menos con la ausencia de Jean-Luc. Pero la esperanza es lo último que se pierde. El humor nos ha de brindar la disposición adecuada en la propia espera de una esperanza no mesiánica, no evasora del contacto con lo real, después de la tragedia.
Los que tuvieron la suerte de tratar con Jean-Luc lo tienen más fácil para recordar su amabilidad, acomodando en ella su lucidez, que me atrevo a adjetivar de artaudiana. Tuve la suerte de poder verlo en un seminario, pensando la historia, la histeria, la entelequia aristotélica, en vivo. De no haberlo visto personalmente, dudo mucho de que hubiera vuelto sobre sus textos -siendo lo verdaderamente importante, no la vuelta a sus textos, sino a una disposición filosófica viable, alegre y fiel al después de la tragedia.
Después de la tragedia
Estagira, septiembre 2002
Giessen, octubre 2007
New York, 2008
Aquí en América —quizás no “en los USA”, pero en América—, entendida como Jacques Derrida afirma “deconstrucción es América”, esto es, el mundo que todavía debemos descubrir- Philippe tenía muchos amigos. Muchos de ellos están aquí. Algunos están muertos, como Eugenio Donato, quien estaba cerca de él; o como Danielle Kormoz, quien ha sido una buena amiga americana.
Nunca creemos que alguien esté muerto. Sabemos que lo está, pero no podemos creerlo. Freud se equivoca cuando afirma que no podemos creer en nuestra muerte, ya que no creemos en ninguna muerte. Esto está más allá de cualquier creencia, cualquier participación, cualquier mímesis y methexis.
Hacemos bien. Yo creo que Philippe no está muerto, porque oigo su voz dentro de mí –como algunas otras voces, una la de Jacques entre ellas. Dentro de lo que voy a leer para vosotros, él está hablando, conmigo y sin mí, por mí, contra mí, aparte de mí, resonando, por siempre, en mí.
Hace cinco años tuvo lugar, en Grecia, la conferencia que hoy repito aquí frente a vosotros y que hasta ahora ha sido publicada solamente en griego. Hace algunos meses la he leído en Alemania, en Giessen, donde el Instituto de Estudios Teatrales rindió un homenaje a Philippe Lacoue-Labarthe. La primera vez, Philippe estaba presente. El congreso al que fuimos invitados estaba dedicado a la tragedia “en el pasado y hoy”, o “de la Antigua Grecia hasta nosotros”.
Es precisamente esta extensión, “hasta nosotros”, la que me hizo aceptar hablar de un tema del que no había hablado casi nunca, porque prefería dejarle ese campo a Philippe. Había, no obstante, otro motivo para estar en Estagira: se trataba de un homenaje a un amigo desaparecido un poco antes, Jean-Pierre Schobinger, profesor en Zurich, viejo compañero de trabajo y gran amante de Grecia. Hoy es a Philippe a quien rendimos homenaje –a Philippe, cuya desaparición no está privada de lo trágico que ha sido la tonalidad dominante de su pensamiento y de su vida — de su vida, siempre dolorosamente consciente de dirigirse hacia la muerte. Y doloroso era para él — como para toda una tradición, cuya tenacidad y perseverancia continúa, a pesar de todo, maravillándome — el hecho de saberse llegado tan tarde, después de la tragedia: es decir, después del momento que consideramos bendito porque ha sabido decir — cantar, recitar, interpretar — la maldición de los mortales. El momento griego, a propósito del cual ya antes Homero había dicho que los dioses fomentaban la ruina de los hombres para que éstos pudieran ser cantados. En un sentido misterioso y terrible, Philippe invocaba sobre sí esta voluntad de los dioses.
Heme aquí, pues, seis años más tarde, en su ausencia, como entonces en su presencia –lo vuelvo a ver mientras me mira, con una ligera sonrisa en sus labios, mientras piensa “sí, lo sé Jean-Luc, sé qué piensas de mi nostalgia de los Griegos”. Estábamos en Estagira, la ciudad natal de Aristóteles, elegida no por casualidad. Ya Aristóteles –de quien Philippe y yo habíamos discutido tanto su teoría de la tragedia- había llegado después de la tragedia. Mucho antes que nosotros, que aparecemos al final de esta historia, pero, de todas formas, ya después del tiempo del canto trágico que, de aquel momento en adelante, deberíamos haber comprendido, argumentar y justificar. Aristóteles es ya el teórico y en algún modo el historiador de la tragedia, pero es sólo el inicio de una larga historia.
Toda esta historia, y el concepto mismo de historia tal como ha sido elaborado mucho después de Aristóteles, consiste esencialmente en el llegar después. La dimensión del después le es constitutiva y, por así decir, connatural. El inicio, el arche, el proteron, el principium o el initium es lo que se le escapa por definición, o por lo que puede llegar al fondo sólo apropiándose y decidiendo ser ella misma el propio inicio, la propia fundación, el propio origen. Entrambas exigencias insostenibles jalonan, con su repetición, la entera historia de la filosofía, de la literatura y de la religión occidental. O estamos en la nostalgia de algo perdido para siempre, que quizás nunca ha estado presente, o deseamos la insurgencia de algo suficientemente futuro como para no poder ser precedido por ninguna presencia. Memoria y voluntad son entonces los dos pilares y las dos figuras de nuestra relación con lo imposible: con nosotros mismos como aporía. Nuestra aporía, nuestra falta de una vía de salida, está en el nacimiento que sucede a nuestra ausencia, conduciéndonos a la muerte que escarba el después hasta cancelar la posibilidad misma de pensar una sucesión, una posteridad o una herencia. Todos sabemos cómo de persistente fue esta idea en Philippe –cómo fue de viva, como la carne de una herida abierta.
En griego el vientre profundo, la hystera, ha tomado el nombre de lo que viene de seguido, después, como para indicar una perpetua posterioridad de la procedencia misma, un después de todo lo que es antes, o por usar una expresión de la lengua de los lógicos, un hysteron-proteron permanente; en otros términos, un error lógico constitutivo de nuestro ser. Como ese razonamiento vicioso que consiste en ofrecer como prueba lo que en cambio aún debe ser probado, la condición occidental plantea como ser lo que debe ante todo ser llevado al ser y por tanto salir del no-ser. Pero nosotros no salimos de nada y no vamos hacia nada. Ninguna procedencia nos es dada, ninguna destinación nos es prometida, ninguna vía de salida. Nuestra condición, nuestra constitución fundamental y destinal podría ser definida como una histeria aporética. No quiero decir que se trate de una patología, como si hubiera un modelo de normalidad con el que poder compararla. Diré más bien, que es, quizás más o quizás menos, una patología[8]: es, quizás, la oportunidad propia de Occidente, o quizás su cierto peligro, y tal vez, entrambos casos, es ahora el mundo entero el que va con nosotros hacia esa histeria aporética; el mundo entero que se tuerce y se angosta en ella, consiguiendo, al menos, exponer en ella algo de una verdad o de un sentido (a menos que la histeria aporética no sea la última palabra de toda nuestra verdad).
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En este contexto, las palabras “después de la tragedia” pueden asumir un valor emblemático por dos razones. Estas dos razones son inicialmente bien distintas o incluso opuestas, pero pueden terminar por converger.
La primera razón es que entre todos los “después” de Occidente (después de la Edad del Oro, después de los dioses, después del alba presocrática, después del mito, tantos “después” y tantos “post” repetidos tantas veces en la historia, a la manera tardo-griega, latina, cristiana, renacentista, progresista, romántica y en fin, moderna y posmoderna, según la ley de un post-x general), el “después” de la tragedia ocupa una posición particular y decisiva. Toda nuestra historia ha pensado y se ha pensado “después de la tragedia”, ya por dejar atrás aquella “tragedia”, o ya por añorarla y tratar de hallar la verdad que entraña. Por supuesto, como la tragedia, también la ciudad pertenece a la lógica y la crono-lógica del “después”. No obstante, lo que llamamos democracia nos parece todavía representar, aunque poco y mal, una victoria sobre un pasado oscuro y una promesa de futuro, a pesar del esfuerzo que aún es necesario para lograr una democracia digna de futuro.
La tragedia nos aparece, en cambio, como la pérdida por excelencia y aquello de lo que, ahora, ya no se trata más que de esperar el retorno o el sustituto. Podemos recitarla, pero no reconstituirla o reinventarla. Con la tragedia, por otro lado, es todo el teatro lo que se tambalea y se interroga a sí mismo desde hace ya algún tiempo. Sabemos bien que los destinos de entrambos —democracia y tragedia— están estrechamente ligados y que no es imposible que los problemas y la fragilidad de la primera se manifiesten en la pérdida de la segunda. En este sentido, la democracia, cualquiera que sea la reforma de sí de la cual fuera capaz, no encontrará nada ni se reencontrará a sí misma, si continua faltándole la tragedia o la función que esta desempeñaba. (¿No era quizás a esto mismo a lo que aludía Rousseau cuando invocaba la “religión civil”? ¿Y lo que hasta ahora, y desde los tiempos de Rousseau, la democracia ha refutado explícitamente o bien simplemente eludido?).
Según esta primera razón, “después de la tragedia” sería la fórmula de una triple aporía, política, ética y estética, que nos fuerza a pensar, una vez más, sobre nuevas bases, qué cosa está en juego cuando hablamos de una pérdida de la tragedia; a pensarlo finalmente de otro modo, si es posible, y no más como pérdida molesta e histeria aporética, sin por ello caer en la trampa de una resurrección (como Nietzsche, quizás por un momento, ha podido querer creer). Philippe, lo diré, pensaba esto.
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La segunda razón, apela a un uso de los términos completamente distinto. “Después de la tragedia”, suena para nosotros como un sintagma familiar —terriblemente, trágicamente familiar— sobre dos planos inseparables:
- Por una parte se trata de una fórmula familiar, que indica la situación específica que sigue a una catástrofe (a un drama, a una tragedia; volveré más adelante sobre la confusión entre estas palabras): una existencia que se hunde en la absurdidad de un incidente o de la degradación, un amor lacerante, una vida arruinada, una dignidad o una fidelidad rota; esta situación es la de la privación del sentido, en todos los sentidos: privación de dirección y de sensibilidad, apatía o histeria, angustia por la aporía, necesidad de un apoyo y de terapia, que sin embargo no tocan el corazón de la cuestión. Para resumir, diré que “después de la tragedia” evoca para nosotros una situación en la cual ni siquiera el luto es posible o se vuelve manifiestamente y cruelmente infinito.
- La misma fórmula atormenta también a la historia del último siglo, sino también a la de la última parte del siglo XIX: al menos desde la primera de las llamadas guerras mundiales, y después de la monstruosidad de los campos, del gulag, genocidios, las llamadas purificaciones étnicas -por no hablar de las catástrofes cada vez menos “naturales” del fuego, del agua, de la tierra, los cánceres o los virus-, repetimos “después de la tragedia”. Las palabras “después de Auschwitz” y “después de Hiroshima”, incluso siendo de alcance muy diferente, seguirán siendo los dos emblemas idiomáticos de esta repetición que no ha terminado aún. En suma, es todo el Occidente del siglo XXI el que se mira y se pregunta qué ocurrirá “después de la tragedia” que él mismo ha sido, que ha fomentado y propagado en el mundo. Pero sobre este plano colectivo, político y cultural, no encontramos nada más consistente que sobre el plano de las vidas individuales: también aquí el luto es imposible, también aquí se permanece en el “después” de una devastación privada de sentido, de procedencia y de verdad.
Es suficiente notar que la representación (la puesta en escena, en memoria y en interpretación) de todos los dramas, suscita problemas que ninguna de las formas disponibles permite resolver —como en un tiempo había hecho la “tragedia”— tanto es así que la cuestión de su representación (de sus imágenes, sus relatos) se plantea cada vez de nuevo. Se vuelve siempre más claro, por otra parte, que no nos podemos contentar con señalar a los culpables de la historia (aquí una religión, allí una política, en otro lugar un pueblo, un individuo, una ideología, una técnica…). Es una historia entera la que es culpable de sí misma, y que está entonces más allá de cada culpa asignable: es toda la historia de Occidente y, con ello, del mundo entero, la que se revela a sí misma como una tragedia o como una sucesión de tragedias, después de cada una de las cuales no puede haber ningún “después”, porque está asegurado el retorno de otra tragedia, y el después degenera en antes.
Llegamos así al punto de encuentro entre los dos motivos fundamentales de la expresión “después de la tragedia”. Toda la historia que se revela como una tragedia es también, de hecho, la historia que se figura haber perdido la tragedia. Esta contradicción entre los dos usos del término se explicaría sólo con la impropiedad de uno de los dos. Esta impropiedad es bien conocida, por otra parte, y cuando hace poco he evitado concentrarme sobre las necesarias distinciones entre “tragedia”, “drama” y “catástrofe” (palabra que también pertenece al léxico literario de la tragedia, pero dotada, evidentemente, de un sentido muy diferente), a las cuales podría añadir “desastre” o “desolación”, pensé, también, que ninguno de nosotros, incluso sin un bagaje de conocimiento filológico y filosófico, habría permanecido sordo a tales distinciones, puesto que la tragedia no representa en primer término una variedad de eventos terribles, aunque sea la peor de esta variedad, sino que es el nombre de una completa estructura del pensamiento en el sentido más fuerte de la palabra: una construcción de sentido, un sistema, en el sentido simple de la palabra, o, si se prefiere, una sinergia y una simpatía que componen un ethos específico. El ethos trágico no se reduce al pathos de aquel que es precipitado al desastre o a la ruina.
Surge ahora la dificultad que constituye quizás la “tragedia” de nuestra historia: si hay una confusión o un abuso de los significados cuando hablamos de una tragedia de los campos, de una tragedia del 11 de septiembre, de una tragedia de Ruanda o de Nigeria, del hambre o de la prostitución infantil, es porque no somos capaces de combinar un uso demasiado amplio de la palabra con su uso propio. Y no podemos hacerlo porque, en verdad, el sentido propio se nos escapa. Nuestra historia es también la de las interpretaciones de la tragedia, concebidas, no obstante, sea como un enriquecimiento hecho quizás de contradicciones, sea como un retorno permanente a un secreto perdido y no interpretable. Que se hable de la catarsis de Aristóteles y de los valores que le han sido atribuidos sucesivamente, del clasicismo francés, del romanticismo alemán o inglés, de Hegel, de Schelling, de Hölderlin, de Nietzsche o de Benjamin, de Bataille o de Lacoue-Labarthe, por citar solo estos nombres, cualquier lectura no podrá más que dejar un núcleo duro, un simple residuo seco que tendrá al menos este significado mínimo: sea como fuere la cosa con la verdad trágica, ésta no es más la nuestra, no obstante la proximidad o la intimidad que podamos tener con ella, y ningún ethos, ninguna techne poietike pueden restituir la posibilidad de vivirla aquí y ahora, de darle una función en nuestra vida de pueblo o de polis.
Cada una o cada uno de nosotros puede compartir el elemento patético o ético de Edipo, de Antígona o de Medea (siempre que sea lícito hablar de “elemento” en singular, puesto que se trata cada vez de una serie de acentos infinitamente variables según los diferentes criterios de lectura). Pero no estamos, por resumir la cuestión con una palabra más apropiada, en una liturgia de la tragedia: no estamos en un ceremonial o en un servicio de cultura y de conducta, de costumbres y de estructura, capaces de definir, de manera indistinta, sincrética, una política y una estética. Y no estamos ni siquiera capacitados para indicar qué cosa había significado la tragedia para aquellos que eran, no solamente sus contemporáneos, sino también, sus actores, sus autores y sus espectadores. Que la figura de Edipo sea desplazada de las dos tragedias de Sófocles a la posición de síntoma y de significante para entrevistas psicoanalíticas personales; que el hijo de Layo y el interlocutor de la Esfinge sean desplazados de padre a síntomas, eso dice mucho (incluso si no sabemos qué cosa dice) sobre los padres en general, sobre los enigmas, sobre la ciudad, sobre el saber y sobre el poder de nuestras actuales configuraciones culturales.
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Hay, entonces, una ejemplaridad inalcanzable de la tragedia. Que sea ejemplar significa que pensamos (representamos, imaginamos, soñamos quizás: lo que cuenta poco en este caso) que podemos y debemos siempre hacer referencia a algo de ella: nos es necesario pensar que en ella se aprieta el nudo elemental de la existencia, lo que la liga a su insignificancia o a su infelicidad. Pero que la tragedia sea inalcanzable quiere decir que el nudo no puede apretarse más para nosotros, sino, como acabo de decir, a título individual, cosa que no quiere decir nada, porque la existencia es esencialmente no-individual, y el saber trágico, ciertamente, lo sabía.
Nuestra situación es tal que cuando leo en el periódico (tomo como ejemplo una cosa que ha ocurrido mientras escribía este texto) que el gran rabino de Inglaterra declara: “Considero decisivamente trágica la situación actual” -en un contexto en el que, en nombre del hebraísmo, él se opone a la política de Israel-, me digo que el “trágico” (en el sentido de desastroso o de desesperante) está precisamente en el hecho de que esta palabra no representa ya para el rabino ninguna ventaja, ninguna verdad que no sea la de una desgracia irreparable. No puedo, no podemos recurrir ya a una verdad más alta (o más profunda) a la que lo “trágico” permitiría acceder como una posibilidad de encontrar aún, a pesar de todo, un sentido -aún, si se pudiera tratar de un sentido del abandono del sentido.
Es precisamente algo de este género lo que la tragedia griega (o quizás clásica) representa para nosotros, incluso si no sabemos ya apropiarnos de este modo tan particular —y que decimos perdido— del recurso, este modo que se podría definir como el del recurso sin socorro. Si, de hecho, la tragedia es lo que es para nosotros (si no, posiblemente, lo que es por sí), lo es, precisamente, en la medida en la que en ella la ruina se une a una verdad, sin arrastrar la verdad a la ruina, como ocurre a veces con el desastre y la demolición moderna.
¿Cómo es, o cómo ha sido posible? Es lo que no alcanzamos a comprender, y a lo que, sin embargo, debemos tener un acceso, aunque solo sea externo. Este acceso se impone a partir del hecho de que también la tragedia, ya tragedia, viene después. Viene después de la religión, es decir, después del sacrificio. Pero el hecho de que llegue después, no significa sencillamente que pase en otro lugar. Por un momento, al menos, el momento de su existencia entre Tespis y Aristóteles, muestra un equilibrio delicado e inestable, sin embargo mantenido, entre el después del sacrificio y el antes de nuestra desolación. Es sobre este doble valor sobre el que quiero centrarme, con una simple reflexión que no procede de ninguna filología o teoría de la tragedia, sino solamente del continuo rumiar de lo que repito en esta fórmula: para nosotros lo “trágico” no es más y no puede ser más “una tragedia”.
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¿Cómo caracterizar este momento de suspensión, de equilibrio incierto, que es para nosotros la tragedia? Bertold Brecht escribió: “Cuando se dice que el teatro tiene su origen en el culto, se dice precisamente que empezó a ser teatro saliéndose de aquel”[9] Brecht tiene sin duda razón al oponerse a una visión cultural de la tragedia, si es verdad que, de hecho, nada es más claro que la salida del mundo pre-occidental del culto, del que la tragedia constituye un elemento esencial, junto a la política y a la filosofía. Sin embargo, su frase no dice qué cosa sea esta “salida” del culto y en qué modo inaugura la tragedia —el teatro— en su especificidad. En ciertos aspectos se trata del caso particular de una reflexión más general sobre qué significa una “procedencia”, un “ser nacido de”, situados siempre en conjunto una cesura y un perpetuamiento. Es esta doble articulación entre el culto y el teatro, o más precisamente entre la circunstancia del culto y el evento del teatro, la que es necesario poner en claro.[10]
Saliendo del culto, la tragedia sale de la religión. Salir de la religión quiere decir salir de un régimen de cultura social en el cual hay comunicación con los dioses. Este régimen presupone la presencia de los dioses y la posibilidad de establecer vínculos con ellos. El culto consiste en poner en obra estos vínculos. Los dioses con los que entra en relación quien participa en el culto no están simplemente presentes: son la presencia por excelencia, las potencias activas, protectoras o amenazantes, los Inmortales a los que los mortales, deseosos de conciliarse con esas fuerzas, confían su suerte amenazada. El culto invoca estos Presentes, los convoca, algunas veces los provoca, haciéndose el abogado del mortal que es admitido así a la presencia de los Presentes. El acto religioso es participación en la ad-vocación o en la ad-oración: palabra que se dirige a la presencia. Esta palabra es palabra que participa, que toma parte en la presencia a la que habla. Lo hace hasta al punto de tener lugar como sacrificio: un viviente mortal es consagrado a los inmortales y su sangre recoge y nutre la fuerza y la protección. En el sacrificio, la palabra misma deviene acto: ella pronuncia la fórmula que santifica el gesto de aquel que cumple el sacrificio, inmolándose así en el cuchillo y en la sangre. La presencia, de hecho, aniquila la palabra.
Saliendo del culto, la tragedia sale de la presencia. Los dioses se han retirado o han sido los hombres los que los han abandonado, pasando de la vida agrícola a la urbana, del hechizo a la retórica y de la palabra a la escritura. Quizás sea necesario decir que la primera diferencia entre el culto y el teatro es que el culto no es escrito.
Este adiós a la presencia (toda la escritura la dirige un adiós, según Jean-Cristophe Bailly) funda el teatro: la palabra no debe dirigirse más a los dioses, aún si inicialmente continúa por llamarlos o invocarlos, estos restos de la religión ya no tienen más ningún rol sacrificial. La palabra del teatro se dirige precisamente a la esencia de los dioses, es decir, no se dirige más a los dioses, pero se intercambia entre los mortales que ahora están solos entre ellos.
Es en el teatro, en el primer teatro griego, pero ya mucho después de Tespis, en la Antígona de Sófocles, donde se levanta la voz que proclama al hombre tremendo y vigilante hacia cada arte, así como en Edipo el protagonista es aquel que ha respondido a la pregunta en torno al hombre. Entre el conquistador del mundo y el animal que envejece y muere, la tragedia condensa toda la puesta en juego: no ya historia humana trágica, sino el hombre mismo en cuanto tragedia o comedia. Ahora, la tragedia y la comedia se traman entorno a eventos: ocurre, se produce lo que hace al hombre digno de piedad presentándolo a la compasión o al escarnio. No en vano Ecce homo es la frase, el enunciado, el motivo de la religión que se deconstruye.
Con los dioses no ocurre nada: ellos son los portadores o los portavoces de lo que se llama Destino, Moira, Necesidad, es decir del Ocurrir general de cada cosa. Pero ahora lo que sucede es un destino cada vez singular en el que el Acontecer general se sumerge junto con el culto que lo ha hecho.
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Sin embargo, la tragedia está todavía ligada al culto, o bien —es verdaderamente el momento de decirlo— a la liturgia, palabra tomada de los cristianos y que indica inicialmente una acción al servicio del pueblo. Podemos alejarnos un poco más del léxico religioso y hablar de ceremonia. La tragedia —y todo el teatro posterior conserva su recuerdo— constituye un ceremonial. No se trata solamente del ceremonial social que incluso no es irrelevante aun cuando se transforma en mundanidad. Se trata, en primer lugar, de la ceremonia que es en sí la tragedia (y de la cual, una vez más, todo el teatro ha conservado la memoria, quizás precisamente sólo la memoria…). Si el culto sacrificial cumple la invocación a los dioses en la efectividad de una sangre que les es consagrada, el teatro expresa en cambio una invocación o una ad-vocación recíproca de los seres humanos entre ellos (entre los personajes y entre el coro y los personajes). Este recíproco apóstrofe y este canto alternado —en el que hay probablemente algo esencial para toda la literatura posterior a la tragedia, todavía no teatral- constituyen el sucedáneo del sacrificio. Cualquiera que sea el sentido de la acción trágica (simplificando escandalosamente: sea que los seres humanos sufran en ella la enemistad de dioses inconciliables, sea que pongan en juego la responsabilidad de la propia desventura), y aún si ese sentido delega en una herida mortal del sentido, la tragedia asegura el mantenimiento, el ethos, de aquel pathos del sentido.
Hölderlin,[11] mientras aún intentaba escribir una tragedia –una tragedia del después, la tragedia que habría debido decir este después, y que en efecto lo dice renunciando sin embargo a sí misma- hace decir a Empédocles: “Mi lengua/ casi no quiere servir más/ a la conversación mortal y a pronunciar vanas palabras”;[12] y me arriesgo a aventurar que expresa así, junto con la proximidad del silencio de la muerte, la propiedad y el contenido esencial de la tragedia que leamos. En otros términos, la tragedia conserva en el ceremonial de su palabra la huella del sacrificio. No intentaré caracterizar este ceremonial, diré, no obstante, que es en el modo del discurso directo, de discurso dirigido a alguien, no de su “imitación” (pese a que sea mímesis opuesta a diégesis), porque no se trata de imitar el diálogo cotidiano sino de producir en cambio el apóstrofe como tal. (Quizás esta es la “mímesis sin modelo” de la que habla Philippe).
El carácter “teatral” implica un énfasis, en el sentido positivo del término, del apóstrofe: la palabra tensa hacia el otro, tensa más allá de él y más allá de sí misma. Puesto que no se dirige más a los dioses para ofrecerles víctimas, la palabra se dirige ahora de un hombre a otro para presentar lo que la excede y lo que excede al hombre. De este modo, es la palabra la que se sacrifica. Con esta palabra enfática y ceremonial, la tragedia conserva o inventa; conserva o inventa el ethos según el cual, en ausencia del socorro de los dioses y de cualquier otro socorro, sigue siendo, de todas formas, una grandeza. La grandeza del mortal fulminado, del que los dioses se apartan, se expone en el mantenimiento de la palabra trágica. Edipo se saca los ojos, no se corta la lengua, y mientras se lamenta de no poder quedarse sordo, habla todavía, habla incluso de más, recita la letanía de sus delitos justo cuando declara que hablar de ellos es tan vergonzoso como cometerlos, y el mantenimiento de su discurso es contemporáneamente el mantenimiento de la única dignidad que le queda.
***
Es esta grandeza, si no otra, la que nos figuramos haber perdido, que quizás hemos efectivamente perdido, o que quizás ha comenzado a perderse ya en el paso del culto a la tragedia. Y es esta grandeza la que falta en la “tragedia” moderna de toda una civilización que no logra de ningún modo encontrar una santidad en su miseria y que ha olvidado en qué consiste lo que llama la dignidad del hombre: valor absoluto que, desde que ha sido inventado, es decir, desde Kant hasta nosotros, no se sabe cuánto vale, o bien se hace oscilar continuamente entre el bien y el mal infinito. (El mismo Kant, recordémoslo, el Kant tan buen lector de Hölderlin, escribe que lo sublime en el arte exige una de estas tres formas: el poema didascálico, la oratoria y la tragedia en verso. La precisión “en verso”, que confiere a estos tres modos el trato común del poema o del canto, indica el régimen de la dignidad. Philippe amaba este enigmático pasaje de Kant).
Diciendo adiós al mundo, a los dioses y a sí mismo, Edipo puede aún conferirse a sí mismo la dignidad de ese adiós. “Después de la tragedia” quiere decir, en cambio, “después de la ceremonia de los adioses”. Es decir, también después de la centella y el instante de mantenimiento, cuya pérdida, o cuya representación de la pérdida, organiza lo que no podemos llamar ya más nuestra tragedia, sino nuestro drama o nuestra desolación.
Esto plantea solamente los términos de un problema, de una crisis, o de una aporía, y por hoy no pretendo avanzar más. Pero para terminar, quiero precisar estos términos. Por una parte, debería estar claro que, así como la tragedia no ha respondido al fin del sacrificio retornando hacia él sino desplazando la totalidad de lo sagrado, no podemos hacer un retorno a la tragedia —un retorno cuya tentación continúa sin embargo obsesionándonos. Nuestra tarea es encontrar nuestro adiós a la tragedia, con el mismo movimiento con el que debemos reinventar una grandeza, una dignidad o lo que pueda sustituirla— a menos que no estemos seguros de lo peor.
Pero nuestro adiós debe también tomar en consideración lo que la tragedia ha retenido en sí del elemento del que nació. Lo que he llamado aquí la ceremonia de la palabra trágica, corresponde, a fin de cuentas, a lo que indica de manera aproximada la expresión “religión civil”, que he evocado un poco antes. Las cuestiones de la tragedia, del teatro, de la política, de la historia, del arte y de todo cuanto es confusamente llamado “ético”, comparten probablemente el hecho de conducir todas hacia el lugar desierto y aparentemente imposible de ocupar que tal expresión indica. ¿Qué hacer con estas indicaciones, en un tiempo que se revela ya no solamente “después de la tragedia”, sino seguramente “después de la religión” y “después de la polis”, cosa que de otra manera no hace más que articular y precisar la primera fórmula?
Sucede entonces que haría falta, y hará falta —y es la última indicación— recordar que “después de la tragedia” indica también el doble movimiento de la filosofía y del cristianismo. Entrambos han querido superar tanto el sacrificio como la tragedia, entrambos, mediante un movimiento que trascendió — o más precisamente que buscaba desesperadamente estar por encima- el ceremonial de la palabra. La filosofía ha buscado este sobrepasamiento en un saber que se volvía idéntico a su objeto, el cristianismo lo ha anhelado en un amor que se volvía idéntico a la existencia.
Por otra parte, nos los representamos a entrambos — a la filosofía y al cristianismo — como una superación de la muerte, como el pasaje de un vado que es, seguramente, sólo la configuración más exterior y más ideológica, dentro de la cual se esconde, sin embargo, una cuestión más seria. Pero la fuerza de seducción de estas representaciones (la muerte vencida por la sabiduría o por la resurrección) no es por esto menos sintomática de los deseos de Occidente: junto al sacrificio y la tragedia, es la relación con la muerte lo que se cree —o ha creído— haber perdido o extraviado.
Puesto que, no obstante, la muerte queda insuperable, en ambos registros se ha generado una suerte de mutismo cuyo nombre último es el nihilismo. ¿Hay, habrá o hay ya un “después del nihilismo” que no pretenda ofrecer un “después de la muerte” y que todavía acepte ser “después de la tragedia”? Esta es nuestra pregunta, “trágica”. Pero esta pregunta exige, si existe la posibilidad de una respuesta, que sepamos al menos esto: aquello por lo que debemos inventar otra ceremonia de la palabra, otra liturgia del sentido y de la verdad, no puede nacer más que del corazón mismo de nuestro mutismo, siempre que en él haya algo que, a pesar de todo, todavía murmure.
Y, como dije, creo que la garganta de Philippe está murmurando aquí y ahora.
Bibliografía
- Nancy, Jean-Luc, Corpo teatro, Edizione Cronopio, Napoli, 2011.
Notas
[1]Traducido al italiano por Antonella Moscati y publicado, junto a «Le corps en tant que scene», como Corpo Teatro, Cronopio, Nápoles, 2010. «Le corps en tant que scene» aparece traducido al español en Nancy, J.-L., La partición de las artes, Pre-textos, Valencia, 2013.
[2] Nancy, J.-L., El olvido de la filosofía, Arena Libros, Madrid, 2003, p. 12
[3] Nancy, J.-L., La partición de las artes, Pre-textos, Valencia, 2013, p. 52.
[4] Nancy, J.-L., Un virus demasiado humano, Ediciones La Cebra, Buenos Aires, 2020.
«Es un insulto para un cómico que la comicidad tenga que ser algo light. Yo no hago humor negro para ofender. Los cómicos amamos la vida, y la vida sigue y las cosas son así. Es más sano que hacernos moralistas». [5] Bassi, L., https://www.lavozdegalicia.es/noticia/pontevedra/2002/07/19/leo-bassi-perejil-patetico-cutre-partes/0003_1160450.htm
[6] Bergson, H., La risa. Ensayo sobre la significación de lo trágico, Sarpe, Madrid, 1985, p. 39: https://www.guao.org/sites/default/files/biblioteca/La%20risa.pdf
[7] Cox, H., The Feast of Fools: A Theological Essay on Festivity and Fantasy, Harvard University Press, Cambridge, 1969. [Edición española: Taurus, Madrid, 1983, p. 172].
[8] Nota del traductor: Nancy distingue aquí entre el sentido de ‘patología’ entendida como enfermedad, con la que no identifica la histeria de occidente, y el sentido literal de ‘patología’ como “lógica del pathos”.
[9] B. Brecht, Kleines Organon für das Theater (1949), en Werke, Bd. 23, Suhrkamp, Frankfurt/Main 1993, p. 67.
[10] By the way, this is as well a case within the general concept which wears the very confuse and obscure name of “secularization” [Se trata, por otra parte, del caso cuyo concepto general porta el confuso y oscuro nombre de “secularización”].
[11] Para recordar: Philippe me dijo una vez: “Sé lo que debería ser hecho para tener un nuevo Hölderlin. Lo sé, pero es demasiado difícil…”.
[12] Hölderlin, La muerte de Empédocles, Editorial Acantilado, 2001.
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