El extranjero, este fuego del cielo

Sello de Hölderlin

 

Jean-Luc Nancy / Trad. Maria Konta

 

El título que propuse, El extranjero, este fuego del cielo, es una cita de Heidegger.[1] En su curso sobre el Ister, se detiene en los versos donde Hölderlin declara que el Ister invita a Hércules a ser su huésped. Heidegger comenta:

 

Hércules es solicitado como huésped por Ister. El anfitrión es ese extranjero que en una intimidad ajena (heim) se intima por un momento y trae así su propia intimidad a la intimidad ajena que lo acoge. Hércules solo es invitado por Ister como invitado. Sigue siendo quien es y, sin embargo, es el extranjero […] que ha venido al país alemán desde la tierra del fuego. La hospitalidad de Ister contiene la disponibilidad para reconocer al extranjero y su extranjería, es decir, el fuego del cielo que les falta a los alemanes. La amistad hospitalaria encierra también la decisión de no confundir al extranjero como tal, sino de dejarlo ser quien es. De este modo, sólo la amistad hospitalaria permite aprender, es decir, aprender cuál es la “profesión” del poeta alemán y de su ser esencial.

 

Dudé en mantener este título y citar su fuente. Tenía miedo de embarcarme en el laberinto de un comentario de Heidegger. Pero reflexionando, este último quizás no está diciendo aquí más que lo que en otros tonos y con menos precisión está dispuesto a decir una vulgata ideológica sino filosófica: la hospitalidad no debe afectar la integridad de los anfitriones (ambos valores de la palabra) y preferentemente debe ser beneficiosa para al menos uno de los dos. La oración decisiva de este párrafo es esta: “Hércules solo es invitado como invitado”. La restricción delimita el alcance del encuentro de las “intimidades” (heim, heimisch) y define así la hospitalidad.

 

Estamos en las antípodas de lo que dirá más adelante Derrida, ese preciso comentarista de Heidegger. La hospitalidad no solo no es incondicional, sino que responde a un interés específico. Sin embargo, el anfitrión introduce su intimidad y es bienvenido (aufgenommen, literalmente “tomado” o “recibido”, “alojado” e incluso podría significar “asimilado”). La hospitalidad filosófica oscila aquí entre la acomodación (siempre provisional, transitoria) y la asimilación.

 

Sabemos que Nietzsche se refiere al nihilismo como “El menos familiar, o el más inquietante (der unheimlichste) de los invitados, que se para frente a nuestra puerta y pide entrar”. “Es el invitado inoportuno, peligroso, desprovisto de toda familiaridad o intimidad” (elijo esta palabra para transmitir el fuerte valor de heim). La frase de Nietzsche muestra claramente que el anfitrión es necesariamente unheimlich: de lo contrario no sería anfitrión. Las premisas son las mismas que para Heidegger. Pero si el huésped es muy poco heimlich se vuelve perturbador y peligroso. En cierto sentido, el fuego del cielo solo puede ser peligroso: debe arder, incluso si es por el bien de aquellos a quienes enciende. Para Heidegger, se trata de reconocer la propia extrañeza, conservando la integridad de lo propio y, sin embargo, no sin haber acogido la intimidad del extranjero en la intimidad de lo propio.

 

Algo aquí está mal. Dudamos entre asimilar las intimidades y mantener su mutua extrañeza. En el resto de su comentario Heidegger vendrá a decir que “intimar requiere ir al extranjero”. Lo que exige y ordena es el devenir íntimo, propio, suyo. Hay aquí un aire hegeliano de salir y volver a uno mismo. No quiero profundizar más en el parentesco. Sin duda, la filosofía siempre ha pensado en una reapropiación de lo ajeno.

 

Eso no es en lo que quiero detenerme. Por el contrario, es la negación que la filosofía misma inflige a este deseo, a esta voluntad, a esta exigencia y a esta pretensión (verlangen) de devenir para sí, todo a sí mismo.

 

La filosofía comienza con un banquete. Es decir, por una escena de hospitalidad donde un anfitrión ha invitado a varios comensales a celebrar juntos una doble celebración: la de su propia victoria en un concurso literario y la del concurso de los discursos que los anfitriones pronuncian a su vez en un tema. El concurso por el que Agatón ganó el premio es el concurso de tragedias de las Grandes Dionisías. El concurso aquí es una cuestión de hospitalidad en varios aspectos: la ciudad es la anfitriona de los que compiten, quienes son a su vez anfitriones de los treinta mil espectadores que acuden a compartir el enfrentamiento de las obras. Estas son, en fin, las anfitrionas de los pensamientos y bellezas que buscan declararse allí.

 

Este es el agón. La hospitalidad se abre a la competencia en todo el sentido de la palabra, al enfrentamiento ya la emulación. Como cantó una vez Mimnermo de Colofón en el siglo VII:

 

¡Bebamos, intercambiando agradables discursos entre nosotros!

 

2

 

La filosofía nació en este intercambio. Nació en el simposio, cuyo banquete dejó Platón una huella inalterable. El banquete no alberga simplemente el diálogo, sino que éste lo presupone. Tanto más tarde Kant pudo afirmar “¿pensaríamos mucho y pensaríamos bien, si no pensáramos, por así decirlo, en común con otros, que comparten sus pensamientos con nosotros y a quienes comunicamos los nuestros?” es porque procedía de esta tradición que presupone no sólo el mantenimiento del alma consigo misma, sino ante todo su mantenimiento con los demás y, en consecuencia, aún más originalmente, la convivencia como condición de la dialogicidad.

 

Pero los convidados deben ser invitados: compartir un banquete no responde a las exigencias del hambre y la sed; por el contrario, equivale a subordinar los apetitos a la comensalidad o más bien a entrelazarlos con el compartir del sentido, es decir, con el sentido mismo.

 

Que el banquete, como todas las cosas humanas, tenga una arqueología sagrada corresponde al hecho de que el sentido no tiene lugar fuera de su intercambio. “No hay significado para uno solo” dijo Bataille. Esto mismo, por lo tanto, también debe manifestarse y presentarse como tal: es apropiado invitar a los invitados. El banquete mismo presupone la invitación, es decir, la llamada del anfitrión a los anfitriones, según la fascinante reversibilidad del significado de esta palabra.

 

El Banquete de Platón no es un banquete cualquiera: su anfitrión es Agatón que está celebrando su victoria en el concurso de teatro que ganó durante la Gran Dionisíaca. El motivo del concurso teje silenciosamente el telón de fondo de todo el episodio: en efecto, el banquete dará lugar a un concurso de discursos, o al menos a una junta amistosa en torno al tema del amor. Esta emulación filosófica se hace eco, pues, de la emulación teatral celebrada por Agatón. Sin embargo, no es necesario insistir en la emulación —la rivalidad, la competencia— que el teatro y la filosofía fomentan en Platón de manera verdaderamente orgánica o constitutiva. El diálogo filosófico —es decir, la filosofía en persona— compite con el diálogo teatral: lo que los diferencia es la relación con la verdad o con la ficción, pero lo que los confronta y los confronta es la dialogía misma.

 

¿Qué tipo de hombre soy? De los que gozan de ser refutados si digo algo que no es verdad, pero que gozan de refutar si otro dice algo que no es verdad, y que no disfrutan menos de ser refutados que de ser refutados. […] Si tú también dices tener este modo de pensar, continuemos la discusión; pero si crees que debería descartarse, dejémoslo así y terminemos la discusión. (Sócrates a Gorgias)

 

Falta entonces ser dos y ser invitados a la conversación. Mejor “Oye, ¿qué sabes tú, querido Théodore, si en lugar de un extraño no nos traes un dios?” (Sofista).

 

Hay extranjeros designados como tales en el Sofista y en el Político, pero en el Banquete hay, como en la cúspide de la emulación entre los invitados de Agatón, una extranjera, designada como tal (hè xénè) donde el discurso de Sócrates relata las revelaciones sobre Eros, es decir de un carácter divino y humano, un poderoso daimôn ajeno a toda identidad reconocida y por eso mismo filósofo, es decir enamorado de la sophia como explica Diotima.

 

3

 

Filosofar supone ser un extraño e invitar o ser invitado a una competencia, a un enfrentamiento, a una emulación, a un agón que no es otra cosa que una acción, un proceso, una conducta y singularmente una asamblea, un encuentro gracias al cual se puede confrontar y competir con el infinito los deseos de sophia.

 

El encuentro filosófico presupone la hospitalidad de extraños que son unos y otros, todos aquellos, animados por un deseo siempre singular desde que se vuelve hacia lo que no está dado ni es identificable, hacia lo que nunca será adquirido ni identificado pero que está precisamente en el encuentro. Con el extraño y en el enfrentamiento, la competencia, el fervor y hasta el desconcierto de la rivalidad. Incluso puede ser necesario introducir una distancia para fomentar la emulación, como cuando Aristóteles declara dar prioridad sobre la amistad con Platón que a su propia estimación de la verdad. Todo filósofo debe ante todo convertirse en un extraño para uno o muchos más otros. Todos deben ser anfitriones visitantes y anfitriones acogedores. Hume despierta a Kant, Hegel revive a Kant, Marx pone patas arriba a Hegel: esta contienda de confrontaciones, refutaciones, adopciones, apropiaciones y anexiones es necesaria para que de uno a otro pase el fuego que permanece ajeno a todos y, sin embargo, calentar la habitación de el mismo banquete.

 

Todo el mundo va y viene. Todos encuentran a los demás en el umbral de su puerta y saben que cerrar esa puerta sería ignorar que nadie puede pretender filosofar solo.

 

Todos escuchan el poema que Celan llama La Hostia:

 

es mucho antes de la noche

que entra en ti quien ha cambiado la salvación por tinieblas.

Y mucho antes del amanecer

que se despierta

y se agita antes de dejar un sueño,

un sueño sonoro de paso:

lo escuchas atravesando en pasos largos las distancias

y lanzas allá abajo tu alma.

 

Pero siguiendo así a su anfitrión, el filósofo se convierte a su vez en un huésped errante ya que “[…] toda filosofía auténtica es un huésped que se sirve de todas las puertas abiertas a las cosas […]”.

 

***

 

Pero las puertas abiertas son innumerables e innumerablemente diversas. Para identificarlos bien, basta no acentuar el motivo de la hospitalidad exclusivamente del lado de la compasión, que se abre en la única dirección de la hospitalización. Al menos hay que añadir siempre un acento vuelto en la dirección que va hacia el hotel, es decir la residencia, el lugar de recepción e intercambio que fue en su día toda residencia noble, privada o pública, como este hôtel de ville donde se tratan y discuten asuntos, las cosas de todos, donde chocan y se enfrentan las voces de unos y de otros, sean de Atenas o de Mantinea.

 

Notas
[1] El original en francés intitulado “L´étranger, ce feu du ciel” fue publicado el octubre 2019 en la revista Lignes N° 60, pp. 7-13. Agradezco a Jean-Luc Nancy por enviarme el texto.

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