El perdón en Jacques Derrida: al margen de la política y del derecho

Resumen[1]

El texto aborda algunas de las principales ideas de Jacques Derrida en torno a la noción y alcances del perdón a partir de la entrevista con el sociólogo francés Michel Wieviorka titulada El siglo y el perdón. Este texto tematiza el modo en que Derrida sostiene que el perdón no debería escenificarse en los ámbitos de lo político o lo jurídico sin perder su distintivo genealógico y su singular espacio de acontecimiento.

Palabras clave: Jacques Derrida, perdón, teoría crítica del derecho, deconstrucción, jurídico, acontecimiento.

 

Abstract

The following text examines some of Jacques Derrida’s main ideas on the notion and scope of forgiveness, based on an interview with the French sociologist Michel Wieviorka, entitled Forgiveness. An Interview. This essay discusses how Derrida argues that forgiveness should not be staged in the realms of the political or the juridical without losing its genealogical distinctiveness and its singular space of occurrence.

Keywords: Jacques Derrida, Forgiveness, Critical Theory of Law, Deconstruction, juristic, occurrence.

 

Jacques Derrida ha destinado al tema del perdón varias consideraciones a lo largo de su trabajo filosófico: lo revisa en Clamor (1974) cuando considera los sentimientos e ideas de Hegel en torno a su hijo fuera del matrimonio y otros problemas morales que Hegel enfrenta en su vida; lo tematiza igualmente en distintos momentos de La tarjeta postal (1980), y en este rubro de su producción intelectual destaca la entrevista que tiene con el sociólogo francés Michel Wieviorka, titulada para su publicación como El siglo y el perdón (1999). La entrevista se publica en la revista Monde de débats, para entonces Derrida lleva un par de años, de 1997 a 1999, revisando una trama argumental sobre el perdón y la injuria en sus seminarios en la École des Hautes Études en Sciences Sociales.

 

En esta entrevista lo primero que Derrida señala es que no hay una medida que sirva para el perdón, no hay moderación ni un límite claro que pueda cifrarlo y cercarlo de tal manera que se ilumine por completo la escena en la que el perdón toma sitio.

 

No obstante, el perdón debe, de acuerdo con Derrida, ser identificado desde su marco singular de problemas, debe igualmente ser diferenciado de la prescripción, de la amnistía, de la absolución o de la disculpa, que pueden parecérsele en miradas rápidas, pero que carecen de la genealogía específica a la que responde el perdón como dinámica de herencia religiosa de los tres monoteísmos en su diáspora histórica: los judaísmos, los cristianismos y los islams.

 

Lo que le ha preocupado a Derrida, entre otras cosas, es que el perdón tiende a perder su arraigo específico respecto de la escena religiosa de la que emerge, para disponerse mundialmente en un orden representativo, cercano principalmente a los escenarios de amplia circulación en medios, en los que diferentes actores políticos lo solicitan y lo utilizan para fines diversos, pero siempre útiles a distintas agendas y estrategias:

 

En todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de disculpas que se multiplican en el escenario geopolítico desde la última guerra, y aceleradamente desde hace unos años, vemos no solo a individuos, sino a comunidades enteras, corporaciones profesionales, los representantes de jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado, pedir “perdón”. Lo hacen en un lenguaje abrahámico que no es el de la religión dominante en su sociedad, pero que se ha transformado en el idioma universal del derecho, de la política, la economía o la diplomacia: a la vez el agente y el síntoma de esta internacionalización.[2]

 

Derrida pasa revista incluso a la emergencia, cada vez más frecuente desde el siglo pasado, de una lógica performativa en la que el perdón forma parte de representaciones mediáticas, públicas o sociales con fines que pueden pensarse como bien intencionados: liberación de cargos de sujetos cuya participación en crímenes fue forzada o coercitiva, reconciliación entre partes dentro de conflictos comunitarios, salvación de condenados a pena de muerte, e incluso dentro de las comisiones de verdad en problemas políticos como el Apartheid en Sudáfrica.

 

Sin embargo, lo que Derrida quiere dejar sobre la mesa es que el perdón no puede simplemente convertirse en una escenificación ni transformarse por completo a un tema exclusivo o exapropiado por el ámbito jurídico. En última instancia, el perdón no debería normalizarse ni volverse un medio respecto de fines, cualesquiera que estos fines puedan llegar a ser, así sean nobles y espirituales.[3] El perdón, para Derrida, debería ser convocado, paradójicamente, no por cualquier cosa dispensable y mínima, alguna molestia o conflicto mesurado, sino justo por lo imperdonable:

 

[…] sí, existe lo imperdonable. ¿No es en verdad lo único a perdonar? ¿Lo único que invoca el perdón? Si solo se estuviera dispuesto a perdonar lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama el “pecado venial”, entonces la idea misma del perdón se desvanecería. Si hay algo que perdonar, sería lo que el lenguaje religioso llama el pecado mortal, lo peor o el crimen, el daño imperdonable. De allí la aporía que se puede describir en su formalidad seca e implacable, sin piedad; el perdón perdona solo lo imperdonable. No se puede o no se debería perdonar, no hay perdón, si lo hay, más que allí donde existe lo imperdonable. Vale decir que el perdón debe presentarse como lo imposible mismo.[4]

 

El perdón aparece, entonces, precisamente con la huella de su imposibilidad, no puede por tanto formar parte de estrategias políticas de reconciliación como una escena premeditada dentro de una trama cualquiera dentro de las peripecias de la diplomacia. No es perdón si se calcula, si se prevé, si se planifica o si ha de responder a una injuria menor o mesurable. El perdón solo puede serlo ante dimensiones que desborden lo que puede ser simplemente disculpado. En ello radica tanto su origen como su campo de operatividad concreto.

 

Momentos más tarde, Derrida se pregunta si puede simplemente situarse al perdón dentro de una lógica condicional del intercambio, es decir, que pueda tener lugar siempre que se solicite, a condición de que el perdón sea otorgado después de ser pedido, aunque no borre la culpabilidad, o, bien, se pregunta cuál es el lugar del perdón dentro de escenas de arrepentimiento donde el pecador pide explícitamente perdón. Estas preguntas son elaboradas a propósito de distintas posiciones y aportes de Jankélévitch para pensar el perdón. Jankélévitch señala que solo puede haber perdón ahí donde hay declaración de arrepentimiento; Derrida señala su respeto hacia el trabajo de Jankélévitch, sin embargo, va a insistir en que no puede coincidir completamente con sus posturas. Derrida deja ver qué más allá de la solicitud del perdón o incluso más allá de la muestra de arrepentimiento, hay en lo imperdonable algo que alcanza dimensiones de lo inexpiable. Y en eso quizá pueden coincidir, en que el perdón tampoco es inexpiable, pero es una coincidencia mínima en lo que cabe, pues Jankélévitch piensa que el perdón puede tener sitio ahí donde sí existe lo expiable, y puede tener sitio mientras pueda ser calculable dentro de lo punible, mientras que para Derrida la lógica es la opuesta: el perdón solo existe ante lo imperdonable.

 

La Shoah se vuele un tema central en la entrevista que llevan a cabo Derrida y Wieviorka; en este caso el inexcusable acontecimiento histórico se deja ver como una muestra de lo que no puede insertarse en una dinámica del perdón, no importa si se trata de una economía psíquica del duelo social, de una lectura política, social, ética o histórica del perdón.

 

Por su parte, Jankélévitch piensa en estas situaciones catastróficas como parte de aquello que no se puede perdonar, pero Derrida no lo seguirá de nuevo en estas cavilaciones; antes bien, Derrida dirá lo siguiente, pensando tanto en Jankélévitch como en Hannah Arendt: el perdón no debería considerarse de antemano como una posibilidad humana. Ya que si es una posibilidad lo es solo en tanto que se mueve dentro de una economía de lo punible, de la deuda, del duelo y de lo reparable, pero el perdón rebasa todas estas esferas.

 

Hanna Arendt dice en una cita que Derrida retoma de La condición humana:

 

El castigo tiene en común con el perdón que trata de poner término a algo que, sin intervención, podría continuar indefinidamente. Es entonces muy significativo, es un elemento estructural del dominio de los asuntos humanos, que los hombres sean capaces de perdonar lo que no pueden punir, y que sean incapaces de punir lo que se revela imperdonable.[5]

 

La rápida toma de distancia de Derrida ante Jankélévitch, o ante Arendt, se debe principalmente a que Derrida considera al perdón como un asunto desigual a los asuntos propios de la venganza, el castigo, lo correctivo, lo punitivo y la sanción. Sin duda de ambos hereda buena parte de los lineamientos de esta cuestión, aunque hay mucho en juego también de su lectura de las tesis de Walter Benjamin sobre la violencia.

 

Esto mismo puede leerse con relación a lo que Derrida piensa en otros dos textos cruciales en sus aportes a las teorías críticas del derecho: Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad y Nombre de pila de Benjamin; donde Derrida se ocupa de pensar la violencia, el derecho y el orden de la ley, pero sobre todo piensa en la deconstrucción como una disposición hacia la justicia, así sea enmarcada, asediada o cercada precisamente por lo imposible y por la injusticia. Pero justo lo que se requiere es una mirada que pueda deconstruir los binomios de falsa reciprocidad o de falsa identidad entre la ley y el derecho, entre el derecho y la justicia, o entre la justicia y la ley. La ley no es la justicia, ni la justicia es el derecho, ni el derecho es por entero la ley; sus semejanzas ocultan sus diferencias. De manera sintética lo encontramos en la siguiente reflexión de Derrida:

 

  1. […] La justicia sería, desde este punto de vista, la experiencia de aquello que no se puede tener experiencia. […]
  2. Pero creo que no hay justicia sin esta experiencia de la aporía, por muy imposible que sea. La justicia es una experiencia de lo imposible, un deseo, una exigencia de justicia cuya estructura no fuera la experiencia de la aporía, no tendría ninguna posibilidad de ser lo que es, a saber, una justa apelación a la justicia. […]

El derecho no es la justicia. El derecho es el elemento del cálculo, y es justo que haya derecho; la justicia es incalculable; y las experiencias aporéticas son experiencias tan improbables como necesarias de la justicia, es decir, momentos en los que la decisión entre lo justo y lo injusto no está jamás asegurada por una regla.[6]

 

Las historias míticas a la base del derecho, su fuerza operativa como ley, la imposición o ejecución de la ley por parte del Estado, son en buena medida lo que Derrida trata de pensar en casos donde la justicia es convocada.

 

Cabe decir que los aportes de Derrida a estos temas y discusiones sobre filosofía del derecho, pensando tradicionalmente, y más concretamente en estudios críticos del derecho, pensando en su designación actual, no necesariamente apuntan a que Derrida quiera deconstruir el derecho para hacerlo desaparecer.

 

Derrida no pretende criticar al derecho ni a la legalidad para deslegitimarlos en el ámbito de lo social; al contrario, busca criticarlos y pensarlos desde la diferencia como límite para aproximarlos más a una lucha por la justicia, aunque esta lucha sea diferida, es decir, aplazada temporalmente respecto de lo que la invoca y la clama. “La deconstrucción es la justicia”,[7] dirá incluso Derrida. Esto solo quiere decir que la deconstrucción no puede dejar de lado la búsqueda —imposible— por la justicia.

 

Retomando el tema de esta reflexión, para Derrida el perdón no es lo que contrarresta o neutraliza al castigo; el perdón y el castigo no son por entero opuestos dentro de una disposición binaria de términos yuxtapuestos, vinculados y necesariamente complementarios. El perdón y el castigo deberían tener sus propios ámbitos diferenciales más allá de cómo se insertan dentro de mecanismos de economías de la deuda, de la falta o de la injuria.

 

En un terreno cercano, el perdón introduce por completo una aporía respecto de a quién se perdona, Derrida nos pregunta si se pueden identificar al crimen y al agente, si se puede perdonar a un arrepentido que se ha transformado y no es ya por entero la misma figura que ha realizado el daño recibido por quien ha de conceder el perdón, en caso de que se conceda. Este tema es fundamental para pensar que hay más aristas dentro de lo que antecedían en sus reflexiones tanto Arendt como Jankélévitch (y Benjamin): el que se arrepiente se ha transformado y no es ya coincidente con quien ha cometido la injuria o el crimen. Quizá sea excesivo pensarlo de esta manera, pero finalmente el perdón está dentro de una disposición excesiva también en el orden de los acontecimientos. Perdonar a un arrepentido significa equivocar el sentido del perdón dentro de esa lógica de responsabilidad y de respuesta al daño visto desde una consideración de elementos estructurales de los dominios humanos.

 

La condición del arrepentimiento, muy cara, por cierto, al pensamiento de Hegel, particularmente con relación a sus reflexiones sobre la Magdalena penitente y otras figuras icónicas o simbólicas de la expiación en las culturas cristianas, se ve cuando menos en una situación más complicada bajo la mira de la deconstrucción. El arrepentimiento puede tener sitio, pero no es condición ni necesaria ni suficiente para el perdón, ni podría serlo jamás, porque su sentido se juega dentro de su propio ámbito: perdón y arrepentimiento son líneas de sentido que no se cruzan en su fondo específico.

 

Digo esto último debido a que, por ejemplo, dentro de las consideraciones de Hegel, el arrepentimiento da pie a un movimiento dialéctico de reconocimiento y reconciliación,[8] pero en este caso, bajo la mirada de la deconstrucción de Derrida, la reconciliación y el reconocimiento se ven cuando menos comprometidos por el cerco inexpiable en el que Derrida sitúa al perdón. Puede darse el arrepentimiento, pero no hay propiamente lugar a ninguna expiación posible. O sea, puede darse el arrepentimiento, incluso el perdón, pero eso no significa que haya por entero y en sentido estricto una expiación de los crímenes cometidos. El perdón se da al margen de la expiación y se da al margen del arrepentimiento mostrado, escenificado o incluso llevado a un ámbito jurídico o legal.

 

Por otro lado, el perdón no requiere ni reconocimiento ni reconciliación para darse. Puede darse sin reconocimiento y sin reconciliación posible. No hay concatenación secuencial, ni una serie de procesos legítimos o condicionados, ni escenas progresivas en una trama orientada hacia la unidad de opuestos bajo esta lectura derridiana de lo que convoca al perdón.

 

Es fundamental comprender que el perdón es exterior a sus falsos semejantes: el perdón y la expiación, el perdón y la disculpa, el perdón y la amnistía, no son momentos ni grados con relación a un sentido unívoco de la reconciliación que uniría a lo separado y a las partes en una disposición dialéctica, como ocurre en Hegel. El sentido de cada uno: perdón y reconciliación, para Derrida, está cifrado dentro de sus propias posibilidades e imposibilidades. Son términos parecidos solo para el ojo descuidado, pero, en realidad, son conceptos, experiencias y dominios exteriores el uno respecto del otro y es injusto perder de vista sus diferencias.

 

La tesis de Derrida se torna incluso más extraña cuanto más se le mira de cerca. Vendrá a decirnos más adelante que el perdón es una locura y debe seguir siéndolo antes que convertirse en una vía usual o recurrente para lo jurídico o para lo político:

 

Porque si digo, tal como lo pienso, que el perdón es loco, y debe seguir siendo una locura de lo imposible, no es ciertamente para excluirlo o descalificarlo. Es tal vez incluso lo único que ocurra, que sorprenda, como una revolución, el curso ordinario de la historia, de la política y del derecho. Porque esto quiere decir que sigue siendo heterogéneo al orden de lo jurídico y de lo político como se los entiende comúnmente. Jamás se podría, en este sentido de las palabras, fundar una política o un derecho sobre el perdón.[9]

 

El perdón se escapa incluso del orden de lo jurídico y de lo político, o mejor dicho, se escapa particularmente cuando es instrumentalizado en dinámicas de carácter político o jurídico. Lo que tenemos enfrente, durante las escenas políticas en las que se hace uso de una política del perdón, es un abuso tanto del término como de su genealogía y lógica interna.

 

Derrida pone los ejemplos de Francia, Sudáfrica, Argelia, y nosotros podríamos fácilmente incorporar aquí los casos locales donde los gobiernos latinoamericanos han exigido perdón a figuras políticas del gobierno español por los saqueos y la honda violencia llevada a cabo durante los periodos de ocupación colonial por parte de España y los reinos antiguos, pero, de nueva cuenta, lo que cabe considerar son los cálculos detrás de estas exigencias, las condiciones, las peticiones de arrepentimiento, incluso las posiciones de justicia retributiva no logran coincidir con lo que Derrida está pensando alrededor del perdón, dado que hace falta considerar que lo que podría haber sido dañado, injuriado o lacerado es de antemano imposible de ser restituido; es claro que la justicia retributiva no considera que las injurias puedan restituirse, pero apunta a un cálculo posible así sea desigual e injusto de antemano.

 

En el caso del perdón, tal y como lo piensa Derrida, dicha desigualdad y no equivalencia entre la injuria y del perdón por darse, en caso de que ocurra, se anticipa como diferencia y límite a todo proceso de justicia y de hecho la impide. La injuria no se vuelve justa ni a partir de un perdón dado ni mucho menos a partir de un perdón negado. La injusticia está a la base de la posibilidad del perdón. El perdón será siempre injusto aunque no esté condicionado ni mesurado ni otorgado conforme a un fin, así sea éste el de la reconciliación o la procuración de la paz entre las partes.

 

Derrida tiene bien claro que detrás de las estrategias de escenarios políticos donde se lleva a cabo la solicitud, la exigencia o la donación del perdón, hay siempre algún interés específico en juego, algunos pueden moverse del lado de un afán de borrar la injuria y, por tanto, conjurarla, contener la rabia provocada por el daño innombrable, limitar la sed de venganza o la exigencia de justicia; en otros casos se trata de una estrategia para frenar la violencia, como ocurrió en Sudáfrica ante el terror provocado entre distintos grupos tras el Apartheid y en Colombia con las guerrillas y el crimen vinculado al narcotráfico, incluso es lo que se ha dicho en México alrededor del tema de la lucha contra el crimen organizado: pero no olvidemos que una amnistía estratégica de parte de los gobiernos o poblaciones se ve implementada como mecanismo de paz para con los territorios convulsos y consumidos por la violencia. Que sean pactados procesos de amnistía nos habla de una empresa de paz y de limitación o contención de la violencia, pero no equipara estos procesos al acontecimiento del perdón. En estos casos, sus exigencias y necesidad son manifiestas en términos políticos y hasta en términos jurídicos, pero el perdón no puede premeditarse ni establecerse en una dinámica calculada de antemano.

 

Por ello es por lo que el indulto del crimen, la amnistía, ni la absolución, consiguen, en efecto, confundirse con el perdón. Mucho menos en el tipo de casos mencionados arriba. Aquí, hay que hacer una precisión: Derrida no está en contra de este tipo de procesos, al contrario, los considera útiles, lo que sí quiere apuntar es que dichas estrategias son diferentes del acontecimiento del perdón. Son incluso una necesidad política, pero eso no sugiere que el perdón pueda o deba darse allí. Y mucho menos fundar una vía legítima, de derecho y justificación para implementar políticas de amnistía con base en el perdón.

 

En estos procesos, se trata ya siempre de indulto, de amnistía, de absolución y otros temas afines, pero no de esta raigambre religiosa, loca, inconmensurable e imposible en la que Derrida sigue construyendo su concepto o noción del perdón; el cual, para poder serlo en efecto, debe ser otorgado sin condición ni finalidad, y solo respecto de aquello que es imperdonable dentro de su genealogía religiosa en la diáspora de los monoteísmos hacia la mundilatinización del derecho.

 

El perdón, para Derrida, sigue siendo una categoría propia de una escena primordialmente religiosa y fuera de toda lógica racional y social. Derrida retoma, para hacer manifiesto esto último, el caso de una mujer que testimonia en la Comisión Verdad y Reconciliación en Sudáfrica en el marco del Apartheid:

 

Su marido había sido asesinado por policías torturadores. Ella habla en su lengua, una de las once lenguas oficialmente reconocidas por la Constitución. Tutu la interpreta y la traduce más o menos así, en su idioma (anglo-anglicano): «Una comisión o un gobierno no puede perdonar. Solo yo, eventualmente, podría hacerlo. (And I am not ready to forgive.) Y no estoy dispuesta a perdonar —o lista para perdonar—». Palabras muy difíciles de entender. Esta víctima, esta mujer de víctima quería seguramente recordar que el cuerpo anónimo del Estado o de una institución pública no puede perdonar. No tiene ni el derecho ni el poder de hacerlo; y eso no tendría además ningún sentido. El representante del Estado puede juzgar, pero el perdón no tiene nada que ver con el juicio, justamente. Incluso si el perdón fuera “justo”, lo sería de una justicia que nada tiene que ver con la justicia judicial, con el derecho. Hay tribunales para eso, y esos tribunales jamás perdonan, en el sentido estricto de este término.[10]

 

Derrida vendrá a recordarnos líneas más adelante que ni siquiera esta mujer puede perdonar al Estado, ni a los policías que han torturado y asesinado a su esposo. Si bien ella es también una víctima alcanzada por el crimen contra su marido, la víctima concreta, en última instancia, es el hombre torturado y asesinado por los policías, o sea, su esposo muerto. Nadie puede perdonar en su lugar. Una instancia pública no puede ser perdonada tampoco. El perdón acontece entre quien perpetra la injuria y quien otorga el perdón. Se rodea también de la imposibilidad cuando se trata del crimen mortal, pues ha desaparecido quien podría otorgar dicho perdón y nadie puede perdonar en su representación. El perdón es intransferible, irrepresentable, claro está, en los múltiples sentidos alcanzados por la representación y la representatividad.

 

Derrida apunta, se dirige, pues, hacia una locura y hacia un imposible, un sinsentido. “Lo que complica la cuestión del sentido es nuevamente esto, como lo sugería recién: el perdón puro e incondicional, para tener su sentido estricto, debe no tener ningún “sentido”, incluso ninguna finalidad, ninguna inteligibilidad. Es una locura de lo imposible”.[11]

 

Cabe decir que Derrida señalará en las partes finales de la entrevista que hay todavía mucho por considerar al respecto, donde entran todo tipo de problemas: la indecidible secularización del derecho, su trasfondo ontoteológico, su relación complicada con los procesos de mundialización del derecho de tradición latina: la mundilatinización, o sea, el que impere una idea del derecho con una idiosincrasia tan concreta y que se reviste de código de derecho universal, oprimiendo o desplazando todas otras consideraciones locales de justicia y otras genealogías comunitarias o ancestrales de lo que el derecho es o debe ser. Las leyes de los pueblos antiguos, por ejemplo, son desplazadas y aplastadas ante el derecho internacional y de raigambre latina. Aquí vemos también otro rostro de la injusticia legal y legítima, es decir, legitimada a fuerza de ley, por pensar en los acuerdos internacionales firmados por coerción de los poderes mundiales, entre otros problemas que Derrida nos deja sobre la mesa.

 

Y estos últimos son particularmente importantes para las discusiones actuales sobre justicia y memoria, sobre amnistía y solicitudes de perdón entre gobiernos e instituciones. ¿Por qué impera un derecho sobre otro? ¿Por qué tiene supremacía el derecho romano y su historia desplegada en el derecho europeo frente al derecho de los pueblos aplastados, segregados y silenciados por la aniquilación y el olvido? ¿Qué injusticias son autorizadas por la fuerza y por la ley que se cumplen bajo la presión del derecho internacional? ¿Cuál es el fundamento mítico de ese derecho?

 

Derrida nota claramente que cuando las instituciones y los gobiernos llevan a cabo las escenas del “perdón”, como las que vimos en las primeras partes de este escrito, ya sea con miras a fines “justos” y benéficos” o incluso con estrategias específicas para propiciar cultura de la paz o de alto a la violencia, no solo no frenan la injusticia que las antecede y las motiva sino que la extienden y la convierten en un terreno capturado por su fuerza operativa, o sea, secuestran el derecho a través de la legalidad, con lo cual, la justicia se ve marginalizada por fuerza de dicha ley.

 

Excurso

 

Una querida amiga, Bárbara Moreno, a quien agradezco su guía por mi paso a través de esta reflexión, actualmente elabora una tesis de maestría sobre el perdón en Derrida, y de ella obtuve un ejemplo singular cuando co-impartimos un curso sobre Derrida y sus relaciones con la teoría contemporánea del derecho en 2021.

 

En el caso que Bárbara Moreno nos mostró a quienes participamos de ese curso, se lleva a cabo un juicio contra un joven, Trey Alexander Relford, que había participado en el asesinato a otro joven hombre al momento de asaltarlo en la entrega de una pizza: Salahuddin Jitmoud. El padre del joven asesinado se llama Abdul-Munim Sombat Jitmoud y participa en las declaraciones en el juicio y lamenta tanto el asesinato de su hijo como lo que le espera al joven acusado. Lamenta ambas situaciones. Sin embargo, el padre perdona al joven que ha participado del asesinato de su hijo… y lo perdona incluso en nombre de su esposa y en nombre de su hijo muerto. Aunque todo se lleva a cabo dentro de un juicio grabado y que circulará posteriormente de en medios públicos. La escena de este perdón en específico no interrumpe el proceso jurídico de la fuerza de ley ejecutada por el Estado. La sentencia de la corte condena al joven a treinta y un años de prisión. En el video de la escena incluso tiene sitio un abrazo por parte del padre hacia el joven procesado. El perdón ha acontecido en medio de la imposibilidad. Y sin embargo sigue siendo imposible.

 

En este caso podemos ver que la corte elabora precisamente una condena y una sentencia del orden de lo correccional y lo punitivo, pero el perdón acontece, en medio de lo imposible de calcular y precisamente ante lo más ilógico, ante el crimen mortal y necesariamente imperdonable de antemano.

 

Cabe decir, sin embargo, que el perdón que tiene sitio es solamente el perdón que puede dar el padre. El hijo muerto, la víctima principal del acontecimiento, no puede participar de la escena sino a modo de contexto. Tampoco puede ya otorgar un perdón por su muerte, ¡claro está!, y muy a pesar de lo dicho por su padre, su perdón no puede ser otorgado por un tercero, no puede ser presentado, ni representado ni escenificado por otro. Incluso en este caso el perdón sigue cercado por la locura de lo imposible, incluso aunque acontezca, el perdón sigue siendo imposible y loco, irracional y ajeno a toda lógica de premeditación.

En el horizonte contemporáneo hay todo tipo de problemáticas alrededor de la justicia sobre víctimas con múltiples perfiles, exigencias fundamentadas y válidas, sin duda, respecto de ejercicios de memoria como procuración de justicia social en crímenes donde el silencio definitivo de los y las desaparecidas, asesinados o aniquiladxs, nos obliga a pensar en todas estas complejidades en torno a la impunidad, la corrupción y el imperio de la violencia en el mundo actual.

 

Ya he comentado antes también el tema de las estrategias gubernamentales por procurar incidir en una serie de leyes de amnistía con miras a la reconciliación social para poner alto a las violencias que nos asedian. Eso también se juega con relación al perdón tal y como lo plantea Derrida.

 

Incluso cabe pensar todo esto en esferas más amplias; pienso, por ejemplo, tanto en torno a la así llamada cultura de la cancelación, como alrededor del giro punitivo que se desplaza en ámbitos populares, del espectáculo y en contextos políticos para señalar exigencias de justicia para toda esta plétora de víctimas disímiles e innumerables. Y sin embargo, incluso ahí cabe pensar todo lo que traen a cuenta las observaciones tanto de Derrida como con anterioridad las de Foucault en torno a la dimensión punitiva de nuestras sociedades.

 

Cabe el llamado a la justicia, cabe la exigencia de castigo y de no impunidad, pero incluso ahí puede tener sitio el perdón, siempre que no sea de antemano ni bajo el cálculo jurídico u orientado a fines políticos. De otra forma, el perdón se convierte en una vía que extiende y horada la injusticia todavía más.

 

Ahora bien, si es cierto que el perdón no puede fundar ni debería fundar proyectos jurídicos ni políticos, también sería necesario decir que quizá tampoco sea ni deba ser un impedimento para repensar nuestra afición al castigo. O sea, pienso en la supuesta necesidad de las sociedades actuales por darle un sitio jurídico e institucional al castigo ejemplar, sea a través del escarnio público, de sanciones administrativas, de las prisiones, o incluso con miras a la injustificable pena de muerte. O sea, para dejarlo más claro: puede no tener sitio el perdón, puede que sea injusto exigir a las víctimas que lo otorguen, esto es muy cierto, pero también es necesario reconsiderar cuáles son las condiciones específicas en las que se llevan a cabo el escarnio público, el encierro en la prisión, el castigo jurídico y particularmente la pena de muerte. Para Derrida, la pena de muerte no puede ser justificada por ninguna vía, dado que también está marcada y atravesada por la injusticia como límite de la diferencia.

 

La diferenciación de Derrida respecto de todos estos campos conceptuales y vivenciales no apunta a acatar sus ideas, sino a pensarlos comunitariamente a profundidad, incluso dando cabida a los que todavía no forman parte de lo común y sin perder de vista a quienes ya no pueden formar parte porque han muerto o desaparecido en el pasado lejano o inmediato. Todo ello con sus respectivos órdenes de singularidad y diferencia, pero Derrida y la deconstrucción no buscan necesariamente lógicas ni políticas de la absolución del delito o de la expiación de los crímenes monstruosos. En última instancia, la deconstrucción pretende abrir las discusiones y reflexiones sobre cómo operan estos mecanismos y nos obliga a considerar a qué lógicas y procesos responden.

 

Por paradójico o idílico que parezca, incluso un tanto ingenuo —podría decirse desde posiciones menos esperanzadas—, la empresa de Derrida se dirige a frenar la violencia de las economías del daño y del cálculo y la restitución, particularmente se dirige contra la proliferación de las venganzas con relación a las injurias sufridas por las víctimas y sus historias. Pero la reflexión de Derrida también busca criticar la gestión exclusiva de los Estados y los gobiernos para administrar la justicia y decidir sobre su operatividad jurídica en el derecho y en el orden efectivo de la legalidad.

 

Uno de los aspectos más complicados de las tesis sobre el perdón en Derrida, se juega justo en ese cerco de la locura y lo imposible en que se cierne el perdón. Si bien Derrida critica fuertemente la imposición de una política o un derecho basados en el perdón como mecanismo, no dejemos de poner un acento en lo que ha dicho ya, si bien rápidamente, al respecto, porque el perdón también es una vía para el freno y la contención de la violencia que domina el flujo de la historia, se aproxima, de hecho, a las ideas de Benjamin sobre la crítica y necesidad del mesianismo, pero particularmente a la idea de una crítica a la violencia: el perdón —en este orden de ideas— “(e)s tal vez incluso lo único que ocurra, que sorprenda, como una revolución, el curso ordinario de la historia, de la política y del derecho”.[12]

 

Bibliografía

  1. Derrida, Jacques, Clamor. La Oficina Ediciones, Madrid, 2015.
  2. ____________, El siglo y el perdón, seguido de Fe y saber, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2003.
  3. ____________, Fuerza de ley. El fundamento místico de la autoridad, Tecnos, Madrid, 2018.

 

Notas
[1] Agradezco al proyecto: «Violencia, subjetividad y trauma colectivo» – 2021 PAPIIT IN 402721. Coordinado por la Dra. Rosaura Ruiz, por la discusión y comentarios de las ideas presentes en este texto, así como a Raquel Aguilar, por invitarme a presentar las ideas de Derrida en el marco del diplomado Breve historia de los afectos y las pasiones. Miradas desde la filosofía y el psicoanálisis, en el Círculo Psicoanalítico Mexicano en junio de 2021.
[2] Jacques Derrida, El siglo y el perdón, ed. cit., p. 8.
[3] Idem.
[4] Ibidem, pp. 12-13.
[5] Hannah Arendt, La condición humana, citada por Derrida en ed. cit., p. 17. Las cursivas son de Derrida.
[6] Jacques Derrida, Fuerza de ley, ed. cit., pp. 38-39.
[7] Ibidem, p. 35.
[8] Véase al respecto Derrida, Clamor, ed. cit., pp. 72ss. (Columna de Hegel)
[9]  Jacques Derrida, El siglo y el perdón, ed., cit., p. 19.
[10] Ibidem, pp. 22-23.
[11] Ibidem, p. 24.
[12] Véase cita de la nota 5.