“Mujercitos”: Memoria pública y duelo colectivo en el fotoperiodismo sensacionalista

scan0010

 

«Mujercitos»: Memoria pública y duelo colectivo en el fotoperiodismo sensacionalista[1]

 

 

Resumen

 

Este artículo aborda la producción de imágenes surgidas desde el fotoperiodismo sensacionalista en México entre los años sesenta y noventa del siglo XX, con la finalidad de discutir las implicaciones políticas de la circulación de retratos forzados en la prensa amarillista. Igualmente se abordará qué significa el uso de cierta gestualidad y performatividad disidente por parte de las personas retratadas, a manera de un acto paradójico de resistencia política al mismo tiempo que son representados como modelos de individuos criminales y sujetos patológicos, mientras son expuestos y juzgados frente a la mirada pública a través del dispositivo del retrato fotográfico. El marco teórico del artículo se orienta por una estrategia deconstructiva y se sirve de las categorías de memoria pública (memoria política) y trabajo de duelo colectivo de acuerdo con el pensamiento de Jacques Derrida.

 

Palabras clave: Mujercitos, cultura visual, memoria política, trabajo de duelo, deconstrucción.

 

 

Abstract

 

This article addresses the production of images that emerged from sensationalist photojournalism in Mexico between the 1960s and 1990s, with the aim of discussing the political implications of the circulation of forced portraits in the yellow journalism. It will also discuss the meaning and the use of certain gestures and dissident performativity by the portrayed individuals, as a paradoxical act of political resistance at the same time as they are represented as criminal entities and pathological subjects, while being exposed and judged before the public gaze through the device of photojournalism portrait. The theoretical framework of the article is guided by a deconstructive strategy and focuses on the categories of public memory (political memory) and collective mourning as proposed by Jacques Derrida.

 

Keywords: Mujercitos (effeminate men), visual culture, political memory, mourning work, deconstruction.

 

«Prohibido el reposo a cualquier forma de buena conciencia. Aunque jamás se debería hablar del asesinato de un hombre como de un símbolo, por más que fuese ejemplar en una lógica del emblema, en una retórica de la bandera o del martirio. La vida de un hombre, tan única como su muerte, será siempre más que un paradigma; otra cosa que un símbolo. Y es esto precisamente lo que un nombre propio debería siempre nombrar.»

 

Jacques Derrida, Espectros de Marx

 

¿Qué es lo que puede esperarse de una representación? ¿Qué hace y qué produce una representación cuando hablamos de personas? ¿Qué significa —todavía más— que exista representación de individuos vulnerables y subalternos? ¿Y qué dice de la cultura y las sociedades en que habitamos la conservación y circulación de dichas representaciones? ¿No se encuentra toda representación de individuos asediada por la injusticia y por la reproducción y perpetuación —posiblemente infinita también— de esa misma injusticia?.

 

Lo que tenemos enfrente, para nuestro caso, con esta serie de preguntas de arranque —cuestionamientos un tanto violentos, sin duda— es el lugar que ocupan las representaciones de los famosos o infames «mujercitos», en tanto que son figuras inquietantes porque sus retratos fotográficos nos ponen de manifiesto y son prueba residual, pues, de las prácticas de persecución y control social en la sociedad mexicana moderna que las asedió. Sus rostros y semblantes son por igual un llamado a una justicia que se encuentra a la espera y de la cual cabe todavía mucho por pensar, sobre todo porque dicho llamado a la justicia está cercado por una injusticia inevitable, no solo porque se trata de registros de violencias en el pasado, también les aguarda una injusticia presente y futura, una injusticia por venir.

 

Al momento de decidirme a pensar qué tienen en común deconstrucción y técnica, lo primero que vino a mí fue el tema de la memoria y la injusticia alrededor de la construcción de la visualidad de figuras vulnerables y subalternadas, en específico quería abordar un momento clave en la producción de una iconografía convulsa en el fotoperiodismo mexicano de la segunda mitad del siglo pasado; para ser un tanto más preciso, para quienes no estén familiarizadas con el tema, se trata de fotografías documentales de la prensa amarillista y de nota roja que buscan construir y presentar una figura múltiple y esquiva, a la que el fundador de la revista Alarma!, Carlos Samoaya Lizárraga, denominó groseramente «Mujercitos», y continuó usando el mote para muchas de las publicaciones ulteriores a la fundación de la revista en 1963.

 

«Los mujercitos» conforman una constelación de semblantes, gestos, poses e imposturas, que han provocado una iconografía singular para representar sujetos políticos de las disidencias sexuales en el imaginario social de nuestro país. «Los mujercitos» son, pues, ante todo imágenes, pero sería burdo y tosco sostenerlos en ese sitio, y no dejar que sean algo más que perfiles, retratos y representaciones. En parte, lo digo, porque la producción de sus fotografías juega un doble mecanismo, cuando menos.

 

Por un lado, la palabra es una ironía y un insulto, el pronombre y su conjugación en masculino de la palabra ‘mujercitas’ busca feminizarlos en un sentido distinto a la performatividad femenina que ellos y ellas parecen buscar. Coincido con el señalamiento de Susana Vargas en que no es fácil ni recomendado, salvo que sea solicitado de manera expresa, adscribir una identidad de género a «los mujercitos», y que, en todo caso, debido a la época de la que vienen las imágenes, es posible considerarles bajo una categoría paraguas de travestis, que puede alcanzar lo mismo a personas que actualmente podrían identificarse políticamente como personas trans, no binarias, maricas o tal cual travestis.[2]

 

Ahora bien, podemos señalar que ante todo se trata de figuras que son presentadas bajo una perspectiva que les feminiza; en su libro ¿Qué quieren las imágenes?, W. J. T. Mitchell habla precisamente de la feminización en la representación visual de sujetos subalternos, principalmente mujeres, sujetos racializados o poblaciones en vulnerabilidad económica, mismos que son retratados de tal manera que lo que vemos es más bien la perspectiva y criterio de la mirada que las ha articulado. Vemos a estos individuos desde una mirada masculina.

 

Mitchell, siguiendo a Catherine MacKinnon, hablará de la representación misma como un acto de violencia cuando los sujetos se convierten en objetos epistémicos y son representados desde una posición “pasiva”, en tanto que no son ellos quienes deciden cómo serán presentados.[3] La crítica de MacKinnon habla precisamente de la pornografía como violencia representacional con base en dicha mirada masculina que feminiza a sus sujetos, al tiempo que registra el acto de violencia en sí mismo. Mitchell también seguirá a Franz Fanon para señalar como los sujetos con huella de tecnologías de género, clase y raza, son al mismo tiempo repudiados y codiciados: «Es el nudo doble que aflige tanto al sujeto como al objeto de racismo en un complejo de deseo y odio».[4] Utilizará la siguiente fórmula:

 

«Con respecto al género de las imágenes, está claro que la posición “estándar” de las imágenes es femenina, “construye espectadores”, en palabras del historiador del arte Norman Bryson, “en torno a una oposición entre la mujer como imagen y el hombre como el portador de la mirada” —no imágenes de mujeres, sino imágenes como mujeres.»[5]

 

No es complicado ver que en la producción representacional de «los mujercitos» opera un dispositivo idéntico en su mecanismo de articulación de visualidad. Se les identifica con todo tipo de denominaciones agresivas: homosexuales, amanerados, afeminados, invertidos, pervertidos, depravados, asquerosos, transvestistas, etcétera. Estas palabras acompañan sus retratos forzados a modo de titulares. Por otro lado, la circulación de las fotografías acompañadas con estos insultos y agravios se convierte en un mecanismo de amenaza y de condena previa para quienes puedan identificarse con ellos al mirar sus rostros mancillados, y en ocasiones golpeados por los policías, en los exhibidores de los voceadores y tiendas de periódicos en sus trayectos por las ciudades. Las imágenes funcionan al modo de un aviso para quienes transgredan la norma de representación binaria de las tecnologías de género. Los tabloides son también una promesa de persecución.

 

Pero todo este escenario ocurre en el momento y horizonte histórico de su emergencia, entre los años sesenta y ochenta del siglo pasado. No obstante, las imágenes siguen circulando. Producen memorias comunitarias, producen resistencias políticas de grupos y comunidades homosexuales, trans y travestis, principalmente; además, ya no siempre van acompañadas con el mecanismo amenazante de estigmatización y la promesa del proceso penal que en su momento hacía la dupla imagen/leyenda, es decir, la fotografía acompañada por un titular escandaloso y humillante.

 

Además de considerar las condiciones y mecanismos al momento en que son producidas estas imágenes y puestas a circular en la nota amarillista, y en ocasiones en la nota roja, tendríamos que preguntarnos también en qué términos se juegan los problemas vinculados a su conservación y circulación.

 

Creo que justamente es necesario tomar en cuenta una mínima genealogía de esta práctica de representación, que si bien se ajusta en el siglo XX a la fotografía como un régimen de verdad visual[6] que es tributario de las instituciones sociales vigentes en el México moderno, no opera ya al menos en los formatos de la prensa y el periódico como tecnologías de difusión.

 

En su estudio, El peso de la representación, John Tagg habla de manera detenida de cómo «la policía comprendió enseguida el valor de las fotografías a efectos de identificación».[7] Retomará de Foucault la idea de un régimen de verdad, para referirse a cómo los registros fotográficos de individuos criminales o abyectos son administrados por poderes estatales, médicos, jurídicos, y la fotografía forma parte de sus tecnologías de control. La represión policiaca se ve respaldada por el régimen de verdad fotográfico en la medida en que es una tecnología documental:

 

«La aparición de lo “documental” como prueba de un “caso” individual estaba unida a este desarrollo del examen y a un cierto método disciplinario, así como a esa crucial inversión del eje político de la individualización, que es un elemento integral de la vigilancia:

 

Durante mucho tiempo, la individualidad común —la de abajo y de todo el mundo— se ha mantenido por debajo del umbral de la descripción. Ser mirado, observado, descrito en detalle, seguido a diario por una escritura ininterrumpida, era un privilegio. La crónica de un hombre, el relato de su vida, su historiografía, relatada al hilo de su existencia, formaban parte de los rituales de su poderío. Ahora bien, los procedimientos disciplinarios invierten esa relación, rebajan el umbral de la individualidad descriptible y hacen e hicieron de esta descripción un medio de control y un método de dominación. No ya monumento para una memoria futura, sino documento para una utilización eventual. Y esta nueva descriptibilidad es tanto más marcada cuanto que el encuadramiento disciplinario es estricto: el niño, el enfermo, el loco, el condenado (…)».[8]

 

Podemos ver, también, que la persecución y marginalización de sujetos feminizados no constituye en realidad una práctica por entero nueva en los años sesenta del siglo XX; y mucho menos cuando se trata de producir un semblante del régimen de depravación y perversión al que se ha querido adscribir a las personas que fueron identificadas con la categoría de «mujercitos» como modelo de representación de abyección sexual.

 

El esquema de la escena que se representa en dichas fotografías es un retrato involuntario,[9] como ya anunciaba al inicio, principalmente porque lo característico de las imágenes de los mujercitos es la flagrancia en la que son descubiertos vestidos de mujer por las autoridades policiacas. Se trata de redadas en la calle mientras ejercen trabajo sexual, en casas particulares o en discotecas y arrabales, o incluso en antros y fiestas clandestinas. De modo que es justo su condición de amanerados y travestides lo que posibilita que sean procesados por instancias jurídicas, pero es precisamente la fotografía tomada por los fotoperiodistas lo que garantiza al aparato de veridicción (Foucault), el régimen visual de verdad jurídica (Tagg), esta es la tecnología que permite garantizar la prueba de su ilegalidad, o sea que la fotografía misma está inserta en un entramado de interpositividad institucional que los juzga y condena, a la par que decide cómo representarles.

 

En su trabajo de investigación Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia (2014), Mariana Azahua nos señala lo siguiente respecto de otros casos, pero que aquí puede aplicarse casi de manera idéntica:

 

«Al analizar una fotografía, y para tal caso, cualquier imagen, resulta fundamental entender el contexto de su producción. Es crucial descartar la posibilidad de que las fotografías de linchamientos hayan sido creadas con el espíritu de denuncia, pues ni siquiera fueron producidas con intención comunicativa en el sentido periodístico; fueron creadas como trofeos, recordatorios de la superioridad de la masa. James Allen, coleccionista y estudioso de las postales de linchamiento, considera que en estos casos “el fotógrafo era más que solo un espectador perceptivo en los linchamientos. El arte fotográfico jugaba un papel significativo en el ritual como forma de tortura o acaparamiento de souvenirs (…) La lujuria incitaba su reproducción y distribución comercial, facilitando la repetición infinita de la angustia. Incluso ya muertas, era imposible que las víctimas encontraran refugio”.»[10]

 

La diferencia entre la postal de linchamiento y el fotoperiodismo radica en el alcance de la publicación. Pero en ambos toma partido el juicio moral y la pretensión de superioridad de la masa, que los relega a sujetos de segundo orden.

 

Todo lo que Azahua recupera y señala aplica también para el retrato involuntario de «los mujercitos», con la salvedad de que sus rostros, maquillados o golpeados, orgullosos o avergonzados, circulan a lo largo y ancho de la ciudad en cientos de miles de ejemplares. Otra diferencia es que, usualmente, no se representó a «Los mujercitos» en escenas de tortura, si bien el mecanismo es ambiguo, porque sí existen tabloides que dan cuenta de sus asesinatos y de sus cuerpos violentados.

 

Susana Vargas defiende la siguiente idea:

 

«(…) las fotografías que se presentan en este libro retratan de manera altamente sexual a sujetos que desempeñan un papel protagónico en la fotografía y sonríen de manera provocadora, invirtiendo la dinámica de poder entre el fotógrafo y el sujeto fotografiado. En las fotografías que aquí se presentan, de mujercitos como Lorena, no se muestran cadáveres ni cuerpos quemados y mutilados. Al contrario, durante veintitrés años consecutivos (1963-1986) Alarma! publicó, en un promedio de medio millón de ejemplares, una historia al mes de mujercitos posando para la cámara.

 

(…)

 

Las fotografías que aquí se presentan son aquellas donde los mujercitos, ya sea por su propia voluntad o la del fotógrafo de Alarma! posan para la cámara. Cuando digo “posar” me refiero a aquellas fotografías donde los mujercitos ocupan y toman el papel protagónico de la fotografía. (…) Las fotografías muestran a los mujercitos posando como estrellas de cine, o como modelos de una revista de modas, y no de un periódico de nota roja.»[11] 

 

 

 

 

Creo que la postura de Vargas tiene un punto importante a considerar, y es la resistencia y agencia que hay en la “pose” de los mujercitos al buscar verse como estrellas de cine y modelos de revista. Sin duda hay ahí un acto paradójico de reivindicación de su disidencia y su producción política de una postura divergente respecto de la normativa social. Sin embargo, creo que no podríamos simplemente hacer caso omiso de la tecnología representacional en juego, lo que ya mencionábamos con Mitchell y Tagg respecto de la objetivación de sujetos subalternos a una mirada masculina que los fetichiza al tiempo que los procesa, a la par que sostiene el estigma y repudio social con sus encabezados y relatos plagados de discursos homofóbicos, transfóbicos y travestifóbicos.

 

El fotoperiodista, podría pensarse, si quisiéramos defender su participación en el mecanismo representacional —lo que no es cierto, cabe decir—, en todo caso, pretendidamente solo registra su falta y el desafío de «los mujercitos» a un orden de derecho y a un código visual de vestimenta, atavío y de autorepresentación frente a la normativa heterosexual.

 

Supuestamente, el fotoperiodista solo da cuenta del régimen de verdad al que será vinculado el rostro de quienes aparecerán en la prensa amarillista semanalmente. Pareciera un mero acto de registro naturalista, pero esto es esencialmente lo que deberíamos pensar con más detenimiento y sospecha. ¿Qué significa la naturalización de su persecución y su presentación criminalizada? ¿Qué es lo que garantiza que sean marginalizadas estas personas y sean transformadas en una representación de la patología sexual, de la ilegalidad y de la perversión y depravación de los valores sociales de la gran familia mexicana? ¿Qué es lo que puede esperarse de una mera representación?.

 

La prensa sensacionalista y la nota roja han posibilitado la conservación de estas imágenes en diferentes formatos: los vestigios originales están en distintos archivos hemerográficos de las publicaciones originales, no solamente Alarma!, también hubo suplementos y continuación a su desaparición en otros periódicos: Casos de Alarma!, El nuevo Alarma!, y otras publicaciones similares: Valle de Lágrimas! y ¡Custodia!, por ejemplo. En ellos no solo hay imágenes vinculadas a una imagen deseable o sexualizada de los mujercitos. También hay casos e imágenes de golpizas y asesinatos.

 

Recientemente, a lo largo de este 2023, se han llevado a cabo selecciones de imágenes, sean fotos o sean impresiones de las publicaciones periodísticas, y se han exhibido en distintos formatos mediales como impresiones fotográficas clásicas o digitales en galerías, museos y diferentes proyectos de construcción de memoria para poblaciones de la diversidad sexual y comunidades de personas trans en la Ciudad de México. En muchos casos se han retomado las primeras páginas de noticias violentas y discriminatorias, principalmente asociadas con la pandemia del sida en la exhibición Positivo|Negativo, del Centro de la Imagen, pero también de figuras cercanas a la iconografía de «los mujercitos» en diversos recintos museísticos y artísticos de la Ciudad de México. Con lo cual se abre también la pregunta sobre si tenemos derecho a sostener la circulación de estas imágenes.

 

Las fotografías o sus reproducciones se transforman en espectros dispuestos a asediarnos con una mirada que parece sostenerse desde el plano y tiempo del rostro de las personas dirigida, hacia nuestros ojos. Incluso cuando «los mujercitos» posan con impostura glamourosa y desafiante, levantan por igual una relación desigual entre sujeto que observa y sujeto mirado. Mirar el objetivo de la cámara significa sostener una mirada con un observador porvenir, aunque no se sepa por entero quién podrá ser tal observador en el futuro. La mirada que sostienen los mujercitos se yergue desigualmente entre una presencia y una ausencia. Lo que vemos nos mira, pero nos mira sin realmente vernos. Hay una disimetría profunda en dicha circulación y proliferación de dichas imágenes, mucho más ahora bajo el paradigma digital de reproducción de imágenes. Razón de más para pensar en qué es lo que está en juego cuando sostenemos la mirada con un espectro, con un fantasma que no siempre está ya vivo en este mundo; incluso aunque la persona retratada siga viva, en la imagen habita un semblante que viene de otro tiempo y se dirige a un futuro incierto mientras siga circulando.

 

El tema se torna un tanto más áspero y oscuro cuando tomamos en cuenta que se trata de escenas en las que se está escenificando una pretendida justicia social. Se les está ajusticiando y procesando judicialmente, y la cámara producirá un registro, una huella a modo de memoria de dicho “acto de justicia”, porque serán subidos a patrullas, encerrados en ministerios públicos, etcétera. Lo que vemos es un resto espectral y asediante de una pretendida justicia, convertida ahora en el espectro persecutorio, al modo de un fantasma, de una injusticia pasada y una injusticia también por venir mientras circulen las imágenes.

 

Nos encontramos frente a una efigie que produce y reproduce un momento perpetuo, o que perpetúa, más bien, el momento en el que se infringe el mandato heterosexual y se recibe un castigo por ello, a la par que se genera tecnológicamente una huella visual y una amenaza posible para quien pueda identificarse con esa posición.

 

La fotografía que resulta de ello es un dispositivo ambivalente y sin dueño. Obedece al Estado, a la ley social y familiarista de los valores culturales de México y su imaginario conservador. La fotografía es tributaria de este régimen de verdad capturada por el pensamiento heterosexual (Wittig) y sus instituciones, pero la imagen consigue, por igual, contradictoriamente, ser testimonio también de resistencia, disidencia y rebeldía: agencia inclusive, si bien sospechosa.

 

Esto constituye una radical disimetría ante los registros anteriores a la emergencia de la prensa amarillista y a la estigmatización y persecución histórica de sodomitas y travestidos. Quiero decir que, en las fotografías de «los mujercitos» también encontramos algo que no existe por entero en los registros de persecuciones a figuras disidentes de momentos históricos previos. En parte por ello son imágenes tan esquivas.

 

Las escenas de vejación y maltrato se encuentran presentes y relatadas en casi todo trabajo vinculado a los llamados estudios gays y lesbianos desde hace más de medio siglo, es decir, los estudios de académicos LGBT+ suelen pasar casi necesariamente por algún relato de escenas en la que personas de identidades de género disidentes son segregadas, perseguidas o aniquiladas de manera sistemática a través de todo tipo de prácticas homo y transfóbicas —travestifóbicas, también—; y desde hace algunas décadas dichas denuncias y análisis de los mecanismos de violencia sufridos por personas de la diversidad sexual suelen estar igualmente presentes en casi todos los estudios históricos de poblaciones y personas trans, travestis y recientemente de personas no binarias.

 

En buena medida, podríamos sintetizar muchos de los abordajes indicando que la construcción del estigma social y el régimen de representación marginal, ocurren a la par de la segregación, persecución y aniquilación de las personas que han sido vigiladas y administradas como pecadoras, criminales o enfermas.

 

Esto se debe a que las inscripciones de la violencia, los mecanismos de segregación, discriminación y estigmatización social que han padecido las poblaciones identificadas como disidentes a las tecnologías de género,[12] pasan precisamente tanto por la violencia física como su inserción simbólica en un régimen de prácticas de las cuales la exhibición y la puesta en circulación de huellas de los castigos sufridos deben darse a la par. La exhibición es parte de la sanción, para decirlo rápidamente.

 

Muestras del carácter ejemplar de los castigos a quienes cometían faltas a los mandatos de masculinidad o llevaban a cabo el pecado nefando, las encontramos en investigaciones de todo tipo, que recuperan los distintos rastreos y testimonios que en nuestro territorio acontecen desde el siglo XVI y XVII en plena Nueva España, en los trabajos de Serge Gruzinski, «Las cenizas del deseo. Homosexuales novohispanos a mediados del siglo XVII» (1986), Federico García Carbajal, Quemando mariposas. Sodomía e imperio en Andalucía y México siglos XVI y XVII (2002), Zeb Tortorici, Sins against Nature. Sex & Archives in Colonial New Spain (2018) y José Armando Hernández Soubervielle, Un novohispano entre Asia y Portugal. Sodomía y movilidad, desde un proceso inquisitorial del siglo XVII (2021). En todos ellos cabe recuperar las imágenes descritas de escenas de asedio, apresamiento, torturas, interrogatorios y finalmente suplicios y aniquilaciones de hombres afeminados o asociados a procesos judiciales por sodomía, pecado nefando, bestialismo, onanismo y prácticas “contra natura” afines y propias de los modelos jurídicos de esas épocas. Sin embargo, en ellas falta el semblante y el rostro singular y único de las personas procesadas. Los registros que tenemos son justo los que describieron sus faltas a la par que decidieron sobre su vida y su muerte. En la mayoría de los casos fueron quemados públicamente. «La ceniza de las mariposas», de Gruzinski, aborda precisamente el juicio a más de ciento veinte personas, muchas de las cuales terminaron en la hoguera justo a la mitad del siglo XVII en la Nueva España. Pero la fotografía produce un nuevo modelo de memoria.

 

A este fenómeno de proliferación de registros fotográficos ha respondido Jacques Derrida con sus conceptos de fantología, espectralidad y trabajo de duelo.

 

Hacia mediados de los años noventa del siglo pasado, el filósofo franco-argelino sitúo una relación estrecha entre la justicia y la memoria. Ya en Fuerza de Ley. El fundamento místico de la autoridad (1994), Derrida se preguntaba si justicia no era acaso otro nombre para lo que anteriormente su propio proyecto filosófico había llamado deconstrucción. Derrida se atreve a decir que la deconstrucción es la búsqueda de la justicia, con miras a abordar una problemática compleja alrededor de la violencia y de la responsabilidad que abre toda injusticia en la que la violencia tome parte.

 

El juego lógico de Derrida apuntaba, dicho en términos más sencillos, a que la deconstrucción estaba llamada y citada ahí donde estaba convocada también la justicia; sin embargo, la justicia está asediada por una imposibilidad que la antecede y en cierto modo la condiciona, sin que impida por completo su búsqueda.

 

El tema es amplio y lo he discutido en otros lugares,[13] y queda bastante todavía por discutir al respecto, pero me interesa la insistencia de Derrida por hacer de la deconstrucción una suerte de dimensión virtual que acompaña inevitablemente los llamados a la justicia precisamente, e incluso más, cuando la violencia se cierne alrededor de asuntos políticos.

 

Por esas mismas fechas, a finales de los años ochenta y principios de los noventa, Derrida igualmente había puesto un énfasis cada vez mayor al tema de la memoria. Un tema que Derrida había explorado en su trabajo temprano, situado principalmente alrededor de la fenomenología de Husserl, primero, y había dirigido hacia el psicoanálisis de manera arriesgada y novedosa al realizar una lectura en verdad heterodoxa con su conferencia «Freud y la escena de la escritura» (1989), en 1963.

 

En ese momento, en el 63, veíamos la aparición fulgurante de sus conceptos de «presencia» y «archihuella»; a Derrida le interesaba entonces pensar la psique de la teoría freudiana como el modelo de un mecanismo de escritura, de inscripción de huellas, que permitía ver procesos de recuerdo, olvido y represión, pero se dirigía a crear un vínculo estrecho entre escritura, texto, suplemento y diferencia, el retardo (nachträglich) diferido, era precisamente la repetición de la inscripción.[14]

 

No obstante, todavía entonces el tema estaba demasiado definido por las coordenadas que dan perfil preciso a los problemas de la fenomenología de herencia husserliana, el sujeto y la psique del psicoanálisis. Algo que hacia los años ochenta del siglo pasado se desplazó sutil pero enfáticamente hacia problemáticas de carácter político y social, sin que perdiera de vista lo que se jugaba en el terreno de la escritura. Pero, para entonces, Derrida pensaba la huella y la inscripción en dimensiones mucho más amplias y extensas que la psique y la fenomenología.

 

El tema se había transformado ya en un tema de memoria pública en obras como Mal de archivo (1998), Espectros de Marx (1995) e incluso en Memorias para Paul de Mann (2008), pero puede rastrearse hasta Clamor (2015), y aparece de manera determinante en la entrevista con Jean Birnbaum, Aprender por fin a vivir, que Derrida y Birnbaum llevan a cabo apenas unos meses antes de la muerte de Derrida en 2004.

 

Desde Clamor, en sus comentarios a Hegel y a Genet, Derrida había vinculado la historicidad de la violencia, es decir, la manera en que la violencia está presente en el devenir histórico, con el problema de la lógica comunitaria entre vivos y muertos. En el centro del tema está el asunto de la herencia de escenarios históricos intergeneracionales, o sea, cómo es que los vivos se relacionan con las huellas de los muertos que les han cimentado o contribuido a las condiciones de vida (para bien o para mal); tanto como la pregunta sobre cómo es que se relacionan las huellas y espectros de los muertos con la vida de los vivientes, en una virtualidad y temporalidad diferida, retardada (nachträglich), al modo del suplemento y la supervivencia.

 

En la lectura que hace del tema Valeria Campos Salvatierra encontramos la siguiente definición de El trabajo de duelo en la obra temprana de Derrida: «el trabajo de duelo supone la necesidad de una fenomenalización incompleta o frustrada, que interrumpe el proceso de temporalización que condiciona la idealización y la significación, siempre producida y obliterada por la relación con la alteridad».[15]

 

Como veíamos, el trabajo de duelo, en la deconstrucción, implica cómo es que sostenemos vínculos diferidos, retardados (nachträglich), diferantes, con los muertos que nos han dado lugar, por decirlo de un modo más sencillo.

 

El trabajo de duelo supone de antemano tomar en consideración cómo es que participamos de lo comunitario a pesar de las heterocronías históricas que están en el campo problemático del vivir y el morir con el otro, de vernos asimétricamente y heterocrónicamente con la alteridad.

 

De nueva cuenta, en el corazón del problema está el tema de la memoria y la justicia, tal y como ocurre con las imágenes de «los mujercitos». Para Derrida, según una suerte de definición aparecida en Espectros de Marx:

 

«El duelo consiste siempre en intentar ontologizar restos, en hacerlos presentes, en primer lugar, en identificar los despojos y en localizar a los muertos (toda ontologización, toda semantización —filosófica, hermenéutica o psicoanalítica— se encuentra presa en este trabajo de duelo, pero, en tanto que tal, no lo piensa todavía; es en este más-acá en el que planteamos aquí la cuestión del espectro, al espectro, ya se trate de Hamlet o Marx).»[16]

 

Y más adelante señalará el lugar de la repetición en este escenario:

 

«Repetición y primera vez, es quizá la cuestión del acontecimiento como cuestión del fantasma: ¿qué es un fantasma?, ¿qué es la efectividad o la presencia de un espectro, es decir, de lo que parece permanecer tan inefectivo, virtual, inconsciente como un simulacro? ¿Hay ahí entre la cosa misma y su simulacro una oposición que se sostenga? Repetición y primera vez, pero también repetición y última vez, pues la singularidad de toda primera vez hace de ella también una última vez. Cada vez es el acontecimiento mismo una primera vez y una última vez. Completamente distinta. Puesta en escena para un fin de la historia. Llamemos a esto una fantología. Esta lógica del asedio no sería más amplia y más potente que una ontología o que un pensamiento del ser. Abrigaría dentro de sí, aunque como lugares circunscritos o efectos particulares, la escatología o la teleología mismas.»[17]

 

La preocupación de Derrida sobre el trabajo de duelo remite a cuál es el lugar del pasado en el presente y en el porvenir. La deconstrucción es una posición que se confunde con la justicia solo en el sentido en que responde al llamado de los vestigios de una injusticia pasada que se desdobla casi infinitamente en el presente y en el por venir.

 

En Aprender por fin a vivir, Derrida responderá a las preguntas de Birnbaum a partir de un tema crucial y ancestral en la filosofía, el tema es si filosofar es aprender a morir. Pero contra lecturas optimistas, estoicas o incluso fatalistas, Derrida declara que nunca aprendió a aceptar la muerte por entero. Apela a una ineducabilidad para la muerte precisamente porque se es heredero de tantas cosas, de otros tiempos, se es heredero de incontables muertos y espectros ante los que somos responsables y ante los que cabe pensar cómo podemos responder a su llamado de justicia.

 

En las últimas décadas, en México, principalmente debido a la desaparición de personas acrecentada por la trata, el narcotráfico, el crimen organizado y otros fenómenos. Pero esta reflexión no solo ha tenido lugar aquí, se ha abierto una pregunta singular sobre la responsabilidad que tenemos ante las imágenes donde aparecen los rostros y las huellas de personas que fueron retratadas en momentos violentos, en su momento de muerte o incluso sus cadáveres. Las fotografías se convierten, por tanto, en una aparición fantasmática y sin vernos pueden sostener su mirada ante la nuestra en medio de esa desigual injusticia de la que la circulación de sus rostros en fotografías es prueba y vestigio. Cabe preguntar cómo responder a dichas apariciones.

 

Se ha hablado con frecuencia de la necesidad de frenarlas, o de la urgencia de poner fuera de circulación las imágenes que han registrado la violencia, porque lanzan los semblantes de las personas retratadas a una reaparición infinita de dicha escena de violencia. A mi consideración, es importante pensar en qué es lo que dichas imágenes fundan en su reaparecer o en su repetición. Respecto de lo cual no hay sino una indecidible y contradictoria posición.

 

La imagen sigue siendo un llamado para una injusticia infinita y es por tanto, un llamado a una justicia imposible, sobre todo en tanto que no se puede restituir lo perdido ni se puede reparar daños a quienes ya no están aquí, o incluso aunque estuvieran, no puede borrarse la violencia sufrida. Pero es también una repetición de una impostura que puede señalar o indicar, en términos indiciales, que quien aparece en una imagen fotográfica ha existido y ha resistido a la violencia y a los intentos por borrarla de la faz de la tierra. La imagen es quizá lo único superviviente más allá de la herencia de luchas políticas que seguirán sus inciertas dinámicas.

 

Y creo que esta posibilidad de sobrevivir es algo que puede sostenerse como una relación ética, si bien siempre injusta y desigual, ante los otros, y ante sus rostros remanentes en las fotografías de «los mujercitos». Su supervivencia es una dimensión que estructura un posible origen de luchas por venir a pesar de que no pueda hacérseles justicia a ellos y ellas, a los hombres homosexuales y a las mujeres trans que se entremezclan en la iconografía fotográfica, y que heredan inevitablemente un trabajo de duelo a las generaciones presentes y por venir. Un trabajo de duelo paradójico y contradictorio, porque ayudan a combatir y a resistir los mecanismos de muerte presentes en las tecnologías de control poblacional y en las tecnologías heterocéntricas de género, pero perpetran la imagen de la injusticia acontecida. Frente a dichas imágenes podemos preguntarnos comunitariamente, si bien con criterio, cuáles imágenes podemos hacer circular y a cuáles podemos reservarlas en ese lugar problemático que es el archivo.

 

Claramente, no tengo una respuesta última para esto ni me corresponde tenerla, en tanto que se trata de un trabajo de duelo colectivo y la interrogante ética que se abre ahí debe ser abordada siempre de manera comunitaria. Ante dicho horizonte, las poses, gestos, posturas y semblantes de «los mujercitos», seguirán siendo un acontecimiento fantológico que puede participar de llamados a la justicia, incluso cuando para muchas de ellas y ellos no hay justicia posible. Pero sobrevivir, sin duda, es precisamente lo que hacen mejor los espectros y los fantasmas, sobrevivir lo hacen tanto más a veces, e incluso mejor, que los mismos vivos.

 

 

Bibliografía

 

  1. Azahua, M., Retrato involuntario. El acto fotográfico como forma de violencia, Tusquets Editores, Ciudad de México, 2014.
  2. Campos Salvatierra, V., Génesis de la noción de trabajo de duelo en Glas de Jacques Derrida. Revista. Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, 40 (1), pp. 107-119, 2023.
  3. Derrida, J. Clamor, La Oficina Ediciones, Madrid, 2015.
  4. Derrida, J., Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo de duelo y la nueva internacional, Editorial Trotta, Madrid, 1995.
  5. Derrida, J., «Freud y la escena de la escritura» en La escritura y la diferencia, Anthropos, Barcelona, 1989.
  6. Derrida, J., Mal de archivo. Una impresión freudiana, Editorial Trotta, Madrid, 1998.
  7. Derrida, J., Memorias para Paul de Mann, Gedisa, Barcelona, 2008.
  8. Derrida, J. y J. Birnbaum, Aprender por fin a vivir, Amorrortu, Buenos Aires, 2019.
  9. Mitchell, W. T. J., ¿Qué quieren las imágenes?, Sans-Soleil Ediciones, Buenos Aires, 2017.
  10. Lauretis (de), T., Diferencias. Etapas de un camino a través del feminismo, horas y Horas Ediciones, Madrid, 2000.
  11. Tagg, J., El peso de la representación. Ensayos sobre fotografías e historias, Editorial Gustavo Gili, Barcelona, 2005.
  12. Vargas, S. y C. Medina, Mujercitos, Editorial RM, Ciudad de México-Barcelona, 2014.

 

 

Notas

 

  1. Este escrito forma parte de los productos de mi Estancia Posdoctoral Académica – Inicial en la Universidad Autónoma Metropolitana – Unidad Xochimilco, para desarrollar el proyecto “Estrategias de resistencia memoria y testimonio para comunidades vulnerables de la diversidad sexual”, bajo la dirección de la Dra. Frida Gorbach Rudoy.
  2. Véase nota 2 del texto de Susana Vargas, ed. cit.
  3. W. J. T. Mitchell, ¿Qué quieren las imágenes?, ed. cit., p. 57
  4. Ibidem., p. 60.
  5. Ibidem., p. 61.
  6. John Tagg, El peso de la representación, ed., cit., passim.
  7. Ibidem., p. 99.
  8. Ibidem., pp. 117-118. Las cursivas corresponden a una cita de Vigilar y castigar.
  9. Mariana Azahua, ed. cit., passim.
  10. Ibidem., p. 34. La cita de Azahua corresponde a James Allen, Without Sanctuary: Lynching Photography in America, Twin Pals, Santa Fe, 2000.
  11. Susana Vargas Cervantes, «Mujercitos», ed. cit., pp.5-7.
  12. Teresa de Laurentis, ed., cit., passim.
  13. Pueden consultarse mis artículos sobre el tema: C. Moreno, «El perdón en Jacques Derrida: al margen de la política y del derecho», en Revista Reflexiones Marginales, Dossier 74, Número 74, disponible en: https://reflexionesmarginales.com/blog/2023/03/30/el-perdon-en-jacques-derrida-al-margen-de-la-politica-y-del-derecho/; y C. Moreno, «La inscripción de los colosos. Una lectura de Clamor de Jacques Derrida», en Revista En-Claves Del Pensamiento, (32), e547, disponible en https://www.enclavesdelpensamiento.mx/index.php/enclaves/article/view/547.
  14. Jacques Derrida, «Freud y la escena de la escritura» en La escritura y la diferencia, ed., cit., p. 291.
  15. Valeria Campos Salvatierra, Génesis de la noción de trabajo de duelo en Glas de Jacques Derrida, ed., cit., p.107.
  16. Jacques Derrida, Espectros de Marx, op. cit., p. 23.
  17. Ibidem., p. 24.