Falsos populismos, el desarrollo pendiente de la modernidad

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Resumen

 

Hay una crisis profunda en las legitimidades y los procedimientos de las democracias representativas, con el auge de fuerzas que niegan los principios del Estado de Derecho y la división de poderes. Cuestionan la veracidad, la equidad de los sujetos políticos, la transparencia y pluralidad. De carga emocional, limitan la comunicación racional. Se las entiende como “populismos”, que distinguen entre el pueblo y una élite corrupta. Pero son un falso populismo por su nacionalismo identitario y su objetivo político autoritario. Han infundido al sistema político de sus ideas. En un estancamiento económico y una tensión entre mercados y democracia, se comprenden en el marco de la parálisis del proyecto de la modernidad hacia la libertad, de avance en la toma de decisiones por los ciudadanos.

 

Palabras clave: democracia, populismo, nacionalismo, modernidad, legitimidad, veracidad.

 

 

Abstract

There is a profound crisis in the legitimacy and procedures of representative democracies, with the rise of forces that deny the principles of the rule of law and the division of powers. They question truthfulness, fairness of political subjects, transparency and plurality. Emotionally charged, they limit rational dialogue. They are understood as “populisms”, which distinguish between the people and a corrupt elite. But they are a false populism because of their identitarian nationalism and authoritarian political objective. They have infused the political system with their ideas. In an economic stagnation and a tension between markets and democracy, they are understood in the context of the paralysis of the project of modernity towards freedom, of advancing citizens’ decision-making.

 

Keywords: democracy, populism, nationalism, modernity, legitimacy, truthfulness.

 

Hay una crisis profunda en las legitimidades y los procedimientos de las democracias representativas. Un huracán político que se expresa en el auge de fuerzas y líderes que desafían con bastante éxito a la legitimidad del Estado de Derecho o rule of law y la división de poderes.

 

Pero esta rule es, tal y como indicó Hayek, el conjunto de principios generales establecidos de antemano que permiten a los ciudadanos prever cómo se utilizará el poder coercitivo del Estado. Cuestionarla es atacar la “isonomía” o igualdad ante la ley, elemento central de la democracia, en la Grecia clásica. Además, siguiendo a Montesquieu, perder la división de poderes, basada en la oposición entre ellos, podría conducir a la tiranía. En fin, la arbitrariedad del poder aumentaría, dañando los derechos y libertades.

 

Es un desafío que se extiende al principio de veracidad, a la equidad de los sujetos políticos, a la transparencia y pluralidad. ¿En qué sentido? La libertad de opinión es fundamental en una democracia, pero, como apuntó Arendt, esa libertad no es cierta si no se reconocen los hechos mismos. ¿Cómo opinar con sentido de algo si todo es posible y los hechos no se reconocen? Y a la vez, más allá de los datos objetivos, ¿para qué opinar de algo si ya un sujeto posee la verdad absoluta? Porque a la base del principio de veracidad está la equidad, la capacidad de los actores políticos de debatir con sentido para llegar a acuerdos, o desacuerdos razonables, y hacerlo de modo transparente. ¿Cómo decidir democráticamente si no se conocen verdades y opiniones? ¿Cómo hacerlo cuando las partes quieren anular en el plano del discurso al contrario?.

 

Son posturas, propuestas, liderazgos y fuerzas de difícil comprensión. De una naturaleza irracionalista, en sentido de Mannheim: una competencia sin límite con otros partidos y fuerzas para ganar a toda costa, como si otras ideas y programas no debieran existir. Mantienen un nacionalismo de definición “germánica” o identitaria, por la tradición y la lengua, en términos de las definiciones de Renouvin, a diferencia de una definición “latina” por la voluntad democrática. Un nacionalismo que recuerda igualmente al tribal, en Arendt, de historia seudomítica, y conceptos arbitrarios y difusos, de enemigos imaginarios. Ambos análisis son similares y posibles, ambos actúan a través de sentimientos.

 

A esas fuerzas, de amplia presencia internacional, se les denomina y entiende como “populismos”. Es una oleada que se afirma como contestataria y transformadora, sin que trate de modificar nada en profundidad en la estructura social. Dotan a la política de carga emocional: un fuerte apoyo de muchos, un fuerte rechazo de otros; aprobar y defender frente a rechazar. Limitar, pues, la comunicación racional, anular el debate. ¿Son efectivamente populismos? Berlin señaló que el populismo originalmente era un movimiento de defensa de un grupo contra los valores del cosmopolitismo ilustrado del siglo XVIII, promoviendo las ideas de una sociedad coherente y fraternal, basado en el propio grupo definido como el pueblo. Su motivación era apolítica y de salvación moral. Mills analiza el proceso de formación de la élite y sus cambios históricos. Berlin indica, como Espejo, Urbinati, Mudde y otros, que el populismo distingue entre un pueblo puro y una élite corrupta, señalando a un enemigo con ese establishment. Martinelli realiza un resumen rápido y relevante sobre los numerosos problemas a los que se enfrentan las democracias representativas, la crisis de las ideologías, de los partidos, la globalización, etc. Ahora bien, el objetivo de los nuevos movimientos no sería propiamente la ampliación de los procedimientos democráticos, señala Mudde, y la base es la identificación entre el pueblo y el líder. Aunque no es una postura unánime, pues otros análisis, como Mohrenberg et al., indican que los votantes de opciones denominadas populistas favorecen elementos de democracia directa. El problema de base radica en la cuestión que aborda Urbinati: la distinción entre pueblo y no pueblo oscurece la cuestión democrática de formación y expresión de mayorías. El problema radica en que las elecciones se conciben como revelación de una verdad, de una mayoría anunciada como real, ya existente.

 

¿Qué desarrollo hacen en su realidad política actual? La acción política está obligada a afrontar la nueva necesidad de comunicación mediante los nuevos medios de comunicación, señala Mazzoleni. Pero ¿no existe el riesgo de que la comunicación política se haga demagogia? En fin, Arato lo resume al considerar que rechazan lo que se les opone. Luego también la rule of law si es necesario, y la estructura judicial, de forma que pretenden redefinir todas las reglas políticas y legales. Estar en minoría no es aceptable para el populismo, tal y como observa Berlin, p. 175. Y es por este elemento que tienden a atacar a los medios en desacuerdo, a las elecciones y sistemas electorales si no obtienen la victoria.

 

Ahora bien, Berlin afirma que el nacionalismo corrompe al populismo. De hecho, los populismos, impactando en el presente, vienen con impulsos nacionalistas y objetivos políticos. Toman temas del populismo clásico, pero su objetivo es diferente. Podrían considerarse como populismos nacionalistas o nacionalismos populistas. En realidad, deberían ser comprendidos como un falso populismo, ya que son de carácter decididamente político, con una fuerte inspiración de lucha por el poder. Es más, actúan de manera tan metamórfica que recogen algunas de las ideas centrales del fascismo universal, definido por Umberto Eco: irracionalistas, diferencian entre un nosotros en la verdad y un ellos sin legitimidad, el desacuerdo es entendido como traición.

 

¿Cómo entender la existencia de fuertes populismos nacionalistas, que han abandonado el ideal apolítico de los primeros populismos y se plantean conquistar el poder? Arato sostiene que este populismo surge en el contexto de déficit democrático. Se sabe que muchos ciudadanos tienen la sensación de malestar económico y que este malestar puede estar conectado con la crisis política de las democracias. Por ejemplo, Milner, quien indica que la globalización ha causado un incremento en las desigualdades y una pérdida del bienestar de los trabajadores con menor cualificación.

 

Ahora bien, se afirma, pero erróneamente, que hay una cierta crisis en el llamado Estado del Bienestar, la serie de políticas económicas para asegurar una serie de derechos económicos y sociales mínimos. Offe destacó que la intervención estatal había servido como principal fórmula pacificadora de la democracia capitalista tras la Segunda Guerra Mundial, al dar asistencia pública a las personas que se encuentran en peor situación dentro de la economía de mercado (incluyendo la normativa laboral, los sindicatos y la negociación social). Es cierto que en los años 70 y 80 fue atacado por propuestas teóricas conservadoras y neoclásicas, pero Offe comprendía que el Estado del Bienestar no puede ser desmontado, pues atacaría algunas de las bases sociales y económicas que la sociedad considera fundamental en la democracia. De hecho, Muñoz de Bustillo Llorente muestra que el gasto público social en los países de la Unión Europea y en los Estados Unidos no presenta una tendencia decreciente como % del PIB en las últimas décadas (dentro de la gran variedad de situaciones históricas de estos gastos en los diferentes países). Sin embargo, los datos muestran un debilitamiento claro en el crecimiento de la renta per cápita en la mayor parte de países en los últimos quince años. Por ejemplo, Gordon, quienes añaden una reflexión fundamental, la reducción en las tasas de crecimiento económico implica que también cae el crecimiento en los recursos utilizables para la educación, las infraestructuras, la Seguridad Social, la sanidad, etc. A lo que se añade lo que Nayyar, entre otros autores, recoge, hay una tensión entre economía de mercado y democracia y un efecto limitador de la globalización sobre las políticas nacionales. Los ciudadanos votan para decidir las políticas públicas, pero los mercados deciden por el poder de riqueza de los diferentes actores, y la globalización añade factores incontrolables (mercados internacionales de capitales, el problema de la financiación de los déficits nacionales, etc.). Pero una sociedad debe garantizar un mínimo de renta y limitar un máximo de desigualdad. A la manera que Rawls defiende, u otro criterio de justicia a decidir en las elecciones democráticas.

 

Pero la crisis política se centra en la sensación de los ciudadanos de estar excluidos de las decisiones políticas. Se relaciona con la posición de los partidos políticos y las limitaciones en la formación de la voluntad democrática. Duverger concluía que, sobre la base del sufragio universal, los partidos políticos son el gran invento político del siglo XX. Capaces de plantear proyectos y narrativas, y de conectar a los ciudadanos al sistema de poder, se hicieron un elemento fundamental de las democracias representativas. El dominio del partido sobre los miembros electos parlamentarios es una forma de oligarquía, añade Duverger. Pero las grandes ideologías y la representación de los partidos parecen haberse debilitado, y la percepción de elitismo y corrupción en la sociedad es un factor devastador en el sistema. En fin, Mény indica que los ciudadanos se sienten excluidos de las decisiones y piensan que sus votos no son efectivos. La cuestión es que este problema no parece sólo coyuntural, Arendt indica que ya Rousseau habría comprendido las dificultades de la representación: que la soberanía no se delega, elegir representantes supone una división entre la voluntad de la base y la de los dirigentes. Ignazi parte de la conclusión generalmente aceptada de que los partidos políticos están actualmente en su peor momento de confianza y reputación. Lo que estaría relacionado con cambios sociales y económicos de las actuales sociedades postindustriales (individualización, globalización, neoliberalismo, y otros factores). Partidos, pues, percibidos como distantes y elitistas. Pero la crisis de los partidos políticos favorece al populismo como estrategia política y como ideología, singularmente como forma de centrar la acción política y de presentar a un líder, afirma Kriesi.

 

Hay, además, un problema más fundamental. Tal y como Arendt defendió, la libertad requiere que los ciudadanos sean partícipes de las decisiones públicas y no solo objeto de ellas, y, como añadió, sin libertad no puede haber felicidad pública. Consideró que en los sistemas democráticos actuales no se ha logrado y se ha transmutado en una versión más limitada, las libertades civiles y el voto periódico a candidatos electos por sus partidos. Los derechos individuales están garantizados, pero los ciudadanos no pueden participar de forma completa y efectiva en la formación de las decisiones públicas, y éstas son tomadas por los partidos y las élites conectadas de un modo u otro en ese sistema de poder. Entonces, siguiendo a Urbinati, el populismo tiene una relación conflictiva con la democracia constitucional, ya que reclama que una parte de la población tenga el poder. Parte de los problemas de desarrollo de la formación de una voluntad democrática, para, prometiendo su solución emocional, identificar a una parte con la verdad y el pueblo o nación. No propone una reconciliación profunda con el sistema de representación democrática, solo presenta un encuentro emocional y mítico. Los movimientos pretendidamente populistas explotan y alientan los sentimientos antipolíticos y antisistema. Pero denunciar al contrario como enemigo rompe el sistema.

 

En definitiva, la felicidad pública fue vinculada acertadamente por H. Arendt a la existencia de una Constitución de la libertad, la libertad es también la capacidad real para influir de modo relevante en la toma de decisiones políticas. En ausencia de esta libertad, muchas personas sienten que soportan los costes y están marginadas de las decisiones y de las soluciones. Una vivencia de la exclusión que les lleva a buscar alternativas nuevas.

 

No es suficiente, como se pretende a menudo, con dar servicios y transferencia públicos, pues preserva la incorrecta posición de los ciudadanos sólo como objeto de las decisiones. Mientras las elecciones sigan siendo plebiscitos de apoyo a uno u otro partido, un líder u otro, seguirá la sensación muy común de que el voto es preciso, pero no resuelve nada, con la idea de la existencia de formas de elitismo y la sensación de corrupción política. Es la crisis de confianza de la ciudadanía en la política. En el debate público todos querrían, como ejercicio de la libertad, ser partícipes en igualdad. Pero la opinión pública está dominada por medios de comunicación, por redes sociales, por conexiones complejas entre financiación pública, privada, publicidad, propaganda.

 

Sin embargo, las cuestiones centrales fueron y son en las democracias liberales o representativas la distribución de la renta y la riqueza y la expansión de las libertades civiles y políticas. En ese eje se construye lo que llamamos, desde la Revolución Francesa, izquierda y derecha. Pero ahora se imponen sobre esas cuestiones, que siguen presentes, otras con contenidos populistas y nacionalistas: las identidades, las tradiciones y las lenguas, la sospecha de elitismo, los movimientos contrarios al cumplimiento de la legislación y a la división de poderes. En fin, problemas que producen una profunda confusión para la distinción entre ideologías, y todavía más para valorar cuál sea calificable como extrema. Ningún filósofo político del XVII, ni ilustrado del XVIII, o actor en las revoluciones políticas y sociales de la Edad Moderna, encontrarían un terreno familiar. Les parecería estar en la ausencia de un debate sobre lo que realmente les preocupó, el conjunto de los derechos, el logro de la libertad. En palabras de Arendt, la modernidad se entendió y se comprende como el progreso hacia una Constitución de la libertad, que Arendt entendió, correctamente, como participación decisiva de cada ciudadano en la toma de decisiones en las democracias.

 

Pero ¿cómo debatir si quienes lo hacen no se escuchan mutuamente? ¿Cómo decidir colectivamente si la expresión de la pluralidad se reduce a un partido entre nosotros y ellos? En este mundo parcialmente nuevo, donde se afirman verdades absolutas y se presume la mala fe del contrario, la política es percibida como un conflicto y un problema, generando una vivencia que contradice la satisfacción de la democracia: compartir debates y decisiones, oponer opiniones, decidir en conjunto la vida colectiva. ¿Cómo pedir a los ciudadanos que tengan un buen concepto de la política y los políticos?.

 

El impacto sobre la opinión pública, ese sucedáneo del espíritu público perdido, tal y como expuso Arendt, es la confusión de argumentos y relatos. Como si la filosofía posmoderna hubiese triunfado al afirmar con Nietzsche que no hay hechos, sino sólo interpretaciones. La verdad como un juego, una simulación, un simulacro: lo verdadero como lo falso, Baudrillard. Los hechos son negados o interpretados, la imagen prima sobre el contenido, lo que se dijo ayer cambia hoy, se protestan las decisiones judiciales. No es problema modificar la propia opinión constantemente, pues lo es siempre por el bien común, mientras en el caso de los otros, todo sería una mentira con mala fe. Supone el final de la investigación que Foucault defendió: histórica para conocer el modo como nos constituimos como sujeto que actúa, piensa y dice.

 

En fin, la tesis que aquí se sostiene es que las fuerzas políticas que denuncian el sistema político por ser elitista, falso y pretendidamente corrupto, son un falso populismo, con base en un nacionalismo identitario o tribal y con un objetivo político autoritario. Estaríamos todavía en el desarrollo de sus tesis y los procedimientos de adquirir el poder, de su fuerza, pero ya han mostrado las capacidades en esta sociedad atomizada, bajo el impacto de medias y redes, de contagiar a partes fundamentales del sistema político de algunas de sus ideas y procedimientos, especialmente de la importancia de ganar a toda costa y la insignificancia de proyectos racionales, así como de la división de la sociedad entre quienes tienen la verdad y el resto. La segunda tesis de este artículo es que su existencia y naturaleza solo pueden entenderse en el marco del estancamiento del proyecto de la modernidad hacia la libertad. Son las carencias del progreso hacia la Constitución de la libertad, el hueco por el que las alternativas se presentan y adquieren su potencia.

 

Por lo tanto, no es suficiente con mejorar determinados aspectos, ni con lanzar un programa de servicios y transferencias públicas, sino que el sistema democrático necesita ampliar la participación efectiva y real, vivida, en la toma de las decisiones públicas por la ciudadanía, al tiempo que amplia y asegura los derechos civiles y políticos. La modernidad es la lucha por un amplio mundo de libertades universales y este progreso sigue siendo un reto.

 

 

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