Resumen
El psicoanálisis no es ciencia, no es religión, no es metafísica; como la antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, pertenece, les agrade o no a sus prosélitos o a sus adversarios, al phylum filosófico. Se halla próximo a la filosofía; en tanto conocimiento del inconsciente, es un saber del no saber. Muy cerca de Sócrates, la verdad. Psicoanálisis sin filosofía no acaba de ser propiamente psicoanálisis, y filosofía sin psicoanálisis no parece llegar a cristalizar en auténtica filosofía. Se necesitan mutuamente. Sin embargo, subsisten resistencias de ambos. En este artículo se abordan algunas de ellas, que en parte se deben a una recepción defectuosa de Nietzsche y en parte a una aproximación muy arriesgada de Lacan a Hegel y al catolicismo.
Palabras clave: Inconsciente, contraciencia, nihilismo, religión, genealogía
Abstract
Psychoanalysis is not science, it is not religion, it is not metaphysics; like the structural anthropology of Claude Lévi-Strauss, it belongs, whether it likes it or not to its proselytes or to its adversaries, to the philosophical phylum. It is close to philosophy; as knowledge of the unconsciousness, it is a knowledge of not knowing. Very close to Socrates, actually. Psychoanalysis without philosophy is not really psychoanalysis, and philosophy without psychoanalysis does not seem to crystallize into authentic philosophy. They need each other. However, resistance from both sides remains. This article addresses some of them, which are partly due to a faulty reception of Nietzsche and partly to Lacan’s very risky approach to Hegel and Catholicism.
Keywords: Unconsciousness, counter-science, nihilism, religion, genealogy
- Filosofía y Metafísica
Habitualmente, la filosofía se ha confundido con la metafísica; sería engorroso y fatigoso demostrarlo. Pero distinguirlas no parece, después de todo, tan difícil, y la utilidad que depara semejante operación tampoco es, según veremos, nada despreciable. Quizá baste con decir: en modo alguno mientan la misma cosa. Un caso ejemplar lo suministra el psicoanálisis: no es ciencia, no es religión, no es metafísica. Lo diré tan enfáticamente como tal cosa me resulte posible: el psicoanálisis, como la antropología estructural de Claude Lévi-Strauss, pertenecen, les agrade o no a sus prosélitos o a sus adversarios, al phylum filosófico. Esta idea ha sido formulada por Michel Foucault desde los tiempos en que apareció Las palabras y las cosas (1966), pero no era propiamente, ni siquiera en ese momento, una novedad:
“En tanto que todas las ciencias humanas sólo van hacia el inconsciente en la medida en que le vuelven la espalda, esperando que se devele a medida en que se hace, como a reculones, el análisis de la conciencia, el psicoanálisis señala directamente hacia él, con un propósito deliberado -no hacia aquello que debe explicitarse poco a poco en el aclaramiento progresivo de la implícito, sino hacia aquello que está allí y que se hurta, que existe con la misma solidez muda de una cosa, de un texto cerrado sobre sí mismo o de una laguna blanca en un texto visible y que se defiende por ello”.[1]
La filosofía es, antes que otra cosa, un afecto, no un sistema acabado de principios o una doctrina cerrada. Tal vez sea imprescindible tratarla siempre como tal. A partir de esta indicación preliminar, no es imposible comprender la distancia que separa a la filosofía de la Metafísica; la primera sabe que no sabe, pero la segunda, por muchas razones, no en último término las de orden político-policíaco, prefiere saber que sabe. En ese asunto particular, el psicoanálisis se halla próximo a la filosofía; en tanto conocimiento del inconsciente, es un saber del no saber. Muy cerca de Sócrates, la verdad (y no sería su única zona de contacto). Además, tiene un interés muy acentuado por lo real, sabiendo o estando prevenido de que llegar a él no es una cuestión trivial. Su acceso está vallado, y no sólo por meros obstáculos epistemológicos. Hay resistencias activas, algunas realmente formidables y no poco desconcertantes. Lo real tiene que ver con el modo en que un ser humano está constituido, o en trance de constituirse, porque la mente no precisamente es un espejo del mundo. De hecho, lo real no pertenece al mundo, mas no debido a que sea “de otro mundo”; que se suponga eso conduce a la consideración metafísica de las cosas. Meta-física quiere decir que las claves explicativas de la physis se encuentran en otra parte: en el cielo de las Ideas o en la Mente de Dios, por caso. La filosofía no prejuzga si la comprensión remite por fuerza a una Trascendencia. En este peculiar sentido, lo real no sólo nunca coincide con el mundo, sino que, si por casualidad o error coincide con él, no sería real. Es “inmundo”, aunque no necesariamente en su uso habitual. Apunta a la rotura o hiancia del mundo. Esa apertura -que irremediablemente provoca angustia- la encontramos en la filosofía, no en la Metafísica. Obviamente, tampoco la hallaríamos en la Religión o en la Ciencia. En este respecto, la filosofía es única. Y, si bien tiene su fuerza, resulta muy vulnerable. Religión y Ciencia aparecen, a su lado, feroces y voraces: incontinentes. La filosofía viene a ser, por el contrario, ejemplo de discreción, de sobriedad y acaso de ineficacia. Con la formulación de una dimensión inconsciente, el problema se complica en parte, pero también se abre a un campo extraordinariamente fértil. En el pensamiento de Freud, continúa siendo producto de la represión; en el de Lacan, se perciben mejor sus rasgos positivos o afirmativos. Se han abandonado las consideraciones esencialmente neuróticas que hacen del Inconsciente una especie de reservorio nefando, una sombra ominosa y maligna a disipar. Irónicamente, el saber de los límites absolutos de la conciencia le suministra a ésta una potencia y un fulgor inesperados. La eleva al verdadero nivel de la autoconciencia, que consiste en un saber más sosegado, menos perentorio, más fino, de sus alcances. “Decir que existe lo inconsciente es decir que hay una verdad que sólo se puede experimentar ‘fuera del mundo’: en el goce”.[2] Fuera del mundo, no en el otro mundo de la Religión, tampoco en el mundo verdadero de la Metafísica. Recuérdese todo el tiempo: esto es filosofía.
El resultado general no dejará de suscitar singular azoro. Psicoanálisis sin filosofía no acaba de ser propiamente psicoanálisis, y filosofía sin psicoanálisis no parece llegar a cristalizar en auténtica filosofía. Ocurre que el uno se desliza a la impostura y la otra a la miopía. Se entiende: uno se cierra y blinda en la mera terapia y otra en el más craso positivismo. En ambos casos, pierden de vista lo fundamental; y desembocan en la esterilidad. Es justo mantener la tensión entre ambos, no enemistarlos; tampoco fundirlos ni borrar sus filosas aristas. Muy bien se puede llegar a extremos grotescos, como el de “psicoanalizar” a los filósofos y reducir su pensamiento a un simple síntoma neurótico; o bien, en el otro caso, negar la densidad filosófica del psicoanálisis y rebajarlo a obtusa chismografía de alcoba. Tal situación se presenta con regular frecuencia. Pero se trata de otra cosa: no de disolver lo Inconsciente en un discurso autoritario de pretensiones desmedidas, sino de escuchar lo que allí se adivina. No se ve fácil hacerlo. “Un discurso que diga lo inconsciente sin renegar de él”.[3] Imposible, ciertamente, no lo es: hay formas y formas de atenuar o polarizar o neutralizar la locura del día. Una de ellas consiste en observar atentamente la confrontación de Nietzsche y el pensamiento trágico, con sus antecedentes y secuelas, respecto de Hegel y el pensamiento dialéctico, con los suyos. Obviamente, no son los únicos en disputar el sentido del filosofar, pero representan, con particular solvencia, sus extremidades. Su valor, digámoslo así, resulta ejemplarmente simétrico. Hegel constituye la cúspide de la concepción metafísica de la filosofía; Nietzsche, de la concepción física de la misma. Ya hemos dicho bastante a propósito de a cuál de ellas haríamos bien en calificar como filosofía en cuanto tal. No es, por lo demás, cuestión de oponer la especulación intelectual a la experimentación empírica; lo “físico” de Nietzsche no guarda más afinidad con la Ciencia que con la Mitología. En su mayor generalidad, es la verdad de la physis frente a la lógica de la Metafísica: Voluntad de Poder vs. Nihilismo. A uno y otro contrincante es posible añadir, si fuera necesario, numerosos nombres propios y diversas estrategias metódicas. La etnología y el psicoanálisis, según aquí hemos afirmado, de la mano de Foucault, se suman naturalmente a la posición de una filosofía deslindada de la Metafísica. Georges Bataille, Maurice Blanchot y Emmanuel Levinas, en diferentes grados y talantes, y en tanto balizas de un llamado saber pasional (Daniel Goldoni), contribuyen también a nutrirla. Después de ellos, Baudrillard, Foucault, Deleuze. La opinión básica de Alain Juranville es, por su parte, esta: solamente la filosofía -desmarcada de la Metafísica y de la Ciencia empírica- puede rendir cuentas de un Ser concebido como Deseo. ¿Deseo de qué? ¡Deseo de Dios! Juranville, quizá siguiendo los pasos de Lacan, que parece haber seguido dócilmente los de Aristóteles, transita enseguida de la Metafísica a la Teología. “Desear es carecer, pero no absolutamente, es estar en relación con la plenitud”.[4] ¿Saltó del comal a las brasas? Imaginar el deseo como carencia, es decir, permanecer en la órbita de Freud en tanto pensador idealista-burgués, determina, entre otras cosas, la configuración de cuatro tipos de discurso: 1) el de la Ciencia (empírico-experimental): no hay Verdad; 2) el de la Metafísica: puede haber una Verdad Total; 3) el de la Filosofía: hay una Verdad Parcial y una Verdad Total; 4) el del psicoanálisis: sólo hay Verdad Parcial. Esto último mienta el seductor concepto de No-Todo de Lacan. Contra Hegel, pero no demasiado. Si desear es carecer, los filósofos que van a ocupar la ladera opuesta son, en su mutua divergencia, Spinoza y Nietzsche. No es casual que, por confesión propia, no sean santos de su devoción. ¿Podría ser distinto?
2. Psicoanálisis y Cultura
El Siglo XX comienza, en un sentido tan preciso como metafórico, con Sigmund Freud (1856-1939). Existen, el día de hoy, acaso demasiadas vías de acceso a sus ideas (y demasiado abundantes maneras de distorsionarlas); la biblioteca secundaria es de las más extensas y ramificadas que se conozcan. Así que es casi una cuestión de azar recorrerlas siguiendo uno u otro itinerario. Podemos emprender, tentativamente, el que propone Pierre Kaufmann.[5] El punto de partida es la represión, es decir, la moral: el acto sexual repugna y su rechazo produce extraños síntomas. Con eso, simplemente, le da la vuelta a cientos de años de filosofía (o de eso que se nos vende como tal), que de pronto aparece bajo su perfil más senil y chocante: ella no se priva nunca de juzgar para hacer su trabajo. Se presenta menos como una heroica y desinteresada búsqueda de la verdad que como un inescrutable manojo de prejuicios. En otros términos, la filosofía es parte de la cultura, y ésta consiste, en lo esencial, en repudiar a la naturaleza, de la cual el sexo es, con creces, la prenda más vigorosa. ¡Buen inicio! Cierto que esta introducción en modo alguno es un dechado de claridad; como buena cantidad de psicoanalistas, Kaufmann escribe con un pesado tono semi-esotérico. Probablemente este sea el destino de la mayoría de las disciplinas intelectuales: disuadir y alejar al no especialista. Con todo, la exposición de Kaufmann no aparta el dedo del renglón: la moral es esencialmente reactiva. Y si la filosofía mantiene con ella una relación de continuidad y respeto, el psicoanálisis encontrará sin mayores dificultades su justificación. Pero la filosofía, ciertamente, conecta con la moral, aunque en modo alguno se agota en ella. El artículo de Kaufmann se ocupa expresamente de la “teoría de la cultura” articulada por Freud. Ella no podría, a pesar de aparentar lo contrario, ser más moral: hace referencia al punto o, mejor, a la línea a partir de la cual el hombre se eleva por encima de la naturaleza a efectos de dominarla. Lamentablemente, no parece un simple modo de decir las cosas. Ser humano significa ponerse por encima de la animalidad. Pero este ponerse por encima no es completamente exitoso. La naturaleza está superada, aunque no -por desgracia, para alguien tan pesimista como Freud- anulada. Y el ser humano, en un descuido, vuelve a ella. No se encuentra nunca lo suficientemente civilizado. En semejante exposición, es notoria la dimensión hegeliana de Freud, razón por la cual se mantiene en continuidad con el siglo XIX más que con el XX: que el Hombre “supere” a la Naturaleza no permite ir mucho más allá. Si tomamos otro atajo, más o menos de la misma época, nos toparemos con una versión italiana bastante curiosa. Su punto de mira es, también, el de la cultura, aunque ahora es palmaria su afinidad con el discurso crítico. Giovanni Jervis valora el impacto de Freud en el personaje central del mundo moderno: el ciudadano burgués. Éste, aunque lo intente, ya no ha podido ser el mismo:
“Después de Freud, el burgués no puede ya creer identificarse con su propia buena voluntad: no se legitima ya según el modo de presentarse, sabe que existe una contradicción y quizá un abismo por debajo de las apariencias; no puede pretender convencer ni convencerse de que todos sus actos son buenos, expresados con buena fe o confirmados por su éxito”.[6]
Sea lo que sea que en el fondo haya pretendido, el padre del psicoanálisis ahondó y agravó la crisis de la autoconciencia burguesa. Simplemente, han dejado de funcionar para ella las viejas coartadas religiosas y morales, exhibiendo en cambio su vulgaridad y mala fe.
Es muy probable que, de manera deliberada, Freud nunca se haya propuesto formular algo como una mera denuncia. Porque en modo alguno se trataba, ni se trata ahora mismo, de propinarle a cierta clase de sujetos una reprimenda de tal calibre. La concepción del hombre que late en el psicoanálisis ostenta un alcance universal; y la hipótesis básica de nuestro médico consistía en poner a prueba la posibilidad de redirigir la energía de los instintos, evidentemente mal gestionada, en una dimensión capaz de privilegiar, ante todo, el bienestar social; lo decisivo era no sucumbir a la exigencia indiscriminada e inmediata del individuo para obtener placer. Freud siempre buscó el punto medio. Ni represión patológica, ni autocompasión: el psicoanálisis tiene en mente un sujeto liberado de bloqueos, confiado en su propia fuerza de afirmación y de autodeterminación. Pero no sólo conseguir esto no es nada fácil, sino que Freud temió que, finalmente, ello sería inalcanzable; el pesimismo, en él, resulta inerradicable. Tal vez en ello radique el carácter molesto o inasimilable del psicoanálisis. Nunca basta con integrar al sujeto en su sociedad, porque siempre habrá razones para la inconformidad. No depende ya de la idiosincrasia del fundador, eminentemente conservadora e incluso reaccionaria, sino del potencial disruptivo de su teoría. No es una cuestión de gustos: el pensamiento entero del siglo XIX había entrado en un dilatado y turbulento período de crisis, y Freud simplemente no habría podido, ni deseado, permanecer al margen. Las notas disruptivas del psicoanálisis resaltan al compararlo con muchas otras estrategias a él contemporáneas. No ha inventado, propiamente, el concepto de Inconsciente, pero no va a poder dar un solo paso sin él. Para bien y para mal, el psiquismo no se deja reducir a los fenómenos conscientes o voluntarios. Intentar reducirlo a la conducta observable ha llevado a encontrar regularidades interesantes, pero nada más. Si existen las disciplinas psicológicas es debido a que algo no anda bien en nuestras vidas:
“La raíz principal de toda psicología y la motivación que claramente prevalece consciente o inconscientemente en la mayoría de las personas que se ocupan de esta disciplina o que apenas se inician en ella, parece ser la percepción de un malestar propio, el insuficiente conocimiento de sí mismo”.[7]
No parecen responder a una simple curiosidad científica, aunque tampoco se limitan a la explicación de una sensación privada o personal de desasosiego. Cuando se habla de la crisis del pensamiento occidental casi siempre se tiene presente el terrible desgaste de la religión junto con el innegable eclipse de la razón ilustrada. El cristianismo no satisface realmente a nadie en la época de la ciencia, pero ella, la ciencia, menos. Eclosiona una sensibilidad que a la técnica va a asociar algo siniestro e inhumano. Nos sentimos aprendices de brujo. ¡Perdidos en el espacio! Esta es la razón por la cual el psicoanálisis alcanza, desde el siglo pasado, relativa notoriedad. Como apunta Jervis, hace referencia a una especie de saber artesanal. Frente al psicoanálisis, la psicología científica, cristalizada en Conductismo, aparece con su rostro más funesto: proporciona una coartada axiológicamente neutral para “cortar cerebros vivos a rebanadas, castigar y premiar, tener grupos genéticos puros, estudiar muchas generaciones en pocos meses, elaborar esquemas -por fin irreductibles y claros- de equilibrio entre los individuos y entre el individuo y el ambiente”.[8] El estudio del comportamiento animal, por caso, ha servido para practicar este tipo de aberraciones, cuando muy bien podría iluminar la parte natural del hombre, mantenida en sombras, y hacer avanzar su autocomprensión. En otras palabras, la situación de crisis no tendría por qué derivar en pura depresión y decadencia. Tomarse en serio la hipótesis del Inconsciente podría desembarazarnos de algunos odiosos prejuicios acerca de una presunta superioridad humana que se compadece muy mal de ciertos patrones de conducta que, dígase lo que se quiera, nos han puesto bastante por debajo de la animalidad. Está claro que ni el nazismo ni el estalinismo son obra de animales, sino de personas inteligentes y no poco cultivadas. La violencia no es prerrogativa de la naturaleza. Por último, el psicoanálisis ha puesto a la orden del día, quizá sin quererlo deliberadamente, la cuestión de la capacidad y la legitimidad de practicar semejante sapiencia. No cualquiera puede alzarse a su altura, que es tan reflexiva como moral. Visto que no se trata de “curar” en el sentido tradicional, ni tampoco de extirpar compulsivamente el síntoma, el psicoanálisis no podría ser autorizado por una instancia tan burocratizada como la Universidad, pero ¿podría entonces autorizarse a sí mismo? La posibilidad de saltar del sartén a las brasas nunca ha sido satisfactoriamente eliminada.
3. Freud sin Nietzsche
Paul-Laurent Assoun da inicio a uno de sus libros sospechando de una y entre Freud y Nietzsche; por lo visto, a esa relación le vendría mejor la o (o el guion, o incluso la coma). Esto significa, en primer lugar, que, a pesar de todas las analogías y resonancias superficial y académicamente reconocibles, ambos escritores no se encuentran en el mismo plano. Para empezar, Freud no puede aplicar a Nietzsche el tratamiento dado al número de los demás filósofos: tal vez debido a ello no podría ocupar nunca el centro. Ese lugar se halla reservado a Schopenhauer: “En el seno de esta ‘galaxia’, Nietzsche no ocupa sino la posición de primer satélite y no podría disputar a Schopenhauer su función de centro solar”.[9] Una metáfora como esta indica una relación de complicidad; es la de la Luna al lado del Sol, que mantiene con la Tierra un nexo más de intimidad que de sostén. Assoun no vacila en asignar a Nietzsche una influencia menos de paternidad que de distorsión y confrontación global respecto del psicoanálisis. No carece de interés la precisión de que el sintagma Freud y Nietzsche corresponde también a la elaboración de un vínculo histórico: va más allá de los autores hasta involucrar a sus herederos, ejecutores de sus respectivos testamentos. Bien visto, nuestros autores son prácticamente contemporáneos: los separan sólo doce años (Nietzsche nace en 1844, Freud en 1856). Pero, en cuanto a su obra, los separa algo más oscuro: por lo pronto, y no es cualquier cosa, el poder de la hermana de Nietzsche. Nadie se acerca a éste sin sortear -con o sin éxito- a Elisabeth. La lectura que efectúa Freud se halla, en principio, condicionada por semejante fatalidad. Con todo, existían otras vías menos tortuosas (Bernoulli, Bertram), pero la abstinencia y la penitencia lo marcarán, desde el mismo comienzo, con profundidad. Freud no comprende a Nietzsche, por confesión propia. No le conviene. Hay -por decir lo menos- poderosas resistencias. Esto, que nunca debemos olvidar, sucede mientras el círculo psicoanalítico -recién formado- se propone un acceso expreso a su pensamiento. Sus aproximaciones son, dicho en general, y esto a causa de reducir apresuradamente la obra a las pulsiones individuales, bastante patéticas. Simplemente no entienden que un sujeto tan triste pueda escribir sobre algo tan contrario a ella como la embriaguez dionisíaca. Tampoco admiten que su pensamiento sea el de un filósofo: apenas alcanza a sus ojos el grado de moralista, que, encima, o peor, puede mirar la astilla en el ojo ajeno sin percibir la viga en el propio. Uno de los primeros psicoanalistas, Eduard Hitchsmann, opina que todo lo que afirma Nietzsche en la Genealogía de la moral a propósito del ideal ascético es una mera proyección de su propia (in)experiencia sexual. Sostenerlo está bastante fácil. Esto ocurre efectivamente al principio, pero no se ve que haya dejado de hacerse. Es muy necesario, al respecto, que el psicoanálisis abandone los ejercicios patográficos si quiere ser reconocido como un discurso mínimamente serio. Por desgracia, Hitchsmann no es un caso aislado; la filosofía puede ser, por el psicoanálisis, reducida, jibarizada a placer. El paso siguiente será bien sencillo de dar: Nietzsche es el caso típico de un sujeto tarado, histérico, epileptoide (Sadger). Por contraste, nos toparemos al mismo tiempo con un personaje como Alfred Adler: ¡dejen de psicologizar a Nietzsche! Hasta el psicoanalista más entusiasta aceptará la clarividencia del filósofo, pero sólo para, con pedantería ejemplar, echar de menos lo que hizo falta para que él mismo fundara la disciplina, anticipándose a Freud (Graf, Federn). De ahí el carácter ambiguo de su figura: precursor y caso clínico. Es nuestro padre -pero está loco. Freud nunca logró -ni quiso- sustraerse enteramente a este influjo antagónico. ¿Lo ha hecho Lacan? Y si sí, ¿cómo?
Freud ha percibido desde hace mucho en la filosofía un carácter antipáticamente abstracto. No es el caso, sin embargo, de Nietzsche. El problema da la impresión de ser inverso; a él se le abandona -caso de serlo- por exceso de interés. No es abstracto en absoluto. Pero, según el Freud de los miércoles psicoanalíticos de la Sociedad de Viena, dicho con la mayor sobriedad, se le escapó algo esencial: lo infantil y el desplazamiento. La segunda sesión, en octubre de 1908 (la primera fue en abril de ese año), abordó otros aspectos, pero Freud se mostró más explícito: Nietzsche no estaba loco, sino que enloqueció súbitamente. En una palabra, se trata de un enigma. Todos pueden estar marcados por los mismos o semejantes accidentes psicológicos, pero Nietzsche es un filósofo; y no todos, por suerte o por desdicha, lo son. De todos modos, Freud ofrece su diagnóstico psicoanalítico: está fuera de duda que Nietzsche adolecía de una fijación materna y de una ausencia del padre. Fundamentalmente, era homosexual. De ahí su problema con Cristo. No importa tanto que, como lo subraya Assoun, su personalidad filosófica se extienda más allá de lo personal; el hecho es que Nietzsche estaba enfermo. Esto, desde la perspectiva de Freud, significa sobre todo una cosa: el único objeto de experimentación que le queda a la mano -dicho casi literalmente- es el Yo. Siendo así, lo desconcertante es la retroalimentación que se va a verificar entre la lucidez y la enfermedad. Algo que después sorprendió -gratamente- a Pierre Klossowski. Pero Freud percibe su naturaleza excepcional: nadie antes había llegado tan lejos, nadie después lo hará. Ningún paciente ha conjuntado tan desconcertantemente, tan perturbadoramente, la salud y la patología. Freud se asombra legítimamente ante este enfermo genial, ante este genio enfermo. Nietzsche, empero, ya tenía experiencia suficiente -y nefasta- de esta salida, de esta clasificación: no importa que se diga, sino que sea él quien lo diga. Eso basta. La tara del enfoque psicológico -no hay mejor forma de calificarla- se manifiesta aquí con extrema claridad, y el psicoanálisis, en su conjunto, en modo alguno se encuentra a salvo de ella. Excepción hecha, según Assoun, de Freud: sólo él parecía escapar a reduccionismo y neutralización semejante. Pues, a sus ojos, el hombre particular es incapaz de anular la visión que éste, por cualquier medio, podría haber adquirido del mundo. Ha de proclamarse que tal posición lo honra. Faltaría discernir hasta dónde le ha sido posible o deseable llegar. Porque, desde el punto de vista psicoanalítico, Nietzsche no pudo haber hecho otra cosa; no fue una decisión voluntaria. El diagnóstico de Freud es inapelable: la parálisis lo condujo más lejos que a cualquiera. Esto, a propios y extraños, sorprende tal vez demasiado. Sigue siendo, en gran medida, reduccionismo: la Genealogía remite a la disolución psíquica. Pero es cuestión de ver: quizá no es menester volverse locos para atisbar eso mismo que Nietzsche vislumbró. En efecto, ¿de qué se trata si no del eclipse total del Yo? ¿Por qué esta experiencia necesariamente nos habría de enloquecer o dejar inactivos? ¿Por qué esa singular instancia es tan importante? ¿No es, justo, aquello que hacen todos los artistas, cuando cesan de preocuparse por parecerlo? Nietzsche ya dijo lo que Freud, trabajosamente, dificultosamente, entrecortadamente, tartamudeantemente, ha procurado, con éxito desigual, decir. A cualquiera intimida, quizá más que nadie a un creador confundido con un investigador (o con su leyenda). Seamos tajantes: Nietzsche le dio miedo a Freud; meditándolo, o simplemente leyéndolo, la Ciencia -con todas sus parsimonias- estorba. El de Röcken escenifica en cuanto tal una vía rápida extremadamente peligrosa. Que a Nietzsche no le quite el sueño la Ciencia y a Freud sí, es algo que merece una cavilación profunda y desinhibida. Tal vez sea precisamente la imposibilidad que muchos espíritus libres adjudican al método único. Que todo el mundo transite por allí lo torna impracticable. Ése es su riesgo. La alternativa no se halla exenta de asechanzas; pero a Nietzsche no le ha sido posible (ni elegible) evitarla. Si estamos muy preocupados por la relevancia del Yo, ¿sería efectivamente posible pensar?
4. De las malcomprensiones de Freud
Si por algún filósofo ha manifestado un respeto casi sagrado el psicoanálisis, es sin duda alguna por Friedrich Nietzsche. Pero el psicoanálisis es una cosa, y Freud otra (y acabamos de ver que la hermana de Nietzsche, otra muy distinta). Sus vínculos son complejos. El padre del psicoanálisis va a buscar en el filósofo, en principio, palabras que expresen aquello que, en su interior, persiste en permanecer mudo. Assoun aduce a este respecto la cuestión de la transvaloración, que para Nietzsche es una tarea y para Freud eso que propiamente, sin esfuerzo de la conciencia o de la voluntad, elabora el sueño. Pero lo relevante es aquí, insistiríamos por nuestra parte, que Freud espera de Nietzsche palabras que a él simplemente le faltan. “Freud va hacia Nietzsche para encontrar el lenguaje de su propio indecible, lo cual explica que siempre permanecerá en el umbral”.[10] He aquí una primera explicitación de la resistencia: para comprender a Nietzsche, Freud debe cambiar de lenguaje. ¡Debe cambiar muchas cosas! Desde joven, se sintió intimidado; el filósofo ostentaba a sus ojos una “nobleza inaccesible”. De inicio, pues, la desconfianza (mezclada con la admiración). Assoun no duda en equiparar a Nietzsche con un dios oculto que Freud raramente nombraba. Un dios que -por otra parte- no teme al ridículo, como fue puesto en evidencia en el caso de Lou Andreas-Salomé (el sarcasmo del psicoanalista ante el entusiasmo juvenil de un filósofo enamorado). A fin de cuentas, y gracias sean dadas al cielo, Freud ha sido siempre un espíritu ilustrado. Se percibe con claridad una diferencia de tonalidad afectiva: del grito al murmullo, del ditirambo a la elegía, de lo trágico a lo humorístico. “Se buscaría en vano en Freud un himno a la Vida, a la Muerte o al Inconsciente”.[11] Ante la música, un: “¡Bájale!” o un “¡Quítale!” sin concesiones; nuestro psicoanalista es demasiado analítico para alcanzarla. Pero sigue siendo verdad que Nietzsche repudió al Romanticismo, calificándolo como mera caricatura del instinto dionisíaco. Esta distancia no pudo ser apreciada en cuanto tal por Freud, que vio en el dionisismo apenas un Romanticismo equívoco y un tanto ridículo. Diferencia de temperamento, principalmente. Diferencia esencial de humor. Existen otras formas de burlar -dicho lo sea literalmente- al sufrimiento. Que Freud sea ilustrado es un hecho que no ha escapado a Thomas Mann, por ejemplo, porque de lo que se trata, para el literato, es de iluminar la noche, la parte maldita, lóbrega y siniestra de la Humanidad. El psicoanálisis ha decidido hacerles frente a las tinieblas, no componerles ni entonarles -tal como a veces propone Nietzsche- un himno. En modo alguno constituye una glorificación y una subordinación a lo irracional, aunque conoce bien su potencia. Mann lo lee como se lee a un científico que no se arredra ante los sueños -grotescos, monstruosos- de la razón. Encontraremos, desde luego, otras lecturas. Ellas han hecho hincapié en la diferencia de estilo entre ambos: disruptivo y aforístico en uno, metódico y científico en otro. Pero el objeto no cambia: es lo Desconocido. Otras más, como las de Otto Rank y Otto Gross, enfatizan el carácter revolucionario de las dos estrategias. El primero percibe que el Deseo ha llegado a ser en Freud un debilitamiento de la Voluntad de Poder, por lo que la verdadera terapia consistirá en rehabilitarla. Pero su idea es que la creatividad reposa en el Yo consciente, con lo cual propendemos a recaer -es una verdadera fatalidad- en una simple variante del Humanismo. En términos coloquiales, se dirá que la neurosis sobreviene siempre que fracasa la voluntad, mientras que el arte aparece cuando ella alcanza la victoria. Los efectos son radicalmente diferentes, pues no es cuestión de adaptar al individuo a un medio social inmutable, sino de mover a este bajo el impulso de la creación estética. Que a Freud lo active la Ciencia en tanto que a Nietzsche lo motive el arte revela sus respectivos resortes básicos. Al cabo, Rank (y le alegraba serlo, alardeando de ello) es a Freud lo que Nietzsche ha sido en relación con Schopenhauer: una radicalización resultante de la extirpación de los componentes morales de la teoría. Semejante remoción implica un resuelto abandono del pesimismo y su puntual reemplazo por una afirmación trágica.
Ante semejante alternativa, los argumentos faltan -o sobran. O se niega -o se afirma. No es posible dirimir de qué lado se encuentra la razón. Pero la elaboración de Otto Rank ayuda a ver más claro en su fondo: moralizar a la Voluntad sólo conduce a debilitarla. ¡Y ello sólo podría ser malo (aunque, obvio, sólo en un sentido extramoral)! Pero ¿qué opina expresamente Freud de todo esto? En primer lugar, de forma por demás escueta, reconoce que Nietzsche es un auténtico precursor. En segundo lugar, que es conveniente mantener respecto de él una sana distancia, a efectos de eliminar, en lo posible, una influencia desmedida. En tercero, y más importante aún, que debemos vérnoslas con alguien que adivina, no con un diligente y abnegado compañero de trabajo. Una vez más: a Freud le interesa ser reconocido como científico escrupuloso, no como un dechado de genio e intuición. Técnico, no poeta; obrero, no profeta. ¿Quién lo habría tomado en cuenta si no? Sea como fuere, los presagios de Nietzsche son para él insoslayables: en particular, a) haber adivinado que los sueños comunican con estratos arcaicos del ser humano y b) comprender la represión como el conflicto que enlaza a la memoria con la voluntad. Subrayemos, al pasar, un malentendido considerable, que determinará amplias consecuencias: en Psicología de las masas y análisis del Yo, de 1921, Freud imagina al Übermensch a semejanza del Padre primitivo. Craso error. El inventor del psicoanálisis supone que el Superhombre de Nietzsche no es más que una magnificación del Yo, cuando lo que busca es exactamente lo contrario. El Yo sólo es un filtro, en absoluto una fuente de la voluntad de poder. De aquí que las confusiones se multipliquen. Psicoanálisis y Genealogía se desenvuelven efectivamente en otro paradigma -haciendo un discreto uso de la categoría de Thomas S. Kuhn-, pero Freud no parece dispuesto a concederlo respecto a Nietzsche. Empezamos a sospechar que es al revés. El moravo no se ve en disposición alguna de escarbar un poco, y el modo de malcomprender al Übermensch da fe de esta renuencia. Pierde de vista, por lo mismo, la dinámica de la Voluntad de Poder, identificándola con la desmesurada autoafirmación del Yo. Pero no se trata, para Nietzsche, de un fenómeno narcisista, porque el superhombre no es más de lo mismo, ni siquiera se deja percibir como una superación dialéctica; equivale más bien a dejar atrás al hombre, a olvidarlo, con todo lo que ello podría significar. Remite, concretamente, a pensar y vivir de otro modo. No hay Hombre: eso es lo que quiere dar a entender el Superhombre. Y, si no hay Hombre -entendido como entidad metafísica- tampoco hay Dios y tampoco hay Mundo (las tres masivas regiones del Todo platónico-cristiano). La Metafísica no está superada sino, como indicaba, no sin ironía, Heidegger, localizada: ha quedado detrás y a un costado de nosotros, cesando de atraparnos en su campo magnético, dejando de atarnos a sus fuerzas gravitacionales. Freud se privó de ver eso -porque ante todo quería que la comunidad científica reconociera sus méritos y sus logros. El Superhombre que deriva de la malcomprensión freudiana es cualquier cosa menos deseable. En un manuscrito de 1897, afirma que aquél es resultado de la suspensión de la prohibición del incesto, fenómeno antisocial por excelencia. Assoun resume el ingrato desliz con estas palabras: “El incesto expresa la renuncia de la masa al principio de placer, mientras que el superhombre simboliza el principio de placer no mediatizado”.[12] Tanto más desconcertante por cuanto que Freud reconoce en el de Röcken el origen de una categoría fundamental para el psicoanálisis, el embrague entre lo consciente y lo inconsciente: el Ello. Todo habría cambiado si se hubiera pensado simultáneamente al Übermensch con el Es. ¿Se lo ha propuesto Lacan?
5. Lo animal y lo racional
¿Qué le pasó -si realmente le pasó algo- a Jacques Lacan? Da la impresión de haber, en cierto recodo particularmente sinuoso del camino, descarrilado. ¡O, mucho peor, de tomar por fin el buen sendero! Porque ha sido, durante mucho tiempo, fiel discípulo de Freud y de Marx: el sujeto no reposa en sí mismo, se halla descentrado (por la pulsión, por la ideología). Comienza bien. A Jean-Paul Sartre le ocurrió algo similar: percibió algo extraño en los hombres, pero lamentablemente enderezó sus pasos. Tal vez la incómoda visión de un individuo escindido ha sido excesiva para ambos. Al principio, en todo caso, Lacan, quizá por el doble influjo de Georges Bataille y Claude Lévi-Strauss, se percató de que el sujeto era beckettiano: está hecho de palabras -de palabras de otros (El innombrable). La topología resultante consiste en ser a la vez un sujeto-de-la-cultura (consciente) y un sujeto-del-deseo (inconsciente), inestablemente, inquietantemente, impracticablemente ensamblados. El sujeto del Inconsciente en modo alguno se encuentra articulado lógicamente; su pegamento es menos la razón que la metáfora y la metonimia, porque no está regido por el significado de las cosas, sino por el significante que sólo apunta desvaída y distraídamente a ellas. No vacilemos al detectar en esto una evidencia más de la irresistible inversión del platonismo, que Nietzsche, desde el siglo XIX, enarbola con una alegría sin culpas. El hombre no se define por lo que sabe o piensa sino por aquello que, en él, desea. La fórmula de Lacan es espléndida: “Pienso donde no estoy por el pensamiento; por tanto, soy donde no pienso”.[13] Platón y Descartes palidecen. En realidad, todo un pilar de nuestra civilización se estremece. El Je est un autre de Rimbaud resuena con siniestro y estentóreo eco. El Yo no es más -ni menos- que un reflejo especular: una especulación sin solidez. “El ego no entra en sí mismo por la razón de que hay una estructura que se le impone y que le dicta no sólo su conducta sino también su lenguaje (o que le dicta con el lenguaje su conducta)”.[14] Consecuencia: la ego-logía constituye una empresa imposible. Lo del animal racional de la Metafísica resplandece en adelante como un eufemismo piadoso. Lo animal no se extingue por cierto ocasional o artificioso uso de la razón. Animalidad y racionalidad no embragan con espontaneidad. Su interacción aparece suspendida; los flujos e intercambios no se verifican. En otras palabras, el sujeto no es, ni de lejos, producto de una edificación racional. No lo es, pero ¿debería serlo? ¿En eso consiste la salud? Justo allí se aloja, en el corazón mismo del trabajo analítico, una profunda indecisión. El psicoanálisis representa, para la Metafísica, aunque no necesariamente para la Filosofía (bueno es siempre distinguirlas), un considerable desafío. La pregunta sobre el Saber se carga entonces de pesados nubarrones. Ya no es el iluministamente kantiano: ¿Qué puedo saber?, sino el tornasoladamente freudiano: ¿Puedo yo saber? Se trata, obvio, de una interrogación sobre los límites y facultades de la conciencia. ¿Tiene ella vedado algún ámbito, prohibido entrar a ciertos lugares? Por proseguir aquí con la compañía de Paul-Laurent Assoun, la respuesta es afirmativa: el psicoanálisis dista por principio de cuentas de ser una psico-logía, una, como decíamos, ego-logía, es decir, un saber cuya misión consistiría esencialmente en reforzar la identidad para garantizar la adaptación del individuo a su sociedad. No es una psicología ni contribuye a ella, como tampoco, en consecuencia, facilita la comunicación de un yo con otro yo o de un sujeto con otro sujeto. Ajeno por ello a cualquier intento de asegurar la inter-subjetividad y servir de apoyo a toda bienintencionada y angélica ética del discurso (Habermas, Apel, Gadamer…). En tercer lugar, Lacan sospecha de la romántica búsqueda de un Eterno Femenino (o de un, correlativo, Príncipe Azul) porque ser humanos consiste precisamente en crecer sobre la falta.
Dicho llanamente: el deseo humano es un deseo de Nada; ni siquiera es, como lo será en Hegel o Kojève, deseo de reconocimiento. Lejos, pues, de toda antropología positiva, de toda Ciencia del Hombre:
“El ‘objeto a‘, la invención de Lacan es lo que él propone, así sea como un ‘nada señalado’. La ciencia del objeto a rompe con toda noción romántica de un objeto oscuro del deseo: ella abre la cuestión del psicoanálisis como ciencia de lo que le falta al hombre”.[15]
¿Saber del no-saber? Entonces no es Ciencia, sino, propiamente, Filosofía. En cuanto tal, el psicoanálisis deja de ser humanista; no se percibe ya la aureola sobre la cabeza de los hombres, ni alas en su espalda. El psicoanálisis retorna a Marx, pero también a Nietzsche. Abandona, de paso, a Paul Ricœur y su -cristianísimo- conflicto de las interpretaciones. Los adversarios son lo imaginario y el conductismo, y Lacan entiende que para hacerles frente debe introducirse nuevamente un sujeto, si bien éste se encuentra necesariamente escindido. O, mejor, descentrado: no es más la conciencia -epifenómeno o satélite del inconsciente- quien manda en el cuerpo. Muy probablemente, a pesar de haber tomado numerosas precauciones, nos hemos tropezado, patinado, confundido con las palabras. Que el deseo humano sea deseo-de-nada también puede significar que no se desea ya nada. ¿Qué distingue esto del nihilismo? El retorno a Nietzsche se halla así trucado, o finalmente, por higiene, escamoteado. Los comentaristas pueden permanecer en adelante a tientas debido a que no se ven forzados a distinguir con claridad entre necesidad y deseo, ni entre poder y dominio, ni entre conocimiento y saber (distinciones que es menester hacer para no mal entender de plano a Nietzsche). Después de todo, Freud ya había hecho lo propio con Nietzsche, como mostraría el mismo Assoun, a través de su figura del Übermensch. Esta incomprensión -que desde luego tiene más visos de ser una perversa malcomprensión- no parece un movimiento inocente. Se asemeja al horror que, según Lacan, despierta el psicoanálisis en el discurso universitario. Nietzsche también lo suscita allí, pero el psicoanálisis no se queda muy atrás. Si algo en él pone a temblar a la Universidad, correlativamente algo en Nietzsche pone los pelos de punta al psicoanalista. Por lo demás, resulta poco sencillo sustraerse a una analogía: en su tiempo, casi nadie comprendió a Nietzsche; en el nuestro, muy escasos entienden realmente -quizá los autollamados lacanianos menos- a Lacan. En ambos casos, el lenguaje del maestro es tan brillante como enigmático. Es habitual que reciten el respectivo mantra y escenifiquen el rito, pero no dirán ni harán gran cosa. ¿No se ve la orilla del psicoanalista sin entornar los ojos como ha hecho Nietzsche? Tal vez no es factible ser psicoanalista sin ser filósofo, pero es justo reconocer que, sin el psicoanálisis, la filosofía seguiría siendo básicamente una tediosa metafísica. En los dos ejemplos -Nietzsche y Lacan, al menos- se trata, ante todo, de un intenso trabajo con el lenguaje. La gramática y la letra. Se antoja imitarlos, pero siempre sale mal. La mímesis no es una mera habilidad. Gran cantidad de juegos de palabras resultan solamente risibles. No se pueden traducir. Es más: sólo tienen gracia (y sentido) en su lengua madre. Hainamoration, sinthome, dit-mension, disque-ourcourant… Lacan se ve empujado a torcer el idioma (como si fuera el puro de Freud), y no en todo momento y ocasión se advierte ello necesario. Lo es solamente cuando se percibe que el lenguaje se extralimita; cuando se pretende definitivo. Cuando se imagina Ciencia positiva. La Cosa freudiana, en cambio, no puede decirse de una sola vez ni de una sola forma. El lenguaje, frente a ella, siempre sobra… porque siempre falta. El más correcto, el más riguroso, solamente balbucea. Das Selbe difiere de das Gleiche. Seguramente esta distinción ayudaría a entender bien el Eterno Retorno de lo Mismo…
6. Ante lo Real
Todo crimen es una separación. Su raíz etimológica —del indoeuropeo skeri-, que significa cribar, tamizar, separar— se encuentra también en las palabras escritura, crisis, crítica. El castigo tiene el mismo origen. Procedente del latín castus —separado, puro, cortado— remite al indoeuropeo kes-, cuyo sentido es cortar. En su origen, crimen y castigo designan una situación común: el acto de segregar, de separar, de cortar, de apartar. ¿Separación de qué respecto de qué? Pregunta que conduce a las siguientes: ¿Toda separación es un crimen? ¿Cualquiera de ellas pone en crisis al conjunto del que deriva y en el cual se asienta? La antropología, desde Malinowski, ha distinguido tres órdenes de transgresión: el religioso —cuya infracción se identifica como pecado—, el consuetudinario —sujeto a la desviación— y el legal —cuya ruptura es el crimen propiamente dicho—.[16] La pregunta que nos asalta de inmediato es la siguiente: ¿hay norma y ley porque es preciso restringir las conductas inapropiadas, o éstas encuentran su origen en aquéllas? En otras palabras: ¿es el crimen preexistente o resultado irremediable de la ley? ¿Es el crimen aquello que debe ser perseguido y erradicado o el verdadero crimen consiste en sujetarse sin evasión posible al cuerpo de la ley? ¿Cómo vive el animal humano su separación de la (madre) naturaleza? En un artículo justamente célebre, Jacques Lacan se adhiere (radicalizándola) a la hipótesis filogenética según la cual el animal humano comienza su andadura reconstruyendo imaginariamente la unidad que corporal y materialmente —y, por lo mismo, y a partir de entonces, míticamente— ha perdido. El animal humano se mira en el espejo y participa en “un drama cuyo empuje interno se precipita de la insuficiencia a la anticipación”.[17] Allí nace el “yo”. Nace con inocencia —y con perversidad. Pues “yo” es siempre resultado de una identificación no “conmigo mismo” sino con una imagen exterior (vista desde el exterior) de mí mismo. Yo es —siempre, y por fuerza— otro. La paradoja está inscrita en el nacimiento mismo de lo humano. El yo, en esta hipótesis, no es más que una imagen, o, para mejor decirlo, un continuo/discontinuo flujo de imágenes. Una “cebolla”, como diría Lacan. Yo no soy otra cosa que aquello que veo —que ficciono, es decir, literalmente, que finjo— de mí. Es decir: nada que ver con aquello que de verdad sería. A menos que esa sea mi más profunda e íntima verdad. A menos que también tome en cuenta el reverso del espejo: el cuerpo fragmentado, la dehiscencia del yo. Yo es lo que él cree o se imagina ser, nada más. Suena fuerte, pero es que “yo” nunca es lo que cada quien realmente es. ¿Y, qué es, pues? ¿Puedo (yo) saberlo? Si cada yo es una formación, una excrecencia, una “imagen”, un algo-en-lugar-de-nada, si el yo está sin remedio separado de mí, ¿qué hay detrás, o en contra, o debajo, o a favor, o al margen, o en fuga? Lo real. Salvo que antes está lo simbólico. El “yo” es, según esto, una imagen (una ficción visual), pero el “sujeto” es apenas una figura del discurso. Una ficción lingüística. “Es toda la estructura del lenguaje lo que la experiencia psicoanalítica descubre en el inconsciente”, escribe Lacan en La instancia de la letra. El animal humano llega a ser humano no por medio sino a partir de la palabra. Sólo que, en ella, otra vez, se encuentra alienado, fuera de sí. Por el símbolo, el humano llega a ser lo que es —pero a partir de él se halla definitivamente separado de aquello que es. Encontramos el crimen —la separación— por todas partes. En el plano en el que ahora nos movemos, la separación se produce entre el lenguaje y lo real. Las palabras no son medios confeccionados por los humanos para “apropiarse” de las cosas; por el contrario, ellas se interponen como una terriblemente rígida y opaca membrana interior. La “verdad” jamás ha sido la “adecuación” entre un contenido mental y un mundo exterior. Es la fricción interna del lenguaje lo que genera “efectos” de verdad. En cuanto “yo” (operador del orden imaginario), soy una ficción, es decir, una mentira; en cuanto “sujeto” (operador del orden simbólico), soy un “efecto” de la lengua, un signo vacío atrapado entre las cremalleras del significante. Otra mentira. ¡Y luego me piden que sea responsable!
El primer obstáculo que sortear en este respecto es, sin duda, el de la teología. Crimen, crueldad y maldad sólo pueden pensarse por fuera de cualquier coartada, y esencialmente fuera de la coartada teológica.[18] Creo percibir en el trayecto lacaniano una suerte de cesura. O, mejor, una recurrente indecisión. Se comprende con facilidad que lo imaginario y lo simbólico sean “órdenes” o “regímenes”. Después de todo, se trata de gramáticas. Pero… ¿y lo real? Veamos las expresiones de Lacan al respecto. Lo real está separado de lo imaginario y de lo simbólico, pero el psicoanálisis “se abre” a él. Sabe de él por el síntoma. ¿De dónde viene el síntoma? De lo real. Por otra parte, Lacan dice que el síntoma es, él mismo, lo real. Poco después, afirmará: el síntoma se presenta como “efecto de lo simbólico en lo real”. El psicoanálisis es, de tal forma, un saber de lo real. Un real negado por la “realidad” del saber (o de la ciencia). Negación que primero pasa por la negación (o forclusión) del sujeto. Al forcluir al sujeto, la ciencia se priva con arrogancia y estupidez de lo real. Arrogancia y estupidez que son por lo demás la garantía principal de toda su eficacia. Lo real, sigue avanzando Lacan (en su Respuesta a Jean Hyppolite), es “lo que padece del significante”. Es “el dominio de lo que subsiste fuera de la simbolización”. Recordemos: lo simbólico es la presencia de una ausencia; lo real es la ausencia de una ausencia. Pero una ausencia que retorna. Lo real es eso “que vuelve al mismo lugar” sostiene en La ética del psicoanálisis. ¿Qué “lugar”? Allí “donde el sujeto en tanto que piensa o conoce (Lacan escribe: “cogita”) no la encuentra”. Lo esencial es esto: lo real siempre retorna. En otros términos, lo real consiste solamente en que no se deja remover. Designa, en términos epistémicos, un obstáculo impenetrable e inamovible (a diferencia de lo simbólico, que es la posibilidad misma de sustitución y desplazamiento, lo real nunca se mueve del mismo lugar). “Lo real no es de este mundo”, sugiere Lacan en La tercera. “No hay ninguna esperanza de alcanzar lo real por medio de la representación”. Menos que lo unheimliche freudiano, sería lo umwelt, lo in-mundo. ¿En qué sentido es “inmundo”? En el sentido preciso en que concierne al límite absoluto del poder humano. Cuando decimos “no hay poder humano capaz de… x” apuntamos en dirección a lo real. Esta cuestión de la impenetrabilidad de lo real es especificada por Lacan como una carencia: “Lo real carece absolutamente de fisura” (El yo en la teoría de Freud). En ese sentido es inmundo: es asfixiante, lo real ni habla ni se mueve —ni respira. Lo real parece un cadáver, o, peor aún, un muerto sin cadáver. Inmundicia irreciclable. Sin fisura, sin figura, sin apariencia reconocible (o representable), lo real, no obstante, carece de ausencia y carece de escondite. ¿Qué clase de carencia es esa? Enigma, enigma insondable, pues lo real no “quiere” decir nada. “No hay ausencia en lo real”, lo real “no está oculto”. ¿Cómo “sabemos”, inquiramos, de algo tan elusivo? El médico de almas responde: “lo leo en la locura”. Sin embargo, la locura —la psicosis— no es una extrusión incontrolada de lo real; todo lo contrario. No es lo real rompiendo como un meteorito el tejido simbólico, es el tejido simbólico embalsamando y sepultando bajo toneladas de imágenes y signos a lo real. La locura consiste en imaginar como “real” algo que sólo es un (su) fantasma. El psicótico no se hunde y se ahoga en lo real: se envisca en sus telarañas simbólicas. El psicótico no está —no necesariamente— en los manicomios: está en las oficinas, en los institutos, en los laboratorios, en las iglesias, en los parlamentos, en los ejércitos, en las universidades, en las fábricas, en los mercados… Por el contrario. Que lo real sea impensable e incoercible, que lo real sea (lo) imposible —y, en consecuencia, la imposibilidad absoluta de totalización— constituye una, o, mejor, la condición indispensable para evitar que todos nos hundamos y extraviemos —tal y como ahora sin duda ocurre— en la psicosis (colectiva). “Si podemos aprehender un poco lo real”, leemos, “es en la medida de que está vaciado de todo sentido”. Que exista una falla —en el triple sentido de avería, azar y fractura— en la bruñida superficie del mundo, ¿no es aquello sin lo cual nadie puede transitar del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño y de lo normal a lo anormal —ida y vuelta? Pues bien: la indecisión que recorre buena parte del corpus lacaniano es esta: ¿dejo o no dejo hablar en mí a aquello que no habla? ¿Puedo o no puedo hacerlo? ¿Siempre? ¿Con frecuencia? ¿Nunca? ¿A qué título? ¿Es bueno o malo que lo real no sea ni bueno ni malo?
7. Lenguaje y verdad
Dejarles Lacan sólo a los psicoanalistas es riesgoso; probablemente algo más peligroso que hablar de él sin las credenciales apropiadas. Pero quizá, en este caso más que en otros, es indispensable tomar sanas distancias. No sólo porque el mismo Lacan vio la necesidad y la conveniencia de “salirse” de vez en vez de una disciplina tan vocacionalmente cerrada, sino porque el psicoanálisis no prospera (ningún saber lo hace) sin echar mano de conocimientos y estímulos emanados de otras latitudes de la cultura. Nunca se sabría, por anticipado, qué es relevante y qué no para la construcción de una ciudadela teórico-práctica como la que diseñara Freud. Podría ser de la literatura, de la pintura, de la filosofía; pero podría ser extraído de anécdotas de una vida perfectamente anodina. De lo primero que huye Lacan es, por cierto, del cientificismo; y escapar de él no es, según veremos, nada sencillo. Para empezar, es necesario recalcar que el psicoanálisis es una praxis: no se le puede separar de su clínica. En principio, no nos la vemos con un saber desinteresado, con una “teoría” desprovista de práctica. Enseguida, advertimos que no hay en dicha praxis un protocolo homologado, universalmente aplicable, sino una estrategia que debe irse adaptando a las particularidades del sujeto en tratamiento. El psicoanálisis es… lo que se espera de un psicoanalista. Lo estipula Lacan en Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956. Definición performativa donde las haya. No es una teoría autónoma, pero no es posible privarse de efectuar maniobras con los conceptos. En la década de los 50, Lacan distingue metódicamente entre lo imaginario, lo simbólico y lo real; el orden de la semejanza, el orden de la conmutación y el orden de lo irrepresentable. Armado con esta distinción, Lacan excava, con gran diligencia, en la mina descubierta por Freud. En lo simbólico, régimen del lenguaje, se encuentran las herramientas que el psicoanálisis utiliza para sanar. No se cura mediante imágenes, que es lo primero que surge en la situación analítica. La palabra es la clave, y es preciso saber llegar a ella -con el propósito de liberarla. No es cualquier cosa. Pronto arriba Lacan a una certeza: sin lenguaje, el sujeto queda atrapado en el complejo de Narciso; es incapaz de disipar el hechizo de su propia imagen en el espejo. Por eso, la cura se produce, si se produce, en el registro simbólico. Sólo si, hablando, accedemos allí, resulta posible superar la violencia que nos ata a lo excesivamente semejante.
Pero la palabra posee un doble filo. Merced a ella quedamos adheridos, por un lado, a un determinado orden social. Se diría que, en este trance, el narcisismo simplemente pasa del Yo al Nosotros. ¿Se trata de eso? Definitivamente, no, y Lacan reacciona enérgicamente ante la recepción americana del maestro. No es recomendable reforzar únicamente al Yo (adosándolo o ajustándolo al Nosotros) para “sanarlo”. Es necesario que el Yo pase la prueba del Ello. Se ha fabricado, dicho rápidamente, una idea en exceso unilateral de esta disciplina. Pero no quiero adelantarme. Lacan se apoya inicialmente en Saussure y en Lévi-Strauss a fin de salvar a Freud de la verborrea característica del psicoanálisis estadounidense. Y con lo que se topa sin remedio es con la cuestión de la ley. Ésta procede del padre, o, más exactamente, de su figura. No por nada se ha sostenido que todo el psicoanálisis existe y se fortalece para responder esta pregunta: ¿qué es un padre? La respuesta, tras un breve examen, salta a la vista: es el encargado de transmitir la ley, que en las sociedades humanas consiste en la prohibición del incesto. No hay padre, no hay prohibición; y si no existe ésta, o no es lo suficientemente visible e imperiosa, no hay humanidad. No es que este poder de interdicción nos ponga por encima de la naturaleza: es la manera en que el ser humano encuentra el modo de sobrevivir en la naturaleza. Ni qué decir que semejante noción remite a la cosmovisión judeo-cristiana; es, ostensiblemente, un orden patriarcal. En rigor, que el nombre del padre sea, en la gran mayoría de las civilizaciones, privilegio de los hombres y no de las mujeres, vendría a ser un accidente histórico (o prehistórico). El presunto matriarcado es también un orden patriarcal: prohibitivo, represivo, autoritario. El nombre del padre sea ejercido por hombres o por mujeres, sostiene la función simbólica sin la cual todos seríamos unos narcisistas irredentos. Que sea represivo es, no sólo inevitable, sino indispensable a efectos de asegurar el orden psíquico y social.
De esta concepción se desprenden importantes consecuencias. La primera, de orden técnico: sólo la práctica clínica, el paciente y prolongado trato con los enfermos, da noticia de lo que es el inconsciente. Nadie sabe ni dispone de él gracias a una teoría. En segundo lugar, impide la identificación del analizado con la figura del analizante. La cura sólo es posible si se restablece una relación simétrica, horizontal, entre ambos. Pero ella es posible solamente si se piensa que el Otro no es un sujeto concreto -por caso, el psicoanalista-, sino el lenguaje tal cual, el hecho bruto de que haya lenguaje. El Otro no es una persona. El sujeto no posee un inconsciente como si éste fuera un objeto propio ubicado en algún sector de su cerebro o de su alma, sino al revés: el sujeto es poseído por el inconsciente, que es menos colectivo que trans-individual. El inconsciente no es un residuo inerte de la conciencia, sino una distorsión activa que la interrumpe y la hace tartamudear. Lacan lo compara con un capítulo censurado, con un espacio en blanco ocupado por una mentira. Es el lugar del síntoma individual y del mito colectivo. El pasado no se puede modificar, pero sí su interpretación: “El analista se convierte en descifrador del síntoma que es el lenguaje”.[19] El lenguaje no tiene por objeto la información; al menos no es lo único que en él se intercambia. “El inconsciente del sujeto es el discurso del Otro”, resume el psicoanalista. No es tan sencillo entender a cabalidad esto. Quedémonos por lo pronto con lo siguiente (que vendría a ser la principal lección de Alexandre Kojève): al hablar, lo que una persona quiere, ante todo, es ser reconocida. Esto es Hegel, no Spinoza. ¿Cómo pasó Lacan de éste a aquél? He aquí el posible porqué: el sujeto está alienado; no quiere lo que quiere, quiere lo que el Otro -el orden simbólico- quiere.
¿Es un efecto de la religión, o ésta responde a un problema de índole antropológica? Lacan parece inclinarse, paulatina pero resueltamente, por la segunda opción; entrar al orden simbólico -y esto ocurre en absolutamente todos los casos- no es gratuito. La letra con sangre entra. El símbolo está en el lugar de la cosa, y para ocupar su sitio es menester ejercer una enorme violencia: la palabra es el asesinato de la cosa. La palabra no expresa la cosa; vive de su supresión en cuanto cosa. Es el precio de la abstracción, de la inteligencia. Una vez puesto a hablar, el individuo se halla, por encima de todo, ontológicamente escindido -como diría Schopenhauer- entre voluntad y representación; no coincide consigo mismo, sino con su tachadura (inconsciente). Está diferido respecto de sí mismo. Estar desgarrado -y anhelar la sutura: eso es, para Lacan, siempre fiel a Freud y (por medio de Kojève) a Hegel, un sujeto.
Bibliografía
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- Assoun, Paul-Laurent, Lacan, Amorrortu, Buenos Aires, 2004.
- Derrida, Jacques, Estados de ánimo del psicoanálisis. Lo imposible más allá de la soberana crueldad, Paidós, Buenos Aires, 2005.
- Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, México, Siglo XXI, 1968.
- Jervis, Giovanni, La cultura del 900, Vol. 3, Siglo XXI, México, 1985.
- Juranville, Alain, Lacan y la filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988.
- Kaufmann, Pierre, “Freud: la teoría freudiana de la cultura”, Historia de la filosofía, 4, Espasa Calpe, Madrid, 1984.
- Lacan, Jacques, “El estadio del espejo como formador de la función del yo”, Escritos, Siglo XXI, México, 1977.
- Lacan, Jacques, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Paidós, Barcelona, 1988.
- Shapera, Isaac, “Malinowski y la teoría de la ley” en R. Firth y otros, Hombre y cultura. La obra de Bronislaw Malinowski, Siglo XXI, Madrid, 1974.
- Vanier, Alain, Lacan, Alianza, Madrid, 1999.
Notas
[1] Michel Foucault, Las palabras y las cosas, ed., cit., p. 363.
[2] A. Juranville, Lacan y la filosofía, ed., cit., p. 11.
[3] Ibid., p. 12.
[4] Ibid., p 20.
[5] P. Kaufmann, “Freud: la teoría freudiana de la cultura”, Historia de la filosofía, ed., cit., 1984.
[6] G. Jervis, La cultura del 900, ed., cit., p. 286.
[7] Ibid., p. 247.
[8] Ibid., p. 252.
[9] P.-L. Assoun, Freud y Nietzsche, ed., cit., p. 10.
[10] Ibid., p. 35.
[11] Ibid., p. 46.
[12] Ibid., p. 67.
[13] J. Lacan, Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, ed., cit., p. 45.
[14] J. Ferrater Mora, op., cit., p. 2054.
[15] P.-L. Assoun, Lacan, ed., cit., p. 173.
[16] I. Shapera, “Malinowski y la teoría de la ley” en R. Firth y otros, Hombre y cultura. La obra de Bronislaw Malinowski, ed., cit., p. 144.
[17] J. Lacan, “El estadio del espejo como formador de la función del yo”, Escritos, ed., cit., p. 109.
[18] J. Derrida, Estados de ánimo del psicoanálisis. Lo imposible más allá de la soberana crueldad, ed., cit., passim.
[19] A. Vanier, Lacan, ed., cit., p. 17.