Leer un libro, aproximarse a sus páginas y encontrar algo en ellas que nos interpela, constituye un ritual bastante íntimo en el que, a gusto de cada quién, se subrayan ideas, se hacen anotaciones al margen o se dejan marcas en sus hojas como si fueran pistas en un mapa que se ha recorrido. Al final, quien lee guarda para sí una impresión o un juicio de aquello que leyó y, sin más, el encuentro terminará ahí. Sin embargo, a veces una cierta obra produce una experiencia que desborda la interioridad y se hace menester dejar testimonio de ese encuentro. En cierto sentido, una reseña es el testimonio de un encuentro de lectura, pero también puede tramarse como la bitácora de un viaje que pretende ser compartido con otras personas.
Pues bien, eso es lo que me propongo hacer aquí, a propósito del libro “Adiós al arte contemporáneo, ¡viva el arte anacrónico!” (UAM Cuajimalpa, 2023), de Mario Morales. Compartiré con ustedes el testimonio de mi encuentro con su obra que, adelanto desde ahora, considero como una táctica de combate contra los relatos que constriñen nuestra experiencia sensible. Y lo haré valiéndome de una cuartada, pues he trabajado de cerca con el autor, quien a lo largo de los años nunca ha dejado de asombrarme. Anticipo que mi lectura es parcial y subjetiva (¿alguna lectura no lo es?), ya que soy testigo de la forma en que Mario incita al pensamiento colectivo igual con sus estudiantes que con sus colegas y amistades. Él suele ofrecer una mirada profunda y versada –pero no por ello impenetrable– de problemas, obras y autores que de suyo pueden parecerle insondables a quienes, como yo, no nos movemos en los circuitos artísticos. Por ello, reconozco en la obra de este autor un trabajo de larga data, en el que se circunscriben sus conocimientos como filósofo, diseñador y psicólogo, y donde sus propias convicciones políticas y estéticas se despliegan para brindarle al lector una propuesta original y de actualidad.
Advierto pues que la reseña que ofrezco no es la de una crítica ni la de una historiadora del arte. Tampoco me ostento como entendida de los vericuetos del diseño, y tendría que decir que mucho menos me puedo presentar ante ustedes como artista, pero después de leer cada página de este libro, quizás eso cambie. Propongo entonces abordar la obra en tres momentos con un mero afán expositivo, pero quiero aclarar desde ahora que este libro puede ser leído desde diversos ángulos teóricos, en distintos registros de conocimiento y desde diferentes posturas estético-políticas.
El momento explicativo
Un par de años atrás, una de las mentes más brillantes de mi generación regresó de un viaje de trabajo por el viejo continente con una epifanía que terminó convirtiéndose en un proyecto vital y compartido: “Hay que escribir libros, muchos, porque a nuestros estudiantes les hace falta que escribamos para ellos.” Es cierto que en el ámbito académico escribir es una actividad fundamental, pero por desgracia, la dinámica de la competencia intelectual hace que mucha de esa producción se convierta en un soliloquio que adquiere relevancia solo porque aparece en revistas especializadas a las que tienen acceso un número restringido de lectores. Así, grandes figuras de la academia no escriben para ser leídos por sus estudiantes (a veces, ni siquiera por sus pares); escriben para que sus papers figuren en revistas de alto impacto por el puntaje que ello les otorga en los sistemas de evaluación. Esas mismas figuras suelen mirar con desgana la labor formativa (creativa y colectiva) que supone escribir con y para nuestros estudiantes, y ni hablar de lo que supone escribir e incitar el pensamiento fuera de los circuitos académicos. Esa actividad, si con suerte se denomina divulgación, es todavía más descuidada, pues suele representar escasos beneficios dentro de la lógica de productividad y de prestigio de la academia.
Pues bien, Mario Morales nos ofrece un libro que, a mi parecer, claramente está pensado como un primer referente para sus estudiantes y para cualquier persona que comienza a involucrarse en el estudio del arte, de la imagen, del diseño y de la historia crítica de Occidente. En su primer apartado, este libro recorre a detalle cuestiones que han sido materia de discusión para múltiples pensadores desde hace al menos tres siglos y que, por lo mismo, pueden resultar tremendamente confusas y avasalladoras para una mente que apenas incursiona en esos ámbitos.
¿Qué es el arte? Esa pregunta que nos ha hecho cavilar durante largo tiempo, puede ser respondida de muchas formas a través de la historia y, dependiendo del contexto, puede cobrar un determinado sentido u otro. Pero lejos de ofrecernos una respuesta chata, automática o incluso pretenciosa, el autor de este libro nos responde con una interpelación: “¿Para qué quieres saber eso? ¿Qué te hace pensar que hay algo que esencialmente puede denominarse arte?” Su devolución nos conduce a terrenos que no pueden comprenderse del todo sin contar con una panorámica del pensamiento occidental en torno a esta práctica. Así, el primer capítulo nos lleva por un recorrido que hace escalas en el pensamiento de Platón y de Heidegger, en los sistemas filosóficos de Kant y de Hegel, en los aforismos de Nietzsche y en los umbrales de Benjamin, en las reflexiones de Agamben y en las constelaciones de Didi-Huberman. En estas primeras páginas nos aproximaremos de forma clara y sencilla a una tradición del pensamiento que apeló por construir discursos sobre la razón de ser del arte, de lo estético, de lo bello y de lo sublime; aunque en ese recorrido también se nos presentarán las limitaciones de tales conceptos, sus paradojas y sus aporías, las cuales no hay que perder de vista conforme se avanza en la lectura de los siguientes capítulos.
Para responder la pregunta por lo contemporáneo, Mario Morales nos introduce muy agudamente en el complejo entramado de la historia del arte, no sin antes incitarnos a dudar sobre si es factible hablar de “una” historia. El texto nos permite aproximarnos a la historia –digamos, “oficial”– del arte moderno, de la vanguardia y del arte contemporáneo, pero también nos urge a desconfiar de todo discurso que pretenda dibujar al pasado como un relato fijo. El sentido de este recuento inevitablemente conduce al lector a reflexionar qué significa lo contemporáneo y lo invita a cuestionar por qué las subjetividades de nuestra época están obsesionadas por permanecer en un presente continuo y superfluo en el que la avidez de novedad se convierte en el timón de su deseo.
Sí, el autor de esta obra reconoce que “el tiempo del arte contemporáneo es el tiempo del capitalismo”, pero su crítica feroz a ese sistema de códigos, signos y valores no se reduce a decir simplemente que el arte contemporáneo está mal o está bien. Lejos de ello, su aportación explicativa consiste en hacernos ver que, en sus propias dimensiones, el arte contemporáneo posee –incluso a la fecha– una cualidad subversiva que ayuda a ensanchar las anquilosadas barreras de lo que cabe o no en un museo o en una galería. Este análisis indica quiénes y por qué son detractores del arte contemporáneo y demuestra con claridad meridiana por qué las prácticas y los discursos sobre el arte contemporáneo están puestos en crisis.
Todo ese recorrido se logra en el texto con pericia. El lector podrá transitar por un conjunto de problemas históricos del pensamiento occidental en torno al arte a paso firme, pero no podrá quedarse incólume, pues será incitado por el autor a no conformarse con las respuestas que nos han dado sobre todos esos problemas. El libro es entonces relevante tanto para quienes comienzan a interesarse por el arte, sus historias y sus críticas, como para los conocedores (acreditados o no) de los discursos y las instituciones que prefiguran esas esferas de la labor humana.
El momento problemático
En tanto experiencia inmanente, el arte suele producir sensaciones paradójicas. Pasa de ser una cosa enteramente distante de lo cotidiano a vivirse de manera cercana pero extraordinaria. Para poner un ejemplo personal, confieso que he mirado de frente obras artísticas dentro de museos que, por tradición o por posicionamientos estético-políticos, deberían haberme provocado alguna experiencia cercana a lo sublime, y, sin embargo, no me hicieron sentir en lo absoluto interpelada. También he visto grafitis en la calle que me han enchinado la piel y que se han grabado en mi memoria para siempre. He participado en experiencias estéticas que pretendían ser subversivas y me llegué a descubrir a mí misma aburrida o desinteresada, y en otras circunstancias, he tenido entre mis manos objetos del día a día (como una taza, un afiche o un meme) que me han hecho cuestionar por qué los circuitos del capital son tan absurdos y arbitrarios.
Marcel Duchamp (1887 – 1968), December 1960. (Photo by Ben Martin/Getty Images)
Desde mi perspectiva, decirle adiós al arte contemporáneo supone admitir gozosamente que lo que se nos dijo que debe ser experimentado como algo bello o sublime no tiene por qué ser para tanto, y exclamar ¡viva el arte anacrónico!, significa asumir que por encima de cualquier pretensión y lejos de cualquier canon, todos y cada uno de nosotros tenemos el soberano derecho a disentir respecto de los parámetros que pretenden dirigir nuestra sensibilidad, al tiempo que podemos aceptar sin resquemor que las interacciones mundanas, ordinarias y habituales que tenemos con ciertos objetos cotidianos, ameritan llamarse experiencia artística.
Para lograr esa inversión de los valores estéticos, Mario Morales nos propone escapar de los meandros discursivos sobre el arte mediante la conceptualización de la imagen. Al seguir ese derrotero, el autor atina al señalar que eso que se pensó como arte antes de la época de la reproductibilidad técnica ya no puede ser visto ni pensado de la misma manera. Si hay quienes hoy en día denuncian con congoja que el poder aurático de la obra se perdió cuando se aumentó su valor de exhibición, a ellos habría que responderles que no están viendo el verdadero problema.
Que la imagen de la obra de arte circule masivamente es una circunstancia prácticamente inevitable en las sociedades de la información. Lo verdaderamente problemático es escudriñar que detrás de todo ello hay una política de la mirada. En el ámbito de la imagen, el soporte es ciertamente relevante, al igual que la semiótica que le otorga cierto grado de inteligibilidad, pero no hay que olvidar que la imagen revela sus propios códigos en su iconología. Y aún así, el cuadro seguirá incompleto si no se piensa en quién, dónde, cuándo y para qué mira esa imagen. Y llevado más lejos, el autor nos invita a pensar cómo en ese instante de encuentro entre la imagen y la mirada convergen pasado, presente, futuro, y más aún, un adentro y un afuera del tiempo en su sentido cronológico.
En el apartado que versa sobre la imagen, se hacen patentes los conocimientos del autor como filósofo, como diseñador y también como psicólogo. No solo se reconoce un manejo erudito en torno a los planteamientos de Panofsky, de Warbug o de Didi-Huberman, sino que se observa su despliegue como pensador de la imagen en múltiples vías: como diseñador de artificios del imago, como terapeuta de la cultura visual, como curador de instantes condenados a extinguirse y como filósofo en una época en la que muchos de los conceptos cobran forma como experiencias visuales, y viceversa.
El autor de esta obra, no hay que olvidarlo, se formó también en una disciplina en la que la imagen debe transmitir, evocar, sugerir, e incluso, invita a consumir. Pero al mismo tiempo, la imagen del diseño no ha sido particularmente propensa a ser asociada con su autor. Quizás esa suerte de separación inaugural entre el autor y la imagen lo hizo reconocer que la labor del diseño es vinculante pero impropia, pues asocia lo cotidiano con lo extraordinario, y es también una poderosa arma para perpetuar o dinamitar los circuitos del deseo.
Si dentro de los cánones clásicos del arte –incluso del arte contemporáneo– el diseño podría ser catalogado como una labor de segundo orden, dentro de lo que el autor denomina como “arte anacrónico”, el diseño, la artesanía, la arquitectura (y, en suma, toda producción humana) pueden pensarse como expresiones artísticas a plenitud. De ello se derivan problemas que él mismo puede detectar, pero, en todo caso, nos dirá que lo importante no es apelar por un discurso unificado y homogéneo en torno a qué es aquello que puede denominarse legítimamente como arte o imagen, pues el desafío más prolífico consiste en problematizar y poner en cuestión todos esos rancios discursos que pretenden decantar de un lado o de otro lo que debe ser considerado como “arte verdadero”. Eso es precisamente lo que el arte anacrónico nos invita a desbaratar.
El momento intempestivo
Mario Morales llama arte anacrónico algo que no es una tendencia, ni una escuela, ni una corriente, ni un enfoque teórico. El arte anacrónico, visto desde su perspectiva, es una experiencia inmanente que no es posible forzar a aparecer, ni tampoco se puede replicar a demanda. Puede ser así arte anacrónico el encuentro con una obra hecha hace 200 años dentro de un museo, pero también puede serlo un happening o una performance en alguna calle de la ciudad. El arte anacrónico no solamente depende de quién lo crea, sino que responde a quién lo percibe, individual o colectivamente, ya sea con un fin consciente o de manera inconsciente, pues “bajo la noción de arte anacrónico, el artista puede serlo incluso sin querer.”[i] En otros términos, el arte anacrónico ni siquiera requiere la figura del autor de la manera en que ciertas tradiciones han apelado por su presencia para darle legitimidad y autenticidad al trabajo artístico.
Por otro lado, el arte anacrónico –al igual que el arte contemporáneo– es capaz de hacer heterotopías, pero, sobre todo, el arte anacrónico es el arte de las heterocronías que conjugan los instantes múltiples –del ayer, del hoy y del mañana– en una cronología intempestiva, siempre inmanente. Y es que el arte anacrónico tiende a romper los marcos temporales que se les imponen a las producciones artísticas desde las instituciones; siendo así, el tiempo del arte anacrónico es el de un instante móvil que adviene por sí mismo, sin ceñirse a los lapsos del calendario, del reloj, o a los periodos históricos marcados por una u otra corriente teórica.
El arte anacrónico es un ejercicio y una posición política y estética que se afianza en la idea de que la vida misma es arte. Ahora bien, ello no significa que, por mandato y de manera automática, ahora todos tendríamos que convertirnos en artistas. De eso no se trata la propuesta del autor de esta obra. En sus palabras: “lo que hace falta es solo un cambio en la mirada para poder ver de un instante a otro que todo lo que hacíamos puede ser visto como una obra de arte.”[ii] En ese sentido, su existencia puede darse con, sin y a pesar del museo, de las críticas de arte o de la historia del arte. El arte anacrónico es un movimiento intempestivo que apunta a estetizar todas aquellas dimensiones no consideradas convencionalmente como artísticas. Sobre todo, el arte anacrónico puede pensarse como una estrategia para subvertir ciertas lógicas del capital y que tiene como miras trastocar las dinámicas de poder que despotencializan nuestra existencia.
El arte anacrónico no es un discurso, no es una técnica, no es ni siquiera una fase, no es un paso adelante del arte contemporáneo. No es un “más allá” de ningún tipo. A decir de Mario Morales, el arte anacrónico es una experiencia que no posee recetas ni manuales. Es por eso difícil de encontrar y de producir, pero por ello mismo, hay que insistir en su búsqueda alegre, subversiva e inmanente. Después de leer este libro, quiero pensar al arte anacrónico como una táctica de combate contra la apatía, la desolación y la inmediatez que surgen como uno de los muchos subproductos de las sociedades capitalistas contemporáneas.
Este libro es un “alarido existencial” que apela por decirle adiós no precisamente al arte contemporáneo, sino a aquellos discursos de saber y a aquellos ejercicios de poder que estrechan nuestra experiencia y la empobrecen. Quizás es que, en el fondo, de lo que trata esta propuesta es de devolverle al arte y a la mirada extraviada de nuestros tiempos la capacidad de descolocar lo que aparentaba tener un correcto arreglo y que, en todo caso, esa no es una labor de unos cuantos, ni tampoco un trabajo en solitario, sino un quehacer cotidiano que se hace más gozosa y prolíficamente cuando se comparte con otros. Así que, sí, ¡que viva el arte anacrónico! Que la pluma de Mario Morales siga siendo una máquina de guerra contra de la soledad, la tristeza y la desdicha. Que, así como él, en el mundo sigan emergiendo pensadores y artistas capaces de hacer movimientos intempestivos con la palabra y con la acción, porque nos hacen falta.
Les invito a que lean esta obra que se nos antoja presentar aquí como una bomba de tiempo contra el tiempo de los relatos que constriñen y despotencializan nuestra sensibilidad, y les invito también a derribar todas las barreras que les impidan sentir que la vida misma es una obra de arte.
Notas
[i] Mario Morales, Adiós al arte contemporáneo, ¡viva el arte anacrónico!, México: UAM Cuajimalpa, 2023, pág. 106.
[ii] Ibidem, pág. 107.