Solo cuento con un punto de partida para asimilar y aun saborear este nuevo libro de Guillermo Hurtado:[1] el que me ofrece mi propia perspectiva, mi inevitable prejuicio de fondo: mi convicción de que los humanos somos seres del sentido, poetas del sentido, generadores del orden de pertinencia en el que es posible desplegar una existencia con sentido. Solo desde ahí puedo pretender decir la verdad sobre un libro que, a su vez, responde al desiderátum de decir la verdad en torno a la verdad.
En ese sistema dinámico y humanizante de correspondencias que genéricamente convengo en denominar ‘sentido’ cabe situar, como referencias regulativas, a la razón y a la figuración mítica —siempre poética—, así como a sus necesarias proyecciones, tanto en la verdad y lo verdadero como en la prosopopeya y la metáfora.
Al margen de las múltiples formas como se defina la verdad —noción central del libro de Hurtado— nada impide estipular y convenir en que ella opera como la referencia de fondo, por completo ineludible, de toda representación de lo real, desde las sensaciones más primarias hasta las elaboraciones teóricas más complejas. Por algo resulta de lo más normal comprobar que, apenas empiezan a hacer uso de la razón, los niños dan muestras de saber qué es verdadero y falso, qué es mentir y decir la verdad. Es comprensible, asimismo, que Santo Tomás de Aquino y sus adeptos incluyeran lo verdadero (verum) entre las que consideraban propiedades trascendentales del ser. En tanto que agentes de representación perpetua, podría decirse que los seres humanos somos potencia de sentido y verdad, por lo cual vivimos inmersos en una suerte de alethósphera —con perdón por el escaso donaire de este palabro— en la que, por sí o por no, la verdad opera como referencia regulativa del sentido. De ahí que, mal que les pese, quienes renieguen de la verdad o pretendan andarse por las ramas en que florece la falaz y absurda flor de la mal llamada ‘posverdad’ estén jugando siempre el juego de la verdad. No parece que esta idea colida esencialmente con la afirmación de Hurtado en cuanto a que “la verdad tiene un rol regulador de la relación entre lo que decimos y el mundo y, además, otro rol regulador de las interacciones que se dan entre los seres humanos vis-à-vis con el mundo”, aunque él plantee esto para proponer su decisiva y compartible tesis de que la verdad es “un concepto bidimensional” (p. 89).
Todos y todas sabemos, pues, qué es verdad y qué es mentira, qué es falso y qué es verdadero, aunque tengamos que vérnoslas con la típica paradoja —de conocida resonancia agustiniana— de no poder definir tales nociones con enunciados universalmente satisfactorios. Es esa imposibilidad la que simboliza la intuición atribuida a Demócrito de que la verdad está “en el fondo del pozo”, largamente rumiada por Guillermo Hurtado,[2] y que plasma el pintor Jean-León Gérôme en el cuadro que ilustra la portada de su libro.
Todas esas son verdades que los filósofos, los poetas y los rétores conocemos, en lo esencial, desde hace milenios. Hasta Juan de Mairena, un profesor de gimnasia y retórica, inquieto y ocurrente avatar del gran poeta Antonio Machado, intuyó que “la verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero”. Poco importa que quien hace esa afirmación sea un personaje apócrifo y que no haya documento alguno que pueda sustentar la inaudita noticia de que Agamenón hubiese poseído alguna piara y se beneficiara de los servicios de un honorable pastor de cerdos: Mairena juega el juego del sentido, en cuyo centro está el apriori de la verdad y su inseparable sombra, la mentira.
La referencia de la verdad es tan manifiesta que en buena parte de la tradición filosófica occidental opera con naturalidad, sin que la labor de elucidarla sea vista como una necesidad apremiante. Podría decirse que, en ese contexto, la idea de ‘verdad’ se acerca a la de algún antiguo ‘anapodíctico’: parámetro ontológico y lógico que no requiere ni puede demostrarse, porque preexiste como condición de toda demostración y discurso verdadero: como sustento del principio de sentido. En fin: algo en parte asimilable al “primitivismo” que G. Hurtado examina en su libro.[3]
En Occidente, es Aristóteles quien acomete por primera vez una definición de ‘verdad’, en la cual se cimienta buena parte de la fecunda reflexión registrada en esta “biografía” que debemos a G. Hurtado: verdad es decir de lo que es que es y de lo que no es que no es. Esa explícita invocación aristotélica al ser en esa célebre definición induce a pensar que los filósofos que antecedieron al estagirita, en la historia de la filosofía, asumían la verdad y lo verdadero como parte constitutiva de sus empeños en dar razón de lo real y de articular los discursos del caso a ese respecto. Para no extendernos más de la cuenta y evitar el riesgo potencial de enredarnos en previsibles embrollos, afirmaré taxativamente que, de cara a las necesidades de la actividad filosófica no es tan necesario ni relevante definir qué sea la verdad como saber qué hacer con ella. Los maestros de la suspensión del juicio (epoché) en el mundo antiguo —esto es, los estoicos, Pirrón de Élide, los escépticos— son los que acaso expresan con mayor radicalidad una temprana reserva ante las pretensiones de una razón renuente a límites o, de plano, “arrogante” —como la llama Carlos Pereda— y ante los riesgos éticos de la verdad. Pero incluso más allá de tradición filosófica, tiene carácter primordial decidir si las verdades del caso se asumen, si se convierten en orientaciones de vida, si se manipulan con miras a determinados fines, si se ocultan o ‘gradúan’ convenientemente, si se aplican como armas de chantaje o terror, si se configuran a modo apelando a las potencialidades de la verosimilitud, si se las niega y evade de manera frontal y decidida, si se las desvirtúa y desfigura al punto de generar visiones confusas y mendaces de la realidad… Estas y todo un sin fin adicional de posibilidades son las referencias que más importan de cara a la difícil tarea de vivir bien, más que tales o cuales doctrinas de la verdad.
En último término, las páginas más propias y asertivas de Biografía de la verdad responden a esa actitud. Aun cuando conoce bien las doctrinas de la verdad más influyentes y da buena cuenta de ellas, Hurtado reconoce abiertamente que su verdadero punto de interés radica en el afán —de evocación unamuniana— de buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad. Hurtado se niega a seguir rizando el rizo de la proliferación de teorías de la verdad —en estos tiempos que, según sus indagaciones históricas, han sido los más fértiles en esa curiosa faena— para cavar a fondo en su dimensión moral. La puerta por la que Hurtado entra en ese territorio ciertamente vital es el examen de la conexión platónica entre verdad y bien. Esa operación teórica es lícita —y no solo como contrapeso a la citada definición aristotélica de la alétheia—, solo que no debe perderse de vista que, en el seno del socratismo platónico, el bien es una forma eidética, es decir, el principio fundante del ser y del deber ser, por ende, de toda perfección en el plano óntico, epistémico, ético, estético y político.
Aun a riesgo de incurrir en una simplificación indebida, pienso que este libro de Hurtado consta de dos grandes componentes: el que registra un esencial repaso de las doctrinas más significativas de la verdad —esta es propiamente la “biografía” que promete el título—, y el que recoge los frutos de su reflexión sobre una idea de la verdad comprometida con la difícil tarea de vivir, existir humanamente. No se trata de dos partes sucesivas, sino de los elementos de valor heurístico que se entreveran para formar un conjunto unitario.
El referido componente “biográfico” del libro condensa en apretadas pero claras líneas los años de investigación que Hurtado ha tributado a su buena obsesión por las más variadas teorías de la verdad. Así que quien se acerque a esta obra tiene garantizado el beneficio de una útil visión panorámica de dichas teorías. Ahí podrá ilustrarse sobre la ‘alethología’ —disculpas, otra vez, por este otro palabro— de Aristóteles, Platón, santo Tomás de Aquino, los diversos coherentismos, Alfred Tarski, Donald Davidson, Hans-Georg Gadamer, el primitivismo, el deflacionismo, el pragmatismo, el desafío genealogista nietzscheano y foucaultiano, las posturas de Richard Rorty y Gianni Vattimo, entre bastantes otros.
Con todo y que dicho ingrediente del libro de Hurtado es relevante, lo es más el que concierne a su dimensión heurístico-ética. Voy a refrenar la tentación de ceder a la feraz profusión de ideas que suscita esta omnipresente dimensión de la obra de Hurtado, para poner el foco en lo que considero el pivote de su propuesta: sendas impugnaciones a la genealogía de la verdad de estirpe nietzscheano-foucaultiana y a la genealogía contractualista de Bernard Williams, compleja operación teórica a la cual agrega la que consiste en colocar el asunto de la verdad en el terreno de la comunicación humana, sin soslayar el dato obstante de lo real: el mundo objetivo (p. 71). Ambas maniobras abren la puerta a la propuesta del propio Hurtado: lo que denomina “genealogía negativa” (p. 68 y otras).
Cuando Hurtado habla de “genealogía negativa”, está pensando en una actitud y un proceder que se distancia de la idea de una “[…] narración de algo que sucedió una vez y para siempre en un pasado del que apenas guardamos memoria”, para optar por “la historia sin fin de algo que sucedió, sucede y seguirá sucediendo en la historia humana como un proceso continuo” (pp. 77-78). Esa postura deriva de una impugnación puntual de tres opciones genealógicas: la nietzscheana, la foucaultiana y la de Bernard Williams y desemboca en una doble genealogía propia: la que recorre la senda que va de la ignorancia (“ausencia de verdad”) a la verdad y la que parte del error (“la creencia falsa”) rumbo, igualmente, a la verdad. La estructura de la primera opción se cifra en un constante “ir-hacia” y la de la segunda, en un permanente “salir-de” (Cf. p. 68). Y aunque Hurtado no lo exprese así, no hace falta excederse en magines, para percatarse de que se trata de programas complementarios en los que se entrecruza lo teorético con orientaciones y planes de ruta de índole moral. Se diría que, en un plano estrictamente práctico-pragmático, Hurtado se inclina por una idea vital de la verdad, a la par de que, consecuentemente, abomina de todo ideal de la verdad que se cifre en inhumanidad y crueldad. Le horrorizan las tragedias ocasionadas por quienes tacha de “puritanos de la verdad” (p. 105), lo mismo en el drama El pato salvaje, de Ibsen, que el caso planteado por Kant en su célebre opúsculo Sobre el presunto derecho de mentir por filantropía. Por cierto, ese espanto que, sin patetismo pero con intensidad humanista, dimana del discurso de Hurtado vuelve a sonar a Unamuno, quien sostiene que, si la proposición “dos más dos es igual a cuatro” no se traduce en vida, no es verdadera y, en voz de su personaje y alter ego, el cura cripto-apóstata Manuel Bueno, predica que la verdad es una “tortura de lujo” que conviene evitar a toda costa, aserto que a su turno evoca a aquello de la capacidad humana de soportar la verdad de la que habla Nietzsche.
Como ha venido ocurriendo con algunos de los libros más recientes de G. Hurtado, este también trata de ofrecer, de manera crítica, respuestas a intereses de la ciudadanía común en el presente. Aparte de quienes nos interesamos por la verdad y la mentira en sí mismas, así como por sus implicaciones en nuestras vidas, esta obra también atiende asuntos ante los que la gente, últimamente, está cada vez más pendiente, como los derechos a la ignorancia y al error, a eliminar los obstáculos que se les han impuesto a las mujeres para acceder a regiones importantes del conocimiento, a contener todo “paternalismo epistémico insensible o represor”, a la socialización de verdades de interés colectivo, a la privacidad, al olvido, a la transparencia, además de por supuesto a la verdad.
Podría decirse que las líneas precedentes condensan la sustancia teórica y programática de esta Biografía de la verdad: las razones suficientes con que su autor sustenta una lúcida, transparente, fecunda y también problemática y aun polémica teoría propia de la verdad. Pero a esas virtudes de su libro y más allá de tantos puntos de innegable interés, cuya consideración en una recensión como esta es sencillamente imposible, G. Hurtado agrega un pertinente y actual ajuste de cuentas con la pésimamente llamada ‘posverdad’.
A este respecto, Hurtado ofrece varias ideas dignas de atención (p. 129 y ss.): 1. la ‘posverdad’ se adscribe a una situación de “crisis de la verdad”, 2. la noción de marras no es tanto una doctrina como un artilugio al servicio de determinadas estrategias e intereses pragmáticos —aunque no sean las palabras empleadas por el autor, esto alude implícitamente a factores y efectos de poder—y 3. el recurso a tal artificio engañoso ha alterado nuestra relación con la verdad, incluso “ha generado un desencuentro de la humanidad con la verdad”, a instancias de potentes medios de manipulación intencionada, que han llegado a “secuestrar la verdad”. Comparto con el autor sus indignadas admoniciones contra el execrable modo de anti-verdad que es esa ‘maldicha’ ‘posverdad’, pero sus argumentos acerca de sus implicaciones y efectos me parecen objetables.
No terminan en lo dicho, los méritos de este libro de G. Hurtado. Una de sus características es la fuerte presencia de referencias literarias, destinadas a cimentar, ilustrar y mostrar con más claridad sus argumentos teóricos. Esta faceta de Biografía de la verdad no responde a un afán de lucimiento erudito, sino a una apuesta teórica, pues según declaración del propio autor, “la ética de la verdad que suscribo está basada en ejemplos más que en normas, en narraciones más que en códigos”. Así que menudean en abono de la levedad agradecible de su discurso los pasajes tomados de obras de Óscar Wilde, Henrik Ibsen, el Jean-Paul Sartre dramaturgo, algunos motivos y situaciones del ciclo épico clásico griego…, incluso películas como Good Bye, ¡Lenin!, de Wolfgang Becker, o la que proyecta la confusa visión de W. Herzog sobre Lope de Aguirre etcétera. Pero la muestra más llamativa y potente del referido procedimiento discursivo de Hurtado está es sus bien acotados acercamientos a El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, de Miguel de Cervantes, La vida es sueño, de Calderón de la Barca, El criticón, de Baltasar Gracián y, en su momento, también La verdad sospechosa, de nuestro Juan Ruiz de Alarcón.
Hay que agradecer a Guillermo Hurtado y a Siglo XXI Editores que ofrezcan al público hispano-hablante —no solo al mexicano— esta Biografía de la verdad, que por su pertinencia, actualidad, amenidad, enjundia, claridad y utilidad vital está destinada a una afortunada andadura en el ancho mundo del diálogo filosófico.
Ciudad de México, agosto de 2024
Notas
[1] G. Hurtado, Biografía de la verdad, México, Siglo XXI – UNAM, 2024.
[2] Recuérdense, por ejemplo, escritos anteriores de su autoría, como Definición y moraleja de la verdad (México, Cuadernos de la Coordinación de Humanidades, UNAM, 2017) y “La verdad dentro del pozo” (México, diario La Razón, 9-1-2021).
[3] De acuerdo con la explicación del autor, se llama “primitivismo” a la doctrina que “sostiene que la verdad es lo que se conoce como un concepto primitivo, es decir, que está en el fondo de nuestro esquema conceptual y que, por lo mismo, no se puede analizar por medio de conceptos más básicos” (pp. 32-33).