Digno de este nombre

 

Bataille habla de la labor de las palabras.[1] La opone a su significado. Da como ejemplo la palabra informe que, además de su significado, sirve para desclasificar según el mundo académico o filosófico, es decir ahí donde se requiere que todo tenga o tome una forma. La labor de esta palabra es, por tanto, un trabajo furtivo de depreciación que pretende evitar admitir que el universo pudiera no parecerse a nada que nos obligue a considerarlo como una araña o un escupitajo.

Bataille sabe muy bien que esta labor subterránea y maliciosa no puede ser enteramente distinta al sentido de la palabra informe, puesto que el prefijo privativo indica ya el término positivo al mismo tiempo que la ausencia de un término opuesto que no recurriría al prefijo. La labor se inscribe en el lenguaje y por eso el informe de modo no privado se presenta como una araña o un escupitajo.

Podríamos comenzar a examinar la labor de cada una de estas palabras. Veríamos que no es simplemente unívoco, ya que araña no es un término “degradante” para quienes clasifican especies y familias zoológicas, mientras que el escupitajo es un término técnico para el médico y el técnico de laboratorio médico, sin mencionar la fuerte tenencia positiva del escupitajo proyectado como señal de profundo desprecio.

Sin duda la labor de las palabras es efectivamente permanente, proliferante, compleja e indefinida. Proviene de lo que la lingüística llama “connotación” y cuyos caracteres son tan extensos y múltiples que hemos podido definirla como el conjunto de lo que no es denotación, es decir, el significado propiamente dicho.

¿Pero podemos decir correctamente el significado? Esta es sin duda la pregunta insidiosa que se cuela Bataille con el uso de la palabra labor. Esta palabra lleva toda la carga lingüística y temática del pasaje en cuestión. Se presenta como el verdadero contenido de un diccionario digno de ese nombre: un diccionario comenzaría desde el momento en que ya no da el sentido sino la labor de las palabras.

La cuestión del significado –o del sentido, para conservar la palabra utilizada por Bataille– se entrega aquí inmediatamente a una acrobacia redoblada y formidable. La palabra “diccionario”, ante todo, se utiliza en la perspectiva de un sentido claro, de un concepto determinado. Debemos entender “un verdadero diccionario” o “un diccionario digno de ese nombre” (digno de este nombre: he ahí el desafío del asunto; ser digno o indigno de un nombre que, por tanto, debemos suponer que contiene un valor notable, la propiedad auténtica de alguna realidad nombrada). Entonces, ¿qué es un diccionario? Se supone aquí que el diccionario ordinario se limita a dar el significado (hay que señalar la distinción entre este singular y el plural “las labores” …) de cada palabra. Un teórico de la investigación de diccionarios (sí, esta palabra existe) se apresurará a señalar que el diccionario clásico “de entrada” desde hace ya un tiempo que se ve cuestionado por todo tipo de exigencias relativas a las interdependencias de las entradas, así como a múltiples correlaciones del tipo llamado “enciclopédico” entre las entradas y otros registros de uso y cuestiones de prácticas verbales. Que un diccionario de “sentido” sea tendencialmente imposible, he ahí que no hay ninguna duda.

Pero esto nos puede hacer dudar de la relevancia que puede tener el hacer funcionar la palabra “diccionario” en una dirección que sólo puede conducir a una expansión indefinida a través de usos, valorizaciones y devaluaciones, usos derivados y desviados, tendenciosos, etc. de lo que apenas puede considerarse “una palabra” dotada de un sentido “propio”. El diccionario deseado por Bataille sería la creación borgeana de una enciclopedia que nunca dejaría de reelaborar la superficie y la forma de su enkuklion –de la supuesta circunferencia integral del conocimiento– así como las expectativas y prácticas de su paideia –de su misión instructiva y formativa.

Sería, de hecho, una formación lábil, dúctil, inextricable e indefinidamente maleable, transformable hasta el punto de no tener forma asignable y, por tanto, informe, una especie de araña o escupitajo de lenguaje y del conocimiento.

¿Lo que estaría funcionando en este inmenso magma de sentidos que se desbordan unos sobre otros, siempre coincidiendo y nunca superponiéndose, condenados incluso a renunciar a nombrarse cuando alcanzan el alto grado de viscosidad borrosa, turbia y repugnante de una araña enredada en un escupitajo, esto sería sin duda la labor o más bien el confuso tumulto de tareas evocado por Bataille?

Introduciendo una palabra tan impredecible en este lugar donde se trata de lo que se hubiera pensado que podría llamarse connotación, efectos de sentido, evocación, intención asociada, significado oculto, figurado, contaminado, etc. Bataille pone de manifiesto en el modo mismo, un poco confuso, aturdido por la sorpresa, un registro muy diferente de todos los registros vinculados a la comprensión, a la aprehensión, incluso a la insinuación o implicación de algo parecido al sentido.

La palabra labor comienza inmediatamente su labor. Es decir, su tarea laboriosa, aplicada y sumisa y además de eso servil, necesaria para alguna operación más o menos subordinada, de base (“baja tarea” es una frase fija) o incluso clandestina. ¿Qué tan indistinto es en cuanto a su objeto: al servicio de qué trabaja? romper piedras, guardar cartas, limpiar suelos… todo esto rápidamente adquiere diversas apariencias: puede ser turbio, tortuoso, siempre más o menos laborioso, incluso agotador; desde su sentido sexual frecuente en tiempos pasados, el verbo besogner conserva el valor de una fornicación torpe, aplicada y jadeante. El trabajo surge de la necesidad, que fue su primer significado. Como él, se distingue del deseo: responde a la necesidad, a la vergüenza o incluso a la privación o la angustia. Proust, por ejemplo, habla de “sufragar los gastos de un pariente precario”.

La tarea es más bien miserable, forzada y sin gloria. Ciertamente no cae dentro de los registros del éxtasis, el gasto y la soberanía. Un diccionario de tareas lingüísticas nos permitiría ver o más bien sentir, experimentar la oscura y difícil progresión de los sentidos a través de usos y desgastes, esfuerzos y faltas de aliento, tartamudez, balbuceo, énfasis vano y blasfemia vergonzosa -en fin, o más bien de error de cálculo, de imposibilidad de encontrar sentido. No sólo para lograr un significado, o un sentido, sino incluso para dar sentido en el sentido más extensible de la expresión.

Bataille sólo dice esto: no somos cada vez más que fragmentos carentes de sentido si no los relacionamos con otros fragmentos. ¿Cómo podríamos referirnos al todo completo?

La tarea de las tareas consistiría en recorrer las ramificaciones, los fractales, los círculos, los rodeos y los enredados callejones sin salida de la indistinguible madeja del lenguaje. En última instancia, conduciría al momento soberano en el que el lenguaje indica, en el límite, que ya no tiene vigencia.

Pero ella conduce hasta allí, eso es todo lo que hace. Su diccionario se transforma y deforma en urinario. En definitiva, descarga el sentido, lo deja brotar y perderse a toda costa.

La necesidad que hace su ley –digamos incluso, la necesidad que hace el trabajo– pasa entonces a su velocidad de liberación: si el hombre se niega a dar este libre curso a la satisfacción de sus necesidades animales, al que el animal no ha aportado nada. Con reservas, la imposible invención del urinario aborda este libre curso de manera tan confusa como tangencial.

Puedo saber que todas las secuencias significativas se dispersan en fragmentos silenciosos. Puedo experimentar cómo se disemina la fertilidad, cómo se agotan las provisiones, cómo todas las necesidades terminan a la merced de una necesidad de pérdida desproporcionada.

Se puede saber y no saber –conocimiento de un saber informe, lleno de formas infinitamente distorsionadas donde la información se desintegra (esta palabra donde el mismo prefijo se vuelve direccional y prospectivo)– que la inmensidad de la pérdida excede al hombre y su lenguaje: lleva consigo una necesidad de que el mundo tenga que perder lo que no puede contener.

Pero el mundo no puede contenerse. Esto es lo que un lenguaje cuidadoso nos permite decir. Una necesidad digna de este nombre no tiene objeto ni medida. Revela la necesidad pura, azarosa, informe, de gasa, la que no se parece a nada, sí, está toda escupida.

 

 

 

Nota

[1] Nota de la traductora: Agradezco a Jean-Luc Nancy por haberme enviado el texto original e inédito intitulado “Digne de ce nom” por correo electrónico el 2 de noviembre de 2019. Nancy aclara en una nota al pie que “todo lo que cita Bataille está en cursivas” sin proporcionar ninguna referencia o nota al pie. Así que traduje todas las citas sin utilizar las existentes traducciones en español de Georges Bataille.