…me llaman hoy el Africano, pero ni de África, ni de Europa, ni de Arabia soy.
Me llaman también el Granadino, el Fesí, el Zayyati,
pero no procedo de ningún país, de ninguna ciudad, de ninguna tribu.
Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía.
-Amin Maalouf, León el Africano
Resumen
El trabajo que continua explorara la posición de Gilles Deleuze y Félix Guattari en relación con la literatura, partiendo de su uso en procesos de identificación y formación de las identidades. Sin embargo, lo literario, en los autores del Anti-Edipo, no pretende contribuir a la constitución de discursos identitarios, sino a lo que ellos llaman el devenir, y que aquí es descrito como movimiento textual o retoricidad. El uso de la literatura en Deleuze y Guattari está asociado con la figuración, y no con la identificación, pues bajo ella las relaciones políticas están pensadas como líneas de fuga, heterogeneidades y espacios lisos. Intentaremos mostrar lo anterior en distintos textos que muestren el devenir como una suerte de diferencia, una suerte de metáforas que subvierte el orden discursivo.
Palabras claves
Literatura; Devenir; Retórica; Identidad; Identificación; Figuración.
Abstract
The work continues to explore the position of Gilles Deleuze and Félix Guattari in relation to literature, starting from their use in processes of identification and formation of identities. However, the literary, in the authors of the Anti-Edipo, does not intend to contribute to the constitution of identity discourses, and yes to what they call the becoming, and which here is described as textual movement or rhetoric. The use of literature in Deleuze and Guattari is associated with figuration, and not with identification, because under it political relations are thought of as lines of escape, heterogeneities and smooth spaces. We will try to show the above in different texts that show the becoming as a sort of difference, a kind of metaphor that subverses the discursive order to show.
Keywords
Literature; Becoming; Rhetoric; Identity; Identification; Figuration.
Presentación
La pregunta por la capacidad y potencia de las formas que llamamos literarias ha sido uno de los cuestionamientos centrales en la aproximación teoría y crítica. Si bien el arte y la literatura han sido pensados como espacios de creación que desestabilizan los órdenes sensibles dados, una revisión histórica ha señalado cómo ciertos textos participan en la producción de identidades alineadas, muchas de las veces, a órdenes hegemónicos. La identificación como un efecto de la narrativa, desde el mito a la novela contemporánea, debe pensarse como una pulsión que movilizara tanto fuerzas de dominación como movimientos de emancipación. Es a partir de un horizonte teórico específico[1] que la literatura puede pensarse en términos sociales, contextualizada en luchas históricas y actuales que la han dejado ver como más que simple representación perteneciente al campo de la estética o la historia del arte. El marxismo, los estudios poscoloniales y de la subalteridad o el feminismo son corrientes que han hecho lecturas atentas no solo de obras literarias, sino más bien de sus funciones sociales y el efecto que estas tienen, a veces vistas como cómplices de la dominación, a veces como textualidades subversivas.
En tanto este debate, es interesante que los pensados franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari retomaran continuamente ciertas y preferidas lecturas literarias para describir el movimiento de desterritorialización que significa el devenir en su pensamiento, esa búsqueda de la zona de vecindad que permite no una representación sino más bien una “experiencia singular de aquella filosofía donde el Yo deja de ser yo, y el fundamento fundamento”[2]; la literatura, así, algunas veces le sirve a Deleuze y Guattari no solo de ejemplo para su posición crítica frente a la identidad, sino también como base argumental. En el siguiente texto tratamos, en primer lugar, de retomar una crítica hecha a las implicaciones que ha tenido el texto literario en la construcción de la identidad, siguiendo a ciertos autores que han pensado cómo la discursividad literaria, por su propia estructura, logra la movilización de identidades propias del proyecto moderno civilizatorio. En un segundo apartado veremos cómo Gilles Deleuze y Feliz Guattari, en contraste con lo anterior, ocupan la condición de lo literaria para explicar el devenir (mujer, animal, molécula), y cómo su idea se refleja es varias y diversas narrativas que desterritorializan lo textual-anímico hacia fuerzas fluidas que, como explico en la tercera y cuarta parte del texto, tienen que ver con una explicación retórica del lenguaje. En las conclusiones del artículo se tratará de problematizar la condición literaria pensada como la simultaneidad de dos procesos que imposibilita la estabilidad del texto en relación con la identidad. La idea principal de toda la propuesta, así, es señalar y analizar la forma en que Deleuze y Guattari consideran a la literatura a la luz de la crítica vertida a ese género.
Entre dominación y resistencia, la historia del género
Preguntarse qué es la literatura siempre ha implicado un ejercicio de revisión filosófica, retórica y estética que no tiene una conclusión convincente. La búsqueda de la propiedad de la literatura es las más de las veces un proyecto fracasado para el análisis y la comparación de los discursos. Frecuentemente, y para fines didácticos, es mucho más sencillo señalar los textos que se saben literarios, apelando a órdenes discursivos que a priori los han identificado pero que, en una revisión atenta, carecen de fundamentos para argumentar esa división. Tal vez, como dice Genette, “a preguntas necias no hay respuestas; entonces, la verdadera sabiduría residiría tal vez en no plantearlas”[3]. Siguiendo ese consejo, lo que se expone aquí salta la pregunta sobre lo literario para enfocarse en las funciones que esta serie de escrituras tuvieron en la consolidación de proyectos modernos. El teórico norteamericano Jonathan Culler explicar, didáctica pero también críticamente, los efectos que la estructura literaria tuvo en las relaciones sociales. Partiendo de la función que tuvo la literatura en el siglo XIX en las colonias británicas en América, Culler describe el papel que jugó el género narrativo en la expansión colonial y capitalista, donde la novela romántica o histórica sirvió como instrumento de instrucción para la población colonial promoviendo determinados valores en las nuevas comunidades. Así, los géneros literarios fueron promovidos con la intensión de marcar un impulso capitalista y colonial centrado en el sujeto. La lectura y escritura de textos literarios, como prácticas modernas, tuvieron un papel importante en la construcción de las naciones y sus ciudadanos; y así la literatura
“… debía contrarrestar el egoísmo y el materialismo fomentados por la nueva economía capitalista, ofreciendo valores alternativos a las clases medias y los aristócratas y despertando el interés de los trabajadores por la cultura que, materialmente, los relegaba a una posición subordinada. De una tacada, la literatura iba a enseñar la apreciación desinteresada del arte, despertar un sentimiento de grandeza de la patriar, generar compañerismos ente las clases y, en última instancia, funcionar como sustituto de la religión, que ya no parecía capaz de mantener unida a la sociedad”[4].
Para Culler, la literatura sirvió como una narración que podía producir una identidad colectiva para los habitantes del nuevo mundo. Sin embargo, el proyecto colonial no fue el único instrumentalizador de esta fuerza de la literatura, sino tal como también explica Anderson, una serie de discursos produjeron la idea, mediante una apelación ideológica en la lectura, de un común para una población. Las comunidades imaginarias, en este sentido, nacen de la producción discursiva de una nacionalidad allí donde las poblaciones no tenían relaciones concretas. En este horizonte, la literatura, como una novedosa industria cultural, tuvo el papel de difundir determinados valores –los que disponía la clase dominante–, pacificar a las poblaciones[5] dando un sentido de pertenencia a un proyecto común y fomentar además la formación de esas identidades nacionales desde ficciones fundaciones. Con estos proyectos literarios, “el capitalismo impreso dio una nueva fijeza al lenguaje, que a largo plazo ayudó a forjar esa imagen de antigüedad tan fundamental de esa idea subjetiva de nación”[6]. Así, textos impresos e impulsados desde los proyectos naciones, como romances o crónicas prehispánicas, llegaron a promover la producción de una idea de comunidad nacional aún anterior a la nación, a través de la estructura de un mito y una épica que representaran el espíritu nacional de las poblaciones.
Volviendo a Culler, estos procesos de formación de sujetos dependen de un carácter estructural de la literatura: del sentido de ejemplaridad que en estos textos se moviliza. Para el norteamericano, la facilidad con la que algunos lectores y críticos han hablado de la universalidad de la literatura es precisamente el resultado de operaciones del lenguaje, narrativas y de identificaciones específicas donde, “presentar a los personajes, narradores, argumentos y temas de la literatura… es promover una comunidad imaginaria, abierta pero limitada, a la cual se invita a que aspiren”[7]. Las obras literarias nos animan a identificarnos con los personajes y mundos que, aunque sean extraños a nuestra propia realidad, aparecen narrativamente como familiares –aunque nosotros no lleguemos nunca a ser Edipo, Odiseo, el príncipe de Hamlet, Pedro Páramo o Emma Bovary–. Más aún, “los poemas y las novelas suelen dirigirse a nosotros pidiéndonos que nos identifiquemos con lo transmitido, y la identificación colabora en crear la identidad; llegando a ser quienes somos porque nos identificamos con figuras que encontramos en la lectura”[8]; esa “dirección” que pretende tomar el texto literario hacia nosotros no es otra cosa que una serie de técnicas narrativas, del lenguaje, que posibilitan la interpelación ideológica.
Como apuntaría Michel Zeraffa, la novela pasó de ser la representación del modelo social burgués –moderna epopeya burguesa, diría Hegel– a ser productora de esa misma identidad aún en contextos distintos, incluyéndose en una esfera estética que descontextualizaba esa misma representación. Esta especie de enajenación, esa identificación con clases sociales distintas y que a su vez imponía cierta sumisión a los valores hegemónicos, asume la mistificación romántica del mundo como si fuera un retrato, un paisaje, y trata de replicar esta misma estaticidad a las relaciones sociales en general. Sin embargo, los procesos de producción de identidad no solamente obedecen a las agendas hegemónicas, puesto que también han servido históricamente para articular luchas políticas a partir de las mismas estructuras de producción de identidad. Retomando la propuesta de Spivak de un “esencialismo estratégico”, Culler señala la producción y movilización de identidades a partir de “un discurso de rechazo”, conduciendo figuras como la del homosexual, el indígena o la mujer, históricamente producidas en relaciones de dominación para esos grupos sociales, como sujetos de agendas de emancipación. Géneros contemporáneos como el testimonio en Latinoamérica han dado precisamente cuenta de esa movilización a través de narraciones que tienen como centro chicanas, guerrilleros, mujeres, lesbianas o indígenas, trayendo a su vez el mismo debate sobre la producción de subalternos como sujetos de esas mismas narraciones.
Es interesante comparar esta aproximación que toma la práctica literaria en relación con la producción de subjetividades, frente a la crítica a las categorías identitarias que cierta filosofía mantiene en la época contemporánea. Al hablar de categorías que se movilizan como identidades estamos tratando con figuras que clausuran la experiencia política, en muchos de los casos, para establecer discursos esencialistas aun cuando en principio se critique a esos mismos. Ya el mismo Culler señala la necesidad de un cuestionamiento a la concepción esencialista de la identidad, sea grupal o individual, pero también de revisar la necesidad psíquica y política de la misma noción de identidad. Como veremos a continuación, Deleuze y Guattari retoman la literatura como un punto de fuga en relación con las formas de Estado que territorializan la identidad, consideración opuesta a lo analizado hasta aquí. El objetivo, entonces, será tratar de identificar la condición literaria que posibilita ese movimiento, y que de alguna manera se resiste a las formas de estatización y estetización de la escritura.
El devenir como literatura
Si bien las referencias desde las que Deleuze (en algunos momentos en solitario) y Guattari han elaborado su argumentó giran en torno a una serie de nombre propios de la filosofía (Spinoza, Bergson, Hume, Kant, el mismo Foucault), es notable la cantidad de referencias literarias que los franceses introducen al explicar varias de sus afirmaciones, en especial las hechas en torno al devenir. Kafka, por supuesto, pero también Borges, Virginia Woolf, Melville, Faulkner, Balzac, Proust, la cantidad de autores literarios que se enuncian, por decir lo menos, es considerable. El argumento aquí es que existe una relación más que referencial entre la idea que Deleuze y Guattari tienen de la literatura con el devenir; lo que se afirmó como un devenir animal, mujer, molécula o fluido se puede entender también como un cierto movimiento retórico, aquí llamaremos, que implica una enunciación discursiva que podemos, con mucho cuidado, definir como literaria.
Lo primero sería afirmar que, para Deleuze y Guattari, la literatura no es pensada como una disciplina y un orden discursivo –que también lo es–, sino más bien como una condición textual específica, como la pulsión que implica un movimiento contra ciertas subjetividades e identificaciones, como se mostrará en este análisis. Creemos aquí que se puede desarrollar una lectura crítica de la condición literaria, fuera de su disciplina, y pensarla más bien como una condición retórica, que implica movimientos, aceleraciones y reposos, todo contraído bajo máquinas que podemos llamar literarias. Esta forma particular de entender la literatura, añadimos, es útil para una crítica política porque proporciona una manera estratégica de leer y de reconsiderar el margen y el centro de estas formas discursivas y, como veremos al final del texto, entender su territorio actual como una captura de una forma de Estado. Ahora bien, podemos tener reservas a la hora de tratar a la literatura, pues las lógicas, estructura e instituciones que la han capturado la sitúan como una disciplina fundada en una tradición opuesta a la crítica en Deleuze y Guattari; por ello recalcamos que la idea de literatura que parece movilizarse en los textos de los franceses, poco tiene que ver con el orden discursivo que efectivamente es.
Para comprender la posición de la literatura en este horizonte teórico, lo primero será retomar la idea que Deleuze y Guattari trabajan en un texto sobre Kafka y que relacionan a la categoría de “literatura menor”. Para los también autores de Mil mesetas, la “literatura menor” será aquella que abre líneas de fuga dentro de una “lengua mayor”, politizando el ejercicio de la escritura que tendrá de base el valor colectivo de una minoría. En este sentido, el ejercicio textual de Kafka puede ser pensado como una “literatura menor” porque esta implica la desterritorialización respecto al idioma alemán para los judíos en Praga. Las figuras del nómada, del inmigrante, del gitano, del perro o la rata, en Kafka, aparecen producidas por una maquina literaria que “revela a una futura máquina revolucionaria, no por razones ideológicas, sino porque solo ella está determinada para llenar las condiciones de una enunciación colectiva, condiciones de las que carece el medio ambiente en todos los demás aspectos”[9]. Estos ejercicios literarios que piensa la escritura como una máquina que desterritorializa no son propios de la escritura kafkiana, sino que a partir de su análisis podemos ejemplificar en varias escrituras. Para los dos anteriores autores, entonces, una literatura menor es aquella que mantiene una serie de “condiciones revolucionarias” frente a lo puede llamarse una “lengua mayor”; esto es, ciertas formas de escritura que desterritorializan una lengua dominante (un idioma, una tradición, una disciplina), que articulan lo individual en lo inmediato político y que son pensadas como dispositivos colectivos de enunciación[10]. Así, dicha condición constantemente está irrumpiendo y, como apuntara Rancière, cuestionando el orden policiaco que participa en la división de lo sensible, aunque estas formas de literatura (como se podría decir sobre el propio Kafka) sean reterritorializadas por instituciones.
Más que aceptar este sentido acríticamente, aquí señalamos que el uso de la categoría de “literatura menor” por parte de Deleuze y Guattari implica aceptar como literarios una serie de textos, muchas veces periféricos de la disciplina: relatos prehispánicos, testimonios, comunicados políticos o incluso mitologías, obras que para ciertos análisis conviene llamar literarias. Es decir, entendemos que la propuesta logra movilizar una serie de textualidades (como la misma palabra literatura) para posicionarlas estratégicamente en un horizonte similar; esto es importante porque permite tomar una serie de textos y pensarlos en condiciones específicas de producción y de significación más hacia una línea de fuga de la propia disciplina. Si como apunta Deleuze[11], el trabajo de la filosofía es el construir conceptos que describen, afortunada o desafortunadamente, ciertas experiencias, la idea de “literatura menor” concentran una fuerza crítica al describir relaciones de poder en el campo disciplinar que lo sobredeterminan en sí.
Sin embargo, el enfoque propositivo que tiene Deleuze sobre lo literario no se limita a señalar esta serie de textos que históricamente constituyeron márgenes críticos. En “La literatura y la vida”, Deleuze profundiza esa descripción de las relaciones que produce la literatura al asociar el efecto que tiene la escritura en relación con fuerzas de movimiento y diferencia. En sus términos,
“… escribir indudablemente no es imponer una forma a una materia vivida. La literaria se ubica más bien del lado de lo informe o de lo inacabado… Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre haciéndose, y que desborda toda materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir, un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo se deviene mujer, se deviene animal o vegetal, se deviene molécula hasta devenir imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la potente obra de Lovecraft”[12].
Esta asociación resulta interesante puesto que lo que Deleuze ve como una desterritorialización de la identidad del sujeto (lector, escritor, personaje) mediante la ficción, mediante la escritura, cierta crítica vio la práctica lectora como un dispositivo de subjetividades específica. La posición de Deleuze no considera a la literatura desde la identificación con una fantasía enajenante, sino como una forma de lenguaje informe, inacabado, heterogéneo, diferencial: ni identificación, ni mímesis, ni imitación[13]. Para esta elaboración de la literatura como devenir, Deleuze supone un desvío del carácter formal, una inoperatividad total: “el artículo indefinido solo opera su potencia si el término que hace devenir resulta por sí mismo despojado de los caracteres formales que hacen de el, la… Cuando Le Clezió deviene indio, es un indio siempre inacabado, que no sabe cultivar maíz ni tallar una piragua… según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar”[14]. En este sentido, la figuración producida en la literatura tiene que ser fracasada en su identificación con lo referido para producir este efecto desterritorializado. En Deleuze los ejercicios escriturales son líneas de fuga porque desestabilizan cualquier formación estructurarte de nuestra identidad ante la “institución que se funda en la posibilidad de decir todo lo imaginable”[15]. Como en las ficciones de Borges, “el escritor es un brujo… porque escribir es un devenir, escribir está atravesado por extraños devenires que no son devenir-escritor, sino devenires-ratón, devenir-insecto, devenires-lobo”[16]; recordemos, por ejemplo, los textos de Kafka, de Melville o de London.
El movimiento de lo textual
A continuación, trataremos de encontrar, más que una respuesta desde la filosofía, una explicación desde la retórica a la propuesta de Deleuze y Guattari respecto a la literatura, pensando el devenir como un movimiento textual perfectamente reconocible en la materialidad del signo. Si con la primera revisión hecha al comienzo de este texto, la literatura se sitúa en el campo operativo de la subjetivación, donde la identidad parece calcarse de las novelas románticas que prescriben/describen nuestra vida (el amor forzosamente como una comedia o una tragedia), la pregunta clave aquí es ¿cuándo el lenguaje puede producir una referencialidad exitosa, unívoca, unidireccional? ¿Cuándo estos procesos de identificación logran un proceso exitoso? ¿No será que, pese a los intentos, la identificación es inacabada y propensa a la fuga? Cuando la analogía es completamente exitosa, no hay analogía, hay repetición; entonces lo que se produce en estos procesos textuales es siempre un fracaso de la identificación, una alternativa/alteridad de “lo bastardo o de criatura abandona”[17], ese casi ser el otro que no logra concretar un sujeto identificable. En este sentido, la idea que Deleuze y Guattari dejan ver como lo literario, más que una identificación con un Yo definido o la producción de una subjetividad operativa exitosa es un proceso en que se intenta alcanza una visión, de vivir una ficción, de desterritorializar tu posición en una escritura que invente un delirio.
Así, no solo en lo que Deleuze y Guattari llaman literatura menor es que podemos pensar el devenir como una forma de la literatura. Como mencionamos, la propuesta del francés trata la escritura como un sistema heterogéneo y diferencial, tal vez relacionada con lo que distintos autores han elaborado como condiciones de posibilidad del discurso en una revisión crítica del signo y sus efectos.
En Nietzsche, y sus Escritos sobre retórica, podemos pensar la retórica, no como la cualidad externa que ornamenta o embellece el lenguaje, sino como una condición del lenguaje que media nuestra relación con la experiencia a través de los tropos. Como luego profundizaría en otros textos, la tesis que Nietzsche sostiene es que todo lenguaje es figurativo, y que este debe ubicarse en un ámbito epistemológico, específicamente en una dimisión estética entendida esta como una teoría de la sensibilidad[18]. La relación con la experiencia sensible, así, estaría siempre atravesada por una serie de figuras retóricas o tropos –tres, según explica el alemán: la sinécdoque, la metonimia y la metáfora– que hacen nuestra interpretación del mundo subjetiva, parcial y diferenciada:
“… no es difícil probar con la luz clara del entendimiento, que lo que se llama “retórico”, como medio de un arte consientes, había sido activo como medio de un arte inconsciente en el lenguaje y su desarrollo, e incluso que la retórica es un perfeccionamiento de los artificios presentes ya en el lenguaje. No hay ninguna “naturalidad” no retórica del lenguaje a la que se pueda apelar: el lenguaje es el resultado de artes puramente retóricas”[19].
En este sentido, para Nietzsche, la metáfora, por ejemplo, construiría una interpretación del mundo a través de un movimiento figurativo, por necesidad inexacto y diferente de lo referido que intenta, bajo la elección de la mayoría, producir una función referencial con aquello que no es lenguaje. En este sentido, el movimiento retórico al que aquí nos referimos se puede explicar cómo el paso de la sensación percibida del mundo mediada/transformada en figura, que a su vez se va naturalizando catacreticamente como propia de la referencia. Esta idea puede complementarse con la reflexión vertida por Austin y revisada críticamente por Butler o Derrida, en cuanto a la performatividad del lenguaje; esto es la capacidad vinculante de ese lenguaje figurado que tiene efectos identitarios y de identificación en tanto su iteración[20]. En este sentido, el lenguaje procede a partir de la persistencia, pero que resulta siempre inestable. Es decir, los ejercicios de identificación y de identidad no son completamente exitosos, sino que, incluso como condición de la misma textualidad, siempre enfrentan posibilidades de resistencias; así, “si dichas figuras son entendidas como procedimientos específicos de invención de sentido de la lengua y aun cuando el uso continuo y la transmisión, en las lenguas históricas, de un tropo, naturalicen, catacreticamente, el significado que este produce, los procedimientos mismos ofrecen nuevas posibilidades de invención”[21]. Autores como Paul de Man siguen con esta línea llamando a esa condición textual retoricidad, o en Derrida descrita como un desplazamiento al que llamó “diferencia”, y que funcionan como un movimiento que evita la trascendentalidad de los conceptos por su propio carácter iterable y diferencial; el signo desde estas teorías críticas está siempre parasitado por su inestabilidad hacia la referencialidad o la identificación. Así, la supuesta ejemplaridad de las imágenes literarias que nos invitan a la identificación estaría siempre amenazados por un parasito[22] que lleva a la diferencia, a la alteridad y, por efecto, al fracaso de dicho proceso.
Por otro lado, este comportamiento retórico es identificado, por distintos autores como Rousseau, Vico o Nietzsche[23], como propio de pueblos supersticiosos, salvajes, campesinos o bárbaros, es evidentemente relacionado a la consideración marginal de cierta literatura por Deleuze y Guattari. “La literatura es cosa del pueblo”[24], dirían los autores señalando no necesariamente una posible visión privilegiada en el margen, sino más bien ahondando en esa capacidad ‘poética’, dirían algunos, encontrada en las prácticas discursiva no hegemónicas. Como señalaba el grupo µ en su Retórica general, no puede haber una diferencia real en cuanto a una literatura canónica y una práctica lingüística popular, pues ambas formas usan los elementos retóricos necesarios inventivamente. Por lo anterior, entendemos que esta propiedad del pueblo de la literatura menor o aquí llamada retoricidad, se entiende como una continua subversividad, pues muestran su textualidad como una constelación tropológica no definida, opuesta a programas políticos o saberes soberanos. Subversión tanto en un sentido político como en uno retórico, es decir, citando a Érika Lindig, la desestabilización que “afecta a todo sistema de creencias en el que se funda la descripción moderna de la experiencia sensible, es decir, entre la relación de un sujeto de conocimiento y sus objetos… esto quiere decir desautorizar o poner en cuestión la verdad, necesidad o naturaleza de los sistemas de creencias que dan sentido a nuestras relaciones con el mundo y con los otros”[25].
Con lo anterior no sugerimos que este bagaje teórico se refiere a lo mismo, pero sí que puede haber un acercamiento a la idea de la literatura como texto, y a su vez como devenir, desde lo retórico, lo figurativo, lo creativo. La literatura, como el lenguaje, figura y moviliza su lógica a partir de devenires inestables. Esto es a lo que Deleuze y Guattari pueden referir con el movimiento de devenir que está puesto en juego en la escritura, puesto que la condensación de figuras literarias y su posterior efecto de identificación queda siempre incompleto, produciendo incluso una sensación del extrañamiento, como pudo haberlo descrito el formalismo ruso. Para Deleuze, la literatura implica siempre un desvío, un fracaso, “una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir-otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante”[26]. A continuación, trabajaremos esta fuerza del devenir textual en algunos ejemplos que sirven de eso que señalábamos como literatura menor, y que están relacionado al devenir animal y el devenir mujer.
Fluidos y secretos
Uno de los testimonios más comentados por la crítica latinoamericanista, y que podríamos ubicar en la categoría de “literatura menor”, es Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de Elizabeth Burgos. En este controversial texto de Menchú-Burgos, se cuenta la vida de una indígena guatemalteca pobre, Menchú, envuelta en los conflictos sociales y el genocidio de su país. Este testimonio, como muchos otros alrededor de los años 70 o 80, fue descrito por algunos teóricos y críticos del discurso literario como un ejercicio político-estético, como una literatura revolucionaria en términos de Deleuze y Guattari, porque ponía en cuestión de alguna manera las oposiciones construidas en torno a las formas de escribir: real/ficción, individual/colectivo, político/estético. El texto de Menchú contribuyó de forma histórica al desarrollo de una reflexión política de la literatura, puesto que respondía a la agenda política de colectivos en Guatemala antes que a preocupaciones literarias o estéticas.
Uno de los momentos importantes de este testimonio se da cuando, al contar la vida colectiva de su comunidad, Menchú explica cómo cada uno de los miembros de su pueblo está acompañado por un nahual: “Todo niño nace con su nahual. Su nahual es como su sombra. Van a vivir paralelamente y casi siempre es un animal el nahual. El niño tiene que dialogar con la naturaleza”[27]. Aquí la narradora parece referirse a cierta forma de vida colectiva indígenas en que se relacionan a un específico animal; sin embargo, al tratar de explicarlo a mayor detalle esta condición, Menchú se niega a decir más sobre el tema, guardando así el secreto de su experiencia colectiva:
“Nosotros los indígenas hemos ocultado nuestra identidad, hemos guardado muchos secretos, por eso somos discriminados. Para nosotros es bastante difícil muchas veces decir algo que se relaciona con uno mismo porque uno sabe que tiene que ocultar esto hasta que garantice que va a seguir como una cultura indígena, que nadie nos puede quitar… Yo no puedo decir cuál es mi nahual porque es uno de nuestros secretos”[28].
El secreto aquí es el devenir. La forma literaria no implica una enunciación abierta para describir el devenir animal, sino que la enunciación del secreto, de no decir, lo hace. Como aclaran otra vez Deleuze y Guattari, el trabajo del devenir no se refiere a mera analogía, donde las figuras metafóricamente sean enunciadas desde un como si, ni a una mera imitación. No es una animalización en el sentido retórico. Es significativo que aquí Menchú de cuenta de este devenir animal de los indios a partir de un testimonio, pero también como un secreto. El secreto, en este sentido, su simple enunciación, sería la forma retórica de insinuar sin mostrar, de decir y esconder. Como apuntaría John Beverley, el secreto constituiría una suerte de resistencia epistemológica frente a un lector occidental, moderno, que no accedería completamente a la vida india, sino a condición de lo que ellos mismos permiten o niegan. No hay relación de saber-poder innegociable como haría cierta etnografía, sino conoceríamos lo que ellos dejan conocer; su identidad está oculta en un movimiento secreto, lento, impronunciable, incluso si realmente el secreto no existiese. Como dirían Deleuze y Guattari, un movimiento en el texto que desacelera, un reposo: “Todo secreto es un agenciamiento colectivo. El secreto no es en modo alguno una noción estática o inmovilizada… El secreto tiene su origen en la máquina de guerra, ella es la que aporta el secreto, con sus devenires-mujeres, devenires-niños, sus devenires animales”[29]. La desaceleración narrativa en Menchú constituye así una suerte de punto de fuga: de contarnos su vida, el salto estratégico que constituye su punto de subversión implica dejar de narrar un punto crucial que politiza el texto, tal vez forzando el cambio de un ejercicio simple testimonial a un empoderamiento de la posición subalterna.
En otro ejemplo, la académica y feminista Sylvia Marcos revisa lo que ella llama una heterosomática indígena bajo la idea de las distintas posiciones en que el cuerpo se puede construir en el pensamiento mesoamericano, no solo a través de la ideología que lo atraviesa, diría López Austin, sino también a partir de lo que ha significado el devenir con el cuerpo para el movimiento y la política feminista. La lectura de Marcos de la condición corporal para los mesoamericanos desde los saberes prehispánicos parte de que el cuerpo, el género en específico, es fluido. Sabemos de la importancia de la metáfora de los fluidos para Deleuze y Guattari: el modelo hidráulico como el modelo “de devenir y de heterogeneidad, que se opone al modelo estable, eterno, idéntico, constante”[30], que muchas de las veces ejemplifican en sí la desterritorialización. En este sentido es que podemos pensar un devenir intenso –en relación con la corporalidad occidental y patriarcal– en las formas fluidas de concebir el cuerpo-género para los mesoamericanos, desde una lectura contemporánea feminista de las metáforas, relatos o mitos prehispánicos.
Marcos piensa que el rasgo fundamental de la visión mesoamericana es el de la dualidad desde la fusión de lo femenino-masculino que está en constante movimiento, en constante fluido, de alguna manera oponiéndose a la rigidez jerárquica y estratificada en que occidente piensa el género o el cuerpo mismo. Es interesante, que la referencialidad de Marcos se atenga a las narrativas y relatos indígenas como fuentes de ese pensamiento fluido:
“La fluidez del “equilibrio” mesoamericano y el flujo propio de la narrativa náhuatl solo son accesibles como reflejos de un “pensamiento” oral filtrado por esos textos híbridos de oralidad y escritura… Las categorías de género en el pensamiento mesoamericano estaban también en equilibrio fluido y el “punto crítico” de balance se debía buscar en su moción continua, redefiniéndose en cada instante, sujetas al cambio y al fluir de todo cosmos. También lo femenino y lo masculino se constituían y redefinían permanentemente, oscilando entre sí”[31].
El fluido en el género en Mesoamérica representaría en esos “ritos del travestismo, de disfraz, en las sociedades primitivas en las que el hombre deviene mujer”[32], travestismo no como identidad sexo-genérica, sino como movimiento performativo inestable, que a su vez Marcos identifica por ejemplo en las metáforas sobre el cuerpo en Mesoamérica. La fluidez toma un punto de partida singular, pensada como metáfora que organiza y desterritorializa el pensamiento.
Desde la elaboración sobre la máquina de guerra y su producción de espacio liso podemos entender este modelo hidráulico, que en la propuesta contrasta con el modelo sólido occidental como productor de un movimiento que ocupa la espacialidad y que afecta a todos los puntos: “el mar como espacio liso”, pero también el desierto, la estepa y el hielo, y en ese mismo sentido el cuerpo. Más que leer histórica o antropológicamente las metáforas del cuerpo, el cuerpovisión, diría Marcos, es una forma, para cierto feminismo, de inventar vocabularios o discursos desde lo que Ana María Martínez de la Escalera llama, una “vocación de poeta”, un contar la experiencia corporal, no la ley de cuerpo.
Otra narrativa más bien contemporánea que deja ver la escritura como un proceso fluido que se resiste a la formación de una identidad clara, sólida y además identificable, es la novela de Manuel Puig, El beso de la mujer araña, cuya principal característica, textualmente hablando, es la falta de un narrador (como figura de autoridad discursiva) que establezca el reconocimiento de las acciones, los tiempos y las voces enunciados; en su lugar, tenemos una estructura dialógica que se asemeja a un texto dramático entre los dos personajes que aparecen en la historia. En este texto, un prisionero homosexual acusado de perversión de menores, Molina, y un guerrillero de nombre Valentín, encerrados juntos en una misma celda, pasan el tiempo describiendo películas el uno al otro, no tanto para negar su condición real como prisioneros, sino para realizar un juego de posiciones y de identificaciones siempre inacabadas y al final inoperantes, que los llevan incluso a un punto límite en que ambos logran conectarse a partir de un ejercicio de devenir siempre en relación a los filmes, convirtiéndose el propio Valentín en “la mujer araña, que atrapa a los hombres en su telaraña”[33]. Al final de la novela –la cual por mucho tiempo fue víctima de la represión tanto de Estados conservadores como de fuerzas de izquierda[34]–, y por el contacto tan cercano que tuvieron, el homosexual hecho casi guerrillero y el guerrillero vuelto casi homosexual parecen confundirse, entre ellos mismos, pero también con respecto a las fantasías narradas, no tanto porque cada uno de ellos descubra su verdadera identidad –la atracción sexual en el caso de Molina, y la militancia política en caso de Valentín– sino por efecto de las ficciones contadas, donde descubren que, parafraseando al mismo Puig, la liberación no puede depender de la consolidación de ninguna identidad establecida. Este juego fluido entre los personajes respecto a ellos mismos, respecto a los elementos intermédiales de las películas y respecto a la lectura misma que se resiste al establecimiento y reconocimiento de identidades, es precisamente un ejemplo material –pues depende de la técnica narrativa– de un devenir mujer, devenir animal.
Algunas conclusiones: la maquina literaria entre Clastres y Dumézil
Tal como hemos visto, la literatura puede pensarse tanto como un instrumento en la producción de subjetividades, como una línea de fuga a través de un proceso textual que el mismo Deleuze[35] llama una maquina literaria, la cual moviliza hacia una zona límite de vencida a partir de operaciones que despojan caracteres formales. Esta característica de la literatura sitúa, de forma simultánea, las formas textuales como un espacio del devenir al mismo tiempo que las inscribe en territorios claramente operativos. Podemos tal vez terminar de explica esta compleja condición a partir de una lectura atenta al comienzo de uno de los textos claves de Deleuze y Guattari en Mil mesetas.
Como sabemos, se enuncia literalmente en el “Tratado de nomadología” el homenaje que se hace a Pierre Clastres, y es evidente que la tesis que sostiene el texto viene de la idea del antropólogo y etnólogo francés en tanto la resistencia de las sociedades a formar Estados. Sin embargo, a nuestro juicio hay otro autor que finca la posibilidad de la reflexión de la máquina de guerra, Georges Dumézil y su análisis estructural sobre los mitos indoeuropeos. A lo largo de su obra, por ejemplo, en Mito y epopeya, bajo un amplio trabajo documental, Dumézil va analizando cómo las figuras de la mitología trascienden fronteras geográficas y se inscriben en distintas culturales, como la romana, la persa, la india. Es interesante que en el comienzo de su texto, Deleuze y Guattari hagan referencia al estudio de estos mitos en Dumézil, dando cuenta no solo de un ejemplo de la representación del Estado en los dioses que conforman la dualidad del rey y el jurista, sino como ejemplo de la lógica del mito en lo que algunos llaman figuras arcaicas. Así, Dumézil explica que en “la estructura de las tres ‘funciones’: por encima de los sacerdotes, los guerreros y los productores –y más esenciales que ellos– se articulan las ‘funciones’ jerarquizadas de soberanía mágica y jurídica”[36]; o como diría Deleuze y Guattari, la dupla del déspota y el legislador sobre el guerrero, enfrentado al guerrero:
“… la máquina de guerra en sí misma, parece claramente irreductible al aparato de Estado, exterior a su soberanía, previa a su derecho: tiene otro origen. Indra, el dios guerrero, se opone tanto a Varuna como a Mitra. No se reduce a una de las dos, ni tampoco forma una tercera. Más bien sería como la multiplicidad pura y sin medida, la manada, la irrupción de lo efímero y potencia de la metamorfosis”[37].
La argumentación de la relación entre aparato de Estado y máquina de guerra puede pensarse, así, producto de un ejercicio, podríamos llamar textual, visto en los mitos que describen dicha relación.
Entonces, si seguimos el argumento de Deleuze y Guattari, y que viene de Clastres, las sociedades se resistirían a la conformación de un Estado, y la guerra se daría en un enfrentamiento entre las lógicas de la máquina que trata de lisar y el Estado, de estriar; una fórmula que estaría representada en tanto estas narrativas fundacionales (o disfuncionales). Y el mito, como se apunta en “Devenir animal”, no encontraría su origen en la caza, la pesca, la agricultura, sino en las formas de Estado, no porque no venga de esas prácticas sino porque de allí proviene su sentido ya territorializado; es la lógica del Estado, entonces, la que significa esos mitos. Sin embargo, Dumézil, en su reflexión cuidadosa sobre el efecto de la textualidad, advierte que hay que resistirse a pensar al mito como un mapa de la estratificación social: “el lúcido mantenimiento, en una rama de la literatura, de una ideología extraña con respecto a la práctica social al cabo de tanto es un fenómeno que los sociólogos y también los latinistas podrán reflexionar útilmente”[38]. Esta distinción en el señalamiento de por un lado el mito, y por otro la práctica, es precisamente una distancia saludable que Dumézil advierte para no pensar un simple carácter de referencia histórica de la narrativa mitológica. Entonces, podemos concluir, que esta estratificación dibujada en Deleuze y Guattari, entre el guerrero y el gobernante parece provenir, no tanto de las jerarquías en las formas de Estado, sino más bien de las narraciones mitológicas movilizadas, desde el Estado, como figuras petrificadas que demuestran un número específico de condiciones.
Ante lo anterior, podemos imaginar al guerrero, el sacerdote y el gobernante desplazándose entre los textos mitológicos –trabajados en Dumézil– y las formas de Estado –que señala Clastres–, dando la idea de que el Estado es una formulación retórica o ficcional[39] pero postulada de cierta manera. Así como también el Estado captura la máquina de guerra mediante el aparato militar, así la máquina literaria estaría capturada también por el aparato disciplinar que condensa sus figuras en arquetipos mitológicos que, en una revisión cuidados, no se saben si fueron producto o productoras de las relaciones de Estado. Tal vez, como señala Culler, “la literatura es una institución paradójica, porque crear literatura es escribir según formulas existentes [las del Estado, podríamos complementar aquí];… pero es también contravenir esas convenciones, ir más allá de ellas”[40]. Lo anterior explica las condiciones textuales de la sociedad no como meras formas sino como posibles líneas de fuga, señalando un excedente de sentido no solo en la literaria sino también en la condición retórica de las mismas instituciones que procuran controlar y ordenar, permitiendo allí una subversión de sus propias gramáticas.
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Notas
[1] Lo que Culler llama el género de la “theory”, o Beverley describiría como una forma, en lo literario, de hacer política.
[2] Rafael Gómez Pardo, “Deleuze o devenir ‘Deleuze’. Introducción crítica a su pensamiento”, ed. cit., pp.132.
[3] Citado en Jacques Rancière, La palabra muda, ed. cit., pp. 9.
[4] Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria, ed. cit., pp. 49.
[5] Tal vez, como apuntó Terry Eagleton, “si no se arroja a las masas unas cuantas novelas, quizás acaben por reaccionar erigiendo unas cuantas barricadas”, citado en Jonathan Culler, op.cit., pp. 52.
[6] Benedict Anderson, Comunidades imaginarias, ed. cit., pp. 73.
[7] Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria, ed. cit., pp. 50.
[8] Ibidem., pp. 135.
[9] Gilles Deleuze, y Félix Guattari, Kafka. Por una literatura menor, ed. cit., pp. 30.
[10] Ibidem., pp. 31.
[11] Gilles Deleuze, ¿Qué es la filosofía? Passim.
[12] Deleuze, Gilles, “La literatura y la vida”, ed. cit., pp. 387.
[13] Ibidem., pp. 387.
[14] Gilles Deleuze, “Respuesta a una pregunta sobre el sujeto”, ed. cit., pp. 388.
[15] Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria, ed. cit., pp. 53.
[16] Gilles Deleuze, y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, ed. cit., pp. 246.
[17] Gilles Deleuze, “Respuesta a una pregunta sobre el sujeto”, ed. cit., pp. 388.
[18] Erika Lindig, “Introducción. Figuras de la exclusión. Herramientas teóricas para su crítica”, ed. cit., pp. 17.
[19] Friedrich Nietzsche, Escritos sobre retórica, ed. cit., pp. 91.
[20] Para retomar esta discusión véase Derrida, “Firma, acontecimiento contexto”.
[21] Erika Lindig, “Introducción. Figuras de la exclusión. Herramientas teóricas para su crítica”, ed. cit., pp. 24.
[22] Jacques Derrida, “Firma, acontecimiento contexto”.
[23] Armando Villegas, La propiedad de las palabras. Ensayos de retórica, filosofía y política, ed. cit., pp. 36-40.
[24] Gilles Deleuze, y Félix Guattari, Kafka. Por una literatura menor, ed. cit., pp. 30.
[25] Erika Lindig, “Estrategias discursivas carnavalescas: algunas posibilidades críticas”, ed. cit., pp. 39.
[26] Gilles Deleuze, “La literatura y la vida”, ed. cit., pp. 391.
[27] Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, ed. cit., pp. 51.
[28] Ibidem., pp. 53.
[29] Gilles Deleuze, y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, ed. cit., pp. 288.
[30] Ibidem., pp. 368.
[31] Sylvia Marcos, “Cuerpo y género en Mesoamérica. Para una teoría feminista descolonial, ed. cit., pp. 25.
[32] Gilles Deleuze, y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, ed. cit., pp. 280.
[33] Manuel Puig, El beso de la mujer araña, ed. cit., pp. 265.
[34] Allison Cruz Aparicio, El travestismo como estrategia literaria en “El beso de la mujer araña” de Manuel Puig.
[35] Gilles Deleuze, “La literatura y la vida”.
[36] Georges Dumézil, Mito y epopeya I. La ideología de las tres funciones en las epopeyas de los pueblos indoeuropeos, ed. cit., pp. 17.
[37] Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, ed. cit., pp. 360.
[38] Georges Dumézil, Mito y epopeya I. La ideología de las tres funciones en las epopeyas de los pueblos indoeuropeos, ed. cit., pp. 25.
[39] Esta idea ha sido trabajada por varios autores en una serie de análisis críticos de las formas y lógicas del Estado, pensando cierta condición retórica de la sociedad –Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y Jacques Rancière, por nombrar algunos–. Recientemente esta discusión es revisada y comentada por Armando Villegas en La propiedad de las palabras.
[40] Jonathan Culler, Breve introducción a la teoría literaria, ed. cit., pp. 54.