Cioran o el odio del ser

ALEXANDRE CABANEL, “L’ANGE DÉCHU” (1847)

 

Resumen

Cuando se explora su obra, se advierte que es la escritura aquello que le permite a Cioran procesar el malestar propio de existir, el dolor ante lo real imposible, la ira ante la ingenuidad de los que se dejan engañar. Si en un comienzo la escritura de Cioran parece inscribirse en un intento deicida o parricida, ésta se revierte después para convertirse en un combate contra sí mismo que será su característica central. Hay en ella una notable alternancia en la que el amor por la vida se anuda con su rechazo airado, donde lo fundamental es la reivindicación del lado oscuro, lacerante y maldito de la condición humana. Procura responder así a lo que se le presenta como una contradicción inmodificable en el ser humano: nacer para morir. Nadie nos salva ya, el mal está hecho: hemos nacido.

Palabras clave: malestar, falta, otro, dolor, amor, odio.

 

Abstract

When his work is explored, it is noticed that writing is what allows Cioran to process his own discomfort of existing, pain in the face of the impossible reality, anger at the naivety of those who allow themselves to be deceived. If at first Cioran’s writing seems to be part of a deicidal or parricidal attempt, it is later reverted to become a combat against himself that will be his central characteristic. There is in it a remarkable alternation in which the love for life is tied with its angry rejection, where the fundamental thing is the vindication of the dark, lacerating and accursed side of the human condition. He tries to respond in this way to what appears to him as an unchangeable contradiction in the human being: being born to die. Nobody saves us anymore, the damage is done: we were born.

Keywords: discomfort, lack, other, pain, love, hate.

 

Cuando me arrogo una parte de eternidad y me imagino una permanencia que me implica, pisoteo la evidencia de mi ser frágil y nulo, miento a los otros como a mí mismo. Si actuase de otra manera desaparecería inmediatamente. Duramos en tanto duran nuestras ficciones. Cuando las ponemos en claro, nuestro capital de mentiras, nuestro fondo religioso se desvanece. Existir equivale a un acto de fe, a una protesta contra la verdad, a una plegaria interminable […] Sin embargo, debemos aprender a pensar contra nuestras dudas y contra nuestras certezas, contra nuestros humores omniscientes, debemos, sobre todo, forjándonos otra muerte, una muerte incompatible con nuestra carroña, consentir en lo indemostrable, en la idea que algo existe […]La nada era sin duda más cómoda. ¡Qué molesto es disolverse en el Ser!

M. Cioran

 

 

En 1930, Freud distingue dos dimensiones de lo que denomina “el malestar en la cultura”:[1] la insatisfacción inevitable del ser humano, producto de la renuncia a la satisfacción pulsional que la civilización exige y la existencia de la pulsión de muerte como un imperativo que exige alcanzar un goce que rebasa las barreras de lo razonable y, por esto, confina con el dolor y se expresa en la agresión al otro o en la autodestrucción.

 

Por otra parte, el ser humano debe enfrentarse permanentemente a la incertidumbre, la existencia carece de garantías de cualquier tipo:

 

No parece cierto que en el mundo exista un poder que procure con paternal cuidado el bienestar del individuo y lleve a feliz término todo cuanto le afecta. Antes bien, los destinos de los hombres no parecen compatibles con la hipótesis de la Providencia ni con la de una justicia universal —que en parte contradice a la primera—. Terremotos, inundaciones, incendios, no distinguen entre el bueno y piadoso y el maligno o incrédulo. Aun donde no entra en cuenta la naturaleza inanimada y el destino del individuo depende de sus relaciones con el prójimo, en modo alguno es regla que la virtud sea premiada y el mal encuentre su castigo, sino que hartas veces el violento, taimado, despiadado, rebaña para sí los ambicionados bienes de este mundo y el hombre piadoso se queda sin nada. Poderes oscuros, insensibles y desamorados presiden el destino humano; el sistema de recompensas y castigos que la religión atribuye al gobierno del mundo no parece existir.[2]

 

Lacan traduce esta afirmación en términos tomados de la lógica: el Otro —entendido como un universo simbólico que contenga todo el sentido— no existe. Esto es la causa fundamental del sentimiento de culpa, no necesariamente experimentado conscientemente, que agobia al sujeto: se trata de la culpa por esa falta del Otro que es imposible de colmar y por la cual cada uno se siente en alguna medida insuficiente, de tal modo que cargará con esa falta sobre sí mismo. Ante esta falta sólo hay un recurso: la creación, entendida esencialmente como creación de una existencia en la que no se trate esencialmente de obsesionarse por la exigencia de colmar al Otro.

 

Algunos sujetos van a sacrificar su vida ante la imposibilidad de saldar esa deuda que no han contraído, pero de la que son portadores por el solo hecho de existir. Otros, entre los que podrá incluirse a Cioran, pueden dar otro curso al malestar, al dolor de existir, por medio de la escritura, aun cuando —paradójicamente— esta revele un rechazo a veces radical por la vida misma.

 

Cuando se explora su obra, se advierte que es la escritura aquello que le permite a Cioran procesar el malestar propio de existir, el dolor ante lo real imposible, la ira ante la ingenuidad de los que se dejan engañar. Con dolor intenta fabricar placer, el placer del texto:

 

Desde que existo mi único y exclusivo problema ha sido el siguiente: ¿Cómo dejar de sufrir? Sólo he podido resolverlo por escapatorias, es decir que no lo he resuelto en absoluto. Seguramente he sufrido mucho por diversas dolencias, pero la razón esencial de mis tormentos se ha debido al ser, al ser mismo, al puro hecho de existir, y por eso no hay sosiego para mí. He vivido en la nostalgia del premundo, en la embriaguez anterior a la creación, en el éxtasis puro de todo, he sido contemporáneo de Dios, que conversa consigo mismo sumido en su propio abismo, en la felicidad de antes de la luz, de antes de la palabra.[3]

 

Se trata, como puede apreciarse, de la relación entre la caída-falta del Otro y el drama subjetivo como un tema central de reflexión.

 

Hijo de un pope de la iglesia ortodoxa y de una madre no creyente pero estudiosa de las religiones, investigador de la vida de los místicos en su juventud, Cioran no es ajeno a la cosmovisión cristiana, pero incursionando en ella se enfrentó tempranamente con el vacío y la nada. Se lo puede leer en su mención de una precoz experiencia de encuentro con lo que puede llamarse un real imposible de asimilar que lo va a conducir a una búsqueda insaciable cuyo destino será destituir a ese Otro absoluto del sentido pleno:

 

Debemos la casi totalidad de nuestros conocimientos a nuestras violencias, a la exacerbación de nuestro desequilibrio. Incluso Dios, por mucho que nos intrigue, no es en lo más íntimo de nosotros donde le discernimos, sino justo en el límite exterior de nuestra fiebre, en el punto preciso en el que, al afrontar nuestro furor al suyo, resulta un choque, un encuentro tan ruinoso para Él como para nosotros.[4]

 

El tormento de ese encuentro fallido lo empuja a buscar apasionadamente una respuesta en la filosofía, la historia, la psicología, la escritura de los místicos, la poesía, la política. Pero sólo le permite un acopio de conocimientos que son argumentos para la duda, la decepción y el escepticismo; incluso los pasos previos para episodios de tedio, inanidad, somatizaciones y desgarramiento subjetivo que en su juventud lo condujeron a una severa crisis y a lo largo de toda su vida a un continuo fluctuar de su deseo de vivir: “Esa experiencia casi romántica del tedio me ha acompañado toda mi vida. He viajado mucho, he visto toda Europa. En todos los sitios que he visitado, he sentido un entusiasmo inmenso y después, al día siguiente, el tedio”.[5]

 

Su testimonio es de una alternancia entre el entusiasmo y la decepción. Esto podría llevar —desde cierta psiquiatría actual— a algún diagnóstico de “bipolaridad” que sólo reflejaría el desconocimiento de una vida y una obra que se sostiene en una sólida y profunda formación intelectual, una vida y una obra orientadas a un objeto fundamental: la libertad, tanto en el sentido político e intelectual como en el existencial y moral.

 

Si en un comienzo la escritura de Cioran parece inscribirse en un intento deicida o parricida, ésta se revierte después para convertirse en un combate contra sí mismo que será su característica central. Hay en ella una notable alternancia en la que el amor por la vida se anuda con su rechazo airado, donde lo fundamental es la reivindicación del lado oscuro, lacerante y maldito de la condición humana. Procura responder así a lo que se le presenta como una contradicción inmodificable en el ser humano: nacer para morir. Nadie nos salva ya, el mal está hecho: hemos nacido.

 

Con su escritura apunta a interpelar y a la vez rebelarse contra el ser y el existir. Lo que prevalece es la duda y la destitución de cualquier cosa que se presente como soporte para el ser. Cioran elige el desarraigo y es absolutamente consecuente con éste en decisiones tan importantes como no volver nunca a su patria y mantenerse siempre en un exilio insatisfecho, en su renuncia a la lengua materna adoptando justo aquella que mete en cintura su espíritu expansivo e iracundo, en su rechazo visceral a vincularse con algún oficio, en su negativa a admitir los señuelos de la fama o de la actividad política y en su postura esquiva a la vida social.

 

Su vida se consagra a la escritura, de la que afirma que lo salvó de enloquecer, de morir o de convertirse en asesino. Convirtió así su pensamiento, fruto de estados intensos de sufrimiento subjetivo, en manifestación lúcida, contestataria e incluso beligerante. Esto le permitió atenuar la carga de odio y agresividad que la existencia le imponía para salir de su soliloquio y pasar a la controversia con otros. Publicar le permitió lograr cierto reconocimiento que, pese a sus afirmaciones, él esperaba.

 

Sobre la escritura, dirá: “Todo lo que he abordado, todo sobre lo que he discurrido a lo largo de mi vida es indisociable de lo que he vivido. No he inventado nada, solamente he sido el secretario de mis sensaciones […]”.[6]  Y en otro lugar: “Todo en mi comienza por las entrañas y termina por la fórmula”.[7]  Esto que llama “fórmula” es la indicación de la necesidad de “bien-decir”, pues “el paroxismo de las sensaciones, el exceso de interioridad, nos lleva hacia una región eminentemente peligrosa, porque una existencia que toma una conciencia demasiado rápida de sus raíces no puede sino negarse a sí misma”.[8]

 

Las “sensaciones”, materia prima de la escritura cioraniana son básicamente tres: la presión agobiante del superyó como un imperativo que, en el extremo, le impone terminar con su vida, a la que se suman dos afectos de lo real que son el odio y la desesperación, conectados al exilio de la existencia. El acto de escribir tomará la función “terapéutica” de crear desde el vacío. Esto explica “la monotonía de mis libros que expresan las mismas obsesiones y el mismo combate”,[9] así como también la función que le otorga a esta actividad:

 

Escribir, por poco que esto sea, me ha ayudado a pasar de un año al otro, las obsesiones expresadas son debilitadas y superadas a medias. Producir es un extraordinario alivio. Y publicar no menos. Un libro que aparece es la vida de ustedes o una parte de ella que les deviene exterior, que no les pertenece más, que dejó de acosarlos. La expresión los disminuye, los empobrece, los descarga del peso de ustedes mismos, la expresión es pérdida de sustancia y liberación. Ella los vacía, los salva entonces, los despeja de un demasiado pleno incomodante.[10]

 

Escribir es entonces la salida para soportarnos mejor. Pero esta actividad “terapéutica” no estuvo exenta para Cioran de autorreproches porque le hacía sentir cierta inutilidad de los esfuerzos por crear ficciones que le permitieran vivir mejor. Queda ese resto que la elaboración simbólica no alcanza a absorber y empuja a reanudar la escritura, a padecer a la vez que disfrutar la tensión que sufre y lo mueve porque él entiende que sólo desde el dolor es posible el conocimiento. De este modo:

 

[…] no se puede eludir la existencia con explicaciones, no se puede sino soportarla, amarla u odiarla, adorarla o temerla, en esa alternancia de felicidad y horror que expresa el ritmo mismo del ser, sus oscilaciones, sus disonancias, sus vehemencias amargas o alegres […] mis dos virtudes, mis dos vicios: la indolencia y la violencia, la apatía y el grito, la lamentación y el cuchillo.[11]

 

Su escritura es fragmentaria, aforística. Los aforismos, decía, son fogonazos de la experiencia. Sin pretensión de realizar un desarrollo sistemático, sigue el ritmo de sus estados anímicos; es a veces reiterativo y con frecuencia se muestra en contradicción con lo ya afirmado. Refleja así muy fielmente su percepción de la vida y el mundo: la unidad y el todo son una ilusión, un sistema en filosofía sería todo ilusión.

 

Podrá sentirse pues eximido de elaborar explicaciones; su pensamiento será formulado más bien a manera de sentencia. Pero no obstante este sesgo sintético e impositivo, hay un desarrollo profundo del contenido. Planteado con humor ácido y en tono irónico tiene el efecto final de desnudar lo real y mostrar las fisuras de cualquier ilusión, sin dejar de buscar la complicidad del lector en tanto pretende mostrar la cara oculta de lo que se tiene por cierto o conveniente. Así va a comprender y denunciar, por un lado, las contradicciones y deficiencias de la realidad que éste último ha construido y, por el otro, el sesgo más cómico y menos dramático de la vida misma. Esto lleva a sentir que su lectura puede tener el efecto tonificante que convierte la confesión corrosiva en placer liberador:

 

El vestido se interpone entre nosotros y la nada. Mirad vuestro cuerpo en un espejo: comprenderéis que sois mortales; pasead vuestros dedos sobre vuestras costillas como sobre una mandolina, y veréis lo cerca que estás de la tumba. Gracias a que estamos vestidos alardeamos de inmortalidad: ¿Cómo puede uno morir cuando lleva corbata? El cadáver que se endominga ya no se reconoce, e imaginando la eternidad se apropia de la ilusión.[12]

 

La crudeza de sus afirmaciones provee de importantes elementos para reflexionar sobre nuestra época. La insistencia en el tema de la muerte es un fuerte contrapeso a los ideales de perfección, de progreso, de bienestar ilimitado o de felicidad. Sus páginas son una clara denuncia de la futilidad del progreso. Hay para todos una pérdida irremediable, nombre de lo imposible, cuya inevitabilidad es el trasfondo de todo objeto sustituto y de toda sustancia episódica:

 

Inanidad del Progreso: toda adquisición nueva supone una pérdida, un abandono, un rechazo de la cosa que ella reemplaza. La ganancia nunca compensa la pérdida. Pero esta falsa ganancia es inevitable, atrae a todo el mundo, nadie se atreve a despreciarla, de modo que es muy cierto decir que el Progreso es fatal, pero fatal como lo es una enfermedad, un azote, un siniestro.[13]

 

Contrario al lenguaje contemporáneo que enfatiza la agitación y la competencia furiosa con el semejante como el medio para alcanzar la cima del reconocimiento y la admiración, contrario también a los imperativos de la felicidad obligatoria, Cioran pone el acento en la carencia, el vacío que nos iguala y, quizás sin proponérselo, sugiere la mesura, el transitar la vida sin mucho ruido tratando de lograr una mirada más serena sobre nuestro semejante. Una lectura reflexiva de su obra puede llevar a poner en cuestión los afanes de los redentores en turno en la política, así como los de aquellos que obsesionados con el poder —en cualquier ámbito que sea— hacen prevalecer el odio en su versión más abyecta.

 

Hay que recordar que Freud señalaba la proximidad del amor con el odio en las manifestaciones de la subjetividad, así como esperaba que el conflicto pulsional que marca al sujeto y la cultura pudiera resolverse en favor de la vida. De algún modo la escritura de Cioran contribuye a esa apuesta que es la del deseo como empuje inagotable.

 

Bibliografía

  1. Cioran, Emil, Cahiers, Gallimad, Paris, 1997.
  2. Cioran, Emil, Conversaciones, Tusquets, Barcelona, 1997.
  3. ___________ Cuadernos (1957-1972), Tusquets, Barcelona, 2000.
  4. ___________ Écartelement. En Ouvres, Gallimard, Paris, coll. “Quarto”, 1995.
  5. ___________ En las cimas de la desesperación, Tusquets, Madrid, 1991.
  6. ___________ Histoire et utopie, en Ouvres, Gallimard, Paris, coll. “Quarto”, 1995.
  7. ___________ La tentación de existir, Taurus, Madrid, 1973.
  8. Freud, Sigmund, Obras completas, Tomo XXI, Amorrortu, Buenos Aires, 1979.

 

Notas
[1]Cfr. Freud, Sigmund. El malestar en la cultura. En Obras completas, Tomo XXI. Amorrortu, Buenos Aires, p. 57.
[2] Freud, Sigmund. Acerca de una cosmovisión. En Freud, Sigmund. Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. Obras completas, Tomo XXII. Amorrortu, Buenos Aires, 1979, p. 154.  
[3] Cioran, Emil. Cuadernos (1957-1972). Tusquets, Barcelona, 2000, p. 175 (las cursivas son mías).
[4] Cioran, Emil. La tentación de existir. Taurus, Madrid, 1973, p. 9.
[5] Cioran, Emil. Conversaciones. Tusquets, Barcelona, 1997, p. 188.
[6] Cioran, Emil. Écartelement. En Ouvres, Gallimard, Paris, coll. “Quarto”, 1995, p. 1486.
[7] Cioran, Emil. Cahiers. Gallimad, Paris, 1997, p. 582.
[8] Cioran, Emil. En las cimas de la desesperación. Tusquets, Madrid, 1991, p. 21.
[9] Cioran, Emil. Cahiers. Op. Cit., p. 555.
[10] Citado por G. Liicenanu, Itinéraiores d?une vie: Cioran, Emil. Michalon, Paris, 1995, p. 29.
[11] Cioran, Emil. Cuadernos. Op. Cit., p. 136.
[12] Cioran, Emil. Breviario de podredumbre. Taurus, Madrid, p. 184.
[13] Cioran, Emil. Histoire et utopie. En Ouvres, Gallimard, Paris, coll. “Quarto”, 1995, p. 1050.