Antonio Zirión Quijano, Historia de la fenomenología en México, Jitanjáfora, Morelia, 2003.
Hace algunos años, un comité institucional de evaluación realizó una inspección, bastante superficial, aunque igualmente rígida, y de funestas consecuencias, de cierto programa de posgrado. El programa llevaba más de nueve años operando y su planteamiento básico era —y de algún modo sigue siéndolo— proporcionar determinadas herramientas filosóficas, estéticas y científicas para comprender o al menos disponerse a comprender algunas líneas esenciales de la constitución de la época moderna. El comité de evaluación encontró varias deficiencias en el planteamiento y en el desarrollo, de las cuales recuerdo ahora tres de ellas, bajo la forma de ausencias: primero, no aparecía Marx ni el marxismo como eje formativo del programa; segundo, no se daba importancia alguna a los estudios de género; y, tercero, no se hallaba en el plan de estudios ninguna referencia a la filosofía mexicana o latinoamericana.
No resultó nada fácil responder a semejantes objeciones. En principio, era como si se le criticara a una taquería no ofrecer pollos Kentucky, o a una librería no vender velos de novia. O viceversa. Pero de todas formas persistía entre el equipo de profesores de aquel programa cierta desazón.
¿Se nos había olvidado Marx? En cualquier caso, antes de resolver que se trataba de un esquema periclitado, había en el entorno académico inmediato quizá demasiados programas en los que el filósofo alemán no sólo era estudiado, sino religiosamente venerado. ¿El feminismo tendría que ver con las grandes líneas de fuerza del pensamiento moderno y contemporáneo? Lo innegable es que se conocían obras y profundas reflexiones hechas por mujeres, como María Zambrano, Julia Kristeva, Simone Weil y Hanna Arendt, por el lado de la filosofía, o Jane Austen, Virginia Wolf y Emiliy Dickinson, por el lado de la literatura, y sólo por mencionar apresuradamente a algunas de las más conspicuas. Pero estas obras, ¿son, propiamente, feministas? No es nada seguro, y no obligaba a incluir esa literatura postmachista o archimachista que a veces son los famosos “estudios de género”. Por último, la cuestión de la “filosofía mexicana o latinoamericana” generó aún más desazón.
¿Ha habido una filosofía singularmente “mexicana”? Esta pregunta es, si no impertinente, verdaderamente incómoda. Que, como mera evidencia, haya habido filósofos en México, y que, trabajando en este país, o haciendo de “lo mexicano” alguno de sus temas, ¿autoriza a hablar de una filosofía nacional, de una filosofía mexicana? Hay muchísimas posibilidades de hacer el ridículo si se responde por la vía afirmativa, pero negarlo tajantemente tampoco parece del todo satisfactorio. En un extremo, sería como asegurar que también puede existir una filosofía tamaulipeca, o guadalupana, o “subjetiva”, y, en el otro extremo, que la filosofía es una y la misma pregunta perenne que se han hecho los hombres —uno y el mismo— desde el paleolítico hasta la posmodernidad.
Quizá sería mejor trazar una línea de fuga o una línea fronteriza y proponer que en todo Estado Nacional, o en cada época o “corte epocal” existe, aun de modo difuso y fragmentario, una singular distorsión de la tradición filosófica, una recepción escorzada de un discurso que si algo podría caracterizar sería justamente su posición de ruptura o disolución de los límites impuestos por las exigencias de una “identidad nacional” o de una “conciencia epocal”.
Habría, de aceptar este expediente, que sin resolver esquiva un poco la incomodidad, una filosofía teñida por determinadas tinturas particulares, por un cierto color o sabor local. En el espacio, en el tiempo. Es casi excesivo, aunque habitual, hablar de una “filosofía francesa”, o de una “filosofía inglesa”, por más que al enunciarlo así sabríamos, por la fuerza de sus respectivas tradiciones, a qué atenernos. No ocurre lo mismo si, por el contrario, pensamos en una literatura rusa, o vietnamita, o portuguesa, o, para el caso, “mexicana”. En la literatura es legítimo y aun esperable reconocer esos colores o sabores; en la filosofía suele prevalecer por regla general una aspiración más neutra, más, según se dice, desterritorializada.
A decir verdad, a la filosofía nunca le vienen ni le han venido muy bien los gentilicios, ni los patronímicos. Hay cierta reluctancia incluso a la adjetivación. En eso es similar a las ciencias. Si no se rigen por un criterio de universalidad, de validez general, ¿podrían seguir llamándose como se llaman? ¿Es la Teoría de la Relatividad una concreción del espíritu teutónico? ¿Es el ego cogito un invento del esprit de sagesse de los franceses? No nos precipitemos, no aquí, en las respuestas.
En vez de zanjar esta cuestión, acaso inzanjable, lo que sí se puede explorar, y es precisamente lo que encontraremos en un libro como el de Antonio Zirión que aquí nos convoca, es el modo o los modos en que esta tradición, en determinado país, en determinadas épocas, ha sido recibida, entendida o malentendida, deformada o reformada, olvidada o puesta a trabajar, enriquecida o disminuida. Es el caso de esa demandante exigencia filosófica que conocemos con el término “Fenomenología”.
Habría muchas cosas en las cuales pertinentemente detenerse, pero la pregunta que a la larga emerge si es o ha sido posible una fenomenología a la mexicana, sea esto lo que sea. Por ejemplo, después de reseñar los momentos más importantes de esta historia, salpicada de fidelidades malsanas y de traiciones saludables, Antonio Zirión enumera los rasgos básicos de lo que ha sido la recepción, en México, de esta amplia y no poco abigarrada corriente filosófica.
En primer lugar, se la ha tendido a reducir al talle de un método, descuidando la pretensión más general de ser una —o la— filosofía cuando se siente capaz de alcanzar el rango de ciencia.
En segundo lugar, se ha tendido igualmente a circunscribir este método a uno de sus componentes, a saber, la reducción eidética, descuidando aspectos tan importantes como la intencionalidad y la reducción trascendental. Esta circunscripción ha permitido, entre otras cosas, que la fenomenología pueda “aplicarse” como desde fuera a todo un conjunto previamente dado de objetos o problemas.
En tercer lugar, y derivado de lo anterior, la fenomenología en México se ha pensado —y practicado— de manera general como una variante del platonismo, sin detenerse a reflexionar lo que sobre la complejidad de esta dependencia ha sugerido el propio Husserl.
En cuarto lugar, pero esto de seguro pasa en cualquier parte del mundo, y con prácticamente cualquier filosofía, se ha hecho de ella un ejercicio escolástico.
En quinto lugar, se ha impuesto el prejuicio de que hay “la” Fenomenologia, cuyos intérpretes máximos o sumos sacerdotes son Husserl, Scheler y Heidegger, en ese orden, y que ellos conducen directamente al “existencialismo”. Esto no resiste el más simple o elemental análisis histórico.
En sexto lugar, se ha visto en ella una prolongación —de raigambre inocultablemente metafísica— del cartesianismo. Más que una escolástica, de la Fenomenologia se extrae una teología. Artera, como todas.
En séptimo y último lugar, se ha leído a Husserl como epítome del intelectualismo, del racionalismo y del antivitalismo. Y esto es también resultado de una lectura apresurada, interesada, ignorante o sesgada del filósofo fundador.
A la vista de estos rasgos característicos, convengamos rápidamente en lo siguiente: no hay una Fenomenologia, y esto significa, en un nivel superior, no hay una filosofía “mexicana”. Bendito, por otra parte, sea el señor. Lo que hay es un esfuerzo, patético, a veces cínico, por fortuna trágico, por poner a la filosofía al servicio de una presunta “esencia” de lo mexicano (o, por extensión, de lo latinoamericano, o de lo hispánico). Pero esta propensión a encontrar “esencias” tiene que ver con una historia, con una historia particularmente brutal de desencuentros y pérdidas de lo propio, si es que en algún momento de su existencia los pueblos hallan algo de lo cual apropiarse.
La Fenomenologia “prende” en cierto momento de la historia de este país, para enseguida entrar en un impasse y experimentar de pronto, aunque de manera desigual, un nuevo impulso. Ha tenido que lidiar con modalidades bastante agresivas del pensamiento, como el positivismo, el marxismo, el espiritualismo y, más recientemente, el estructuralismo y el llamado “post”estructuralismo, que en realidad comienza a coquetear abiertamente con la Fenomenologia en sus vertientes más hermeneutizantes, si la palabra no me es censurada. Ha tenido que lidiar, más allá de estas versiones rivales del saber y la sabiduría, con la pura necedad, la ignorancia y, hay que decirlo, la política, para no desmerecer demasiado de sí misma.
Tal vez sea lo único que en este libro mesurado y respetuoso y, ello no obstante, saludablemente implacable, echaríamos de menos: una historia controversial de la Fenomenologia, un relato aun más vivo de los debates y enfrentamientos filosóficos y científicos en los que, aquí como allá, y en un plano no solamente anecdótico, se ha visto involucrada. Porque sin ella y sin sus combates, sin la nobleza de sus naufragios y rescates, simplemente no se comprendería en absoluto esa maravilla catastrófica que ha sido el siglo veinte y que seguramente continuará siendo este siglo presente.
Un buen libro no es lo que es, sino lo que augura, lo que inaugura, y en ese punto todos estaremos de acuerdo en que este libro es ahora.
Muchas gracias, y muchas felicidades a Antonio Zirión y al creativo equipo moreliano de Jitanjáfora, que sigue, increíblemente, contra viento y marea, apostando por el regocijo de la inteligencia, por este excelente y muy oportuno libro.
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