¿Qué hacer con el prójimo? ¿Con qué intención? Reflexión desde San Agustín

CHARLES-ANDRÉ VAN LOO, “SAN AGUSTÍN Y LOS DONATISTAS” (1753)

 

Resumen

Nuestro prójimo es aquel con quien hemos de ejercitar la misericordia, si la necesita, o con quien debiéramos ejercitarla si la necesitara. Es aquel que recíprocamente debe ejecutar esto con nosotros. El nombre de prójimo indica relación y nadie puede ser prójimo sino de su prójimo, define San Agustín. Para este trabajo me propongo exponer lo que San Agustín sostiene respecto a qué hacer con el prójimo, una vez que nos hemos hecho prójimos, a un nivel más profundo, esto es, el del uti y el frui. Es más profundo, porque el mandamiento de la Escritura para con el prójimo es amarlo. Pero ¿de qué clase de amor se trata?, esto es, ¿con qué intensión se ama al prójimo? Lo que se trata es de conocer el fin del amor al prójimo, por eso que se pregunte qué hacer con él en el pensamiento agustiniano.

Palabras clave: Dios, hombre, prójimo, amor, gozar, usar.

 

Abstract

Our neighbor is the one with whom we must exercise mercy, if he needs it, or with whom we should exercise it if he ever needs it. He is the one who reciprocally must execute this with us. The name of neighbor indicates relationship, and no one can be a neighbor but to his neighbor, defines Saint Augustine. For this work I propose to expose what Saint Augustine maintains regarding what to do with others, once we have become neighbors, at a deeper level, that is, that of the uti and the frui. It is deeper, because the commandment of the Scripture towards your neighbor is to love him. But what kind of love is it? That is, with what intention do you love your neighbor? It is about knowing the goal of loving your neighbor, that is why we wonder what to do with it within the Augustinian thinking.

Keywords: God, man, neighbor, love, enjoy, use.

 

“Escuchar, hacerse prójimo y dar testimonio” dijo, alguna vez, Francisco I. Hay que escuchar, pues, para hacerse prójimo, y una vez hecho esto, es menester dar testimonio de ello. Gran cosa es, entonces, hacerse prójimo. ¿Y quién es prójimo? “[…] nuestro prójimo es aquel con quien hemos de ejercitar la misericordia, si la necesita, o con quien debiéramos ejercitarla si la necesitara. […] también es nuestro prójimo aquel que recíprocamente debe ejecutar esto con nosotros. El nombre de prójimo indica relación y nadie puede ser prójimo sino de su prójimo”,[1] define el hiponense. En el supuesto de que queda clara la definición de prójimo y de que es una tarea la de hacerse prójimo, para este trabajo me propongo exponer lo que san Agustín sostiene respecto a qué hacer con el prójimo, una vez que nos hemos hecho prójimos, a un nivel, así lo creo, más profundo, esto es, el del uti y el frui. Digo que es más profundo, porque, y la escritura es clara, el mandamiento para con el prójimo es amarlo. Desde el Levítico se dice “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.[2] En el Evangelio de Mateo[3] y en el Evangelio de Marcos[4] encontramos que Cristo indica que amar al prójimo como a uno mismo es el segundo mandamiento. En su Carta a los Romanos[5] y en su Carta a los Gálatas san Pablo insiste en ello. En la Carta de Santiago, éste lo recuerda. A la pregunta de qué hacer con el prójimo, la Escritura es, pues, y repito, clara a saber; lo que hay que hacer es amarlo. Pero ¿de qué clase de amor se trata?, o, más bien, ¿con qué intensión se ama al prójimo?, “Porque conocer el fin al que se ordena cada cosa no les ha sido concedido a los seres irracionales ni a los mismos seres racionales insensatos. Como tampoco puede usar de una cosa si ignora el fin para el que ha sido ordenada, y nadie puede saberlo si no es sabio”. Y es sobre esto sobre lo que se trata este trabajo, conocer el fin del amor al prójimo, por eso que se pregunte, de entrada, qué hacer con él. En este punto, entonces, entra la reflexión de san Agustín.

 

¿Qué hacer con el prójimo?

 

En el libro primero de su obra De Doctrina Cristiana, estudia la relación entre el amor a Dios y el amor al prójimo. Después de todo, amar a Dios es el primer mandamiento. Cristo dice “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento”,[6] y el segundo es semejante a éste. Aunque como dice San Juan en su Primera Carta: “El que dice: «Amo a Dios», y no ama a su hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve?”,[7] decir que es semejante no significa que es igual. Es decir, el amor a Dios no es, en el mismo sentido, aunque sea amor también, amor al prójimo y viceversa.

 

Entonces san Agustín, en su obra La Doctrina Cristiana, dice:

 

De entre todas las cosas que existen, únicamente debemos gozar de aquellas que […] son inmudables y eternas; de las restantes hemos de usar para poder conseguir el gozo de las primeras. Nosotros, que gozamos y usamos de todas las cosas, somos también una cosa. Ciertamente gran cosa es el hombre, pues fue hecho a imagen y semejanza de Dios, no en cuanto se ajusta al cuerpo mortal, sino en cuanto que es superior a las bestias por la excelencia del alma racional. Aquí se suscita la gran cuestión, si el hombre debe gozar de sí mismo, o usar; o si gozar y usar. Se nos ha dado un precepto de amarnos unos a otros. Pero se pregunta: ¿Se debe amar al hombre por causa del hombre o por otra cosa distinta? Si se le ama por él, es gozar; si se le ama por otro motivo, es usar de él. A mí me parece que debe ser amado por otro motivo, pues lo que debe amarse por sí mismo constituye en sí mismo la vida bienaventurada, la cual, aunque todavía no la poseemos, sin embargo, su esperanza nos consuela en esta vida. Maldito, dice la Escritura, el que pone la esperanza en el hombre.[8]

 

La pregunta de qué hacer con el prójimo se precisa según la intención o fin de que se trate. Si lo que hay que hacer es amarlo, ahora ha de preguntarse si se le ha de amar por sí mismo, esto es, por causa de sí, o por otra cosa distinta a él, esto es, si se lo ha de gozar, frui, o de usar, uti. Es decir, o se lo ama gozándolo o se lo ama usándolo. La respuesta también ya está dada. San Agustín dice que “Si se le ama por él, es gozar; si se le ama por otro motivo, es usar de él. A mí me parece que debe ser amado por otro motivo, pues lo que debe amarse por sí mismo constituye en sí mismo la vida bienaventurada”. No obstante, esta respuesta ha de entenderse adecuadamente, ya que presenta un problema y la solución no es tan sencilla y amerita que se la comprenda cabalmente. El problema es que —lo digo desde mí, pero un tanto pensando que muchos pensarán lo mismo— es difícil aceptar que al prójimo hay que usarlo o amarlo usándolo, como conclusión inmediata de lo dicho por el Obispo de Hipona.

 

Así pues, en lo que sigue, en primer lugar, expondré a qué se refiere san Agustín con frui, gozar, y uti, usar, en el marco del amor que ha de tenerse o profesarse al prójimo, en otras obras suyas anteriores a De Doctrina Cristiana, pues, es en esta obra en la que san Agustín cifra su solución, y precisaré el sentido que da san Agustín al amor al prójimo dentro de la diferencia del frui y el uti en esta obra; y, en segundo, siguiendo a Luc Verheijen,[9] O. S. A., propondré una solución al problema planteado. Me serviré de referencias constantes, algunas de ellas extensas, a las obras del santo Doctor de la Gracia, para dejarlo hablar y de ellas, al final, intentar dar con una solución.

 

San Agustín, en sus primeras obras, adelanta en especificaciones sobre el frui y el uti como formas de amor y causas de la felicidad. En algunos escritos sólo se específica el frui. En su Contra Académicos, por ejemplo, dice que “[…] la sabiduría no sólo es la ciencia, sino también la inquisición de las cosas divinas y humanas. Y si quieres dividir esta definición, la primera parte, que implica ciencia, conviene a Dios; la segunda, que se contenta con la investigación, propia es de los hombres. Por aquélla es dichoso Dios, por ésta el hombre”;[10] en su Acerca de la vida feliz sostiene:

 

Pero ¿qué es la Sabiduría de Dios sino la Verdad? Porque Él ha dicho: Yo soy la verdad. Más la verdad encierra una suprema Medida, de la que procede y a la que retorna enteramente. Y esta medida suma lo es por sí misma, no por ninguna cosa extrínseca. Y siendo perfecta y suma, es también verdadera Medida. Y así como la Verdad procede de la Medida, así ésta se manifiesta en la Verdad. Nunca hubo Verdad sin Medida ni Medida sin Verdad. ¿Quién es el Hijo de Dios? Escrito está: la Verdad. ¿Quién es el que no tiene Padre sino la suma Medida? Luego el que viniere a la suprema Regla o Medida por la Verdad es el hombre feliz. Esto es poseer a Dios, esto es gozar de Dios. Las demás cosas, aunque estén en las manos de Dios, no lo poseen.[11]

 

Por lo tanto, la dicha (o el gozo) del hombre sabio está, pues, en Dios, esto es, el sumo bien. El hombre feliz goza de Dios porque viene a la suprema Regla por la Verdad, también puede concluirse.

 

En su obra De las costumbres de la Iglesia Católica y de las costumbres de los maniqueos san Agustín se plantea lo que ha de ser el hombre feliz:

 

Veamos, pues, a la luz de la razón, lo que debe ser la vida del hombre. Es cierto que todos queremos vivir una vida feliz, y no hay nadie que no asienta a esta proposición aun antes de terminar su enunciado. Más feliz, a mi juicio, no es el que no posee lo que ama, cualquiera que sea el objeto de su amor; ni el que posee lo que ama, si es nocivo; ni el que no ama lo que tiene, aunque sea muy bueno. Pues el que arde en deseos de lo que no puede conseguir, él mismo es su crucifixión; el que obtiene lo que no debiera amar, funestamente se engaña, y no está sano el que no desea lo que debiera conseguir. En ninguno de estos estados está el alma libre de miseria; y como la miseria y la felicidad no pueden estar juntas a la vez en el hombre, por eso en ninguno de éstos es feliz. Sólo queda una cuarta situación, en la que se puede dar la vida feliz, y es la producida por el amor y posesión del sumo bien del hombre. ¿Qué es gozar, sino tener la presencia de lo que amas? Nadie sin gozar del sumo bien del hombre es dichoso; y el que disfruta de él, ¿puede no serlo? Es preciso, pues, si queremos ser felices, la presencia en nosotros del sumo bien.[12]

 

Gozar, pues, es tener la presencia de lo amado, pero esto debe ser el Sumo Bien, porque nadie es dichoso sin gozar del Sumo Bien. Más adelante, en la misma obra, señala que “Sólo Dios merece nuestro amor; todo lo demás, todo lo sensible, al contrario, es digno de desprecio y de qué nos sirvamos únicamente de ello en la medida de las necesidades de la vida”.[13] Concisamente, a Dios, que merece nuestro amor, se lo goza, mientras que a todo lo sensible se lo ha de usar para satisfacer las necesidades de la vida.

 

En su obra De la verdadera religión san Agustín, hablando del amor al prójimo, dice, sobre el uti, que quien lo ama “[…] mientras vive, usa de los amigos para mostrarles su generosidad; de los enemigos, para ejercitar su paciencia; de otros que puede, para hacerles bien; de todos, para abrazarlos con su benevolencia. Y si bien no ama las cosas temporales, usa bien de ellas, y, según su fortuna, busca el provecho de algunos hombres si no puede favorecer a todos”.[14] El que ama a su prójimo, pues, usa de él. Lo ama, sí, pero para mostrar su generosidad, ejercitar su paciencia, etc. Más adelante, en la misma obra, dice que:

 

Quienes usan, pues, mal de semejante bien del espíritu, buscando fuera de él las cosas visibles, que debieron servirles de acicate para subir y amar las espirituales, serán arrojados en las tinieblas exteriores, cuyo principio son la prudencia de la carne y la degradación de los sentidos del cuerpo y los que se deleitan con guerras, serán alejados de la paz y arrollados con sumas dificultades, pues principio de la máxima dificultad es la guerra y la contienda.[15]

 

En este caso el uti se refiere a las facultades humanas, es decir, éstas deben ser útiles para subir y amar lo espiritual, no para lo contrario. En otro capítulo, sobre la idolatría, señala que “De aquí nace la impiedad, tanto en los que pecan como en los condenados por sus pecados […] en la misma condena agravan su culpabilidad, amando y sirviendo a las criaturas más que al Creador y venerándolas en todas sus partes, desde lo más alto hasta lo más bajo”.[16] Se sigue que disfrutar de las creaturas contra los mandamientos de Dios es un mal Uti que se opone al Bien al que tiende la libre voluntad.

 

Frui y Uti aparecen juntos en Del Orden cuando, interrogado por san Agustín, Licencio responde que:

 

El alma del sabio —dijo él—, purificada con las virtudes y unida ya a Dios, merece el nombre de sabia, ni hay en ella otra porción digna de tal calificativo; con todo, aún militan a su servicio cierta como sordidez y despojos, de que se ha purificado, y como desnudado, retirándose dentro de sí mismo. O si toda ella se ha de llamar alma, sirven esas cosas y viven sometidas a la porción a la que sólo conviene el nombre de sabia […] El sabio, pues, abraza a Dios y goza de su ser eterno sin sucesión ni alternativa temporal, y por lo mismo que verdaderamente es, siempre presente. Y permaneciendo inmutable y en sí mismo, cuida de los bienes de su esclavo, usándolos bien y conservándolos sobriamente, como fámulo morigerado y diligente.[17]

 

En El libre albedrío san Agustín reúne, de nuevo, Frui y Uti y dice que:

 

[…] hemos distinguido bien claramente dos géneros de cosas, eternas y temporales; y también dos suertes de hombres, unos que siguen y aman las eternas y otros las temporales. Por otra parte, ha quedado asentado que se encuentra en la voluntad de cada uno lo que ha de seguir y obrar, y que no hay cosa alguna, si no es la voluntad que pueda derrocar a la mente del trono de su reino y del orden justo. Es claro también que no se debe culpar a las criaturas del mal uso que de ellas hacen, sino al mismo que de ellas abusa […] En consecuencia, conviene ahora considerar con atención si el obrar mal no consiste en otra cosa que en despreciar los bienes eternos, de los cuales goza la mente por sí misma y por sí misma percibe, y que no puede perder si los ama; y en procurar, por el contrario, como cosa grande y admirable, los bienes temporales, que se gozan por el cuerpo, la parte más vil del hombre, y que nunca podemos tener como seguros.[18]

 

En ambas obras se describe al sabio como aquel que abraza, en el frui, a Dios y los bienes eternos, que no pueden perderse. Asimismo, se lo describe como a quien evita el uti inmoderado y malo.

 

En la cuestión 30 de su obra Ochenta y tres cuestiones diversas, del 394, san Agustín se pregunta si todas las cosas han sido creadas para la utilidad del hombre y su respuesta es el tratamiento más extenso de los conceptos que venimos siguiendo, con anterioridad a su De Doctrina Cristiana. Dice san Agustín que:

 

Como hay diferencia entre lo honesto y lo útil, también la hay entre el gozar y el usar. Y aun cuando pueda defenderse agudamente que todo lo honesto es útil y todo lo útil es honesto, con todo, porque es más exacto y más usual llamar honesto a aquello que es deseable por sí mismo, y útil a lo que se refiere a otro fin, nosotros hablamos aquí según esta distinción, defendiendo sin dudar que lo honesto y lo útil no se contradicen en manera alguna. Porque a veces por ignorancia y superficialmente se cree que se oponen uno y otro. Se dice que gozamos de una cosa cuando de ella recibimos placer; que usamos de ella cuando la referimos a la causa de donde debe conseguirse el placer. De este modo, toda perversión humana, que se llama también vicio, consiste en querer usar de lo que debe gozarse, y gozar de lo que debe usarse. Y a su vez, toda rectitud, que se llama también virtud, consiste en gozar de lo que debe gozarse, y usar de lo que debe usarse. En efecto, ha de gozarse de lo que es honesto, y ha de usarse lo que es útil. Yo llamo honestidad a la belleza inteligible, a la que propiamente llamamos espiritual, y utilidad a la divina Providencia. […] es conveniente gozar de las cosas bellas invisibles, es decir, honestas. Si de todas, es otra cuestión; aunque quizá deba llamarse honesto solamente a aquello que debe gozarse. Y debe usarse de todas las cosas útiles según se necesite de cada una de ellas. Incluso no es irracional pensar que hasta disfrutan las bestias del alimento y de cualquier placer corporal; en cambio, usar de las cosas no puede hacerlo sino el animal racional. Porque conocer el fin al que se ordena cada cosa no les ha sido concedido a los seres irracionales ni a los mismos seres racionales insensatos. Como tampoco puede usar de una cosa si ignora el fin para el que ha sido ordenada, y nadie puede saberlo si no es sabio. […] Dios no debe ser ordenado a otra cosa alguna, porque todo lo que debe ser ordenado a otra cosa es inferior a aquello a lo que debe ser ordenado, y no hay cosa alguna superior a Dios, no por el espacio, sino por la excelencia de su naturaleza. Luego todo lo que ha sido creado, para el uso del hombre ha sido creado. Porque la razón, que le ha sido dada al hombre, usa de todo por el juicio. Además, antes de la caída no usaba por tolerancia, ni usa después de la caída, sino una vez convertido ya en amigo de Dios, en cuanto es posible, y todavía antes de la muerte del cuerpo, porque es servidor de buen grado.[19]

 

En las Cuestiones, pues, hace coincidir la diferencia entre gozar y usar con la que hay entre lo honesto y lo útil. La definición más precisa de lo honesto es lo que se busca por sí mismo y lo útil es lo que se relaciona con alguna otra cosa, como sostenía ya en su primera obra, hoy perdida, De pulchro et apto, de la que dice en las Confesiones:

 

Y notaba yo y veía que en los mismos cuerpos una cosa era el todo, y como tal hermoso, y otro lo que era conveniente, por acomodarse aptamente a alguna cosa, como la parte del cuerpo respecto del conjunto, el calzado respecto del pie, y otras cosas semejantes. Esta consideración brotó en mi alma de lo íntimo de mi corazón, y escribí unos libros sobre Lo bello y lo conveniente […].[20]

 

Pero las Cuestiones siguen. Dice el autor de La Ciudad de Dios, que entre lo honesto y lo útil no hay oposición, porque lo primero es belleza espiritual y lo segundo se vincula con la divina providencia. Por último, quisiera recordar que sólo el sabio es capaz de un uti apropiado, porque es el único que sabe con qué se relaciona cada cosa, incluidos nosotros, los hombres.

 

El sentido de la solución agustiniana al problema planteado me parece, se encuentra ya esbozado en el caso, que describe en sus Confesiones, de la muerte de aquel amigo anónimo. Es fácil notar que el frui y el uti remiten al prójimo que llamamos amigo. De hecho, Cristo mismo nos hizo sus amigos cuando dijo “Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre”.[21] El tema del prójimo y qué hacer con él o, mejor, con qué intención amarlo lo vislumbra el teólogo africano en la exposición de ese recuerdo tan doloroso. Dice san Agustín:

 

En aquellos años, en el tiempo en que por vez primera abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo, a quien amé con exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Pero entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes tú aglutinas entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado. Con todo, era para mí aquella amistad —amasada con el calor de estudios semejantes— dulce sobremanera. Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe, no muy bien hermanada y arraigada todavía en su adolescencia, inclinándole hacia aquellas fábulas supersticiosas y perjudiciales, por las que me lloraba mi madre. Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él. […] Mas tú, Señor, le libraste de mi locura, a fin de ser guardado en ti para mi consuelo, pues pocos días después, estando yo ausente, le repitieron las calenturas y murió. ¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado con él se me volvía sin él crudelísimo suplicio. Le buscaban por todas partes mis ojos y no parecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: «He aquí que ya viene». Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a mi alma por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le decía: «Espera en Dios», ella no me hacía caso, y con razón; porque más real y mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que no aquel fantasma en que se le ordenaba que esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón […] Era yo miserable, como lo es toda alma prisionera del amor de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sintiendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de que las pierda. Así era yo en aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente y descansaba en la amargura. Y tan miserable era que aún más que a aquel amigo carísimo amaba yo la misma vida miserable. Porque aunque quisiera trocarla, no quería, sin embargo, perderla más que al amigo, y aun no sé si quisiera perderla por él, como se dice de Orestes y Pílades —si no es cosa inventada—, que querían morir el uno por el otro o ambos al mismo tiempo, por serles más duro que la muerte no poder vivir juntos. Más no sé qué afecto había nacido en mí, muy contrario a éste, porque sentía un grandísimo tedio de vivir y al mismo tiempo tenía miedo de morir. Creo que cuanto más amaba yo al amigo, tanto más odiaba y temía a la muerte, como a un crudelísimo enemigo que me lo había arrebatado, y pensaba que ella acabaría de repente con todos los hombres, pues había podido acabar con aquél.[22]

 

Digo que se encuentra ya esbozada la solución porque el dolor que siente san Agustín se debe a que amaba a su amigo a causa de sí mismo; y si bien no quería vivir sin él, tampoco quería morir. La muerte del amigo es el fin del amor al amigo si a este se lo ama con la intención de gozarlo, pero ¿cómo no hacerlo? Sin embargo, y no hay que olvidarlo, como lo recuerda nuestro autor, maldito el que pone la esperanza en el hombre. Y así, maldito, se sentía en esa época nuestro autor.

 

Pero vayamos ya a la solución. La cuestión planteada es si los seres humanos han de disfrutar de sí o usar de sí. La respuesta parece apuntar a la segunda opción. Pero ¿qué entiende san Agustín por Frui y Uti? En la misma obra La Doctrina Cristiana define uno y otro concepto así: “Gozar es adherirse a una cosa por el amor de ella misma. Usar es emplear lo que está en uso para conseguir lo que se ama, si es que debe ser amado. El uso ilícito más bien debe llamarse abuso o corruptela”.[23] Entonces gozar es adherirse con amor a algo por sí mismo y usar es emplear lo conducente para conseguir lo amado, si es que debe ser amado. Ya había quedado en claro, en el camino seguido de las primeras obras del autor de las Confesiones hasta ésta, que las realidades eternas e inmutables son las únicas que deben disfrutarse, mientras que lo demás, todo lo sensible, ha de ser utilizado. Se apuntaba, ya que en su escrito La Doctrina Cristiana san Agustín dice que:

 

De entre todas las cosas que existen, únicamente debemos gozar de aquellas que, como dijimos, son inmudables y eternas; de las restantes hemos de usar para poder conseguir el gozo de las primeras. Nosotros, que gozamos y usamos de todas las cosas, somos también una cosa. Ciertamente gran cosa es el hombre, pues fue hecho a imagen y semejanza de Dios, no en cuanto se ajusta al cuerpo mortal, sino en cuanto que es superior a las bestias por la excelencia del alma racional. Aquí se suscita la gran cuestión, si el hombre debe gozar de sí mismo, o usar; o si gozar y usar. Se nos ha dado un precepto de amarnos unos a otros. Pero se pregunta: ¿Se debe amar al hombre por causa del hombre o por otra cosa distinta? Si se le ama por él, es gozar; si se le ama por otro motivo, es usar de él. A mí me parece que debe ser amado por otro motivo, pues lo que debe amarse por sí mismo constituye en sí mismo la vida bienaventurada, la cual, aunque todavía no la poseemos, sin embargo, su esperanza nos consuela en esta vida. Maldito, dice la Escritura, el que pone la esperanza en el hombre.[24]

 

Enseguida agrega —y cito, de nuevo, extensamente, pues en lo que sigue se encuentra la solución al problema de qué hacer con el prójimo y con qué intención amarlo—:

 

Es más, si bien se considera, ni aun de sí mismo debe gozar el hombre, porque nadie debe amarse a sí mismo por sí mismo, sino por aquel de quien debe gozar. Entonces es el hombre perfecto, cuando dirige toda su vida hacia la vida inmudable, uniéndose a ella con todo su afecto. Si se ama a sí mismo por sí mismo, no se encamina hacia Dios, pues dirigido a sí propio, se aleja de lo inmudable. Y, por tanto, ya goza de sí con algún defecto, pues mejor es el hombre cuando enteramente se une y se abraza con el bien inmudable, que cuando se aleja de él para volverse a sí mismo. Luego si a ti mismo no te debes amar por ti mismo, sino por aquel que es el rectísimo fin de tu amor, no arda en cólera ningún otro hombre porque también le amas a él, no por él, sino por Dios. Dios ha establecido esta regla de amor: Amarás —dijo— a tu prójimo como a ti mismo; pero a Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu entendimiento, a fin de que dirijas todos tus pensamientos, toda tu vida, toda tu mente hacia aquel de quien recibiste las mismas cosas que le consagras. Cuando dice: Con tu corazón, con toda tu alma, con todo el entendimiento, ninguna parte de nuestra vida omite que deba eximirse de cumplir este deber para entregarse al gozo de otra distinta, sino que manda que todo lo que fuera de Dios se presente al alma para ser amado, sea como arrastrado hacia el bien adonde se dirige todo el ímpetu del amor. Cualquiera que ama rectamente a su prójimo ha de procurar que también éste ame a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente; de este modo, amándole como a sí mismo, todo su amor y el del prójimo lo encamina al amor de Dios, cuyo amor no permite que nazca de él algún arroyuelo que disminuya el caudal por tal filtración. […] No hubo necesidad de dar un precepto para que el hombre se amase a sí mismo y también a su cuerpo; lo que somos y lo que es inferior a nosotros, como pertenece a nosotros, lo amamos por la ley inviolable de la naturaleza, la cual también se promulgó en favor de las bestias, porque todas las bestias se aman a sí y a sus cuerpos. Restaba que se nos entregasen preceptos para amar lo que está sobre nosotros y lo que se halla junto a nosotros. El evangelista dice: Amarás a tu Dios y Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos preceptos se incluye toda la ley y los profetas. Así, pues, el fin del precepto es el amor, mas duplicado, es decir, amor de Dios y del prójimo. Si comprendes todo tu ser, esto es, tu alma y tu cuerpo, y todo el ser de tu prójimo, es decir, su alma y su cuerpo (el hombre consta de cuerpo y de alma), observarás que no se omitió en aquellos dos preceptos género alguno de cosas que deben amarse. Más como se intima el amor de Dios y aparece prescrito el modo de amarle, de tal suerte que todas las cosas converjan en él, parece que nada se dijo del amor del hombre a sí mismo. Pero al escribirse amarás al prójimo como a ti mismo no deja de intimarse al mismo tiempo el amor que cada uno debe tenerse a sí mismo. […] Vive justa y santamente el que estime en su valor todas las cosas. Éste será el que tenga el amor ordenado de suerte que ni ame lo que no deba amarse, ni deje de amar lo que debe ser amado, ni ame más lo que se debe amar menos, ni ame con igualdad lo que exige más o menos amor, ni ame, por fin, menos o más lo que por igual debe amarse. Ningún pecador debe ser amado en cuanto es pecador. A todo hombre, en cuanto hombre, se le debe amar por Dios y a Dios por sí mismo. Y como Dios debe ser amado más que todos los hombres, cada uno debe amar a Dios más que a sí mismo. También se debe amar a otro hombre más que a nuestro cuerpo; porque todas las cosas se han de amar por Dios y el hombre extraño a nosotros puede gozar de Dios con nosotros, lo que no es capaz nuestro cuerpo que vive del alma con la que gozaremos de Dios. […] Todos deben ser amados igualmente, pero cuando no se puede socorrer a todos, ante todo se ha de mirar por el bien de aquellos que, conforme a las circunstancias de lugares y tiempos de cada cosa, se hallan más unidos a ti como por una especie de suerte. Así como abundando tú en algo que debieras repartir entre los que no tienen nada, y acercándose dos de los cuales ni uno ni otro, o por la indigencia o por la necesidad, se hallasen en distinto nivel de miseria, sin poder socorrer a los dos, no harías en esta ocasión cosa más justa que echar a suertes, para dar a uno lo que no puedes dar a los dos; así también, cuando no puedas favorecer a todos los hombres, se ha de considerar como suerte la mayor o menor conexión que tuviesen contigo. […] De todos los que pueden gozar de Dios con nosotros, amamos a unos a quienes favorecemos; amamos a otros que nos favorecen; amamos a algunos de quienes necesitamos auxilio y al mismo tiempo atendemos a su indigencia; amamos, por fin, a otros a quienes no somos de ninguna utilidad, ni tampoco la esperamos de ellos. Pero debemos querer que todos amen a Dios con nosotros, y ordenar a este único fin todo el bien que les hacemos o que ellos nos hacen […] hemos de amar aun a nuestros enemigos, porque no tememos que puedan quitarnos el bien que amamos; antes bien, nos compadecemos de ellos porque, cuanto más nos odian, tanto más se alejan del bien que amamos. Si volvieren a Él, le amarían como a bien que da la bienaventuranza, y necesariamente nos amarían como compañeros participantes con ellos del bien infinito. […] Porque el que mandó a los hombres amar al prójimo, no excluyó a ninguno de los hombres de esta ley, como el mismo Señor lo demostró en el evangelio y también el apóstol San Pablo. Pues como aquel a quien propuso el Señor dichos preceptos, añadiendo que en ellos se encerraba toda la ley y los profetas, interrogase al Señor diciendo quién es mi prójimo, le propuso la parábola de un hombre que, bajando de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos ladrones, que habiéndole robado y herido gravemente le dejaron allí medio muerto. El Señor le enseñó que el prójimo era aquel que se paró ante el herido y usó de misericordia con él, reanimándole y curándole; lo que también confesó el que había preguntado. A éste dijo el Señor: Anda y haz tú lo mismo, para que entendiéramos que nuestro prójimo es aquel con quien hemos de ejercitar la misericordia, si la necesita, o con quien debiéramos ejercitarla si la necesitara. De donde se infiere, que también es nuestro prójimo aquel que recíprocamente debe ejecutar esto con nosotros. El nombre de prójimo indica relación y nadie puede ser prójimo sino de su prójimo. ¿Quién no ve que a ninguno se excluye del precepto y a nadie se niega el deber que exige la misericordia, cuando el mandato se extiende hasta los enemigos, según lo dijo el Señor: Amad a vuestros enemigos y haced bien a los que os aborrecen? Esto mismo enseña el apóstol San Pablo cuando dice: No adulterarás, no cometerás homicidio, no hurtarás, no codiciarás, y, si existe otro mandato, se encierra en esta sentencia: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pues el amor del prójimo no ejecuta mal alguno […] el mismo Señor y Dios nuestro quiso llamarse nuestro prójimo, pues Jesucristo nuestro Señor se simbolizó en el que socorrió al hombre tendido en el camino, herido, semivivo y abandonado por los ladrones. Asimismo el profeta dice en su oración como prójimo y hermano nuestro así me complacía. Pero como la naturaleza divina es infinitamente superior a la nuestra, por eso el precepto del amor a Dios es distinto del amor al prójimo. Él nos ofrece su misericordia por sola su bondad; nosotros nos ayudamos mutuamente puesta la mirada en Él; es decir, Dios se apiada de nosotros para que le gocemos, nosotros nos apiadamos mutuamente para gozarle. […] Aún no es claro el decir que gozamos de una cosa cuando la amamos por sí misma, y que solamente debemos gozar de ella cuando nos hace bienaventurados; y que de las otras usamos. Porque Dios nos ama, sin duda; y este amor de Él para con nosotros nos lo recomienda no pocas veces la divina Escritura. Luego, ¿de qué modo nos ama? ¿Para usar o para gozar de nosotros? Si para gozar de nosotros, entonces necesita de nuestra bondad, lo que nadie dirá que esté en su sano juicio. Todo bien nuestro o es Él, o procede de Él. ¿Quién puede dudar, o a quien le está oculto que la luz no necesita del esplendor de las cosas que ella ilumina? Esto lo declara el profeta con toda evidencia: Yo dije al Señor, tú eres mi Dios, porque no necesitas mis bienes. Dios, pues, no goza, sino usa de nosotros. Si Dios no goza ni usa de nosotros, no encuentro de qué modo nos ama. […] Dios no usa de nosotros como usamos nosotros de las criaturas. El uso que hacemos nosotros lo referimos a gozar de la bondad de Dios; pero el que hace Dios de nosotros lo refiere a su misma bondad. […] Luego aquel uso que se dice hace Dios de nosotros no se ordena a su utilidad, sino a la nuestra, y su fin es su bondad. Cuando usamos de misericordia nosotros mirando por el bien de alguno, lo hacemos para su utilidad y a ésta atendemos en tal circunstancia: pero, no sé cómo, también se sigue la nuestra, puesto que Dios no deja sin recompensa la misericordia que consagramos al indigente. […] Si el gozo mutuo descansara en nosotros colocando la esperanza de la felicidad en el hombre o en el ángel, nos quedaríamos atascados en el camino. Y esto es lo que el hombre y el ángel soberbios quieren adjudicarse, alegrándose cuando alguno pone su esperanza en ellos. El hombre santo y el santo ángel, cuando nos ven fatigados y deseosos de reposar y detenernos en ellos, más bien nos confortan o con el caudal que han recibido para emplearlo en nosotros, o con el que tienen para sí, pero también recibido. Y a los confortados así, los obligan a continuar el camino hacia el bien, a donde, llegando, seremos felices gozando con ellos. Por eso dice el Apóstol: ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros, o habéis sido bautizados en nombre de Pablo? Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino sólo Dios que da el crecimiento. También el ángel a quien adoraba un hombre, dice: No me adores a mí, adora más bien a Dios, porque yo también estoy debajo de Él, y ambos somos sus siervos. Cuando gozas del hombre en Dios, más bien gozas de Dios que del hombre, porque gozas del bien por el que llegarás a ser feliz; y te alegrarás de haber llegado a él, porque es el objeto en quien pusiste la esperanza para venir […] cuando se halla presente lo que se ama, es preciso que traiga consigo la delectación, pero si pasando por alto no te fijas en ella y la encaminas a donde ha de permanecer para siempre, entonces usas de ella, y sólo dirías abusiva, no propiamente que gozas de ella. Si te juntas y permaneces en ella poniendo ahí el fin de tu alegría, entonces con propiedad se dirá que gozas de ella, lo cual no debe hacerse, sino con la Trinidad, es decir, con el sumo e inmudable Bien […] la esencia y el fin de toda la divina Escritura es el amor de la cosa que hemos de gozar y de la cosa que con nosotros puede gozar de ella.[25]

 

He citado esta última vez en extenso, puesto que Luc Verheijen propone que la postura de san Agustín en su obra La Doctrina Cristiana constituye un todo coherente. En ella responde a la pregunta planteada desde el inicio, la de si los seres humanos deben gozar de sí o usar de sí. Esta magna pregunta, de acuerdo con Verheijen consta de tres partes: 1) ¿el ser humano debe gozarse?, 2) ¿el ser humano debe usarse?, y 3) ¿el ser humano debe gozarse y usarse? A la primera pregunta, de si ha de disfrutarse del hombre, Agustín responde inmediatamente que no aquí en la tierra. A la segunda cuestión, de si el hombre debe usarse, nuestro autor responde que sí aquí en la tierra. La tercera pregunta, de si el ser humano debe gozarse y usarse, es el foco de atención del Obispo de Hipona en los capítulos 22 al 34 del libro primero de obra La Doctrina Cristiana. La solución, en la interpretación de Verheijen, y con la que podemos estar de acuerdo, es que sí, lo seres humanos en esta vida deben usarse. De esta manera las respuestas a la primera y la segunda preguntas quedan inalteradas. Pero la respuesta a la tercera precisa y equilibra, porque sí, los seres humanos deben gozar de sí, en el sentido propio del término, adhiriéndose con amor a ello por sí mismo, pero en un sentido celestial, no terreno. Esto es, el frui del prójimo es in Deo, porque Dios solo, y no ninguno de los seres humanos, lleva la vida a la plena felicidad o bienaventuranza.

 

Desde sus primeras obras, como la llamada Contra Académicos,[26] Agustín propone ejemplos de un positivo frui de los hombres y las realidades del mundo, sobre todo, cuando de los amigos habla. Uti y Frui aparecerán en muchas obras, anteriores y posteriores al 396, año de redacción de La Doctrina Cristiana, y en ellas, efectivamente se propone usar de los hombres, pero con el matiz de que este uti es —o se debe acompañar de— un frui in Deo del prójimo. En la vida eterna no sólo habrá un disfrute de Dios y del prójimo, sino también un gozo de Dios juntamente con el prójimo.  

 

En conclusión, a la cuestión de qué hacer con el prójimo, Agustín y nosotros respondemos que amarlo. Él mismo definía prójimo como “[…] aquel con quien hemos de ejercitar la misericordia, si la necesita, o con quien debiéramos ejercitarla si la necesitara. […] también es nuestro prójimo aquel que recíprocamente debe ejecutar esto con nosotros. El nombre de prójimo indica relación y nadie puede ser prójimo sino de su prójimo”.[27] La misma definición, me parece, adquiere más sentido ahora que se ha respondido a nuestra segunda pregunta, la de con qué intención amar al prójimo, ahora que se sabe racionalmente el fin del amor al prójimo. Con Agustín se puede responder que con la intención de no disfrutarlo en este mundo (lo que significa no poner nuestras esperanzas en otros hombres), de sí usarlo en este mundo (lo que significa santificarse en el ejercicio de las virtudes y para acercar a los otros a Dios), pero, y, sobre todo, de gozarlo en Dios en este mundo (lo que significa ver a Dios en el prójimo).

 

Bibliografía

  1. Luc Verheijen, “Le premier libre du Doctrina Christiana: Un traité de ‘Telicologie’ biblique”, in Augusiniana Traiectina, ed. J. den Boeft and J. van Oort [París, 1987], 169-87.
  2. San Agustín, Confesiones en Obras de san Agustín II, BAC, Madrid, 1979.
  3. San Agustín, Contra Académicos en Tratados (Ed. M. Sobrino y M. Beuchot), SEP (Cien del Mundo), México, 1988 (1ª ed. 1986).
  4. San Agustín, De la utilidad de creer en Obras de san Agustín IV, BAC, Madrid, 1956.
  5. San Agustín, De la verdadera religión, Madrid, BAC, 1956.
  6. San Agustín, De la vida feliz en Obras de san Agustín I, BAC, Madrid, 1959.
  7. San Agustín, De las costumbres de la Iglesia, Madrid, BAC, 1956.
  8. San Agustín, Del libre albedrío, Madrid, BAC, 1963.
  9. San Agustín, Del Orden en Obras de san Agustín I, Madrid, BAC, 1994.
  10. San Agustín, Ochenta y tres cuestiones diversas, Madrid, BAC, 1995.
  11. San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, BAC, Madrid, 1957.

Notas
[1] San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, ed. cit., pp. 30, 31.
[2] Lev. 19, 18
[3] Mt. 5, 43; 19, 19; 22, 39
[4] Mc. 12, 31
[5] Rm. 13, 9
[6] Mt. 22, 37-38
[7] 1Jn 4, 20
[8] San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, ed. cit., pp. 22, 20
[9] Luc Verheijen, “Le premier libre du Doctrina Christiana: Un traité de ‘Telicologie’ biblique”, in Augusiniana Traiectina, ed. cit., 169-87.
[10] San Agustín, Contra Académicos en Tratados, ed. cit., pp. 8, 23
[11] San Agustín, De la vida feliz en Obras de san Agustín I, ed. cit., pp. 34
[12] San Agustín, De las costumbres de la Iglesia, ed. cit., pp. 3, 4
[13] San Agustín, De las costumbres de la Iglesia, ed. cit., pp. 20, 37
[14] San Agustín, De la verdadera religión, ed. cit., pp. 47, 91
[15] San Agustín, De la verdadera religión, ed. cit., pp. 54, 104
[16] San Agustín, De la verdadera religión, ed. cit., pp. 37, 68
[17] San Agustín, Del Orden en Obras de san Agustín I, ed. cit., pp. 2, 2, 6
[18] San Agustín, Del libre albedrío, ed. cit., pp. 1, 16, 34
[19] San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, ed. cit., pp. 30
[20] San Agustín, Confesiones en Obras de san Agustín II, ed. cit., pp. 4, 13, 20
[21] Jn 15, 15
[22] San Agustín, Confesiones en Obras de san Agustín II, ed. cit., pp. 4, 4, 7-9; .4, 6, 11
[23] San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, ed. cit., pp. 1, 4, 4
[24] San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, ed. cit., pp. 1, 22, 20
[25] San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, ed. cit., pp. 1, 22-34, 20-39
[26] San Agustín, Contra Académicos en Tratados, ed. cit., pp. 2, 3, 9
[27] San Agustín, Sobre la doctrina cristiana en Obras de san Agustín XV, ed. cit., pp. 1, 30, 31