Regreso al edén: lo demoníaco en Kierkegaard y en Dostoyevski

“El sueño de Diostoievski”, ilustración para este cuento de Eugene Ivanov (pintor, artista gráfico e ilustrador contemporáneo ruso-checo) / iStock, via Getty Images

 

Resumen

Este artículo tiene por finalidad revelar algunas similitudes entre Søren Kierkegaard (1813-1855) y Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881) a través del análisis del cuento El sueño de un hombre ridículo (1877) del escritor ruso, analizando la trayectoria y el perfil psicológico de su protagonista y narrador a la luz del concepto kierkegaardiano de lo demoníaco. Ambos pensadores han reflexionado profundamente acerca de lo que parece ser una de las más agudas enfermedades espirituales del hombre moderno: el vacío existencial y la desesperación, la falta de sentido y la falta de fe. Por consiguiente, el artículo señala también cuáles pueden ser sus vías de sanación.

Palabras clave: Dostoyevski, nihilismo, Kierkegaard, demoníaco, verdad, prójimo

 

Abstract:

This article aims to reveal some similarities between Søren Kierkegaard (1813-1855) and Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky (1821-1881) through the analysis of the tale The Dream of a Ridiculous Man (1877) by the Russian writer, analyzing trajectory and psychological profile of its protagonist and narrator in the light of the Kierkegaardian concept of the demonic. Both thinkers have deeply reflected on what seems to be one of the most acute spiritual illnesses of the modern man: existential void and despair, lack of meaning and lack of faith. Therefore, this article also reflects what remedies both prescribe for all of these problems.

Keywords: Dostoyevski; nihilism; Kierkegaard; demonic; truth; neighbor.

 

 

Introducción

El escritor ruso Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881) sigue siendo una de las más fuertes influencias en la literatura contemporánea, con aportes que incluso traspasan los límites estrictamente literarios y alcanzan a la psicología, a la filosofía y a la teología. Si bien fue su compatriota y contemporáneo Iván Turguéniev (1818-1883) quien realizó el diagnóstico del nihilismo en la literatura rusa con su novela Padres e hijos en 1862, Dostoyevski fue, sin embargo, el que tal vez profundizó más en el examen de dicho fenómeno moderno, especialmente en las obras escritas después de su período de prisión en Siberia, es decir, desde comienzos de los años 1860 hasta su muerte en 1881. Ejemplos de ello son los libros Memorias del subsuelo (1864), Crimen y Castigo (1866), El Idiota (1869), Los demonios (1872) y Los hermanos Karamázov (1880). Pero su examen del nihilismo lo encontramos no solamente en sus novelas, sino también en su producción periodística, sobre todo en los numerosos artículos de su Diario de un escritor, publicación mensual que mantuvo por varios años, a lo largo de sus últimos diez de vida. Fue justamente en el número de abril de 1877 del referido Diario de un escritor que, entre un artículo y otro, Dostoyevski publicó el cuento El sueño de un hombre ridículo, en el cual, al describir ciertos aspectos de la mentalidad nihilista, se acercó bastante a lo que postula el filósofo y teólogo danés Søren Kierkegaard (1813-1855) en sus reflexiones respecto a lo demoníaco, concepto expuesto en obras como El concepto de la angustia (1844), publicada bajo el seudónimo de Vigilius Haufniensis, y La enfermedad mortal (1849), bajo el seudónimo de Anti-Climacus. De este modo, el presente estudio busca señalar, en el mencionado cuento, algunas cuestiones en las que el pensamiento de Dostoyevski, en su crítica del nihilismo, revela puntos de intersección con el planteamiento de Kierkegaard acerca de lo demoníaco, sobre todo considerando que, más allá de los contextos ortodoxo y luterano, respectivamente, ambos parten de una cosmovisión profundamente cristiana. Toda vez que, en los tiempos corrientes, no pocos individuos suelen mostrar síntomas tanto de nihilismo como de lo demoníaco, el examen de las obras de Dostoyevski y de Kierkegaard se revela sumamente eficaz no solo para la comprensión del mundo actual, sino también para el descubrimiento de nuevos caminos y soluciones. Así pues, esta reflexión busca además percibir las consecuencias morales, psicológicas y sociales del problema existencial que ellos denuncian, así como los posibles remedios para la curación de tal enfermedad, de acuerdo con los dos pensadores. Pero no hay que hablar de remedios, tratamientos y curas sin antes determinar en qué consiste la enfermedad, de modo que dispongámonos ahora a acompañar el sueño —y la realidad— de un hombre que se llamó a sí mismo “ridículo”.

 

 

Un largo viaje de regreso al Edén

Un personaje que no revela su nombre, autodenominándose solamente “un hombre ridículo”, narra su muerte y renacimiento, la pérdida y recuperación de sí mismo. Antes que nada, se autodescribe como un individuo muy orgulloso:

 

“Pero nadie sabía ni sospechaba que, si había un hombre en la tierra que sabía mejor que nadie que yo era ridículo, ese era precisamente yo. Para mí lo más ofensivo de todo era que nadie lo supiera, de lo cual yo mismo era culpable, ya que siempre fui tan arrogante que nunca quise confesarlo a nadie. Este orgullo creció en mí con los años, hasta el punto de que, si me hubiera permitido reconocerme como ridículo ante alguien, creo que esa misma tarde me habría descerrajado un tiro en la cabeza.”[1]

 

Aunque le daría vergüenza confesarlo, el hombre ridículo no consigue esconder de sí mismo el hecho de ser un individuo sumamente arrogante, orgulloso y soberbio. Por otro lado, el reconocer que todo esto lo hace ridículo, revela al menos una cierta autocrítica. Aun así, no logra ir más allá; es decir, no convierte esta autocrítica —en sí misma saludable— en frutos concretos de transformación como ser humano. Esta situación existencial y psicológica de soberbia constituye, según Kierkegaard, uno de los rasgos característicos de lo demoníaco en el individuo, especialmente si se tiene en cuenta que el hombre ridículo, aunque se reconoce soberbio, presenta una autocrítica que no se traduce todavía en arrepentimiento, ni tampoco en algún modo de apertura a la gracia. Así lo explica Anti-Climacus, en La enfermedad mortal:

 

“Se trata de un progreso, de una ascensión en lo demoníaco, es decir, de una profundización en el pecado. Todo ello no es más que un ensayo para dar prestigio e interés al pecado, como dotándolo de un poderío que ha escogido eternamente su suerte y que no quiere volver a oír ni una palabra acerca del arrepentimiento ni tampoco acerca de la gracia.”[2]

 

Para el hombre ridículo, en el estado en el que se encuentra, todo da igual, ya no le importa una cosa o la otra. Lejos de indicar una mera situación psicológica, lo psicológico, en este caso, parece haber adquirido contornos de doctrina filosófica. Él dice: “Puede que la razón fuera que en mi alma creciera una espantosa tristeza por una circunstancia que era infinitamente más grande que yo: precisamente eso fue lo que me hizo adquirir la convicción de que, en el mundo, por todas partes todo da igual[3]. Así pues, si todo da igual, significa que el relativismo se impone, toda vez que ya no hay diferencia entre lo cierto y lo equivocado, lo injusto y lo justo, lo falso y lo verdadero. Esta es la convicción que se desarrolla en la consciencia del hombre ridículo, simultáneamente a la melancolía en la que se sumerge cada vez más. Otro axioma de esa filosofía que se iba formando en él es la noción de que no había nada fuera de sí mismo: “Me puse a escuchar y sentí con toda mi esencia que no había nada fuera de mí[4]. Es decir, se trata de un total ensimismamiento marcado por una fuerte indiferencia hacia los demás, como si uno mismo fuera el centro del universo, fuera del cual no hay nada ni nadie. Al mismo tiempo, el hombre ridículo ya ha dejado totalmente de reconocer un sentido a la vida en general o a cualquier cosa en particular, asumiendo así, pues, una postura que puede ser nítidamente calificada de nihilista. Viktor Frankl (1905-1997), por ejemplo, afirma que al nihilista no solo le es imposible la creencia en un pansentido, un sentido universal, para todas las cosas, sino incluso la creencia en cualquier sentido, por mínimo que sea[5]. Al protagonista y narrador del cuento de Dostoyevski, todo esto le acaba acarreando dos consecuencias prácticas terribles. La primera es su aislamiento absoluto, como si se hubiesen cortado todos los puentes entre sí mismo y los demás seres humanos. ¡Como si esto fuera posible! Así lo expresa el protagonista: “Entonces, de repente, empecé a enfadarme con la gente y casi dejé de prestarle atención”[6]. La segunda consecuencia, todavía más drástica, es su decisión de suicidarse. Una circunstancia, sin embargo, acabará impidiéndoselo.

Dirigiéndose a su casa con el propósito de suicidarse sin que nadie se lo pudiera impedir, ya estaba, no obstante, dentro de él, lo que iba a detener el disparo de pistola contra su cabeza. Deambulando por las calles, se encuentra con una niña pequeña que le suplica ayuda para su pobre madre, que cerca de allí se encuentra enferma, tal vez a punto de morir, según lo que él consigue entender de su confuso relato. Fiel a sus convicciones nihilistas, según las cuales “todo da igual”, tanto el bien como el mal, lo justo como lo injusto, y fiel también a su radical indiferencia hacia sus semejantes, rechaza a la pobre niña, diciéndole que recurra a otra persona. Piensa también:

 

“Verdaderamente, si me hubiera suicidado, al cabo, por ejemplo, de dos horas, ¿qué me importaría ahora la niña y qué preocupación iría yo a sentir por cualquier otro asunto de este mundo? Me habría convertido en un cero, el cero absoluto. ¿Y es posible que la consciencia de que yo ya no existiría de ninguna manera no pudiera tener la más mínima influencia en el sentimiento de falta de piedad hacia la niña o en la falta de remordimiento tras la vileza cometida? Realmente, la razón por la que grité con voz salvaje a la desdichada criatura fue: ‘bien, no solo no siento compasión, sino que cometo un acto inhumano; pero ahora puedo hacerlo, porque dentro de dos horas todo se habrá acabado’”[7].

 

La posición de este personaje de Dostoyevski respecto al suicidio, la indiferencia hacia el prójimo y la no relación con Dios, converge con la que denuncia Anti-Climacus en La enfermedad mortal (1849), de Kierkegaard. La diferencia entre ambos es más bien de términos que de contenido, puesto que lo que en Dostoyevski suele ser llamado nihilismo, en la mencionada obra del pensador danés es definido por Anti-Climacus como paganismo. Veamos:

 

“Lo que sucede es que al pagano le faltaba la verdadera perspectiva para enfocar el suicidio, ya que en realidad vivía sin relación a Dios ni a su yo; por eso, vistas las cosas de desde un punto de vista meramente pagano, el suicidio es algo indiferente, algo que cada uno puede realizar si le place, puesto que a nadie le importa. Para desaconsejar y rechazar el suicidio desde la perspectiva propia del paganismo, habría que dar un rodeo muy largo, a fin de mostrar que el suicida violaba los deberes que ligan a todo hombre con los demás. En todo caso, al pagano ni se le pasaba por la imaginación la gravedad definitiva del suicidio, a saber, que este fuera precisamente un crimen contra Dios.”[8]

 

Esta postura es definida por Anti-Climacus como «la desesperación inconsciente», por la inconsciencia de que se tenga un yo, y un yo eterno»[9]. El hecho de no ser consciente de poseer un yo eterno es justamente lo que padece el hombre ridículo, y lo que hace que se sienta seguro de que el mal que acaba de cometer —desamparar a la niña— no tendrá consecuencia alguna para sí mismo, ya que para él su yo no es eterno.[10]

Conviene mencionar que esta idea desemboca en uno de los puntos clave del pensamiento de Dostoyevski, a saber: la convicción de que la existencia de Dios y la inmortalidad del alma son el fundamento para la moralidad. En una carta suya de febrero de 1878, tres años antes de su muerte, el escritor ruso explica a un cierto Nicolai Lukitchi Ozmidov, que “la inmortalidad del alma y Dios son lo mismo, una y la misma idea. […] Dígame usted por qué debo hacer el bien, si voy a morir completamente en la tierra”.[11]

A pesar de estar seguro de que la niña y su negativa a socorrerla pronto estarían fuera de su mente y de sus recuerdos —puesto que dentro de unos instantes ya estaría muerto—, lo que ocurrió, no obstante, fue que la imagen de la pequeña permaneció en su memoria, lo que hizo que se pusiera a cuestionar su pretendida certeza de que todo da igual. Piensa entonces:

 

“De repente imaginé la extraña consideración de que si hubiera vivido antes en la Luna o en Marte y hubiera cometido allí alguna acción completamente deshonesta —algo que sólo puedo imaginar— […] y luego hubiera vivido en la Tierra, continuaría conservando la consciencia de lo que hice en el otro lugar. Y aunque supiera que en ningún caso regresaría, ¿me daría todo igual o no? ¿Percibiría este acto como algo reprobable o no? […] Así, pues, no podía morir ahora sin resolver esto antes. En una palabra, esta niña me salvó, porque con esas preguntas aplazó el disparo”.[12]

 

Si la niña despertó en el hombre ridículo interrogantes que hicieron temblar su nihilista indiferencia en cuanto a lo cierto y lo equivocado y, sobre todo, respecto a los demás, el sueño que tendrá a continuación se encargará del derrumbe final de ese axioma según el cual ante la nada, todo da igual, y que constituye una de las marcas de lo demoníaco en el personaje de Dostoyevski.

De ese modo, una ley superior que actúa silenciosamente dentro de su conciencia evita que se suicide, porque la niña no sale de su pensamiento, como una idea fija que lo acusa todo el tiempo, de modo que empieza a sentir remordimientos por no haberla ayudado. En efecto, se quedó dormido y tuvo el sueño que finalmente transformaría para siempre su realidad. En este sueño, un ser desconocido (un ángel tal vez, ¡quién sabe!) lo acompaña a través de un viaje interplanetario —que es a la vez un viaje interior, a su más profundo yo — al fin del cual llega a un mundo perfecto, de gente pura y espiritualmente elevada, una especie de Jardín del Edén anterior a la Caída y al pecado capital que la acarreó. Los seres humanos de dicho Paraíso no conocen la injusticia, la soberbia, la avaricia ni la envidia, pues simplemente no las practican jamás. No violan ninguno de los Mandamientos, razón por la cual jamás tuvieron que recibirlos grabados en tablas de madera y hierro, pues cumplen con la ley divina de manera espontánea y natural. Pero toda esta situación cambia radicalmente poco después de la llegada del hombre ridículo a este Edén anterior al pecado original, a la Caída de los hombres, fenómeno semejante a la Caída de los ángeles, ya entonces ocurrida. El narrador y protagonista dice que no sabe con detalle cómo de repente todo se transformó, pero de una cosa sí está seguro: que el responsable de ello fue él mismo. Por su influencia, toda la gente, hasta entonces pura, se corrompe a niveles muy graves, a los niveles del mundo de hoy, por ejemplo. Y el hombre ridículo es claro al decir: “¡Sí, sí, he acabado corrompiéndolos a todos! Cómo pudo ocurrir esto, no lo sé, no lo recuerdo con claridad. […] Solo sé que la causa del pecado original fui yo”.[13] Las consecuencias son terribles. Él mismo las comenta diciendo:

 

“Aprendieron a mentir, y amaron la mentira, y reconocieron la belleza de la mentira. […] Luego rápidamente nació la lascivia, la lascivia engendró los celos, los celos, la crueldad… Oh, no sé, no lo recuerdo, pero rápidamente, muy rápidamente brotó la primera sangre, se asombraron y se aterraron, y empezaron a separarse, a diseminarse. Aparecieron las alianzas, pero de unos contra otros”.[14]

 

De este modo, el hombre ridículo es el que instala el mal en el Paraíso, cuya edénica sociedad —bajo su influencia— pasa entonces a pecar, lo que nos muestra que ella ya tenía en sí misma la potencialidad hacia el mal. Sin embargo, como sea que este mal le vino, de todos modos, por medio del hombre ridículo, él ve que su papel, en este Edén de su sueño, fue análogo al de la Serpiente en el Edén bíblico. Él se reconoce, por lo tanto, culpable. De ahí en adelante la situación se invierte, pues si en su nihilismo inicial todo le daba igual, tanto el bien como el mal, tanto un gesto noble como un acto deshonroso, ahora, para él, el mal es el mal, y algo muy grave, además de vergonzoso, y él se siente responsable del mal en el mundo, lo que lo hace, en consecuencia, responsable ante los demás. Esta idea refleja otra de las más fuertes convicciones de Dostoyevski, que es la de que “cada persona es responsable de todos los demás”.[15]

Ya despierto, el hombre ridículo atribuye a este sueño y al encuentro con la niña los dos acontecimientos que lo condujeron al descubrimiento de la verdad. Afirma, incluso, que fue la niña quien lo salvó porque, si no la hubiera encontrado, habría cometido el suicidio, ya que si este fue pospuesto fue debido precisamente a los cuestionamientos morales y filosóficos provocados por su negativa a socorrer a la madre de ella. Fue una actitud abyecta. No obstante, no fue otra cosa que la aplicación concreta de su filosofía de la nada, según la cual “todo da igual”. En la superación de dicha filosofía a través del descubrimiento de la verdad, es importante enfatizar algunas circunstancias, aparentemente irrelevantes, pero en realidad decisivas para su cambio de rumbo y de visión de la existencia. Así, mientras reflexionaba sintiéndose cobarde por haberse negado a socorrer a la niña, súbitamente se adormeció, sumergiéndose en el sueño que lo conduciría a la verdad. Él mismo cuenta que eso jamás solía ocurrirle, lo que hace que este inesperado sueño, así como la igualmente imprevista aparición de la niña, puedan ser interpretados como una intervención de la gracia, como un último recurso para salvarlo de la desesperación y de la muerte. Asimismo, su descubrimiento de la verdad incluye algunos puntos esenciales que deben ser mencionados: (1) ayudar a la niña no es, en modo alguno, lo mismo que ignorarla (y mucho menos rechazarla), luego se prueba equivocado el axioma según el cual “todo da igual”; (2) si no todo da igual, es que hay cosas correctas e incorrectas, justas e injustas, morales e inmorales; luego, existe un parámetro que universalmente las define y que actúa incluso dentro de la conciencia humana, pues, de lo contrario, el hombre ridículo no sentiría remordimientos, como los sintió aun sabiendo que, apenas algunos instantes después, esta misma conciencia ya estaría para siempre destruida mediante el golpe suicida; (3) el hombre ridículo no dice que ha descubierto una verdad sino la verdad, lo que confirma la pertinencia del punto anterior.

Al despertarse, viendo el revólver cargado al alcance de su mano, lo arroja lejos de sí, porque ya no pretende suicidarse. Alza entonces sus manos al cielo y, con lágrimas en los ojos, invoca la verdad eterna. Siente que dicho descubrimiento implica por su parte un serio compromiso ético: el de anunciar la verdad que acaba de descubrir. Como se trata de la verdad, no se siente con el derecho de retenerla como propiedad exclusiva suya. En sus propias palabras:

 

“¡En ese mismo momento me decidí ir a predicar! ¡Toda la vida!, desde luego. Iré a predicar, quiero predicar, ¿el qué? La verdad, ya que la he visto con mis propios ojos, ¡la he visto en toda su gloria! […] Porque he visto la verdad, y sé que la gente puede ser hermosa y feliz, sin perder la capacidad de vivir en la tierra. No quiero y no puedo creer que fuera una condición normal de la gente.”.[16]

 

Decidiendo entonces ir en búsqueda de la niña que había desamparado, termina su relato concluyendo que “si todos quisieran, ahora mismo se arreglaría todo”.[17]

 

Comentarios finales

De lo antedicho se desprenden varias similitudes entre Kierkegaard y Dostoyevski. Ambos señalan que lo demoníaco —o lo nihilista— está bastante diseminado a lo largo de la Edad Contemporánea. En El concepto de la angustia, por ejemplo, Vigilius Haufniensis destaca que:

 

“De poco sirve convertir lo demoníaco en una especie de monstruo prehistórico que nos llena de pavor y enseguida se echa en olvido…, puesto que ya hace muchos siglos que no ha vuelto a aparecer en el mundo. Esta suposición es una insensatez enorme, pues acaso nunca haya estado lo demoníaco tan extendido como en nuestros tiempos.” [18]

 

Estando el hombre ridículo bajo el dominio de lo demoníaco, su mismo relato muestra que lo que lo ha sanado psíquica y espiritualmente radica en el hecho de haber abandonado su soberbia, al asumir su culpa y empezar a corregirse, dando a su vida un nuevo rumbo a partir de entonces. Este cambio en él vino por una actitud interior, una toma individual de consciencia, nada que ver con ningún proyecto ideológico colectivo que considerase al individuo solamente como parte de algún grupo minoritario o mayoritario, de alguna clase opresora u oprimida. Un factor decisivo para su sanación fue el descubrimiento de la verdad; nuestro protagonista ha encontrado la verdad y con ello la libertad. Reflejando a Jesucristo, Virgilius Haufniensis dice que “el contenido de la libertad es la verdad, y la verdad es lo que hace al hombre libre”.[19] Además, vemos que la coherencia con la verdad conlleva una implicación práctica, es decir, es algo que debe reflejarse en lo concreto, a través de un compromiso de practicarla, de vivirla, de modo que uno pasa a conducir su vida de acuerdo con ella. Veámoslo:

 

“La verdad solamente existe para el individuo en cuanto él mismo la produce actuando. Si no es así, estamos impidiendo que exista, y entonces estamos ante un fenómeno peculiar de lo demoníaco. La verdad siempre ha tenido muchos anunciadores estentóreos, el problema está en saber si un hombre quiere reconocer la verdad en toda su profundidad —dejando que ella penetre todo su ser y sujetándose a todas sus consecuencias—, o si, en casos de apuro, no prefiere cualquier escapatoria o escondrijo, después de haberle dado un beso de Judas a sus consecuencias.”.[20]

 

Otro punto de convergencia entre el escritor ruso y el pensador danés se refiere a la perspectiva de lo eterno, que el protagonista del cuento, al principio, niega que exista. Mientras se encuentra inmerso en su nihilismo, el hombre ridículo cree que con la muerte todo acaba; esta es la razón por la que, en cualquier momento, piensa que todo da igual, ya que en el instante siguiente el individuo puede dejar de existir. Virgilius Haufniensis, a su vez, considera dicha negación de lo eterno una enfermedad, emitiendo así su diagnóstico: “Se niega lo eterno en el hombre. Pero en el mismo instante de negarlo ya se ‘ha vertido el vino de la vida’, y cualquier individuo que lo niegue será un endemoniado».[21] Sin embargo, aunque el hombre ridículo haya negado lo eterno, no por ello lo ha borrado de sí mismo, de tal manera que la niña y el inesperado sueño desencadenan la epifanía que le hará finalmente reconocer la inmortalidad. Es precisamente lo que Haufniensis afirma cuando dice que “un hombre puede negar lo eterno cuantas veces quiera, incluso en la misma hora de la muerte, pero no logrará con ello impedir que sea”.[22] Finalmente, el autor de El concepto de la angustia concluye que “no se quiere meditar seriamente en la eternidad, sino que se siente angustia ante ella y la angustia busca cien escapatorias. Mas esto es cabalmente lo demoníaco”.[23] Esta idea coincide bastante con el pensamiento del escritor ruso cuando defiende la inmortalidad del alma, como ya vimos anteriormente.

Finalmente, aún hay que resaltar un punto de gran importancia: el hombre ridículo (ahora tal vez ya no ridículo) no se convierte al amor a la humanidad de un modo abstracto y general, sino al amor al prójimo en lo concreto y específico, que, en este caso, se manifiesta en su decisión de volver a la niña, prestando su ayuda a ella y a su madre. En este punto, Dostoyevski es categórico al decir, en sus notas, que “quien ama demasiado a la humanidad en general, las más de las veces es incapaz de amar al hombre en particular”.[24] Al pasar a preocuparse por el destino de la niña y de su madre, y no solo de sí mismo y de sus angustias, el personaje, según Kierkegaard, se supera, pasando del estadio estético al estadio ético, lo que representa una notable evolución, sobre todo teniendo en cuenta su situación anterior, cuya desesperación, además de hacerle ignorar todo dolor ajeno, casi lo lleva a la autodestrucción. En Las obras del amor (1847), Kierkegaard enfatiza que debemos amar al prójimo, “porque, en efecto, es el amor cristiano el que descubre y conoce la existencia del prójimo y, lo que es lo mismo, que cada uno es prójimo del otro”.[25] Así pues, Kierkegaard nos llama la atención sobre nuestro deber de amar a los seres humanos con los que nos encontramos, “porque cuando este es el deber, entonces la tarea no consiste en encontrar el objeto amable, sino que la tarea consiste en encontrar amable el objeto ya dado o elegido, y en que se pueda seguir encontrándolo amable, cambie lo que cambie”.[26]

 

Bibliografía

  1. Dostoyevski, Fiódor, Diario de un escritor: crónicas, artículos, crítica y apuntes. Traducción al castellano de Elisa de Beaumont Alcalde, Eugenia Bulátova y Liudmila Rabdanó, Páginas de Espuma, Madrid, 2010.
  2. Frank, Joseph. El manto del profeta, 1871-1881. Traducción al castellano de Juan José Utrilla, FCE, México, 2010. (Colección Lengua y Estudios Literarios), Salamanca: Ediciones Sígueme S.A.U., 2006.
  3. Frankl, Viktor, O sofrimento humano: fundamentos antropológicos da psicoterapia. Traducción al portugués de Renato Bittencourt y Karleno Bocarro, É Realizações, São Paulo, 2019.
  4. Kierkegaard, Søren Aabye, Las obras del amor: meditaciones cristianas en forma de discursos. Traducción al castellano de Demetrio Gutiérrez Rivero, Ediciones Sígueme S.A.U., 2006.
  5. Kierkegaard, Søren Aabye, El concepto de la angustia. Traducción al castellano de Demetrio Gutiérrez Rivero, Alianza Editorial, Madrid, 2007.
  6. Kierkegaard, Søren Aabye, La enfermedad mortal, Traducción al castellano de Demetrio Gutiérrez Rivero, Trotta, Madrid, 2008.

Notas
[1] Dostoyevski, Diario de un escritor, ed., cit., p.1128.
[2] Kierkegaard, La enfermedad mortal, ed., cit., p. 142
[3] Dostoyevski, Diario de un escritor, ed., cit., p.1128.
[4] Idem.
[5] Víctor Frankl, ed., cit., p. 324.
[6] Dostoyevski, Diario de un escritor, ed., cit., p.1128.
[7] Ibidem., p. 1131
[8] Kierkegaard, La enfermedad mortal, ed., cit., p.69
[9] Ibidem., p. 64
[10] Idem.
[11] Dostoyevski, vol. 30, libro 1, pp. 8-9; 28 de febrero de 1878 apud Frank, op., cit., p. 462.
[12] Dostoyevski, Diario de un escritor, ed., cit., p.1132.
[13] Ibidem., p.1140.
[14] Idem.
[15] Joseph Frank, Dostoievski. El manto del profeta, 1871-1881, ed., cit., p. 467.
[16] Dostoyevski, Diario de un escritor, ed., cit., p.1143.
[17] Ibidem., p.1144.
[18] Kierkegaard, El concepto de la angustia, ed., cit., p. 239.
[19] Ibidem., p. 243
[20] Idem.
[21] Ibidem., p. 264.
[22] Idem.
[23] Ibidem., p. 268.
[24] Dostoyevski, Diario de un escritor, ed., cit., p.1558.
[25] Kierkegaard, Las obras del amor, ed., cit., p. 67
[26] Ibidem., p. 197.