Sobre la tecnicidad del lenguaje o los gradientes de la escritura

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Fuente: https://www.le-livre.fr/journaux-revues/fiche-ro80257552.html

 

 

Resumen

 

El objetivo de este artículo es retomar una parte del proyecto derridiano esbozado en algunos de sus textos, el cual consiste en identificar y describir los diversos grados que se dejan ver una vez que se ha puesto en cuestión la serie de binomios que en toda su obra Jacques Derrida intentó deconstruir, comenzando por los siguientes dos: lenguaje/habla y habla/escritura. Bajo un ejercicio genealógico nos remitiremos a la propuesta del grado cero de la escritura de Roland Barthes, señalando la discusión en que se enmarca y dando cuenta de cómo es que la operación deconstructiva no solamente invierte los órdenes, sino que nos abre a una multiplicidad sin leyes ni jerarquías. Como conclusión proponemos desarrollar ese estudio de la diferencia gradual.

 

Palabras clave: técnica, grado cero, Roland Barthes, escritura, lenguaje, citabilidad.

 

 

Abstract

 

This article aims to take up part of the Derridean project outlined in some of his texts, which consists of identifying and describing the various degrees that become manifest once the series of binomials that Jacques Derrida attempted to deconstruct throughout his work have been called into question, beginning with the following two: language/speech and speech/writing. Under a genealogical exercise, we will revisit Roland Barthes’ proposal of the writing degree zero, pointing out the discussion in which it is framed and giving an account of how the deconstructive operation not only inverts the orders but also unfolds a multiplicity without laws or hierarchies. In conclusion, we propose to develop this study of gradual difference.

 

Key words: technique, degree zero, Roland Barthes, writing, language, citationality.

 

 

Introducción

 

¿Acaso hay otra opción, cuando se habla de Jacques Derrida, que siempre estar haciendo una introducción a su obra?, y ¿acaso no siempre le malinterpretamos de tal manera que no solamente es necesario todo el tiempo estar regresando, sino que a cada ocasión le estamos llevando más allá hacia otros ámbitos, otras discusiones, otros asideros para poder anclarla con algo, enfrentarla, aplicarla?, más aún ¿no lo estamos ya tergiversando o inventando nuestro propio Derrida en cada lectura? A su vez, el mismo Derrida retornó siempre sobre otro autor y probablemente sin saberlo o por lo menos sin hacerlo conscientemente todo el tiempo, Roland Barthes. Como lo diría en su artículo homenaje con motivo de la muerte de este último, no fue sino hasta este acontecimiento que leyó el primero y el último de sus libros: El grado cero de la escritura (1953) y La cámara lúcida (1980). Y, sin embargo, no puede sino aceptarlo:

 

“Fue, y puedo decir que sigue siendo, uno de aquellos o aquellas de quienes siempre me pregunto, desde hace casi veinte años, de manera más o menos articulada: ¿qué piensa él de esto? En presente, en pasado, en futuro, en condicional, etc. Sobre todo, ¿y por qué no decirlo y que sorprenda? En el momento de escribir”.[1]

 

Citando entonces ese gesto, sabemos qué tratar de explicar, o más aún de deconstruir a Derrida, llevarían de entrada la marca de un desatino, pero lo que sí podemos hacer es un ejercicio similar al que propone, lo cual no quiere decir imitarlo, sino en todo caso invitarlo o invocarlo a nuestras propias reflexiones.

 

El objetivo de este texto es trazar un itinerario que describa esta relación triádica a la vez que binómica entre lengua, habla y escritura para dar cuenta de cómo en ese recorrido se abre una especie de cadena de gradientes inconmensurables, pero a la vez patentes y configuradores de la experiencia, o quizá, diríamos, configuradores de la différance. Son “las paradojas de la suplementariedad” les llamaría Derrida,[2] puesto que podríamos decir que se autoconfiguran. Lo cual no significa que ese proceso sea transparente a sí mismo, ni que sea de ningún modo sencillo, ni obvio, ni limpio, ni suave. En primer lugar, problematizaremos la relación entre palabra y referencia para dar cuenta de que el hecho de que una no esté supeditada a la otra es algo que ya se venía trabajando desde mucho antes que Derrida. Se trata de una cuestión de gradientes sin jerarquía donde la palabra adquiere otro matiz: el de la invención. Y en esa operación, se une quizá incluso más a la escritura que a la oralidad. En la operación de dejar grabada la palabra, la escritura performa una potencia que rebasa los términos referenciales, volviéndose referencia ella misma, inscribiéndose en el mundo y tornándose una cuestión política todo aquello que tiene que ver con su tecnicidad. Cercana al establecimiento de leyes, la escritura tiene la posibilidad de hacerse cuerpo y tener, desde ahí, una vida. Ahora bien, a manera de conclusión, en el último apartado dejamos abierta la posibilidad de una suerte de continuación de la obra derridiana a partir de la identificación y análisis de los grados. En otras palabras, apegándonos al título de aquel primer libro de Barthes, si en lo que propuso Derrida, con el nombre de gramatología, se concentró en la escritura, nosotros pondríamos énfasis en la primera parte: los grados, quizá incluso los “grados ceros”.

 

 

I

 

En la relación entre lenguaje y escritura habría por lo menos dos grados diferenciales. El segundo de estos términos se puede entender como una técnica de la primera, es decir, la escritura como una suerte de técnica a través de la cual el lenguaje no solamente encuentra salida, pues ese privilegio lo ha tenido tradicionalmente la oralidad, sino que además encuentra permanencia o supervivencia. En ese sentido, además de técnica, sería también una especie de prótesis. Ana María Martínez de la Escalera lo diría del siguiente modo:

 

“En el caso de la escritura en general, su naturaleza técnica permite referirnos a algo más que lo aportado por la definición, como sistema realizado de acuerdo con leyes. En su sentido más estrecho, implica la posibilidad de la reproducción del habla y a la vez la actualización de la diferencia entre lo escritural y lo fonético, el acontecimiento del habla y su reproducción gráfica. La escritura misma es el escenario del encogimiento de la distancia milenaria entre el acto y el discurso, el acontecimiento y el testimonio”.[3]

 

Ahora bien, la primera operación o grado, la de concebir el habla como una técnica de la lengua, ya podría ponerse en cuestión de hecho. Ese acontecimiento tampoco es inocente. Entre lo que se ha identificado como contenido, por un lado, y como forma, por otro, hay algo que va más allá tanto de la filosofía como de la lingüística, y es precisamente eso que se encuentra en medio de ambas, aquello que les ha unido al mismo tiempo que ha marcado su distancia mutua. “Aunque siempre inquieta y trabajada en su interior, la fusión de la función gramatical y de la función léxica del verbo «ser» tiene, sin duda, una relación esencial con la historia de la metafísica y con todo lo que se coordina con ella en Occidente”,[4] dice Derrida. En otras palabras, el paso entre la intención de un enunciado y su ejecución performativa conlleva una confianza en que se está expresando algo de manera directa, espontánea o natural, cosa muy dudosa. Pero no solo eso, sino que, aunque así lo fuera, también hay una fe todavía más radical en que aquello que se quiere expresar guarda una relación con una verdad, por lo menos intencional, de parte de quien la lleva a cabo. Recae en el lenguaje, en todo caso, ese vínculo transferencial con la verdad y es así donde radica su contenido metafísico en última instancia.

 

Más aún, la segunda operación, la de ver en la escritura un habla protésica, podría ser todavía más problemática. “Embalsamamos nuestra palabra como a una momia, para hacerla eterna. Porque tenemos que durar un poco más que nuestra voz; estamos obligados, por la comedia de la escritura, a inscribirnos en alguna parte”,[5] decía Roland Barthes. Ahí hay una intención, eso es cierto, la de pervivir o hacer pervivir al habla. Pero en ese tránsito hay algo que se trasmina una vez más. Para Barthes, la escritura no es equivalente a lo escrito, pues entre el habla y la escritura habría un grado intermedio que es la transcripción. Efectivamente, la transcripción es un intento de captura del habla, en el cual hay una serie de pérdidas relacionadas con el enfrentamiento cuerpo a cuerpo al que nos arroja el habla; pero más allá de ese primer grado, siempre fallido, en la escritura, dice Barthes, el cuerpo vuelve y se vuelve goce: “La escritura es esto: la ciencia de los goces del lenguaje (de esta ciencia no hay más que un tratado: la escritura misma)”.[6] La escritura es otro acontecimiento, entonces, no un derivado, no un pobre intento de aprehensión del mismo. En la escritura puede comenzar un mundo, o por lo menos recomenzar. Pero eso es, la mayoría de las veces, a costa de que disimule.

 

Derrida comienza su ensayo “La farmacia de Platón” (1968) diciendo: “Un texto no es un texto más que si esconde a la primera mirada, al primer llegado la ley de su composición y la regla de su juego. Un texto permanece además siempre imperceptible”.[7] En este sentido, la cuestión con la técnica escritural, y quizá cualquier otra técnica, es la de hacerse invisible para solo mostrar él antes y después de la técnica. Es obvio que hay mejores técnicas que otras, mejores escrituras o peores, así como de cualquier otra aplicación técnica, pero a la vez siempre queda la duda acerca de en qué consiste esa diferencia. Infinitas reglas o manuales pueden ser desarrollados, pero siempre hay algo que queda sin ser descubierto o descrito a cabalidad. En última instancia solo queda la repetición: “la práctica hace al maestro” diría el refrán. Y aun con ello, una vez adquirida o desarrollada la técnica, no habría forma de distinguir entre cuál de los dos agentes (por lo menos) en juego fue el que dominó al otro y en qué momento.

 

Derrida defiende que la de Platón en el Fedro no es una condena a la escritura, como se ha interpretado regularmente. Es verdad que el sofista es visto como el hombre de la no-presencia y la no-verdad, pues a partir de un discurso armado y bien estructurado para el uso de cualquiera con fines de convencimiento, termina no haciéndose cargo de este, se oculta. Pero esa no es la única forma de escribir, para Sócrates. Existe también una forma de escritura “en nombre de la verdad: de su conocimiento y más exactamente de la verdad en el conocimiento de sí”.[8] Sócrates califica entonces a la escritura como fármacon, con toda la carga que hoy mismo en español contiene la palabra “fármaco”, situándose entre las connotaciones positivas del término “medicina” y las negativas del de “droga”. “Operando por seducción, el fármacon hace salir de las vías y de las leyes generales, naturales o habituales”.[9] Así es como la escritura como fármacon también se oculta. Para Derrida, la asociación entre escritura y fármacon no es fortuita en Platón. Normalmente, se opone el uso de fármacos por parte de los médicos u otros científicos al uso de estos por parte de cualquier no experto, priorizando a los primeros. Pero también es cierto que, en la experiencia, los libros, como saber muerto, no sirven para nada como meras recetas, sino que el saber tiene que ser puesto en práctica. “La verdad de la escritura, es decir, vamos a verlo, la no-verdad, no podemos descubrirla en nosotros mismos por nosotros mismos”.[10] La escritura es una apuesta de la que no vamos a saber su resultado último. Si conviene o no escribir, para quién conviene o por qué conviene, son preguntas que no podremos resolver.

 

 

II

 

Es verdad que Ferdinand de Saussure realizó una propuesta novedosa en el campo de la filosofía del lenguaje cuando en su Curso de lingüística general (1916) señaló que el lenguaje no es solamente una serie de nomenclaturas, como una lista de términos que se corresponden con las cosas de la realidad. Suponer eso nos hace creer que el vínculo entre palabra y cosa es demasiado simple, lo cual es completamente falso. El signo lingüístico es solamente una entidad psíquica que no une una cosa con su nombre, sino un concepto y una imagen acústica, diría este autor. La solución que brinda Saussure abre el campo de la lingüística hacia el desciframiento de las leyes de la lengua en relación con los factores históricos. La separación operada por Saussure entre la lengua, como “el conjunto de hábitos lingüísticos que permiten a un sujeto comprender y darse a comprender”[11], y el habla, como la práctica viva que desplaza minuto a minuto las relaciones significado-significante, permitió el desarrollo de la semiología como estudio de la lengua como fenómeno social. Y si centró su estudio sobre la lengua, no fue sino por el simple hecho de que fue considerado el más complejo de los sistemas humanos fundados sobre la arbitrariedad del signo. En otras palabras, de acuerdo con Saussure, sería la arbitrariedad del signo, sostenida sobre el supuesto de que la idea no está ligada en alguna relación interior con el sonido, lo que le permitía proponer el estudio de las transformaciones del lenguaje y sus reglas, olvidando conscientemente la pregunta por el origen de este.

 

No obstante, una versión totalmente distinta para acercarse al estudio del lenguaje la podemos encontrar en el filólogo y filósofo Friedrich Nietzsche. En Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (1896), este autor responde de forma tajante a una pregunta sobre el origen del lenguaje: “¿Qué es la palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso”[12]. Ahora bien, tanto para Nietzsche como para Saussure, la multiplicidad de lenguajes nos permite dar cuenta de la disconformidad de entre las palabras y aquello que designan, y, sin embargo, la perspectiva de nietzscheana resulta más fina al desentrañar los pasos que se dan en la configuración de tal arbitrariedad. Para Nietzsche la creación del lenguaje designa relaciones de los seres humanos con respecto a las cosas, utilizando metáforas y saltos entre esferas totalmente distintas: “¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora”[13]. En La genealogía de la moral (1887)[14] Nietzsche ahondará más acerca de cómo son, por un lado, las fuerzas del olvido y, por otro, ejercicios de poder entre los seres humanos los elementos que permiten la emergencia de lenguajes y su mantenimiento, pero también la posibilidad de dejar atrás antiguos órdenes ya sea por mero desuso o imposición de nuevos regímenes que voluntaria o involuntariamente pueden aniquilar a otros. En otras palabras, el análisis de las estructuras comunes de los lenguajes en los que se enroló toda la semiología pierde totalmente fuerza frente a las posibilidades creadoras del lenguaje de las que sí habla Nietzsche.

 

Sería Barthes quien iría más allá de lo que la semiología le permitía, logrando poner en cuestión a la teoría al mismo tiempo que a su objeto de estudio. Barthes, precisamente desde El grado cero de la escritura (1953), abordó el tema de la escritura separada de su labor meramente comunicativa. Mientras que para Saussure la escritura compartía con el habla las características que él describía acerca del lenguaje, Barthes pone en cuestión esta comprensión del lenguaje que queda intacto cuando se trata de la escritura. En especial, Barthes está interesado en defender la escritura como una toma de posición política y no solamente una traducción directa o transparente de la oralidad. El lenguaje no es solo un medio cuando se trata de la literatura.[15] Sin embargo, como lo describiría en retrospectiva Gilles Deleuze, una forma de reconocer el estructuralismo es dando cuenta de que siempre tiende o quiere llegar a la configuración de un grado cero. Para Deleuze, este “grado cero” se trata de una especie de “casillas vacías”, un momento de virtualidad sujeta a su actualización en la práctica.[16] Es decir, el grado cero al que se refiere es una suerte de límite originario, un límite del que, por otro lado, nunca se alcanza a dar cuenta del todo. Siempre como una especie de inicio inalcanzable.

 

Para Barthes, la lengua, como objeto de estudio propuesto para la semiología, es, de igual modo que lo describía Saussure, aquello que heredamos, tal como es, como un habitat familiar. Pero dentro de los límites de la lengua, el escritor puede desarrollar un estilo. Así, el escritor no elige ni la lengua ni el estilo. La lengua le viene desde antes y el estilo sale por sí mismo a partir de su propia vida individual. Será aquello que Barthes llama “escritura” lo que le queda al escritor para tomar posición, situarse en un tono. Es la intención de un texto. Va más allá de la eficacia de comunicar. Se trata de una tecnicidad que, lejos de ser un abandono del compromiso político, es incluso más una asunción de responsabilidad con lo que se deja grabado.[17] Más tarde, ya en La muerte del autor (1967), Barthes da un giro decisivo a la forma de concebir la escritura, poniendo el énfasis en la figura del lector, más que en la del autor.[18] De esta manera, le da también un giro totalmente distinto a la interpretación de la obra, pues la lectura ya no se trata, a partir de esto, de un desciframiento. No se trata de encontrar la “verdad” en el texto ni nada similar. Tampoco sería una búsqueda de explicaciones psicológicas acerca de cómo un artista crea una obra o qué es lo que quiso decir “realmente”. El acto de escritura rebasa al autor de esta. La obra queda ahí dispuesta para que el lector se la apropie. No hay significado único ni último.

 

Ahora bien, desde su exploración y radicalización del grado cero de la escritura, Barthes comenzaba a dar cuenta de que hay algo en la literatura que escapa al sentido y a la mera transmisión de información a través de un código. Esta es precisamente la dimensión de la “escritura”. Derrida coloca su reflexión justo en el punto en el que la comunicación falla. Comienza su mirada en el contexto de la comunicación. Si lo recordamos, desde Saussure era necesario que el código sea compartido por una cierta comunidad para que el lenguaje tenga su efecto.[19] Pero, dice Derrida, ¿hasta dónde termina el contexto? La escritura, desde el punto de vista de Derrida, va más allá de esa definición que Saussure habría propuesto, pues, de entrada, la escritura tiene la capacidad para superar todo contexto.

 

 

III

 

En Firma, acontecimiento, contexto (1971), Derrida entra en discusión con el filósofo del lenguaje John Austin. En su serie de conferencias Cómo hacer cosas con palabras (1962), este autor describía un cierto uso del lenguaje que va más allá de la referencia, uno que crea aquello que nombra.[20] Austin está en diálogo con toda una tradición de la filosofía analítica que viene pensando estas cuestiones desde finales del siglo XIX. Gottlob Frege será uno de los primeros filósofos en tratar de sistematizar esta pregunta por la referencialidad del lenguaje.[21] Bajo esta comprensión, Ludwig Wittgenstein, en su Tractatus Logico Philosophicus (1921), llegaría a decir que no existe nada fuera del lenguaje; y si existe, no vale la pena tratar de hablar de ello.[22] Y, sin embargo, detenía también sus proposiciones al señalar los límites del lenguaje y proclamar que el misterio consistía aún en aquello que se muestra,[23] es decir, aquello que se presenta a la vista y no queda más que señalarlo –¿acaso su grado cero?–. Para Derrida, por su parte, el lenguaje, si bien puede ser lo único que tenemos, esto no supone ningún consuelo tampoco. Al contrario, el lenguaje es lo menos confiable. Viniendo más bien de una herencia nietzscheana, Derrida pone en entredicho al lenguaje y sus significados acordados. Intenta, de hecho, invertir toda forma en que ha sido concebido el lenguaje hasta su momento. El lenguaje, entonces, no existe para referirse a algo externo a él, sino que lo externo al lenguaje comienza a existir gracias a su nombramiento en todo caso. La escritura no es una suerte de copia del habla, sino al revés. Se trata quizá del intento de realización de su propia transvaloración de todos los valores.

 

En su discusión con Austin y la proposición aparentemente innovadora de este acerca de que hay cosas que se pueden hacer con palabras, Derrida nos recuerda que aquellos parasitismos del lenguaje no son sino su regla. Con esto, en primer lugar, también señala que Austin no está diciendo nada distinto de lo que más arriba ya habíamos señalado con Nietzsche. El lenguaje es antes que nada invención. Esta invención, diría, Nietzsche en La genealogía de la moral (1887), está más relacionada con la creación artística que con cualquier tipo de pragmatismo utilitario. Se trata de una forma de creación de sociedades enteras, con todo y sus mitos y costumbres.[24] En segundo lugar, si los performativos de Austin pierden validez cuando son citados en un contexto diferente, Derrida recuerda estos se basan justamente en que siguen un código, entonces significa que se tratan siempre de un tipo de cita, y así desmonta también la idea de que su originalidad última. Pero lo que interesa a Derrida en última instancia no es únicamente quedarse en ese binomio entre citabilidad y autenticidad. Lo que habría que hacer, dice, sería en todo caso toda una tipología de las formas de citabilidad posibles.

 

He aquí anunciado el proyecto esbozado por Derrida en el texto anteriormente referido: “Es preciso, pues, no oponer la citación o la iteración a la no-iteración de un acontecimiento, sino construir una tipología diferencial de las formas de iteración”.[25] El autor se reserva el derecho de decir si esta tipología puede o no ser exhaustiva. Además, da una serie de pistas sobre cómo podría ser: 1) la intención de la cita no será lo más importante; 2) no será dualista, sino pluralista; 3) intención y contenido no serán equivalentes, incluso podrán ser vistas como algo totalmente desligado; 4) no habrá forma única de diferenciar entre habla “ordinaria” y cualquier tipo de citabilidad; y 5) Derrida logra distinguir una serie de grados, o efectos, que inician con la intención consciente, y luego el habla, la performance del habla, la escritura y el contexto, por lo menos. Evidentemente, esta última lista es inagotable, tanto en los grados previos a la conciencia como en las infinitas variedades de performance, escritura y contexto mínimamente. Y no solo eso, sino que en esa gradación el orden de los factores se pierde, claramente puede invertirse colocando el contexto antes que la intención, pues toda conciencia parte de un contexto; pero también llega un punto en el que se mezclan, se intercalan, se estorban o se apoyan mutuamente. Lo que queda claro, por lo menos, es que no hay más dualidad.

 

Lo que llama la atención en Austin es que dé por hecho que haya un cierto tipo de filosofía que supone que el “enunciado” describe,[26] y a partir de ahí comienza su crítica. De igual manera, al basar toda su argumentación sobre la premisa de que existen enunciados con sentido frente a otros “sin sentido”, demuestra su poco interés en aquella práctica que cualquiera podría identificar con el cuestionamiento filosófico, pues no hace falta ser demasiado reflexivo para comenzar poniendo en entredicho estas ideas. Austin, más que un filósofo, es un jurista. Al enlistar sus supuestas condiciones necesarias para los enunciados performativos, lo único que está enunciando son una serie de reglas que le dan tranquilidad a él mismo y si acaso sus seguidores o quienes comparten este espanto ante el sinsentido. Pero lo curioso es que al comportarse como legislador termina coincidiendo con Nietzsche una vez más cuando nos recuerda que las luchas de poder siempre acaban traduciéndose en leyes.

 

Habría, por añadidura, por lo menos dos formas de concebir la escritura también, una es como modo de preservar un poder, mandatos, leyes, estatus; la otra es como modo de comunicación. Generalmente, se le ha prestado atención de manera hipócrita a la segunda, escondiendo que en realidad se le sirve a la primera. Lo que hace Derrida es la operación opuesta totalmente. Él evidencia que la escritura es siempre un modo de preservación que rebasa la comunicación, y evidencia al mismo tiempo que la pretensión de comunicación queda siempre incompleta, pues cede el paso a un poder. A partir de la exposición de cómo aquellas dos formas de escritura chocan y al hacerlo estallan, se abre la posibilidad a una multiplicidad. Quizá si el proyecto foucaultiano fue develar los diversos grados del poder, el de Derrida tendría que ver con una invitación para hacer lo mismo con los diversos grados de la potencia. Se trata de la potencia de la escritura, y para hacerlo como primer punto le fue necesario más que colocar a la escritura como acontecimiento originario único –cosa que con Barthes ya había quedado manifiesto–, le hizo emparejarse tanto con el habla como con los demás grados de la verdad y sus tecnicidades. La advertencia está en no ceder jamás a la tentación de dar preeminencia a una sobre las otras.

 

 

IV

 

A pesar de la renuencia de Derrida para aceptarlo, por lo menos de forma simple y llana, es verdad que la deconstrucción bien puede ser comprendida como una especie de técnica. En gran medida, esta se basa en el desmantelamiento de opuestos binarios. Aplica esto a la constitución de toda la filosofía occidental en la cual siempre uno de los términos reina sobre el otro, tal como la lengua sobre el habla, el contenido sobre la forma, la mente sobre el cuerpo, lo masculino sobre lo femenino, la oralidad sobre la escritura. Sin embargo, también es cierto que no se queda ahí. En todo caso sería una técnica que todo el tiempo va contra de su propia tecnicidad. En Espectros de Marx (1993) Derrida apunta que toda técnica es un trabajo de duelo permanente o producción a partir de un trauma.[27] En ese sentido, coincidiría con Heidegger en que la técnica es una forma de tramitar el dolor por la muerte de Dios.[28] Dado que la técnica es cada vez iteración y acontecimiento al mismo tiempo, se reafirma la idea derridiana de que hace falta desarrollar un pensamiento del acontecimiento que vaya más allá de los términos binarios. No hay acontecimiento original ni originario, es cierto, pero tampoco es que todo sea una reproducción automática. “Repetición, y primera vez, es quizá esa la cuestión del acontecimiento como cuestión del fantasma”,[29] dice Derrida.

 

En “Carta a un amigo japonés” (1985), Derrida dirá que la deconstrucción solo adquiere valor en un contexto, pues, una vez más, no se trata de un concepto, sino de un tipo de operación sin fórmula, siempre singular, sobre otra cosa, que puede ser un discurso o una escritura. Así, al lado de la deconstrucción como sus suplementos, o también como formas de determinarle, podríamos ubicar otros términos como “escritura”, “huella”, “différance”, “suplemento”, “himen”, “fármaco”, “margen”, etc.[30] Este tipo de operaciones las hace Derrida en muchos momentos. En Espectros de Marx (1993), por ejemplo, equipara espectro con “Vida, Cosa, Animal, Objeto, Mercancía, Autómata”.[31] ¿Por qué tiende a igualar una cosa con otra de esta manera tan generalizada?, ¿por qué no se detiene a hacer una tipología, como él mismo lo propone en “Firma, acontecimiento, contexto”? Es precisamente porque, como él mismo lo indica: “Muy esquemáticamente: una oposición de conceptos metafísicos (por ejemplo, habla/escritura, presencia/ausencia, etc.) nunca es el enfrentamiento de dos términos, sino una jerarquía y el orden de una subordinación”.[32] El señalamiento de este riesgo es lo que hace al proyecto de Derrida una apuesta política. En su texto en conmemoración de Barthes dice Derrida:

 

“Quisiera describir con paciencia, interminablemente, todos los trayectos de esa interpelación, sobre todo cuando su referencia pasa por la escritura, cuando se convierte en algo tan virtual, visible, plural, dividido, microscópico, móvil, infinitesimal, también especular (puesto que la demanda es con frecuencia recíproca y el trayecto se pierde con mayor facilidad), puntual, llegando aparentemente casi a anularse en el cero, al tiempo que se ejerce tan poderosamente y de manera tan diversa”.[33]

 

Si bien es verdad que no hay grado cero, como lo habrían pretendido los estructuralistas, tampoco es que todo se deba poner al mismo nivel una vez que se han borrado las oposiciones binarias o dualistas. Hay gradientes que no van de mejor a peor, gradientes infinitos y sin sumisiones, emergencias múltiples. Como nos ha quedado claro en los últimos tiempos sobre la diferencia sexual, se trata de gradientes sin orden último o definitivo. Y, en todo caso, lo que agradeceríamos a Derrida sería habernos hecho pasar ese umbral hacia la différance, pero en donde su obra es solo un paso, quizá el paso cero paradójicamente. Su proyecto era el de quebrar el logocentrismo y sobre todo el falocentrismo, los cuales se traducen en una operación de dualidad en las que uno de los términos siempre se coloca sobre el otro. Pero una vez que Derrida muestra esa puerta, todavía se nos abre la pregunta acerca de qué vamos a hacer con todo eso que se nos apareció ahí. En un juego de palabras, además de una gramatología, habría que hacer una gradatología. Ambas monstruosas e imponderables, por supuesto.

 

Entre escritura y fantasma hay una distancia también. Esta distancia evidentemente podría ser una différance si seguimos los propios términos derridianos. Pero a la vez es posible que haya algo que les une, y quizá es la técnica. Derrida dirá que la différance no es una palabra ni un concepto. Es más bien un señalamiento. En ocasiones puede ser el señalamiento de una falta o de una suerte de errata, tal como en la escritura del término differánce en que se hace evidente, a través de un tipo de intervención gráfica, que la idea de una escritura fonética no se sostiene, al menos no como un calco o como copia fiel.[34] La técnica está presente desde el momento en que el lenguaje es un tipo de invención que en algún punto se estatiza y la heredamos sin cuestionamiento. Esto es justo lo que se muestra en la discusión que nosotros forjamos aquí entre Saussure y Nietzsche, misma que por supuesto no sucedió históricamente, pero que como ejercicio genealógico nos sirve para enfrentar las hipótesis. La escritura, que Barthes exploraría a través de su pasión por la literatura y aquello que escapa en la misma a los análisis semiológicos fríos, le llevaría también a dar cuenta de que en su “grado cero” se encuentra ya un portal que no por ello resuelve alguna verdad. Puesto así, la escritura tiene la capacidad de hacer caer toda pretensión humana, sea de conocimiento o trascendencia por cualquier vía.

 

Comenzamos este recorrido señalando una serie de grados del lenguaje, comenzando por la oralidad y extendiéndose hacia la escritura. Pero pronto caímos en cuenta de que no solamente esta gradación es problemática, sino también insuficiente. Opusimos, más tarde, dos posturas frente al lenguaje. Por un lado, ubicamos a Saussure y su aportación desde la semiología que, de acuerdo con sus propias palabras, permitiría estudiar las reglas de las transformaciones históricas y sociales no solo del lenguaje sino prácticamente de cualquier ámbito humano. Sin embargo, al pasar por alto, o al menos no darle la suficiente importancia, a una fuerza de innovación intrínseca en ese proceso, a la aproximación semiológica se le escapó algo que no solo Nietzsche remarcaría, sino que llevaría a Barthes hacia una pregunta más profunda acerca de la escritura. Este giro del lenguaje hacia la escritura nos arrojó hacia un pozo sin fondo en el cual la interpretación ya no se hace tan fácil como encontrar las estructuras subyacentes a toda escritura, sino que, de hecho, cualquier inscripción se vuelve una toma de posición sin garante. La escritura, así como cualquier operación técnica, está sujeta a factores que le rebasan. No tiene ley. Si acaso, hace ley, o al menos está latente esta posibilidad; y aun con eso también ahí hay grados, niveles, jerarquías que jamás son inamovibles, sino al contrario, que se entrecruzan, se superponen unas con otras, combaten, pero también se alinean, se afianzan, negocian, se funden y confunden. Esa ciencia de la diferencia entre los grados todavía está por desarrollarse y quizá una de sus condiciones es permanecer siempre así.

 

 

Bibliografía

 

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  19. _______ Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, Tecnos, Madrid, 2012.
  20. Wittgenstein, Ludwig, Tractatus logico-philosophicus, Tecnos, Madrid, 2002

 

 

Notas

 

  1. Jacques Derrida, Las muertes de Roland Barthes, ed. cit., p. 13.
  2. Jacques Derrida, “La farmacia de Platón”, ed. cit., p. 95
  3. Ana María Martínez de la Escalera, “Arte y Técnica”, ed. cit., p. 25.
  4. Jacques Derrida, “El suplemento de la cópula”, ed. cit., p. 243.
  5. Roland Barthes, El grano de la voz, ed. cit., p. 9.
  6. Roland Barthes, El placer del texto y Lección inaugural, ed. cit., p. 14.
  7. Jacques Derrida, “La farmacia de Platón”, ed. cit., p. 93.
  8. Derrida se refiere aquí al término jairein (γράψειεν), usado muy al principio del diálogo. Jacques Derrida, “La farmacia de Platón”, ed. cit., p. 100.
  9. Ibidem., p. 103.
  10. Ibidem., p. 109.
  11. Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, ed. cit., p. 103.
  12. Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, ed. cit., p. 25.
  13. Ibidem, 26.
  14. Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit.
  15. Roland Barthes, El grado cero de la escritura y nuevos ensayos críticos, ed. cit.
  16. Gilles Deleuze, “¿Cómo reconocer el estructuralismo ?”, ed. cit., p. 240.
  17. Roland Barthes, El grano de la voz, ed. cit., p. 9.
  18. Roland Barthes, “La muerte del autor”, ed. cit.
  19. Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, ed. cit., p. 99.
  20. John Austin, Cómo hacer cosas con palabras, ed. cit.
  21. Gottlob Frege, “Sobre sentido y referencia”, ed. cit.
  22. Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, ed. cit., § 7.
  23. Ibidem, § 6.522.
  24. Friedrich Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit.
  25. Jacques Derrida, “Firma, acontecimiento, contexto”, ed. cit., p. 368.
  26. John Austin, Cómo hacer cosas con palabras, ed. cit.
  27. Jacques Derrida, Espectros de Marx, ed. cit., p. 114.
  28. Este tema lo traté en el siguiente artículo: Mario Morales, “De Nietzsche a Heidegger o cómo asumir la tarea del pensar”, ed. cit.
  29. Jacques Derrida, Espectros de Marx, ed. cit., p. 24
  30. Jacques Derrida, “Carta a un amigo japonés”, ed. cit.
  31. Jacques Derrida, Espectros de Marx, ed. cit., p. 171.
  32. Jacques Derrida, “Firma, acontecimiento, contexto”, ed. cit., p. 371.
  33. Jacques Derrida, Las muertes de Roland Barthes, ed. cit., p. 13.
  34. Jacques Derrida, “La differánce”, ed. cit.