Exigencia de sentido

Gérard Bensussan

 

 

Gérard Bensussan / Trad. Maria Konta

 

En Terraza en Roma, Pascal Quignard escribe: “proporcionar una razón devasta el amor. Dotar de sentido a lo que uno ama es mentir”.[1] La intención es fácilmente inteligible.

 

Cuando se trata de “el amor” o “lo que amamos”, ni siquiera hace falta decirlo, y podemos entenderlo fácilmente de inmediato… ¡el sentido! Pero entonces este último, al proliferar incluso allí donde está ausente, como si estuviera condenado a su incesante reproducción por una fisiparidad invisible, ¿no corre el riesgo de perderse en cuanto se afirma, aun por exceso o por defecto de su propia verdad? ¿Y podemos decir que, de manera más general, más basada en principios, “procurar un sentido” “es mentir” (eliminando la cuestión filosóficamente eminente del amor como el disyuntor de todo sentido)? En cualquier caso, si la máxima “dar sentido es mentir” no está dotada de sentido, es decir, en la eventualidad performativamente contradictoria, no entenderemos la lógica de la proposición de Quignard sobre el amor. Del cual solo recordaré aquí el cuestionamiento sobre el sentido y lo sensato.

 

Entraré en ello preguntándome (hay otros enfoques posibles): ¿cuál es el punto de dar un sentido? Desde el punto de vista de la tradición, la pregunta es tan amplia que se formula en otra, que es la misma en reflejo: ¿para qué sirve la filosofía? Esta cuestión del sentido precede a todas nuestras preguntas, nos encontramos allí y avanzamos de antemano. Pero, captada en su originalidad, cuestiona el sentido del sentido, es decir, lo que precede al sentido y el sentido de esta precesión. La palabra “sentido” se entiende de múltiples maneras, en varios sentidos. Esta pluralidad obliga y, además, lleva en su movimiento el cuestionamiento de la filosofía misma, como ejercicio sensato de sentido, práctica orientada de argumentación, de la deducción, de silogismo, etc. Siempre y cuando no escapemos de la primera cuestión, la del sentido en el abismo, y no hayamos terminado con la segunda, la filosofía estrictamente disciplinaria, su nudo se determina como exigencia de la filosofía; primero la exigencia “social”, la doxa que reclama la epistémè filosófica, luego la demanda más estrictamente filosófica, inscrita “en el movimiento de la ciencia universal”.[2]

 

Empecemos por hacer la pregunta.

 

En el § 2 de Sein und Zeit, antes de preguntarse cómo se puede especificar la estructura formal general de cualquier cuestión en la cuestión del sentido del ser, Heidegger, de una manera un tanto caótica (pero esa es otra cuestión, arqueológica, que no me interesa aquí), intenta determinar la estructura formal del todo cuestionamiento. Qué me llevo de esto, muy rápidamente, para mis propósitos, y sin volver a exponer todo el argumento del párrafo: si no supiera ya lo que busco sin saberlo, no podría hacer preguntas sobre un campo determinado. Aquí ya emergen dos sentidos del saber o, a la inversa, dos tipos de saber del sentido. Cuando le pregunto a Pierre cómo se llama, cuántos años tiene, etc., sé que tiene nombre, edad, etc. pero no sé cuál es este nombre, esta edad. Sé, para poder cuestionar, y no sé, qué da lugar a la pregunta: “como buscar, el cuestionar necesita una orientación previa a partir de lo buscado. En consecuencia, el sentido del ser necesariamente ya debe estar disponible para nosotros de cierta manera… siempre estamos avanzando en una comprensión del ser.”[3] La respuesta pertenece a la pregunta. Dentro de lo que es gefragt ya está, en cierto modo, lo que es erfragt, lo que se refiere a la pregunta, el “punto”, como traduce Vezin. La pregunta rodea la respuesta y le asigna un camino con exclusión de un otro. Esto es lo que queremos decir cuando decimos que nos movemos en una “comprensión del ser” de la que todavía tenemos que entender qué es, esta “comprensión”. Heidegger nos dice inmediatamente que es un “hecho” que siempre se precede a sí mismo como pregunta-respuesta.

 

Entonces recuerdo esto, este Faktum. ¿Qué podemos sacar de este “hecho” de la precomprensión del ser –y de ahí me alejo de la letra, y también del espíritu, de Sein und Zeit?

 

Si siempre estamos inmersos en la pregunta: “¿cuál es el sentido de la filosofía, cuál es el sentido de la exigencia de filosofía?» (genitivo objetivo y subjetivo, polisemia-polimorfia problemática), entonces estamos siempre-ya inmersos, según la regla del § 2 de Ser y tiempo, en respuestas inmediatas que, de hecho, preceden a la pregunta – algo que Levinas recordará para todo algo más que una ontología fundamental, por su tematización de la ética como estructura fundamental de la subjetividad. Entonces podemos sugerir una distribución más precisa y escalonada de la pregunta, el sentido y la filosofía iniciales, ahora basados ​​en la solicitud dirigida a ellos y en el uso acordado de los términos de esta dirección.

 

Primera respuesta a esta pregunta general: la filosofía no sirve para nada -y hay en esta respuesta, si la tomamos en serio, es decir si la consideramos como algo más que pereza o evitación, elementos de demarcación muy significativos con relación al conocimiento positivo, así como a las creencias establecidas.

 

Es a partir de la segunda respuesta que partiré aquí, eligiendo esta rama y abandonando temporalmente la otra. Se expresa escindiéndose, proviene de nuestra vida diaria: a. La filosofía sirve para dar sentido a lo que tiene poco sentido, es en cierto modo proveedora de servicio; b. La filosofía sirve para vivir, para vivir mejor, es una sabiduría, un arte de vivir, una forma de proponer un modo de vida, es decir de dar sentido a su vida.

 

En esta doble segunda respuesta (servicio del sentido, sabiduría del sentido), la filosofía es objeto de una expectativa evidente. Esta petición es dudosa y la filosofía debe tener mucho cuidado con ella, sobre todo porque es perfectamente capaz de responder a ella, a lo que inevitablemente se ve tentada de hacer. ¿Por qué estar en guardia? Porque responder a esta exigencia “social” de filosofía corre el riesgo de ajustar el discurso a un sistema de fines ya constituido, de formular preguntas para respuestas ya dadas y ya encontradas. Muchos filósofos, experimentados en el ejercicio, no dudan ante este uso público distorsionado de sus máximas, artimaña e idiotez profesional al mismo tiempo. El enfoque filosófico lleva consigo esta ambigüedad y nunca se deshace de ella. Levinas expresó muy bien esta duplicidad ontológica: “el problema”, escribe, “consiste en preguntar si el sentido equivale al esse del ser, es decir, si el sentido que en filosofía es sentido, no es ya una restricción” del sentido, si no es ya un derivado o una deriva del sentido, si el sentido equivalente a la esencia… no se aborda ya en la presencia que es el tiempo del Mismo”.[4] ¿Cómo pensar y a fortiori filosofar sin ceder a esta vertiente íntima de la filosofía, la “restricción del sentido”, su endurecimiento que puede llegar hasta esa “mentira” de la que habla Quignard, a la que conduce si no tenemos cuidado con el suministro de “significado que en la filosofía es sentido”.

 

Llego ahora a las dos respuestas unidas “en la filosofía”, sugiriendo así otros caminos distintos a los indicados por la filosofía perenne o al menos otras interpretaciones de lo que se le exige y de lo que exige.

 

La filosofía consistiría, se nos dice por todos lados, en dar un sentido, una expresión relativa a una especie de lenguaje común y espontáneo. Alfred Fouillée llamó a esto, en su época, “filosofismo”. Para esta filosofía filosofista se trataría de mostrar el sentido de lo que, sin él, no lo tendría o permanecería oculto. ¿Por qué esta respuesta es difícil de aceptar, incluso falaz? Porque está teniendo una falsa partida. ¿Qué es, en efecto, lo que se nos muestra, lo que se nos presenta? Ciertamente no es una situación cruda, datos objetivos y neutrales, hechos sin interpretación. Lo que inmediatamente se expone es siempre un sentido, un cierto sentido, una determinada Deutung, un sistema de causalidades, una perspectiva orientada. Esto es lo que leemos cuando abrimos nuestro periódico, lo que escuchamos en la radio o la televisión, y ni hablar de las redes sociales: es decir, sensato, demasiado sensato, o un sistema de creencias determinado por Wittgenstein como “superstición” de la causalidad.[5] No se nos da un conjunto de “cosas” heterogéneas, un caos, una multiplicidad ininteligible en la que pudiéramos confiar ingenuamente, sino más bien de inmediato explicaciones, representaciones, cuadrículas para la comprensión, que no solo se sobreponen, sino que reemplazan al mundo, o al menos lo aplastan. Nada es más difícil, en estas condiciones, que acceder a la realidad, en el sentido proustiano y lacaniano de aquello con lo que nos topamos, a través de las capas de sentido que la presionan, y sin prejuzgar la “realidad” de este real, que es otra pregunta más.

 

De manera muy interesante, el sentido común resuene con las filosofías más elaboradas, que plantean, desde el platonismo, en cualquier caso, un platonismo determinado por Nietzsche (sin duda de manera imprecisa), que cualquier exigencia -no solo según el orden del sentido filosófico, sino también para el pensamiento- en general, para la ciencia, para todo lo que fue abrazado por el método y el rigor galileo-cartesiano del paradigma de la mathesis universalis– sería una exigencia de sentido, una búsqueda de una esencia oculta por y bajo apariencias engañosas, más natural que la pregunta misma.

 

Podemos, sin embargo, preguntarnos si corresponde al filósofo desvelar este sentido, revelarlo, construirlo críticamente, detrás de la fenomenalidad de lo sensible. ¿Estaría condenado a vestir el hábito de sumo sacerdote de lo inteligible, según una palabra de Hegel? Lo que supone que el pensamiento, cuando empieza a pensar, como dice Schelling, se enfrenta inmediatamente a un vacío, a una carencia, a un defecto, que debería colmar con la respuesta, o con lo que Jacques Rivière, leyendo a Proust, llamó “la obturación de los abismos”. ¿Qué puede significar este sentido obturador, una vez realizada la operación etiológica “supersticiosa” de exponer el vacío, si se me permite decirlo?

 

Como el hombre de la ciencia, que ciertamente es un hombre de sentido teniendo una “filosofía espontánea” (Althusser), ¿no está el filósofo expuesto, sin saberlo, a la espontaneidad de una sobreabundancia de sentido, a la excesiva inmediatez de un sentido, de más de un sentido, a una proliferación de sentidos? La ideología, en todas sus acepciones, desde la “lógica de una idea” (Arendt) hasta la sofisticación marxista, ¿qué es sino un sentido que viene a revestir los fenómenos y darles el consuelo ilusorio de una significación? La ideología es siempre sensata, como la doxa, como la filosofía, cuando busca descubrir el sentido oculto de una esencia detrás de apariencias sin sentido. No es necesario, en el nivel de lo que Levinas llama “el significado que en la filosofía es sentido”, distinguir entre estos casos, como lo hace la tradición de manera obviamente interesada. El trabajo del pensamiento debe primero deshacer metafilosóficamente estos enjambres de sentido. A menos que caiga en el “filosofismo”, el filósofo, por tanto, cuando cuestiona (fragt nach – el verbo alemán tiene la ventaja de la intransitividad), no se enfrenta a un vacío constitutivo que la respuesta “obturadora” vendría a llenar colmando con objetos. Por el contrario, se ve asaltado por una abundancia de significados, interpretaciones, sistemas de inteligibilidad y causalidades en juego. Debe comenzar preguntando cuál es el “sentido” de todo este significado, y si lo hay. Y en el hilo de este metacuestionamiento, la cuestión del sentido de la petición suplanta rápidamente a la de la necesidad de sentido.

 

Repitámoslo, el gesto del filósofo no puede consistir en dar sentido a lo que no tiene sentido, puesto que el sentido es lo que se nos da a nosotros, a nuestra mirada, a nuestro entendimiento. Se trata más bien de interrumpirlo porque “el sentido siempre resulta de elementos que en sí mismos no son significativos… el sentido siempre es reducido… detrás de todo sentido hay un sinsentido y lo contrario no es cierto… la significación sigue siendo fenomenal”.[6]

 

El sentido, es la evidencia. Pero esto es algo completamente distinto de lo indudable de que el pensamiento tiene el encargo, la responsabilidad, de hacernos percibir. Ahí donde hay sentido surgiría entonces el enigma de la realidad, y en lugar de la evidencia, un “prerreflexivo” fuera de toda duda. Si nos quedamos ante las “evidencias”, es porque ni siquiera hemos empezado a filosofar y es hora de empezar. Filosofar, más allá del “sentido en el sentido de la filosofía”, es adentrarse en lo enigmático del mundo y de lo humano. Esta palabra, enigmática, no tiene nada de pomposa ni evanescente, ya que envuelve lo absolutamente indudable. Designa lo no programable, lo imprevisible, lo impredecible – o incluso el acontecimiento, efectivo que no precede a ninguna posibilidad (Schelling), que precede siempre al programa (Proust).

 

La fenomenología husserliana se constituye a partir de este gesto de suspender la evidencia natural, de poner entre paréntesis el sentido, el sentido común y el sentido conferido por los saberes positivos, para “volver a las cosas mismas”. Está en la defección del sentido, y su paciencia, donde se profundiza el trabajo filosófico. Podríamos multiplicar los ejemplos. Marx: contra la evidencia absoluta de que el salario es la remuneración del trabajo, lo cual tiene un sentido admirable y sin duda sigue teniendo sentido, Marx hace un pequeño corte que socava el sentido de la economía política clásica y, paso a paso, refunda la ontología de la economía del ser social – es decir, que el salario no remunera el trabajo, sino el uso de una fuerza, la fuerza del trabajo, durante un tiempo determinado (una fuerza que encierra esta increíble posibilidad de crear valor e incluso plusvalía – una fuerza verdaderamente creativa). No hablo aquí de la validez del descubrimiento marxiano, me atengo a su epistemología formal, a su sentido o a su metasentido, que consiste en mover el sentido, alcanzándolo en su fuente misma, en su institucionalización social, en la forma de evidencia que se necesita para los actores en una situación. Podríamos mostrar fácilmente cómo la “ética” según Levinas, para tomar otro ejemplo, entre muchos otros, incide en la larga duración de una tradición y sacude la ontología en su totalidad.

 

Podríamos decir, tal vez a riesgo de cometer un malentendido, que la filosofía, al interrumpir el sentido designando el anterior, al circunscribir su presentido, soporta necesariamente un cierto sinsentido, el sinsentido de lo que Levinas llama la paciencia del rechazo del concepto. Observo a propósito que De otro modo que ser, si relacionamos el gesto con el §2 de Ser y tiempo, desformaliza la forma gefragt/befragt/erfragt y la radicaliza al mismo tiempo. De hecho, dicha forma está sujeta a la precesión del destinatario de cualquier pregunta sobre la pregunta misma: la “quisnidad del quién” nombra en Levinas esta extraordinaria subida a los extremos[7] que abre en su pensamiento lo que torpemente he llamado in-sensato o incluso un disparate, en el que se produce el cambio de dirección “de la respuesta a la pregunta”.[8] Este “camino” hacia atrás exige humildad, es decir, una inmersión en la resistente equivocidad del sentido, sin decir nada sobre los sentidos -basta pasar al plural de lo sensible para que el sentido ya esté desestabilizado, de un simple empujoncito.

 

El filósofo es el atleta de esta paciencia impaciente, de esta resistencia del infinito antes de que le llegue la “medida” del sentido. Y la filosofía es resistencia a la materia de lo in-sensato. Su ejercicio siempre se beneficia de mantener un recuerdo, incluso difuso y olvidadizo, de la prueba que le ha tocado de lo que precede a la elaboración de un sentido y le impone una tarea inmensa (=¡sin medida!), imposible, “hacer definición de lo indefinible” (Schelling). Que difícilmente se pueda filosofar ante la manifestación de lo que se manifiesta no significa que “lo que” sea la fuente primaria de manifestación.

 

Me viene a la mente una parábola particularmente sugerente. Un día, un transeúnte ve a Diógenes el Cínico extendiendo la mano y pidiendo un ácaro a una estatua. El gesto es evidentemente absurdo, lo contrario de todos los servicios de los sentidos y de todos los buenos servicios de la conducta sabia. El transeúnte pregunta a Diógenes por qué hace esto, ya que sabe muy bien que no tiene sentido. Y Diógenes responde: “Estoy practicando de no recibir nada”. Esta palabra no es simplemente una ocurrencia. Sin duda dice algo sobre lo que es el gesto demostrativo del filósofo, inseparablemente ontológico y ético, o ético-político. Es en efecto un ejercicio (practico no recibir nada), ya sea de esta resistencia o de esta prueba de la que acabo de hablar, donde se muestra lo que nunca se ve y que suscita el asombro del transeúnte. La postura de Diógenes, a través de este asombro, provoca una meditación sobre la pobreza y la riqueza, sobre la dificultad de vivir en la pobreza; ella convierte la angustia en ironía. Ciertamente. Pero al disfrazarse de impostura, transforma también el sufrimiento de los pobres en una oportunidad para ridiculizar la gloria estéril de las estatuas, que no es otra cosa que el triunfo del sentido erigido entre nosotros, que no da nada.

 

Este primer punto es crucial. El filósofo busca un sentido que no llegará, al menos no así. A fortiori no puede dar sentido. Por el contrario, se esfuerza, sin necesariamente lograr alcanzar lo que hay debajo del significado, los adoquines, la estatua, y que el significado, precisamente, oculta obstruyéndolo, la playa. Si el significado es, por un lado, una teleología, una dirección, un programa (donde no lo hay); y si la teleología es el concepto, es decir, un automovimiento orientado del significado, según el conocimiento o la conciencia, entonces no se trata para el filósofo (o en todo caso no solo) de concebir lo concebible y de crear conceptos, sino de enfrentar la heterotelia, lo inconcebible, lo real y su enigma, que no se deja someter a su confinamiento en un concepto que concibe o en una significación que significa, ya sea en un sobre-sentido quizás fatal.[9]

 

La filosofía no es ni proveedora de un servicio ni proveedora de adiciones simbólicas que traería desde fuera a una realidad que sin ella estaría privada de significación.

 

Más que una corrección epistémica, ¿sería un arte de vivir, un consuelo, una sabiduría, y qué significa eso desde mi punto de vista aquí, de la “exigencia de sentido”?

 

En general, nos referimos a los Antiguos cuando coincidimos con esta caracterización de la filosofía como sabiduría y conducta, paciencia y serenidad. Sin duda pensaremos en la obra de Pierre Hadot; sin embargo, no puedo evitar señalar, sin poder profundizar más, que lo que él llama “ejercicios espirituales” se diferencia de manera muy significativa de una “sabiduría” constitutiva de la filosofía o incluso de una ética hedonista que el cristianismo se habría agotado.

 

Una primera observación: el nacimiento de la filosofía se produce por diferenciación de la sabiduría tradicional, y de los sabios, es decir, los sofistas, los maestros de la palabra, denominación que no es de ninguna despectiva al inicio, ya que Homero, por ejemplo, está allí, o incluso Hesíodo. Es la filosofía, con Sócrates, la que inicia desde ella misma la peyoración de las palabras sofista o sofística. El acto designativo del philo-sophos por delimitación del sophos, se remonta, como sabemos, a Pitágoras, en el siglo VI: “¿eres sabio?», le preguntamos. “No”, respondió, “soy un amigo o un amante de la sabiduría”.

 

El sabio posee la sabiduría y la transmite, como un tesoro, un tener, un bien sustancial. La misma palabra filó-sofo, este neologismo, se forma como esquisto, fractura. A diferencia del sabio, el filó-sofo parte en busca de lo que no tiene y que persigue con su asiduidad, una sabiduría o una verdad, siempre prometida, nunca conquistada. Del lado del sabio, una serenidad, seguramente, la impasibilidad de quien tiene y es capaz de actualizar lo que tiene. Del lado del filó-sofo, la fiebre inquieta de quien corre tras (fragt nach) lo que no tiene, es decir, consumado en sabiduría. La filosofía, en su ejercicio singular, es originalmente una figura de la insuficiencia entre lo que buscamos y lo que ponemos en práctica, lo que buscamos y lo que tenemos. En esta carrera, que es en sí misma una “práctica de no recibir nada”, o muy poco, se inventa una práctica de pensamiento en la distorsión y la separación – donde la sabiduría quiere ser adecuada al mundo, a la armonía, incluso relativa.

 

Kierkegaard decía del filósofo que era hombre para no pensar lo que hace y no hacer lo que piensa, llevando el cisma de la filosofía al punto de la esquizofrenia del filósofo. Hay en esta afirmación, esto es lo que se escucha en primer lugar, una crítica aguda a la filosofía, a una cierta renuncia, incluso a la cobardía, a la que puede conducir. Pero este gesto de desafío es en sí mismo, profundamente, un gesto filosófico. En efecto, nos invita a pensar en esta brecha que señala entre el hacer y el pensar y que a su vez se relaciona con esta ley de separación de la que proviene la filosofía. Lo que Kierkegaard dice y lo que insta es a subsanar la filosofía con la filosofía. Hay filosofía y filosofía y entre filosofía y filosofía a veces hay un abismo. No hay otra manera de deshacer la filosofía que volver a filosofar, pero de otra manera, lo ha dicho siempre una larga tradición.[10] Las otras intervenciones corren el riesgo de resultar vanas porque sus respuestas no se ajustan a la pregunta, tal como la filosofía, en su lenguaje, formula las expectativas. La eficiencia técnica reside enteramente en el orden del hacer, el conocimiento positivo no piensa en hacerlo, sino que lo mide según normas internas, la sabiduría establecida se presenta como una adecuación a priori del hacer y del pensar.

 

Podemos considerar que en la brecha entre el hacer y el pensar que denuncia Kierkegaard cuando evoca la figura del filósofo hay algo que va más allá de la simple idiosincrasia, verdaderamente una condición de existencia de la filosofía. Esto no significa que debamos simplemente resignarnos a este ser escindido, como tal vez recomendaría la sabiduría estoica, ya que ontológicamente no depende de nosotros. Esto sería una cobardía despreciable, nos dice Kierkegaard, sería abdicar el poder infinito del pensamiento con el pretexto de que nuestra condición finita le parezca, efectivamente, inactualizable. Hay en la máxima kierkegaardiana una referencia a la finitud misma, no solo la del filósofo, sino la de cada uno de nosotros, y que se indica en y viviendo en el desgarro, la insuficiencia, la imposibilidad de un sentido estable, preencontrado o construido.

 

En su ejercicio, o en su poder infinito e infinitamente (in)actualizable, la filosofía bien puede “dar sentido”, si se quiere, entre lo finito y lo infinito, condicionando y cuestionando. Este “entre” excluye la adhesión orgánica consigo mismo, la identidad de uno mismo consigo mismo, cualquier correspondencia entre sí y el mundo, un “sentido” – pero trabaja, por el contrario, para demostrar la vanidad de toda adecuación, de toda paz consigo mismo, de cualquier identidad satisfecha, es decir, la producción de otro “sentido” diferente al promovido por la sabiduría, un sentido estructurado como búsqueda y potencialidad.

 

Decir de la filosofía que es amiga de lo que no tiene y de lo que desea es determinarla como ser en potencia, apuntando a una adecuación en la medida en que habla de una humanidad inadecuada a sí misma, incluso, entre el nacimiento y la muerte, vida temporalizada, existencia. La filosofía y el filósofo, y todos los hombres, están en poderío del sentido. Si todo sentido actual, a priori, es, a través de la filosofía, golpeado de y por “lo in-sensato”, es en virtud de esta impotencia del sentido. El filósofo recuerda y explica, aunque no siempre lo haga, ni mucho menos, que no posee nada, ninguna explicación definitiva, ningún sentido prefabricado que baste aplicar a los acontecimientos, a la facticidad del mundo, ninguna sabiduría que fuera suficiente para indicar el modo de empleo. Y tiene que conformarse con esta nada. Hacer con esta nada es deshacer el todo, “lo Verdadero”, o el algo sustancializado del mundo y del hombre, el sentido tal como se nos ofrece en sus estatuas en la ciudad.

 

Entendemos por qué hay una dimensión engañosa de la filosofía (como la hay de la democracia, y por una razón estructuralmente idéntica e históricamente coincidente). Pero ¿por qué la decepción no sería un buen comienzo para la filosofía, tanto o más que el asombro? Una filosofía que parte de una decepción ante todo lo que el asombro ha dejado sin cuestionar podría intentar volver a cuestionar el enigma, del cual el de la sabiduría es además primordial. La Apología de Sócrates cuenta la historia de Querefonte, quien, tras interrogar a la Pitia sobre este tema, le dice: “no hay hombre más sabio que Sócrates”. Sócrates, a quien su viejo amigo comunica esta observación halagadora, la someterá a examen porque la toma como un enigma, sin ser de ninguna manera un “sabio” a sus propios ojos. Por lo tanto, emprende la búsqueda de aquellos más sabios que él: políticos, artesanos, poetas; una investigación muy decepcionante porque ninguno de estos hombres competentes puede demostrar una sabiduría superior. El enigma se resuelve claramente. No hay gente sabia, solo hay hombres en busca de sabiduría, esperando un sentido y trabajando para lograrlo, política, poética y productivamente.

 

La filosofía, en el poder del sentido, es un esfuerzo infinito que abre innumerables posibilidades para cuestionar el mundo y el hombre. Ella puede infinitamente, pero nunca podrá actualizar completamente este poder, este poder que es suyo. Filosofar está vinculado a nuestra condición finita. Pero esta finitud significa en nosotros una vocación infinita, que la filosofía articula en sus múltiples y polimorfas exigencias. Nunca terminaremos de hacerlo: es nuestra diferencia con Dios, que es un infinito siempre presente, mientras que nuestra infinidad nos condena a una actualización diferida, infinita, in-finita según la comprensión levinasiana de la palabra. Esto implica, al menos desde el idealismo alemán y sus refundaciones de la ontología, otra determinación de la fuente del cuestionamiento, de su efusión.

 

La razón, ya que de esto es de lo que se trata, no es algo específico del hombre, ni un atributo, ni siquiera una facultad. No tenemos razón más que sabiduría o sentido común. El filósofo no tiene la razón, no tiene toda la razón, una razón entera, puesto que debe esforzarse por alcanzar esta totalidad, o al menos aspirar a ella “en el elemento del concepto”. En definitiva y exageradamente, podríamos decir del filósofo que no siempre tiene toda su razón. La prueba del disparate de la que hablé con el ejemplo de Diógenes lo sitúa en experiencias límite que pueden rayar en una vacilación de este tipo. Es la razón la que lo posee, a él al filósofo, es la razón la que lo habita y lo sostiene. La filosofía sería entonces, cito una bella fórmula de Schelling, “un prefacio interminable a un libro que siempre ha sido esperado en vano”,[11] siempre esperado, en proceso o en proceso de llegar; un prefacio, ni siquiera un libro, mientras que la sabiduría siempre se da en un libro que lo contiene en su totalidad, “sagrado”.

 

Por el contrario, la filosofía es “una larga impaciencia”.[12]

 

 

Notas

 

  1. Folio, Gallimard, 2000, p 66. 
  2. Fausto Fraisopi, Philosophie et Demande (Paris: Classiques Garnier, 2021), 41 y siguiente, entre otras.
  3. Martin Heidegger, Sein und Zeit, § 5.
  4. Emmanuel Levinas, De Dieu qui vient à l’idée (Paris: Vrin, 1982), p. 96 (subrayado por el autor).
  5. Ludwig Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus (Paris : Tel Gallimard, 1961), 67. La “superstición” es una tendencia propia del pensamiento, tanto mágico como científico, a postular una causalidad donde sólo existen dos acontecimientos sucesivos, para vincularlos lógicamente según un sentido.
  6. Claude Levi-Strauss, en Esprit, (noviembre 1963), 636.
  7. Levinas, Autrement qu’être, 46 : “la quisnidad del quién se exceptúa de la quididad ontológica del qué busca y orienta la investigación… La subjetividad se estructura como el Otro en el Mismo, pero según un modo diferente al de la conciencia. Esto es siempre correlativo de un tema, de un presente representado, de un tema puesto ante mí, de un ser que es fenómeno. El modo según el cual la subjetividad se estructura como el Otro en el Mismo difiere de ese de la conciencia –que es conciencia de ser, por indirecta, tenue e inconsistente que sea esta relación entre la conciencia y su tema– “puesta” ante ella: que esta relación es percepción de una presencia “en carne y hueso”, figuración de una imagen, simbolización de un simbolizado, transparencia y velo de lo fugitivo y de lo inestable en la alusión. Cualquier búsqueda de sentido sería una tensión hacia una objetalidad plena y unida, y más o menos articulada con anfibolia ¿quién/qué? Fausto Fraisopi, op. cit., toma juiciosamente el ejemplo del amor en Dante, lo que nos retrotraería a las palabras de Quignard.
  8. Ibid., p. 251
  9. Hannah Arendt habla de sobre-sentido, « el sobre-sentido, su lógica absoluta y sus consecuencias », para definir el mal en Les Origines du totalitarisme (Paris: Seuil, 1972), 198.
  10. Esta “línea” es, de hecho, casi concomitante con la filosofía, desde el principio: Aristóteles, Protrepticus, fragmento 2, coll. W. Ross: “Si quieres filosofar, tienes que filosofar; si no quieres filosofar, tienes que filosofar para ver si debes filosofar o por qué no necesitas filosofar, entonces en cualquier caso, tienes que filosofar”; Alejandro de Afrodisias, Comm. en Tópicos, 149, 9-17: “Además, si dices que hay que filosofar, hay que filosofar; pero si afirmas que no se debe filosofar, entonces debes filosofar, aunque sólo sea para demostrarlo. De cualquier manera, hay que filosofar. Porque ya es filosofar preguntarse si hay que hacerlo”; Clemente de Alejandría, Stromates, 6. 18 y 162. 5: “Si hay que filosofar, hay que filosofar; porque lo mismo se sigue de lo mismo. Pero se sigue la misma conclusión, si no queremos filosofar; porque nadie sabría esto sin haberlo examinado primero; en cualquier caso, por tanto, debemos filosofar”. Todo esto culmina con la famosa máxima de Pascal: “Burlarse de la filosofía es verdaderamente filosofar” y se repite hasta Kant y más allá.
  11. SW, XIII, 178 (subrayado por el autor).
  12. Paul Valéry, Ebauche d’un serpent, en Oeuvres I (Pléiade : Gallimard, 1957), 144.