Resumen
El siguiente texto tiene como objetivo plantear el esbozo de una antropogénesis no antropocéntrica, es decir, de un modo de constitución de lo humano que no considere a lo humano desde el excepcionalismo o el individualismo. Este objetivo tiene como finalidad hacer frente a las constantes crisis ecológicas actuales, que amenazan la vida en la Tierra. El marco teórico utilizado es el de la fenomenología trascendental crítica, que rescata una noción de subjetividad encarnada compatible con el pensamiento no-antropocéntrico, y la ecología queer, que proporciona las bases para criticar el rechazo antropocéntrico a la animalidad y al deseo de vínculos multiespecie a través de nuevos modos de pensar el parentesco, la reproducción, la sexualidad y la afectividad.
Palabras clave: antropogénesis, antropocéntrico, fenomenología, ecología, queer, parentesco.
Abstract
The following text aims to outline a non-anthropocentric anthropogenesis, that is, a way of constituting the human that does not consider the human from exceptionalism or individualism. This objective aims to address the constant current ecological crises, which threaten life on Earth. The theoretical framework used is that of critical transcendental phenomenology, which rescues a notion of embodied subjectivity compatible with non-anthropocentric thought, and queer ecology, which provides the bases to criticize the anthropocentric rejection of animality and the desire for multispecies bonds. through new ways of thinking about kinship, reproduction, sexuality and affectivity.
Keywords: anthropogenesis, anthropocentric, phenomenology, ecology, queer, kinship.
Introducción
Este texto es el resultado de un ejercicio de pensamiento que tiene como objetivo esbozar una fenomenología de la ecología queer que nos permita la posibilidad no-antropocéntrica de “habitar con la Tierra”. Para ello, ensayaré una posición tentativa acerca de cuestiones teóricas sobre el papel de la antropología y la subjetividad, sobre todo porque las respuestas críticas clásicas –la liberal y la posestructuralista –han resultado insuficientes, como desarrollaré más adelante. Partiré de un contexto en que las respuestas tradicionales ante estas cuestiones giraban en torno a posiciones antropocéntricas, que atribuían un estatus de soberanía excepcionalista a lo humano a partir de modelos de racionalidad que reproducen y justifican históricamente el cisheterosexismo, el racismo, el capacitismo y el especismo. Sin embargo, estas formas violentas no son las únicas maneras de dar respuestas a preguntas en torno a lo humano y el sujeto.
Ahora bien, insistir en que solo somos animalidad y corporalidad –aunque definitiva y categóricamente lo somos –ya no es suficiente para tener habilidades de respuesta ético-política (respons-habilidades, para decirlo con Donna Haraway[1]). Si bien asumir el continuum biológico en la génesis de la especie y partir de la carnalidad y afectividad del cuerpo ha sido una estrategia fundamental para contrarrestar las narrativas coloniales que nos han impedido pensar y pensar-con la Tierra, resulta indispensable pensar la manera específica en que la subjetividad envuelta en la condición humana aporta a este sistema dinámico de interdependencias e interconexiones entre criaturas vivientes y no-vivientes. Preguntar quiénes somos sin apelar a ficciones dañinas como el individualismo metodológico o el excepcionalismo antropológico puede encaminarnos a vislumbrar de qué manera las distintas subjetividades vivientesumanas y no-humanas –pueden encaminarse a una nueva ecología que permita otra forma de habitar la Tierra y los propios territorios.
Este texto se divide en cuatro partes. En la primera, explicaré brevemente el marco teórico del que parto para la realización de este ejercicio de pensamiento: la fenomenología trascendental crítica. Este marco tiene la virtud de recuperar una noción de subjetividad fundada en la experiencia corporal y afectiva que pueda servir para pensar nuestra capacidad de respuesta ético-política ente la urgencia de pensar y pensar-con la Tierra. En la segunda, recorreré los conceptos de naturaleza, mundo entorno y Tierra desde el punto de vista de dicha fenomenología crítica, con el objetivo de mostrar el sentido en que este enfoque es capaz de pensar la misma más allá de posiciones antropocéntricas. En la tercera parte, realizaré una síntesis del recorrido genético que va desde la constitución del cuerpo viviente hasta la antropogénesis, la emergencia de lo humano en cuanto tal. Mostraré también de qué manera opera la génesis de lo humano desde el antropocentrismo y cuáles son las condiciones de su transformación. Finalmente, en la última parte argumentaré de qué manera las ecologías queer, y en particular su noción de parentescos politizados, pueden contribuir a la gestación de una nueva forma de antropogénesis no antropocéntrica.
Fenomenología trascendental crítica
El primer paso de este ejercicio será concebir intuitivamente una versión de la fenomenología que sea capaz de pensar una ecología queer para habitar con la Tierra. En mi opinión, una fenomenología de este estilo tiene que ser a la vez trascendental y crítica. A grandes rasgos, la fenomenología es una disciplina filosófica que tiene como punto de partida fundamental la experiencia en primera persona de una subjetividad que habita cotidianamente su mundo entorno[2]. Antes de clarificar el sentido de esta definición tentativa y operativa, es necesario aclarar varios puntos acerca de la noción de sujeto. Este puede pensarse críticamente como un dispositivo epistémico, jurídico y hasta ontológico que tiene como fin enmarcar las experiencias de ciertos cuerpos vivientes dentro de un sistema de posibilidades históricas específicas (en concreto, las del excepcionalismo humanista-colonial). Pero el sentido del sujeto –y de la subjetividad como vida subjetiva –, para la fenomenología, es un tanto más complejo: parte de la noción cotidiana del yo, que tiene la doble estructura de ser una figura psíquica que enmarca las experiencias según un horizonte histórico concreto, pero también de expresar el punto cero a partir del cual se despliegan las vivencias y experiencias en primera persona de una singularidad viva. Este carácter de estructura bidimensional no es dicotómico, sino quiásmico, pues convierte al dispositivo “sujeto” en una figura plástica resultado de la tensión continua e intra-activa entre temporalidades del cuerpo viviente: la subjetividad se despliega entre el pasado heredado y reapropiado, el futuro proyectado e intempestivo, así como el presente como efecto de las resistencias y creaciones necesarias para la supervivencia. Frente a la falsa disyuntiva entre las narrativas del “sujeto-en sujeción” y del “sujeto de la voluntad soberana”, habría que responder fenomenológicamente que nadie sabe lo que puede –o no puede –una subjetividad.
Ahora bien, el tipo de subjetividad que, en mi opinión, es necesaria para asumir nuestra capacidad de respuesta ético-política ante un mundo al que le urge pensar y pensar-con la Tierra es la trascendental. Esta afirmación también requiere de clarificación acerca de este concepto. Fenomenológicamente, lo trascendental no refiere ni implica lo ahistórico ni la postulación de un a priori arbitrario, mucho menos un imaginario de lo universal como un punto de vista total o totalitario. Finalmente, es cierto que “nada está conectado a todo, [pero] todo está conectado a algo”[3]. Si reconducimos lo trascendental a sus fuentes experienciales, podemos pensarlo más bien como una estructura que permite un modo de praxis específica: la constitución efectiva del mundo entorno. Es trascendental aquello que permite a la subjetividad no solo ser contemplativa de los espacios que habita, sino participante expresiva, creativa y transformadora. Esta aproximación a lo trascendental permite alejar su concepto de la reflexividad egóica (a pesar de que, tal como las ontologías del sujeto moderno han demostrado, existe un conocimiento trascendental), para orientarlo hacia su génesis en la corporalidad viviente: son las criaturas vivientes mismas las que poseen una subjetividad trascendental, un yo-singular que al habitar su entorno, participa creativamente de él[4].
Una vez hecha esta aclaración, sostengo que el tipo de subjetividad que necesitamos en nuestra fenomenología es la trascendental debido a que esta parte de una distinción quiásmica fundamental: la diferencia ontológica entre subjetividad y corporalidad. Las narrativas contra-hegemónicas del siglo pasado[5] han puesto el acento en una verdad fenomenológica fundamental: no existe subjetividad sin corporalidad. Bajo el estandarte de “yo soy mi cuerpo” han adelantado una serie de reflexiones significativas para pensar y pensar-con la Tierra: en efecto, uno de los principales problemas de los modelos excepcionalistas antropocéntricos ha sido el obviar la génesis de la subjetividad misma a partir de su carnalidad, afectividad y animalidad. Más adelante desarrollaré someramente este recorrido genético de la subjetividad. Sin embargo, algo que esta fenomenología de la carne no puede pensar es que, si bien no existe subjetividad sin corporalidad, la subjetividad no puede reducirse a su corporalidad. Existen experiencias que fuerzan a la subjetividad a distinguirse de su corporalidad, a resistir ante su movimiento: las experiencias del dolor y la alienación[6].
Frente al dolor[7], la subjetividad se encuentra en parálisis y no le es posible redireccionar o reorientar su cuerpo a través de su voluntad; es verdad que existen dolores placenteros, pero en particular los que no lo son pueden generar frustración por impotencia frente a la alienación. Estas experiencias motivan a la subjetividad a modificar el sentido del propio cuerpo (o al menos a intentarlo) con el fin de evitar –o reducir al mínimo –este displacer. Algunas posiciones que intentan reducir la fenomenología a la carnalidad han sostenido que aquello que desarticula estas experiencias corporales displacenteras es el cuerpo mismo, pues el rasgo característico de este es su exceso o indomabilidad[8]. Sin embargo, existen experiencias para las que no basta con el propio acontecimiento deconstructivo del propio cuerpo o la imposibilidad de su estructuración absoluta: es necesaria también una fuerza de direccionamiento capaz de generar sentidos históricos específicos. Al final, la trascendentalidad de la subjetividad no implica ni construcción ni voluntad ex nihilo (soberanía absoluta), sino la producción de sentido a partir de una reorientación de las fuerzas que atraviesan y afectan al cuerpo, un redireccionamiento que tampoco es arbitrario, sino que resulta de la experiencia encarnada en cuanto tal.
Para la fenomenología trascendental crítica, la subjetividad no solo es cuerpo, sino que también tiene un cuerpo que transforma a partir de su voluntad. Necesitamos una fenomenología trascendental crítica para pensar y pensar-con la Tierra porque nos encontramos en un contexto histórico específico de urgencia ante graves problemas de crisis climática y ambiental que producen estructuralmente condiciones precarizantes y sufrientes que merman en las subjetividades su supervivencia y su deseo de vivir. Como expondré más adelante, las subjetividades trascendentales son tanto humanas como no humanas; todas ellas están involucradas en una red interdependiente de procesos de sostenimiento y cuidado de la vida en general. Pero sus praxis difieren, y el modo en que las subjetividades humanas deben respons-habilitarse –es decir, ofrecer una respuesta ético-política frente a la urgencia compartida por todos los cuerpos vivientes en tiempos de urgencia –es por medio del involucramiento de las potencias de sus singularidades como especie bio-psico-social histórica. El excepcionalismo antropocéntrico piensa lo humano como soberanamente tirano o salvador, lejano a los otros procesos de subjetivación no humanos; la fenomenología trascendental crítica piensa lo humano como un modo específico en que se manifiesta la vida a partir de capacidades singulares que podemos llamar antropogénicas y que están siempre en conexión con otras subjetividades no-humanas.
Una vez esclarecido el sentido del sujeto, de subjetividad y de trascendentalidad que necesitamos para pensar y pensar-con la Tierra, es posible visualizar el sentido mismo de la fenomenología como una filosofía cuyo punto de partida fundamental es la experiencia en primera persona de una subjetividad que habita cotidianamente su mundo entorno. Primero, el término experiencia aquí es vinculante, y marca una continua interacción entre dos elementos interdependientes, que pueden figurarse como polos lógicamente equidistantes: la subjetividad y sus objetos, los entes con los que se relaciona en su entorno y los cuales le afectan a través de su propio cuerpo singular –el cual es a la vez objeto de la subjetividad misma y su medio para estar en el mundo. Para este sentido fenomenológico de experiencia, ni los objetos son una creación soberana del sujeto, ni estos son entidades absolutamente independientes de la subjetividad como para que esta necesite o de una capacidad especial para acceder a ellos en su transparencia o de una resignación melancólica por no poder hacerlo.
En segundo lugar, la fenomenología tiene como punto de partida la experiencia en primera persona. Para algunas posiciones suspicaces, quizá puede resultar problemático asumir la experiencia en primera persona como punto de partida de la descripción y la reflexión al menos por dos motivos. Por un lado, otorgar centralidad a la experiencia en primera persona podría conducir al solipsismo. Ante esta sospecha, la fenomenología trascendental responde que ya desde la praxis cotidiana se asume la existencia de otras subjetividades y de las interacciones intersubjetivas que constituyen el mundo entorno. En una actitud teórica, es posible dar sentido a esta asunción a través de la experiencia de la apresentación de la subjetividad otra por medio de un razonamiento abductivo: la subjetividad en tanto encarnada experimenta la sensación del tocar y del ser-tocada en el acto de tocarse, experimenta sus reacciones ante ambas sensaciones y después, al observar un comportamiento análogo de otros cuerpos vivientes ante su exposición al tacto, concluye que en ellos existe también una subjetividad que no se agota en su corporalidad. Adquiere, por tanto, empatía, que es el reconocimiento de la existencia de la subjetividad de otro cuerpo viviente; para la fenomenología, la empatía no equivale a la simpatía ni es el antónimo de la antipatía: es posible, y de hecho necesario, sentir empatía por alguien –animal humano o no-humano –a quien se tortura[9]. Existen motivos por los cuales es posible denegar dicho reconocimiento, pero está ya se encuentra entre las condiciones que permiten significar el acto violento como tal, pero eso lo explicaré más adelante.
Por otro lado, se sospecha de la experiencia en primera persona como punto de partida porque esta, como bien sostiene la teoría crítica posestructuralista, está ya enmarcada y atravesada por una serie de sesgos ideológicos producto de relaciones de poder hegemónicas históricas. Sin embargo, el hecho de utilizar este argumento como razón suficiente para abandonar la experiencia en primera persona tiene el riesgo de resultar en un olvido de las vivencias, la afectividad y los procesos de sensibilidad de las subjetividades. Estos elementos son fundamentales para la construcción de sus saberes teóricos y prácticos situados social e históricamente. Es por ello que, más que abandonar la experiencia en primera persona, una fenomenología trascendental que tome en cuenta la crítica posestructuralista puede inquirir en las condiciones y los momentos de formación de la misma. No solo habría que poner entre paréntesis la naturalidad del mundo para describir las condiciones que estructuran la experiencia y los momentos históricos de su emergencia, habría también que exponer las operaciones de poder de los dispositivos que enmarcan la experiencia según intereses hegemónicos específicos. Las genealogías y fantologías pueden ser dos tipos útiles de narrativas críticas: las primeras pueden mostrar las historias de producción que intervinieron en la construcción de sus marcos de aparición y su contingencia, mientras que las segundas pueden nombrar aquellos elementos expulsados de las narrativas dominantes y que las acechan continuamente como instancias con el potencial de desestructurarlas[10]. Por todo esto, si bien la fenomenología trascendental crítica parte de la experiencia en primera persona, no la considera piedra de toque sino simplemente un elemento imprescindible en la constitución de su realidad y entorno.
Finalmente, pudiera causar escozor el enfoque inicial en la primera persona, por su asociación con el individualismo metodológico. Sin embargo, para la fenomenología trascendental crítica, este punto de partida responde más bien al reconocimiento de la intrínseca singularidad de cada subjetividad. Cada viviente es para sí mismo su propio punto cero, experiencias a partir del cual se despliegan todos los horizontes en donde tiene lugar su propia experiencia. Esta singularidad es el fundamento del pensamiento y la praxis situada, puesto que las vivencias singulares son propias de cada quién y no son réplicas exactas de las de alguien más. Esto no equivale a decir que las experiencias singulares sean únicas y excepcionales; más bien, es tarea de la comunicación intersubjetiva entre vivientes el averiguar qué experiencias singulares son lo suficientemente similares o traducibles como para considerar a sus subjetividades partícipes de una condición compartida.
Asimismo, como esta singularidad solo es significativa en un contexto colectivo, entonces ella es más bien la posibilidad de la expresión de la pluralidad: el entorno se constituye en conjunto, gracias a las interacciones y a los procesos intersubjetivos entre los vivientes singulares y sus objetos, cada uno aporta su estilo y esto es lo que dota al ambiente de complejidad y dinamismo. Por ello, cuando una de estas subjetividades muere o está ausente el entorno mismo se transforma: se pierde ese elemento peculiar que otorga la singularidad viviente que no aparece, mostrando así la irremplazabilidad de la subjetividad faltante. En procesos plurales de corte político, la singularidad de la subjetividad es lo que permite la experiencia agonística del disenso, puesto que un estilo peculiar puede dotar de una perspectiva radicalmente diferente de praxis o discurso dentro de la comunicación. Más que una identidad cerrada compulsivamente en sí misma y negada a la otredad, la singularidad es más bien apertura creativa que enriquece el entorno y lo dota de temporalidad, dinámica y vida autónoma[11]. Es por ello que resultan tan trágicas algunas pérdidas producidas por violencias sistémicas en contra de algunos vivientes: pueden alterar todo el ecosistema de un territorio, incluso llegando a hacerlo peligrar por completo. Es cierto que la muerte de vivientes singulares y de especies completas es parte del proceso de la vida misma, pero quizás debemos replantearnos de qué manera evitar algunas de ellas pudiera posibilitarnos habitar y habitar-con la Tierra.
Entornos habitables: naturaleza, mundo y tierra
Finalmente, habrá que pensar a qué se refiere la fenomenología cuando afirma que las experiencias de la subjetividad son el resultado de su habitar el mundo entorno propio. Antes de proceder con ello, habría que aclarar el sentido de naturaleza de la fenomenología que quisiera proponer. Para la fenomenología trascendental, el concepto de naturaleza pasa por una crítica al positivismo (anti)metafísico, que piensa como la base del entorno a una entidad abstracta y homogénea –el espacio matematizable –que funciona como contenedor para una infinidad de objetos discretos a los que las relaciones de interdependencia e interacción les son extrínsecas. Frente a esta percepción reificada, la fenomenología contrapone y afirma como prioritaria una noción de naturaleza como aquel ambiente vital en el que se despliegan, desarrollan y expresan sus potencialidades los cuerpos pertenecientes a las subjetividades encarnadas.
El entorno natural es, para la fenomenología, una amalgama viva y continuamente dinámica de sedimentación y reactivación de sentidos, motivos y condiciones semiótico-materiales bio-psico-sociales históricos. En este entorno aparece la naturaleza que piensa Donna Haraway en Seguir con el problema: “el devenir-con y el volver-capaz inventan un espacio nicho n-dimensional y sus habitantes. El resultado es frecuentemente llamado naturaleza”[12]. La naturaleza estaría conformada por una red de relaciones, procesos y momentos vitales entre distintos elementos orgánicos y no-orgánicos con constante interacción e interdependencia. Uno de esto ellos el propio cuerpo de cada subjetividad encarnada, que es parte constitutiva y constituyente de la naturaleza misma.
Cuando la fenomenología trascendental crítica sostiene que la voluntad es la capacidad de la subjetividad de redireccionar y reorientar los afectos y los deseos del cuerpo, no está replicando un modelo excepcionalita antropocéntrico ni forma parte de quienes sostienen una dicotomía clásica entre naturaleza y cultura, sencillamente porque la subjetividad no es prerrogativa de lo humano, sino de cualquier cuerpo viviente. Aún más, para la fenomenología la naturaleza se piensa como el entorno vital que habita la subjetividad, y que está continua e históricamente siendo constituida bio-psico-socialmente. Mediante el esfuerzo expresivo de su voluntad, la subjetividad tiene la capacidad co-constituir su realidad entorno al alterar el flujo, el ritmo y la dirección de algunos procesos naturales que la atraviesan. Ni el funcionalismo ni el mecanicismo (posiciones reificantes del mundo) pueden dar cuenta del proceso orgánico y caótico, expresivista y disensual, que constituye tanto a la subjetividad encarnada como a su entorno natural en mutua correlación e interdependencia.
Como última acotación al respecto, quisiera proporcionar algunas razones por las que, en mi opinión, el sentido fenomenológico de naturaleza es de mayor utilidad para pensar y pensar-con la Tierra que el imperante en las ciencias sociales del siglo XX, el constructivista. El problema con el sentido constructivista de naturaleza es que tiene una concepción reificada de la misma: frente a ella, las únicas praxis posibles son el sometimiento o su constante cuestionamiento y superación. En realidad, durante la experiencia cotidiana, la subjetividad encarnada va constantemente digiriendo, negociando y readaptando el entorno y a ella junto con él. Quizás habría que pensar que no es la naturaleza a lo que nos oponemos cuando hablamos de praxis crítica, sino a ciertos modos en que esta es concebida y opera. Al final, los modos antropocéntricos de pensar la naturaleza –ella como recurso, como madre, como vestigio de un pasado remoto o como un límite que impide nuestra soberanía –nos impiden pensar y pensar-con la Tierra.
Con esta aclaración es posible comprender ahora el sentido del mundo para la fenomenología que necesitamos. El mundo es el primer horizonte en el entorno que habita la subjetividad. Es su morada, su refugio y aquello que la dota de su modo histórico de ser; es por ello que, para la fenomenología clásica, el entorno que se piensa es el mundo entorno. Adelantando la síntesis descriptiva de la génesis de la subjetividad como voluntad, es posible pensar que el fin esencial de la constitución del mundo es la construcción de un espacio vital en donde las condiciones semiótico-materiales puedan resguardar, cuidar y mantener las redes de procesos y momentos de interacción e interdependencia entre criaturas vivientes. El mundo entorno es morada porque, dentro de las economías de producción de sentido, es el espacio en donde las subjetividades pueden florecer, desarrollar sus propios estilos de existencia y expresar las potencias de su singularidad. El mundo entonces es producción intersubjetiva; en este proceso, las subjetividades mismas se transforman en mutua adaptación con el mundo que co-habitan.
Las condiciones de aparición del mundo entorno son históricas y se concretizan en formas de reparto de lo sensible que configuran territorios con sentidos prácticos específicos, entre ellos, el espacio de lo común y el espacio de lo privado (este último no necesariamente como propiedad, sino como ocupación insistente y orgánica en el que la subjetividad puede desplegar rasgos de sí que desea mantener en un territorio específico). Ahora bien, si las subjetividades necesitan ir territorializando el espacio que habitan es porque responden a una motivación: hacer frente a condiciones intempestivas de la naturaleza, aquellas que pueden producir fuerzas que amenazan la existencia misma de cada subjetividad en tanto criatura viviente. Encontramos entonces un horizonte más amplio del entorno, uno sobre el que se sostienen mundos: la fenomenología trascendental ha llegado a pensar la Tierra.
Históricamente, se ha llegado a identificar a la naturaleza con la Tierra. Esto no solo la ha ocultado como horizonte de tematización para las posiciones antropocéntricas o excepcionalistas, sino que además nos ha impedido pensar-con la Tierra misma. En parte, la hegemonía y el imperio de estas posiciones han tenido un efecto tal sobre ella y los mundos que soporta, que nos encontramos actualmente en la dramática urgencia de generar una praxis crítica capaz de salvaguardar el entorno en que intersubjetivamente habitamos. En primer lugar, la Tierra es un macro-organismo vivo, un compuesto que contiene una inmensa pluralidad de ecosistemas en donde se dan procesos de interacción e interdependencia entre una colectividad múltiple de criaturas vivientes y elementos no-vivientes que se tienen como sus objetos. Cada ecosistema territorializa su espacio de una manera peculiar, debido a que los modos en que genera sus espacios dependen de las singularidades vivientes que habitan en él.
Tener en cuenta la especificidad del mundo es fundamental para pensar sus limitaciones y los efectos que ha tenido el antropocentrismo sobre la Tierra. El mundo entorno es constituido por las subjetividades que lo habitan con el objetivo de hacer de este su morada frente a la fuerza intempestiva de la naturaleza. Pero anteriormente ya había aclarado que dentro del mundo entorno existe naturaleza, ya que este es el territorio de un sistema tan biológico como psíquico y social. La cuestión es que la dimensión natural del mundo está organizada y significada por economías semióticas y afectivas que funcionan como dosificadoras de su energía con el fin de que esta pueda ser gestionada por las subjetividades que habitan en él. No solo el mundo entorno, sino cualquier territorio que despliegue un sistema ecológico necesita esa dosificación, puesto que toda subjetividad humana y no humana tiene el carácter esencial de su finitud en virtud de su corporalidad, por lo que deben resguardarse de fuerzas intempestivas que sean tan intensas que puedan destruirlas o dañarlas significativamente.
Mundos y otros territorios habitables son moradas para las subjetividades encarnadas, en donde despliegan y orientan las potencias de sus cuerpos para construir espacios significativos para vivir en mutua interdependencia. Pero todos estos espacios y sus procesos de constitución emergen sobre un horizonte aún más amplio, el de la Tierra misma. Como he sostenido, la Tierra es un macro-organismo vivo que contiene la multiplicidad total de los ecosistemas en donde interactúan las criaturas vivientes y los elementos no-vivientes del entorno. Pero la Tierra misma tiene sus propios procesos. En Seguir con el problema, Donna Haraway recuerda que Isabelle Stengers “define Gaia como un poder temible y devastador que se inmiscuye en nuestras categorías de pensamiento (…) La intrusión de Gaia en nuestros asuntos es un evento radicalmente materialista que aglutina multitudes. Esta intrusión (…) amenaza la habitabilidad de la tierra para una vasta cantidad de tipos, especies, ensamblajes e individuos (…)”[13]. Así, la Tierra no es un espacio abstracto, sino un ente viviente cuyos procesos de existencia afectan y son afectados por los mundos y territorios que habitan en él.
Tanto dentro de los territorios habitables como entre ellos (incluyendo el macro-territorio que es a la vez el macro-organismo viviente llamado Tierra), las relaciones intersubjetivas e intervivientes entre distintos organismos humanos y no humanos –e incluso las relaciones entre los vivientes y lo no-viviente –, así como los procesos que se despliegan de todas ellas, son esenciales para la emergencia, la supervivencia y la existencia de cada una de las criaturas que cohabitan. Es por ello que el individualismo metodológico no es una buena opción para pensar y pensar-con la Tierra, aún si éste fuera crítico del antropocentrismo: son las redes intervivientes las que deben ser priorizadas, aun cuando el reconocimiento de la singularidad de cada subjetividad sea imprescindible para pensar lo viviente. A esto se refiere Danna Haraway cuando sostiene que “Simpoiesis es una palabra sencilla, significa “generar-con”. Nada se hace a sí mismo, nada es realmente autopoiético o autorganizado (…) Simpoiesis es una palabra apropiada para los sistemas históricos complejos, dinámicos, repetitivos, situados. Es una palabra para configurar mundos de manera conjunta, en compañía”[14].
Ahora bien, con el objetivo de resguardarse de los poderes intempestivos de la Tierra, las subjetividades humanas –como cualquier otra criatura viviente –han desarrollado distintos modos históricos de producción del mundo como su morada. La cuestión con el antropocentrismo es que la estructura de racionalidad que utiliza para la constitución y fabricación de su entorno rompe con la simpoiesis y con ello pone en peligro no solo al mundo y a sus habitantes humanos y no-humanos, sino también a otros ecosistemas completamente no-humanos e incluso a la vida de la Tierra misma. En un afán por evitar la destrucción de la naturaleza intempestiva propia de los procesos terrestres, las subjetividades humanas antropocéntricas han expandido colonial e imperialmente su morada hasta prácticamente destruir, subsumir, esclavizar y hacer dependiente de ellas al resto de ecosistemas, a sus vivientes e incluso a la Tierra misma. Esto ha causado no solo índices grotescos de tortura, explotación animal (humana y no-humana) y múltiples ecocidios, también ha llegado el punto en que se ha alterado la propia historia y temporalidad de los procesos terrestres mismos.
Sobre esto, Judith Butler sostiene que:
“Los seres humanos tenemos maneras mejores y peores de habitar el mundo. Y ahora la Tierra solo puede sobrevivir –y regenerarse –si se limita el alcance y la alteración del espacio habitado por el ser humano (…) Algunas zonas del mundo tienen que permanecer inhabitables para que sea posible habitar en él. El mundo en el que vivimos incluye la Tierra, depende de la Tierra, no puede existir sin la Tierra (…) Quizá el mundo no sea lo mismo que la Tierra, pero si destruimos la Tierra también destruimos nuestros mundos”[15].
Es preciso entonces encontrar formas no antropocéntricas de hacer mundo con y no contra la Tierra y sus habitantes. En el siguiente apartado, intentaré pensar de qué manera esto es posible.
Antropogénesis no antropocéntricas: fenomenología trascendental del cuerpo
En Fenomenología de la sangre, Marcela Venebra realiza un ejercicio de fenomenología genética y generativa que tiene como finalidad pensar el valor simbólico que tiene la sangre para la experiencia de las subjetividades humanas. Para llevar a cabo su cometido, despliega una serie de consideraciones acerca de una fenomenología trascendental del cuerpo viviente. Este ejercicio es fundamental e innovador, ya que permite pensar más allá de las dos posiciones fenomenológicas dominantes: aquella que considera más radical una fenomenología sin subjetividad y aquella que tematiza la subjetividad sin prestar atención a la importancia del cuerpo. En este apartado realizaré una síntesis de las consideraciones de Venebra sobre el cuerpo, ya que considero que son de suma utilidad para pensar y pensar-con la Tierra. En particular, lo que me interesa en este momento del texto es el momento de la antropogénesis, o la emergencia de la subjetividad propiamente humana, ya que partir de la necesidad del cuerpo viviente para la emergencia de la subjetividad Venebra explora un camino no antropocéntrico para pensar lo humano y su respons-habilidad frente a su entorno.
En la primera sección, titulada “Cuerpo propio. El cuerpo como órgano de la naturaleza”, Venebra comienza por describir la relación entre la naturaleza como un todo orgánico y el cuerpo viviente como uno de sus momentos individualizantes a partir de las consideraciones de Von Uexküll sobre la interacción de la corporalidad con su entorno, lo que implica “una inversión de la orientación mecanicista respecto del impulso, que no ve al individuo como entidad pasiva o receptora de estímulos a los que responde causalmente, sino, por el contrario, delimita un mundo de efectos, que se constituye como resultado de la tendencia impulsiva o del movimiento individual”[16]. De esta manera, Venebra piensa el cuerpo viviente tanto desde su intrínseca relacionabilidad efectiva y efectuante con la totalidad viviente de su entorno, como desde su singularidad productiva, creativa y participante que despliega actividades según estilos propios, lo que enriquece y complejiza el territorio mismo que habita. Así, el cuerpo mismo crece, respira y se nutre del entorno –tal como también sostiene Judith Butler en sus análisis sobre la porosidad del cuerpo[17], pero sobre todo lo digiere: ingiere elementos exteriores para sobrevivir, pero los metaboliza y con ello desecha lo que no le sirve, se reapropia de lo que sí y altera el sentido práctico del mundo en su proceso.
Como el mundo entorno en el que emerge el cuerpo viviente de una subjetividad humana está ya constituido por una serie de sedimentaciones y reactivaciones históricas de sentidos semiótico-materiales que amalgaman dimensiones biológicas, psíquicas y sociales, entonces esta digestión del mundo es tan espiritual como vital, o mejor dicho, es espiritual porque es vital que lo sea y viceversa. Ahora bien, el movimiento de los cuerpos vivientes responde –en primer lugar –al instinto, que es un despliegue orgánico de fuerzas que operan pre-egoicamente (pues aquí estrictamente aún no hay actos subjetivos) según los procesos intercoporales naturales históricos que han sido sedimentados y continuamente reactivados a nivel de la sensibilidad y la afectividad bio-psico-social del territorio habitado en cuestión. Después, aparece poco a poco la subjetividad como un modo de hacer conciencia de este movimiento instintivo, al principio simplemente para replicarlo en el modo de la percepción, pero luego para resistirse a él y, con ello ganar autonomía. En este punto es en donde el apartado crítico posestructuralista puede matizar algunos elementos de la fenomenología trascendental e insistir en la imposibilidad de hacer consciente todas las dimensiones del cuerpo y, con ello, la autonomía de la subjetividad sobre su propio cuerpo nunca llega a los niveles de soberanía que podría querer una posición descarnada y voluntarista acerca de la subjetividad.
Volviendo a las cuestiones fenomenológicas trascendentales sobre el cuerpo, al introducir consideraciones sobre su temporalidad, Venebra pasa de la tematización del cuerpo viviente a la del cuerpo vivido. La filósofa comenta que “la vivencia es un proceso de plenificaciones o tachamientos, clausura de expectativas protendidas y logros asentados en su afirmación positiva; la vivencia es tiempo que espesa lo preconstituido”[18]. Este rasgo temporal de la criatura viviente, junto con la actividad de la percepción como un tipo de experiencia polarizante que hace aparecer a la subjetividad como acompañante y luego como autónoma frente al movimiento instintual, es uno de los componentes fundamentales del cuerpo vivido. La criatura viviente no solo habita e interactúa creativamente con su entorno, sino que con el tiempo va adquiriendo herramientas, estrategias, recuerdos y memorias que enriquecen su mundo interno –su realidad psíquica –y que son esenciales para el desarrollo de la voluntad, la reorientación y resignificación específica del sentido de los procesos dinámicos de su mundo entorno según horizontes e imaginarios específicos.
El paso esencial entre instintualidad y voluntad es la autoconsciencia, la reflexión sobre sí de la propia subjetividad encarnada. En palabras de Venebra, “la autoconsciencia como ser para sí expresa la condición originariamente escindida de la vida subjetiva, anímica, entre su ser más que la materialidad cósica y causalmente puesta en el mundo –su continua apretura experiencial al mundo, motivada racional y afectivamente, etc. –y su cuerpo, sus determinaciones materiales, sus urgencias y necesidades”[19]. La experiencia de escisión o desgajamiento entre, por un lado, la subjetividad y por otro lado su cuerpo es lo que aparece en la génesis de la voluntad. Como ya comenté con anterioridad, es frente a experiencias afectivas tales como el dolor que la propia subjetividad insiste en la necesidad de reorientar y resignificar el sentido operante del instinto corporal como órgano y momento de la naturaleza. Así, la subjetividad es capaz de resistir el impulso y alterar su dirección con el fin de evitar la repetición de experiencias displacenteras dentro del mundo entorno que habita. Pero la resistencia, un esfuerzo negativo frente al impulso puede no resultar suficiente: el esfuerzo positivo de la reelaboración de las condiciones semiótico-materiales puede garantizar, en múltiples casos, una solución más efectiva. Aparece entonces la antropogénesis o la emergencia de las subjetividades propiamente humanas a partir de la creación autoconsciente del mundo entorno: el hacer reflexivo del espacio su morada. Y el primer territorio dentro del mundo que se transforma en la propia morada de la subjetividad es su propio cuerpo.
Marcela Venebra caracteriza este hacer morada del propio cuerpo que habita la subjetividad encarnada como una “apropiación”: “la apropiación del cuerpo es el correlato en tensión de un yo libre –o en vigilia –con su propio cuerpo. El yo despierto tiene un cuerpo en el momento mismo en que se impone sobre él como voluntad”[20]. Esto es razonable debido a que, si las experiencias del desgajamiento polarizante de la experiencia que permite la emergencia de la subjetividad como opuesta y en resistencia hacia las operaciones de su propio cuerpo se pueden entender como un descentramiento del sujeto[21], entonces la operación contraria puede ser descrita como una reapropiación. Sin embargo, el término puede tener un eco del espíritu de soberanía a la hora de entender esta apropiación, y por ende la propiedad, desde significantes como la imposición, que introducen esquemas de dominación a las operaciones antropogénicas. Quizás un término más amable con las lógicas de la voluntad pudiera ser el de autodisciplina, que remite a un modo de entender la propiedad no como imposición que retiene, sino como un modo autogestionado y autorregulado de insistir en la habitabilidad hasta convertirla en hábito y, por ende, imprimir la propia huella y el estilo intencional propio de la singularidad subjetiva encarnada.
Asimismo, este autodisciplinamiento implica interiorizar dentro de la subjetividad una axiología que realice distinciones normativas no solamente apelando a la inmediatez del impulso instintivo, sino a las maneras históricas en que la afectividad y el deseo están dispuestos y organizados para la construcción o reconstrucción del mundo entorno que se habita. Esta normatividad motiva porque, si bien no refiere directamente a la esfera de la instintualidad, sí lo hace respecto de la sensibilidad del cuerpo, por lo que el tipo de racionalidad práctica que establece atraviesa necesariamente una serie de afectos específicos. Uno de ello, que para Sara Ahmed se encuentra en el núcleo de la génesis de la moralidad, es el de la repugnancia, es decir, el asco que incita a expulsar o alejar objetos que se consideran degradantes o perjudiciales para la vida de la subjetividad en particular, y para la vida en general[22]. La razón de ello es que, cuando el objeto de la repugnancia es para la subjetividad ella misma, se experiencia vergüenza, que es la sensación de no estar a la altura de las condiciones necesarias para la existencia. Esta afección supone ya la incorporación de un ideal de la subjetividad que sirve como instancia autocrítica a partir del cual se mide la conducta de la praxis subjetiva actual. Así, la moralidad entendida como la incorporación de criterios normativos de evaluación de la praxis necesaria para la construcción del mundo entorno como morada es necesariamente, para la subjetividad encarnada, un ejercicio que se gesta a nivel de los afectos.
Esta argumentación es paralela y entra en sintonía con las consideraciones de Marcela Venebra respecto de la pauta higiénica. Para Venebra, “la higiene es la primera pauta u orden de sentido, interpersonal e histórico, que provoca o induce la emergencia de una voluntad de resistencia frente al impulso (…) la higiene es la matriz cultural de la corporalidad, es una dimensión antropogénica o modo específico de constitución de la animalidad humana (…) a través de la asunción de la pauta higiénica, el yo adquiere un lugar al reconocerse como sujeto digno frente al otro, lo que estructuralmente implica dependencia y vulnerabilidad”[23]. El motivo por el que la incorporación de la pauta higiénica en la constitución de la subjetividad humana es tan relevante –y ello establece también una consonancia entre la fenomenología trascendental y el desarrollo psicosexual freudiano a partir de concepto de analidad –es porque el asco es la raíz afectiva del concepto ético-político del reconocimiento y, por ende, del de dignidad.
A través de la experiencia de la empatía es posible asumir la existencia de otras subjetividades con las que se cohabita, pero fenomenológicamente esta empatía puede ser denegada por una praxis de dominación que intente reducir las otras subjetividades a meras fuerzas de producción o a mercancías para el consumo, estableciendo relaciones de dependencia violenta, como lo son la explotación y la esclavización. El reconocimiento de la dignidad de la subjetividad otra establece una disposición a la construcción de condiciones de interdependencia recíproca más equitativas, pues lo que proporciona valor moral a la subjetividad en cuanto tal es su autonomía, la capacidad de utilizar su voluntad de formas orgánicas –es decir, no forzadas –para que el mundo producido sea benéfico para todas ellas. Si volvemos a la cuestión ecológica, otro modo de pensar-con la Tierra implica el reconocimiento de la dignidad de las subjetividades no-humanas para establecer relaciones intervivientes que beneficien a las criaturas vivientes en general, cuestionando las posiciones antropocéntricas que sé sistemáticamente deniegan la dignidad de la vida animal y reducen a una inmensa infinidad de criaturas a mero recurso.
Ahora bien, cuando hablamos de incorporación de pautas higiénicas –que establecen criterios normativos sobre la dignidad a partir de bases afectivas centradas en la experiencia de la repugnancia –, podemos evocar las consideraciones de la teoría crítica posestructuralista acerca de la vida psíquica de los sujetos. En Mecanismos psíquicos del poder, Judith Butler explora las maneras en que la incorporación de distintos criterios morales puede integrar dentro de la constitución misma de la subjetividad esquemas de racionalidad o inteligibilidad que reproduzcan o sostengan el sometimiento[24]; y en donde analiza cómo la génesis de la subjetividad y de la moralidad puede incorporar esquemas que normalicen la autoesclavización dentro de nuestras matrices de pensamiento. Empero, en Dar cuenta de sí mismo, Butler matiza esta posición advirtiendo que existen otras formas de socialización que no conllevan necesariamente a la dominación. La distinción entre una y otra génesis axiológica, desde el punto de vista de la fenomenología trascendental del cuerpo, radica en la consideración de la dignidad de la subjetividad de las criaturas vivientes con quien se establecen vínculos de interacción e interdependencia; y para ello es indispensable incitar y promover el ejercicio autónomo de las voluntades. En específico, para las subjetividades humanas la participación crítica y la construcción de espacios políticos agonísticos en donde pueda tener lugar el disenso es un piso mínimo para el respeto de su dignidad.
La cuestión es que la antropogénesis actual no responde al ejercicio de una construcción axiológica capaz de constituir un mundo entorno en donde sea promovido el reconocimiento semiótico-material efectivo de la dignidad de las subjetividades, ni las no-humanas ni la inmensa mayoría de las humanas. El mundo entorno del antropocentrismo está orientado a la reducción de las subjetividades encarnadas a mera fuerza de trabajo, mercancías para el consumo o recursos para la producción. En un ecosistema antropocentrista, la mayoría de las criaturas vivientes constituyen en conjunto un mundo entorno que habitan desde la extranjería, la precariedad y el despojo. Por ello, será necesario pensar modos críticos que desafíen esta producción de mundos. Como apuntaré en la siguiente y última sección de este texto, la ecología queer puede ser una herramienta para pensar críticamente la manera en que se constituyen fenomenológicamente las subjetividades humanas encarnadas.
Ecologías queer, reificación del deseo y parentescos politizados
Si lo que queremos pensar es la capacidad de respuesta ético-política frente a las crisis ecológicas que apuntan al reconocimiento de la dignidad de las subjetividades vivientes y de la Tierra misma, necesitamos imaginar modos no-antropocéntricos de constitución de las subjetividades. Las teorías queer, entendidas como aquellas teorías críticas de los distintos modos cis-heterosexistas de configuración histórica del deseo, del sexo-género y la sexualidad, representan una herramienta poderosa para llevar a cabo esta tarea. El objetivo de este apartado será el exponer las razones que me motivan a sostener esto. En primer lugar, he dicho que la antropogénesis emerge de la incorporación y producción axiológica que establece criterios normativos sobre la praxis de la subjetividad constituyente de su mundo entorno. La génesis de la moralidad está íntimamente relacionada con la incorporación, a nivel afectivo, de un ideal del yo que indica el tipo de rasgos, estilos corporales y hábitos que implican un “estar a la altura de la existencia” y que tienen como efecto el reconocimiento de la dignidad de las subjetividades que consiguen performarlo. Sin embargo, la moral antropocéntrica dispone a la subjetividad a una denegación sistemática de distintas subjetividades, humanas, pero sobre todo no-humanas.
La forma en que el antropocentrismo produce antropogénesis (constitución de subjetividades propiamente humanas) es una forma fetichizada y alienada: hace pensar que la condición para lo humano es la denegación de la dignidad de las subjetividades no-humanas. El rechazo y la exclusión de la animalidad, la afectividad y la corporalidad de la criatura humana es uno de sus efectos, puesto que todos estos elementos funcionan como rasgos en común de toda subjetividad, incluyendo tanto la humana como la no-humanas. Más aún, estos criterios normativos acerca de lo humano impiden que ciertas subjetividades humanas sean reconocidas como tales, ya sea porque históricamente se les ha asociado con rasgos propiamente animales, afectivos o corporales, o porque ellas mismas se rehúsan a renunciar a estas potencias encarnadas de la subjetividad. Un ejemplo de ello son las consideraciones críticas acerca del concepto de lo salvaje: lo salvaje no es ni lo natural ni lo propiamente animal, sino una herramienta discursiva utilizada como dispositivo hegemónico de exclusión que arroja a ciertas subjetividades al dominio de lo incomprensible u ominoso.
Al mismo tiempo, Jack Halberstam sostiene que lo salvaje también puede ser pensado como “un desafío a un supuesto orden de cosas a partir de –y en nombre de –cosas que rechazan y se resisten al orden mismo. Lo salvaje nombra simultáneamente una fuerza caótica de la naturaleza, el exterior de la categorización, formas de corporalidad sin restricciones, la negativa de someterse a la regulación social, la pérdida de control, la falta de control, lo imprevisible”[25]. Esta fuerza caótica de la naturaleza podría ser pensada como aquella dimensión terrestre que constituye a toda subjetividad encarnada en tanto viviente, puesto que la animalidad que habita el mundo entorno no solamente forma parte de un ecosistema alterado y alterable por lo propiamente humano o por la vida en interacción e interdependencia de lo humano, sino que también está constituida por las mismas fuerzas intempestivas a las que lo humano se opone para su supervivencia. El desorden del deseo, que no se identifica con la parte animal de la subjetividad, sino con la parte intempestiva de la animalidad, puede ser una herramienta contra-hegemónica potente de desarticulación de esquemas imperialistas que pretenden imponer criterios antropocéntricos sobre el reconocimiento y la dignidad de las criaturas vivientes.
Los esquemas antropocéntricos de producción del deseo no solo insertan en los procesos de antropogénesis mecanismos excluyentes que impiden el reconocimiento de la dignidad de un cierto tipo de subjetividades otras (entre las que se incluyen la animalidad no-humana y la humanidad históricamente explotada y sometida). También, y esto es de suma relevancia, ocultan sus mecanismos a partir de procesos de reificación del deseo. Para Kevin Floyd, este proceso de reificación ocurre cuando “las relaciones sociales productivas y dinámicas entre las personas adquieren la forma (valor de intercambio) de las relaciones entre cosas estáticas y autónomas, cosas que parecen ser independientes de las personas. De este modo, la diferenciación social es la otra cara contradictoria de la equivalencia formal. La reificación obliga a una experiencia de individualización y de aislamiento, a una experiencia de relaciones de cambio impermeables a la intervención humana”[26]. De esta forma, las posiciones antropocéntricas crean no solo la diferenciación entre criaturas que merecen cuidado y respeto por su integridad y dignidad como subjetividades animales (humanas y no-humanas), sino que a su vez hacen creer a esas mismas subjetividades humanas que tal diferenciación es inevitable y que ningún proceso de acción colectiva –multiespecie o intraespecie –podrá alterar el curso de este escenario.
Pero para el antropocentrismo los procesos de reificación no afectan solo a la fuerza de producción del mundo (el deseo); también lo hacen con el fin mismo de la producción: lo que se busca en la antropogénesis antropocéntrica es reproducir una imagen del mundo reificada, en el sentido de fetichizada (es decir, que debemos adorar) y a la vez cosificada (es decir, que aparece fija e inmutable). Es por ello que, en La condición humana, Hannah Arendt afirma que la fabricación es un tipo de trabajo que construye un mundo entorno duradero debido a que en él la subjetividad humana se impone como ama y señora de la Tierra: “ese elemento de violación y violencia está presenta en toda fabricación, y el homo faber, creador del artificio humano, siempre ha sido un destructor de la naturaleza”[27]. Al final, la racionalidad antropocéntrica ignora u olvida que solo a través de la interdependencia recíproca de todas las criaturas vivientes y el reconocimiento de sistemas simpoiéticos de cuidado y mantenimiento de la vida será posible que lo humano siga subsistiendo.
Pero, fuera del deseo como reflexividad de los afectos y de la afectividad como elemento esencial para la emergencia de la moralidad, una de las bases de la emergencia de las subjetividades propiamente humanas, debería responder la siguiente cuestión: ¿por qué las teorías queer podrían contribuir a un pensamiento ecológico que nos permita pensar con la Tierra? Las teorías queer son teorías críticas de los regímenes ético-políticos hegemónicos de dominación respecto del sexo-género y la sexualidad. Y fenomenológicamente hablando,
“La sexualidad es materia de un orden de significados generativos, es un plano corporal higiénicamente pautado y pauta simbólica en sí misma (…) la sexualidad es la primera dimensión humanizante del cuerpo vivido, de la instintualidad, la sexualidad es genérica y no solo específica. El animal humano no solo se reproduce, sino que le otorga valores al proceso reproductivo, y conforme a tal axiología funda un orden de los cuerpos”[28].
Si la sexualidad está íntimamente ligada por la pauta higiénica, es decir, con la configuración de acciones de resistencia frente al impulso natural de los cuerpos normativamente significadas según un criterio que separa lo que debe provocar afectos de asco o de deseo, entonces la sexualidad es clave para la antropogénesis.
La sexualidad es la potencia afectiva de reproducción del mundo y de las especies vivientes que habitan en él. Pero fenomenológicamente la reproducción no se reduce a la procreación biológica de la especie, sino al mantenimiento de la red de procesos intervivientes e interdependientes de la vida general de un ecosistema histórico bio-psico-socialmente constituido. En tanto estructura trascendental de la vida, la sexualidad como reproducción no puede erradicarse; simplemente, puede gestionarse y controlarse antropogénicamente con la finalidad de orientarla hacia la constitución de un tipo específico de mundo entorno. En particular, son dos tipos de figuras históricas de la sexualidad en contra de las cuales las teorías queer se posicionan: las de la cisheterosexualidad y las de la homonormatividad. Estas figuras crean matrices de racionalidad y de razón práctica que motivan a las subjetividades a posicionar algunas manifestaciones del deseo (identidades, expresiones y orientaciones de sexo-género) por sobre otras. Ahora bien, las problemáticas de estas figuras sexuales reificadas son múltiples, así que en este momento quisiera enfocarme en las que competen a este ejercicio de pensamiento: para la ecología queer[29], las sexualidades hegemónicas cisheterosexuales y homonormativas emergen, reproducen y sostienen la reificación del deseo a partir de un marco antropocéntrico.
Antes ya he explicado que el antropocentrismo genera una antropogénesis en donde las subjetividades propiamente humanas emergen en la naturalización de la exclusión hacia otras subjetividades, en la denegación de su dignidad como subjetividades vivientes. Aquellas subjetividades excluidas, humanas y no-humanas no son tampoco tratadas como meros objetos, sino que mediante la experiencia de empatía se les reconoce como esclavas y, con ello, se justifica el tráfico de sus voluntades: se naturaliza el que sean reducidas a mera fuerza de trabajo, mercancía para el consumo o materia prima para la producción. Pero, como el reconocimiento tiene como base el deseo en tanto afectividad reflexiva, y la afectividad que juega un rol importante en la moralidad es la del asco o la repugnancia, entonces el dispositivo antropocéntrico de la antropogénesis debe sostenerse en una economía afectiva que reproduzca sistemáticamente el repudio hacia ciertas formas subjetivas en concreto: aquellas que pongan en riesgo el mundo como refugio de lo humano.
En el antropocentrismo, lo humano aparece como aquello que repudia a otras subjetividades al temer que destruyan el mundo entorno que es su morada. Y la contradicción performativa de esta disposición psíco-política es que, en realidad, estas exclusiones sistemáticas son las que terminan amenazando la existencia del mundo como su morada, ya que sin Tierra no hay mundo y sin ecosistema multiespecies no hay morada. Así, el antropocentrismo es un sistema ontológico que está destinado a su propia destrucción. La cuestión a cuántas singularidades vivientes, animalidades humanas y no-humanas, se llevará consigo en su proceso de autodestrucción. Ahora bien, el antropocentrismo es una racionalidad psico-política que, en una primera fase, privilegiaba a las subjetividades humanas por sobre las no-humanas; pero, en una segunda fase, privilegia solo a algunas subjetividades humanas: aquellas que poseen los medios de producción para la acumulación de capital.
Si lo que guía a las subjetividades humanas es el temor de la destrucción de su mundo, y entienden a la naturaleza como una fuerza que debe ser dominada y sometida para salvaguardar su integridad, entonces, se puede comprender el motivo por el que las subjetividades humanas también se ponen unas contra otras dentro del antropocentrismo. Sobre todo, son las subjetividades históricamente asociadas con la animalidad salvaje las que han sido consideradas como no-humanas a pensar de ser humanas. En cambio, las subjetividades humanas poseedoras de los medios de producción para la acumulación del capital son paradójicamente víctimas de su propio deseo: consideran que es la acumulación infinita lo que les garantizaría mayor seguridad de su mundo entorno, cuando la propia lógica de la acumulación infinita puede prescindir –y de hecho históricamente lo ha hecho –del bienestar del mundo entorno y de cualquier subjetividad. Finalmente, la “vida orgánica” de la economía no es propiamente vida orgánica, puesto que el capital no es subjetividad encarnada, sino simplemente resultado reificado de un tipo de interacción intersubjetiva específica. Esto ha quedado patente en la reciente pandemia de Covid-19, en donde para algunas personas la “salud de la economía” importaba mucho más que la propia salud de seres humanos[30].
El antropoceno y el capitaloceno, conceptos que aparecen en Seguir con el problema de Donna Haraway, pueden pensarse como estas dos fases del antropocentrismo[31]. Gracias a esta distinción es posible comprender las dos figuras concretas de la sexualidad antropocéntrica que mencionaba anteriormente. Si se entiende el antropoceno como la etapa en donde el criterio excluyente de dignidad se hacía entre las subjetividades humanas y las no-humanas, entonces la cisheterosexualidad se convertía en un régimen apropiado de regulación del deseo intra-especie, que garantizaba que la reproducción del mundo entorno tuviera un mayor énfasis en la procreación meramente biológica de la especie humana. Todo otro deseo erótico-afectivo podría ser interpretado como un peligro para la existencia de la especie misma: se penalizan entonces el autoplacer sexual, la orientación sexual no-heterosexual y las expresiones e identidades de género no basados en la maximización de las potencias procreativas fisiológicas[32]. En cambio, en el capitaloceno todas estas expresiones de deseo no cis-heterosexual son permitidas siempre que puedan incrementar el valor del capital de quienes poseen los medios de producción del mundo entorno: incluso, se incita a la maximización de toda sexualidad que pueda ser explotable[33]. Nace aquí el concepto de homonormatividad, entendido como el criterio de validación social de las sexualidades, orientaciones, identidades o expresiones del deseo, que distingue entre aquellas que son moralmente aceptadas, apoyadas y promovidas (sean estas cisheterosexuales o no) de las que no.
Las teorías queer se posicionan críticamente frente a ambas modalidades antropocéntricas de pensar la sexualidad. Dentro de estas, las ecologías queer hacen hincapié en los modos de sexualidad que permiten pensar y pensar-con la Tierra; uno de ellos sería el de pensar una antropogénesis no antropocéntrica, una reconfiguración de los modos de reproducir bio-psico-socialemente la vida, los territorios y los ecosistemas de tal forma que sea posible concebir una praxis general que reconozca la dignidad de las subjetividades que históricamente han sido denigradas: las de la animalidad no-humana y la de las humanidades esclavizadas. Para ello, el pensamiento queer apuesta por la construcción de otras formas de parentesco posible, formas que revaloricen los diversos modos en que estamos vinculadas con otras personas y otras especies. Para Donna Haraway,
“La extensión y recomposición de parientes están permitidas por el hecho de que todos los terráqueos son parientes en un sentido más profundo, y ya es hora de empezar a cuidar mejor los tipos-como-ensamblajes (no de las especies por separado). Pariente es un tipo de palabra que ensambla. Todos los bichos comparten una “carne” común, lateral, semiótica y genealógicamente”[34].
Con ello, lo que se busca a nivel de la antropogénesis es transformar las economías afectivas que incitan el repudio hacia cierto tipo de afectividades y deseos, muchos de ellos interespecie: acoger lo salvaje o la animalidad dentro de sí implica no solo emparentarnos con quienes son criaturas vivientes radicalmente diferentes, sino que requiere también dejar del lado el asco que podamos sentir ante nuestros vínculos con ellas y la vergüenza de ser consideradas parte de la misma red interdependiente, dinámica e interactiva de vida. Estas economías afectivas que apuestan por parentescos extraños para el antropocentrismo son queer porque amplían la noción de reproducción del mundo al reconocer su dimensión fenomenológica, histórica y bio-psico-social, y la noción de sexualidad al devolverle su carácter afectivo vinculante con otras corporalidades y subjetividades más allá de las permitidas por el antropocentrismo. Además, en tanto que las lógicas antropocéntricas son hegemónicas y se vuelven autoritarias en el momento en que se ven amenazadas, estos nuevos tipos de parentesco se constituyen intrínsecamente como disidentes del régimen actual del deseo, por lo que aparecen de antemano como politizados. En un sistema político clásico occidental, los sistemas de parentesco pertenecían a un ámbito fuera de lo político; en cambio, los parentescos de las ecologías queer cuestionan esta despolitización y la reificación antropocéntrica del deseo y la sexualidad que la acompaña.
Finalmente, la producción de estos parentescos interespecie y de sexualidades sexo-género disidentes tienen como consecuencia una alteración en las economías afectivas, de tal forma que de estas vinculaciones ecosistémicas logran emerger nuevos tipos de antropogénesis. Si la constitución de subjetividades propiamente humanas parte de la generación de una pauta higiénica moralizante que distribuye qué tipo de subjetividades son tratadas en su justa dignidad, los nuevos parentescos queer –entre los que se incluyen los parentescos interespecie –contribuirán a la realización de humanidades reconectadas con su animalidad, con sus cohabitantes animales y con la Tierra que habitan. Teniendo en consideración esto, es posible pensar que el proyecto filosófico-político actual de Judith Butler acerca de la demanda por un reconocimiento igualitario de la duelidad va más allá de lo antropológico, puesto que tener la capacidad colectiva de llorar las pérdidas de las vidas de las subjetividades encarnadas es posicionarse en contra de la indiferencia actual frente a las políticas de muerte, incluyendo las ecocidas.
Al final, la precarización de nuestra existencia como criaturas vivientes implica “vivir con esta sensación somática de ser prescindible es tener la sensación de que uno podría morir y abandonar la Tierra sin dejar huella y sin que nadie lo reconozca. Significa tener la firma convicción de que la vida de uno no importa a los demás, o, mejor dicho, que el mundo está organizado –la economía está organizada –de tal manera que la vida de algunos será salvaguardada y la vida de otros no”[35]. Y esta frase expresa una verdad que va más allá de quiénes son actualmente considerados humanos; incluso, va mucho más allá de la humanidad y refiere a cualquier criatura viviente, a cualquier subjetividad encarnada que habita el mundo, pero sobre todo, la Tierra.
Conclusiones
Durante este ejercicio de pensamiento, he intentado esbozar cómo podría concebirse una antropogénesis (es decir, una constitución de las subjetividades humanas) no antropocéntrica. Las crisis ecológicas que actualmente amenazan la vida en la Tierra y que cada año se acrecientan con la destrucción de ecosistemas, los ecocidios, los genocidios y la continua violación de los derechos ambientales humanos y no-humanos necesitan de un esfuerzo colectivo para la construcción de otro modo de habitar, constituir y dar sentido al entorno. Como subjetividades humanas, nuestra capacidad de respuesta ético-política tiene que estar a la altura de las circunstancias onto-políticamente inducidas por el antropocentrismo que históricamente hemos promovido. No se trata ni de negar nuestra condición humana ni de que la única solución sea la de concebir un mundo sin lo humano. De lo que se trata es de pensar otras formas de configuración del mundo en donde lo humano ya no sea el centro, sino que se privilegien las relaciones de interdependencia e interacción recíproca entre la totalidad de especies que habitan el entorno. Uno de los caminos para realizar esta tarea es el de la fenomenología trascendental crítica, acompañada de consideraciones de la ecología queer sobre nuevos parentescos politizados. Con certeza, esta no es la única forma de abordar esta cuestión; pero quizás pueda aportar una voz que resulte significativa para seguir con el problema.
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Notas
- Donna Haraway, Seguir con el problema, ed. cit., p. 67 ↑
- Judith Butler, ¿Qué mundo es este?, ed. cit., p. 115 ↑
- Donna Haraway, Seguir con el problema, ed. cit., p. 61 ↑
- La trascendentalidad de las criaturas vivientes no responde a una estructura conjunta de una especie formada por yos singulares, sino más bien a la capacidad de éstas, en tanto subjetividades encarnadas, de constituir colectiva y pluralmente el sentido de su mundo entorno, mediante sus orientaciones y significaciones prácticas ↑
- Estas narrativas contrahegemónicas pueden encontrarse en distintos abordajes fenomenológicos con perspectiva feminista y antirracista, por ejemplo. Véase Linda Fisher y Lester Embree (eds.), Feminist Phenomenology, ed. cit., o Mariana Ortega, In-Between, Latina Feminist Phenomenology, ed. cit. ↑
- Marcela Venebra, Fenomenología de la sangre, ed. cit., p. 237 ↑
- La descripción fenomenológica del dolor como parálisis de la voluntad egoica refiere tanto a las experiencias placenteras como a las displacenteras (sufrientes) del dolor. De hecho, parte del placer en el dolor radica en la experiencia de un descentramiento del yo de la voluntad para dar paso a una experiencia más receptiva del propio cuerpo ↑
- Judith Butler y Catherine Malabou, Sé mi cuerpo, ed. cit. 73 ↑
- Marcela Venebra, Fenomenología de la sangre, ed. cit., p. 153 ↑
- Si bien el término fantología es acuñado por el filósofo francés Jacques Derrida, el sentido en el que lo entiendo en este ensayo está relacionado más bien con la apropiación que de este concepto realiza la filósofa mexicana Rosaura Martínez Ruiz. Véase Rosaura Martínez Ruiz, Eros, más allá de la pulsión de muerte, ed. cit., p.10 ↑
- Marcela Venebra, Fenomenología de la sangre, ed. cit., p. 118 ↑
- Donna Haraway, Seguir con el problema, ed. cit., p. 41 ↑
- Ibidem, p. 78 ↑
- Ibidem, p. 99 ↑
- Judith Butler, ¿Qué mundo es este?, ed. cit., pp. 55-56 ↑
- Marcela Venebra, Fenomenología de la sangre, ed. cit., p. 43 ↑
- Judith Butler, ¿Qué mundo es este?, ed. cit., p. 27 ↑
- Marcela Venebra, Fenomenología de la sangre, ed. cit., p. 69 ↑
- Ibidem, p. 121 ↑
- Ibidem, p. 125 ↑
- Judith Butler y Athena Athenasiou, Desposesión: lo performativo en lo político, ed. cit., pp. 18-19 ↑
- Sara Ahmed, La política cultural de las emociones, ed. cit., p. 169-170 ↑
- Marcela Venebra, Fenomenología de la sangre, ed. cit., p. 136 ↑
- Véase Judith Butler, Mecanismos psíquicos del poder, ed. cit. ↑
- Jack Halberstam, Criaturas salvajes, ed. cit., p. 25 ↑
- Kevin Floyd, La reificación del deseo, ed. cit., p. 35 ↑
- Hannah Arendt, La condición humana, ed. cit., p. 160 ↑
- Marcela Venebra, Fenomenología de la sangre, ed. cit., p. 209 ↑
- Jack Halberstam, Criaturas salvajes, ed. cit., p. 30 ↑
- Judith Butler, ¿Qué mundo es este?, ed. cit., p. 86 ↑
- Donna Haraway, Seguir con el problema, ed. cit., pp. 79-89 ↑
- Véase Gayle Rubin, “Reflexionando sobre el sexo”, ed. cit. ↑
- Paul Preciado, Testo yonki, ed. cit., p. 35 ↑
- Donna Haraway, Seguir con el problema, ed. cit., p. 158 ↑
- Judith Butler, ¿Qué mundo es este?, ed. cit., p.149 ↑