Los mandamientos del arte. Notas sobre la legalidad estética

Ulf Linde’s 1:10 scale replica of Marcel Duchamp’s 1946–66 Étant donnés: 1. La chute d’eau, 2. Le gaz d’éclairage (Given: 1. The Waterfall, 2. The Illuminating Gas), 1992.

 

 

 

Laurent de Sutter / Trad. Maria Konta

 

1. Entre las evidencias más aceptadas tanto de la historiografía como de la filosofía del arte, encontramos la idea de que, en la tradición europea que se ha nombrado “moderna,” se hizo pública una ecuación que hizo que significara lo mismo la práctica artística y la práctica de la negación[1]. Esta negación puede entenderse de diversas maneras: superación, puesta en duda, cuestionamiento, transgresión, etc. – el conjunto de gestos mediante los cuales un estado determinado de cosas en el arte se encuentra restituido a su no-dado, a una producción en la que es posible pensar de manera diferente. Que el arte, en la modernidad, se dé bajo la forma de lo negativo, incluso si es un negativo desplegado en una multiplicación cada vez mayor de objetos, gestos, prácticas, imágenes, etc., significa que solo puede tener un modo de existencia en forma de exceso, exceso que sería también un principio general de movimiento. Porque el arte es aquello que siempre excede al arte, el arte puede continuar: el arte, porque es la superación del arte, es la realización positiva de aquello que, en él, hace posible “activar esta superación.” En la historiografía, este movimiento suele tomar la forma de una narrativa agonal, donde cada nueva figura del arte se encuentra llenando, por la fuerza, un vacío que la figura anterior no había logrado llenar – porque, sin duda, le faltaba algo. La historia del arte, en otras palabras, se parece mucho a una especie de lucha por la precedencia: la precedencia de decir de qué se trata el arte y logrando decir el lugar de su exceso: un día será el estilo, otro la forma, otro el trabajo, etcétera. Para entrar en esta historia, es necesario haber vencido a otro, en la medida en que esta deserción o este defecto sea la marca de un acercamiento cada vez mayor a aquello que, sin embargo, sigue faltando –y que llamamos con mayor frecuencia “realidad” o “vida”[2]. Esta agonía fundamental del arte occidental (y en particular de su época “moderna”) constituye una forma como cualquier otra de hacer posibles giros, cambios, bifurcaciones, pero también extrañezas o singularidades. Es una manera de enfatizar su primera expectativa: que hay arte solo si también hay no-arte – y que, este no-arte, es posible designarlo, no sirve más que como base para una futura anexión al arte sí mismo. La “realidad” y la “vida” han servido durante mucho tiempo como criterios para esta definición del no-arte destinado a convertirse en arte.

 

2. La profundización negativa del arte en dirección a un no-arte que, porque falta, pone en movimiento el arte, caracteriza todavía la época contemporánea. Una vez las utopías formales del alto modernismo guardadas de lado, es esta profundización la que permitió que el arte siguiera avanzando allí donde el poder ya no parecía, puesto que, como quería Clement Greenberg, se había hecho realidad -incluso, en la absoluta contingencia de su materia[3]. Esta autorrealización formal del arte, si parecía constituir el terminus ad quem de una historia que había tratado de purificar el arte de lo que no era para alcanzar mejor su propia realidad, había dejado intacta otra pureza: la de la realidad misma. Los aforismos teóricos que, a lo largo del siglo XX, acompañaron las prácticas de Marcel Duchamp, Andy Warhol, Joseph Beuys e incluso las afirmaciones de desarrollo personal de Jeff Koons, sin duda lo demuestran mejor que las propias obras. Ahí en donde el arte pretendía realizarse en su propia forma, tenía que encontrar su realización en lo que no era esa forma- en el sin-forma de dónde extraía su forma, olvidándose luego de regresar a ella, como si cayera en algún tipo de excepción. Sin duda, la mayor paradoja de esta tradición de afirmación del exceso del arte sobre el arte es considerar que la exploración del no-arte (“realidad” o “vida”) se imponga como aquello que, por sí solo, podría redimir al arte de ser solo arte: la realidad de la forma de una pintura debe sustituirse por una puesta en presencia de la “realidad” o la “vida” mismas. Por supuesto, este acercamiento, e incluso este requerimiento, no lleva consigo la ingenua suposición de lo que la “realidad” o la “vida” podrían darse, decirse o mostrarse de manera unívoca. Por el contrario, de su equívoco surge la posibilidad de un movimiento que pueda continuar –aunque se encuentre ordenado por una especie de horizonte casi teleológico: un día, el arte se unirá a la vida, que a su vez se unirá al arte, en una fusión que hará la vida más bella que el arte mismo, que se ha vuelto inútil. Hay, y debe haber, un fin para el arte: su autorrealización no en la plena asunción de su forma, sino en su desaparición negativa en el sin-forma de la “realidad” o de la “vida”. El arte, en otras palabras, es ante todo un largo adiós al arte, en nombre de una “realidad” o de una “vida” que constituye el verdadero nombre de su propio exceso, por lo tanto, de su propio movimiento.

 

3. El exceso del arte es, por lo tanto, el exceso de lo que posee en exceso, y que le exige seguir purificándose –hasta su tendencial desaparición. Este proceso de purificación también tiene un nombre: el de la crítica. La llamada historia del arte “moderno” es la historia de la crítica del arte por el arte, es decir, de su evaluación y reevaluación a la luz de lo que, en él, fracasó en encontrar la “realidad” o la “vida.” Opcionalmente, esto podría implicar su naturaleza decorativa, su costo financiero, su uso burgués, su espacio dedicado (el museo), su obediencia a la escuela, su pertenencia a un sistema institucional, su monopolización por parte de seres humanos normales, como género o raza, etc. Por ser esencialmente negativa, la crítica del arte por parte del arte tenía en primer lugar el objetivo de restarle valor al arte, como si su exceso solo pudiera conducir a una pérdida, siguiendo una trayectoria que, aunque contradictoria, revelaba, sin embargo, la condición real de su falta. Lo que siempre falta en el arte es lo que queda cuando se ha eliminado el exceso, como si su esencia solo pudiera revelarse una vez despojada de todos los adornos que, en realidad, nunca dejaron de anularlo. Por tanto, debemos formular la siguiente tesis: en la modernidad occidental solo hay arte crítico. En ninguna parte podemos encontrar un ejemplo de práctica artística recibida por el mundo del arte que no sea una práctica que trabaje para profundizar la falta del arte en la dirección de la “realidad” o la “vida”, siendo las únicas que pueden remediar su imperfección. Por supuesto, un trabajo tan profundo, debido a que confronta una “realidad” o una “vida” equívoca, solo puede traer consigo una extensión del círculo de críticas que conlleva. Si se trata de desplegar el arte como crítica del arte, entonces este despliegue debe ser necesariamente también un despliegue de la crítica de lo que falta en el arte, en la medida en que esta falta nunca deja de acompañar, como una sombra portada, a su historia. Para ser la historia de la crítica del arte por el arte, la historia de la modernidad artística occidental es también la historia de la crítica de aquello en lo que el arte debe ser cancelado –ya que la “realidad” o la “vida” que forman su horizonte no son otra cosa más que “realidad” o “vida” para el arte, y por tanto, para uno de sus estados transitorios, y siempre excesivos. La purificación del arte implica necesariamente la purificación de la “realidad” o de la “vida” mismas.

 

4. Por lo tanto, no nos sorprenderá observar que la aventura de la crítica en la historia de la modernidad occidental resultó ser una aventura impulsada de principio a fin por el arte –así como por las técnicas de observación- que lo acompañaron durante todo su viaje desde, digamos, el siglo XVI. La invención de la estética, como modo de conocimiento de la realidad sensible que puede servir de propedéutica al conocimiento de la realidad puramente inteligible, constituye quizás el escollo de esta aventura. Cuando Alexander Gottlieb Baumgarten formuló los principios elementales de lo que llamó “estética crítica,” fue como un pliego de condiciones del cual los siglos siguientes continuaron validando las diferentes expectativas[4]. El más importante de ellos fue el que quería que, hablando de estética, implicara efectivamente conocimiento, pero un conocimiento que no careciera de reglas, ni leyes, ni principios, ni siquiera de orden. Estas, explicó Baumgarten, se basaban en una exigencia fundamental: la de la primacía del “juicio” en el ejercicio del conocimiento sensible –es decir, añadió, la primacía del “tribunal estético” que permite distinguir entre la “verdad” ”y lo que no lo es[5]. La crítica, a sus ojos, era una actividad de distinción, de compartir o de separación, como lo indica la propia etimología de la palabra querer (“krinein”, en griego, significa juzgar, en el sentido de “separar”, de “cortar”, por tanto, también de seccionar las carnes)[6]. A través del juicio crítico, tenía que ser posible establecer cierto conocimiento sobre el tipo particular (y por lo tanto, no perfecto) de la realidad al que los sentidos, lo sensible, daban acceso: conocimiento sobre la “verdad estética” del mundo[7]. Pero, dado que implica la implementación de un juicio de cierto tipo, este, para poder producir el conocimiento que se espera de él, debe, consideraba Baumgarten, satisfacer las exigencias de un orden estricto. No juzgamos de cualquier manera: juzgamos solo según las leyes que ordenan el juicio –pero también la realidad misma. En otras palabras, solo juzgamos dentro del espacio de una juridicidad sin la cual ningún conocimiento es posible, ya que no puede fundarse ninguna distinción. Baumgarten fue muy claro en esta cuestión: el modelo de la estética crítica no era otro que el del “derecho romano”, cuya autoridad debería pesar en el tribunal en el que participa todo hombre de gusto[8].

 

5. Desde sus orígenes, la estética ha desempeñado, por tanto, el papel de la disciplina reguladora del saber: un lugar donde el conocimiento buscaba las reglas y el ordenamiento de lo que le estaba permitido conocer, es decir, de aquello que le estaba permitido juzgar. La estética era la disciplina cuya vocación era encarnar la crítica, en la medida en que la crítica constituía el nudo de un procedimiento de tipo jurídico, de un horizonte (aunque imperfecto) de carácter epistemológico y de una ecología de funcionamiento de tipo gustativo. De hecho, fue el “gusto” el que sirvió como punto de fuga en el desarrollo del dispositivo del juicio crítico, en la medida en que este gusto marcó el punto en el que se reconocía que un sujeto tenía la capacidad de decir la verdad del mundo (de una obra, de un poema, etc.) en la medida en que aceptaba las reglas de este reconocimiento[9]. Ya que un sujeto juzga según las reglas del juicio, es capaz de decir todo lo que es posible decir sobre todo lo que encuentra, dado que todo lo que encuentra debe poder asimilarse en una obra de arte. Esta fue la clave de la modernidad crítica. Para que hubiera conocimiento, era necesario que los procedimientos de juicio según los cuales se constituiría este conocimiento cayeran dentro del espacio restringido de la estética: lo suprasensible quedaba fuera del alcance de los sujetos normales. Todo lo que es, es solo como obra de arte: hecho, frase, idea, individuo, acontecimiento, obra, objeto, criatura son solo otros tantos objetos de juicio, cuyo efecto primario es revelar que el juicio, de hecho, es lo que permite que los conozcamos. Reconocemos aquí el cierre genial que hizo Emmanuel Kant a partir de las categorías de Baumgarten: en la era del conocimiento restringido en la estética, el juicio define la crítica como la actividad mediante la cual se determina la relevancia del acto de juzgar[10]. Como es imposible conocer las cosas en sí mismas, solo podemos decir de ellas lo que resulta confirmar el procedimiento mediante el cual sabemos lo que podemos conocer de ellas; por tanto, solo el juicio mismo. No sabemos qué es una obra, un ser, una verdad o una palabra; simplemente sabemos que esta obra, este ser, esta verdad o esta palabra, es buena, bella, justa o verdadera, desde el punto de vista de nuestro juicio. En otras palabras: en la crítica solo conocemos las reglas por las cuales el juicio juzga lo que es y, al juzgarlo, se dice la naturaleza jurisdiccional de un juicio. En la crítica no hay nada que se juzgue, es decir, que se pre-juzgue[11].

 

6. Contra lo que muchas veces imaginamos, la crítica nunca ha tenido como objetivo liberar al ser humano de ningún deber ni de ninguna ley; por el contrario, buscaba encerrar su pensamiento dentro de un sistema que era solo deber o ley. Debemos juzgar; este juicio debe realizarse de acuerdo con las reglas del juicio; debe ser expresado por un sujeto capaz de verbalizarlo a otros sujetos; y es necesario que haya una comunidad para discutirlo. La modernidad estética, porque es también, en este sentido, una modernidad política, no es la modernidad del rechazo anárquico del orden, del deber, de la regla o del gobierno, sino, como decía Michel Foucault, el rechazo de un cierto orden, deber, regla o gobierno. La crítica pretendía ser “el arte de no dejarse gobernar tanto, o, al menos, no así”; pretendía ser el arte de “desubyugar” del gobierno recibido por la tradición (religiosa, real o científica) en beneficio de otro, que era precisamente de este mismo arte[12]. Para poder triunfar sobre el viejo orden, se necesitaba un instrumento cuya fuerza fuera al menos equivalente a la de los viejos dispositivos de legitimación que habían apoyado el absolutismo real o la omnipotencia de la Iglesia o las sociedades científicas. El juicio crítico, porque renunciaba a saberlo todo en sí mismo, presentaba tal fuerza: la fuerza de poder juzgarlo todo sin tener que referirse a nada más que a la mecánica del juicio mismo –más, incluso: que a su derecho. El modelo de derecho romano al que se refería Baumgarten adoptó, de hecho, una cara casi viral en Kant: como señaló una vez Hannah Arendt, el sistema de crítica kantiana era completamente un legalismo[13]. En su texto solo encontramos investigadores, fiscales, sentencias, normas, tribunales, sanciones, leyes, principios: todo un aparato léxico que indicaba claramente dónde estaba anclada la imaginación inicial del pensador de Königsberg. Sobre todo, era un aparato que indicaba que, en la modernidad, el horizonte del pensamiento solo podía ser deóntico, únicamente orientado hacia un fin, fue considerado imposible de formular, incluso de pensar. El juicio crítico es un juicio que pretende orientar a la sociedad hacia la realización del orden cuya prefiguración constituye la lógica del juicio mismo. La era de la crítica es la era del advenimiento de la sociedad del juicio.

 

7. Sucede que el modelo del juicio crítico es el juicio estético. En él se sintetizan todas las expectativas que aparecen en las especificaciones de la crítica. En Kant, el juicio estético constituye a la vez la apertura y el cierre del sistema de crítica –si excluimos el escape hacia lo divino que marca el más allá de la teoría de lo sublime[14]. Ver el mundo como una obra de arte: tal era la máxima práctica que podría haber adornado el frontón del templo de la crítica, si tal edificio alguna vez hubiera existido. Mirar el mundo como una obra de arte, es decir, insertarlo en el orden de la obra de arte –en el espacio de una deóntica enteramente contenida por la idea de la obra del arte, entendida como simple dispositivo formal. La época de la estética de la que tanto hablaba Jacques Rancière no era tanto la época de la emancipación de la obra de arte en sí misma, de su desplazamiento al lugar donde se encuentran las líneas divisorias de la percepción, sino la época de su sometimiento (para usar la palabra de Foucault) a este[15]. En la crítica, la emancipación era una orden o un deber; era la exigencia fundamental a la cual se trataba de plegarse para poder ser en efecto llamada crítica y, por tanto, para satisfacer su pliego de condiciones. Lejos de constituir la excepción a un régimen del pensamiento que se habría centrado en la ética, la epistemología o incluso la política, la estética y la obra de arte constituyeron su corazón palpitante: quien se muestra incapaz de emitir un juicio sobre el gusto no es capaz de emitir ningún otro. Por lo tanto, no hay distinción entre un arte que, en la era de la estética, sería crítico y otro que no lo sería: el arte es crítico por definición; es decir, por definición, pertenece al orden intelectual de la modernidad que lo hace posible. El arte es la regla: no es el afuera, el más allá, lo marginal, lo subversivo, lo extraño, lo singular o la excepción; es la norma, la ley, el principio, el centro, el orden mismo que debemos cumplir para poder pensar, es decir, juzgar. Esta es la razón por la que su historia, al hacer de la “realidad” o de la “vida” criterios de juicio, también ha conducido a que esta “realidad” y esta “vida” sean objeto de una crítica simétrica en la que el arte se dirige a sí mismo. Se trataba de la autotrascendencia del pensamiento como tal, a través de su actualización en el orden de la estética moderna.

 

8. Entendemos, por tanto, la insatisfacción fundamental que recorre toda la historia del arte moderno: una insatisfacción que apunta tanto al arte mismo como a aquello que, en él, debería marcar su trascendencia hacia el no arte. La historia de la modernidad estética es la historia del desplazamiento crítico del arte por el arte hacia un punto de realización que nunca ha dejado de eludir el alcance de los artistas, a pesar de que no lo desean. Cada nueva vuelta de tuerca en el despliegue de la crítica revelaba que había una capa adicional de ilusión, de mentira o de engaño, haciendo con esto el fin del arte, la desaparición de sí mismo a la que aspiraba, cada vez más imposible. Pero esta frustración respecto al destino del arte, que se medía por la frustración simétrica que los artistas podían sentir respecto al modo en el que la “realidad” o la “vida” se encontraban parametrizadas por el mundo social, no tenía razón de ser. En realidad, el fin del arte ya había ocurrido: el arte moderno se había realizado plenamente en ese mismo proceso de frustración, es decir, en el despliegue infinito de una crítica dedicada a su eterna reproducción sin objeto. Dado que la crítica se realiza por sí misma, la afirmación de su orden frente a todo lo que es, el arte, como criterio de todo juicio, se encontraba en una posición sin retorno: había ganado –y ganó de antemano. Es en la crítica misma donde el arte se ha autorrealizado, lo que nos permite comprender por qué el arte, en las últimas décadas, se ha vuelto cada vez más ausente de sí mismo (o más bien: ha estado cada vez más ausente de sus archivos materiales). La obsesión teórica que encontramos en casi todas las exposiciones, eventos, performances, intervenciones, etc., en el arte actual es una obsesión que no tiene otra fuente que la necesaria reiteración del estatus crítico del arte – por lo tanto, del estatus artístico de la crítica. El arte es lo que sirve para juzgar: esto es lo que afirman constantemente conservadores, expertos, directores de museos, etc., en todo el mundo; el arte es aquello por lo que se puede juzgar el mundo, en la medida en que el arte ofrezca su modelo crítico: el modelo de la teoría crítica. No es necesario nada más: la “actitud” crítica de la que hablaba Foucault ha sido, desde los inicios de la modernidad, la actitud artística, la actitud de aquel cuya obra es la crítica misma, sea cual sea su manifestación efectiva[16].

 

9. Porque todo arte es crítico, todo arte es solo crítica: el arte, en la modernidad, nace y muere como una forma crítica –como una formalización de la forma teórica de la crítica. Quitar la dimensión crítica del arte es, por tanto, eliminar todo el arte; no queda nada más que un poco de materia orgánica: papel, lienzo, pigmentos, yeso, piedra, madera, metal, cables, instrumentos de grabación, disfraces, etc. Porque todo arte es crítico, y solo crítico, todo arte es también solo teórico: todo arte es solo la teoría de un arte que se despliega y se disuelve a través del juicio crítico que lleva su trayectoria singular. No son los carteles elaborados con un cuidado un tanto ridículo por los comisarios de las exposiciones los que constituyen la teoría de la cual el arte sería la práctica; tampoco son estas las referencias de moda a las que les gusta referirse a los artistas. La teoría, en el arte, es el arte mismo – del cual los carteles, los catálogos, los reportajes en periódicos y revistas, constituyen solo un simple intento de elucidación, de inscripción en una cartografía de tendencias críticas en un momento dado. A un espectador desinformado, estos textos pueden dar la sensación de que el arte actual sería primero que nada ilustrativo, incluso decorativo: la decoración que hay que añadir a la obra de, digamos, Donna Haraway, Paul Preciado, Tim Ingold o de tal o tal teórico de la descolonización. En cierto modo, esto no es falso. Pero esta dimensión neodecorativa del arte teórico básicamente solo dice a las noticias locales lo que constituye la función esencial del arte desde al menos el siglo XVIII: apenas hay diferencia entre los artistas contemporáneos que dicen ser Judith Butler y los pintores que decidieron reunirse en el Salón de los Rechazados de 1867. En ambos casos, se trata de artistas que se niegan a ser “gobernados así,” en nombre de una capacidad superior para expresar un orden que hace de la desubyugación crítica su fuerza motriz. Esta desubyugación podría (y continúa) afectar a tal institución artística (por ejemplo: la del “White Cube”), a tal construcción política (por ejemplo: la de la verdad de la democracia), a tal postura subjetiva (por ejemplo: el género), a dicha práctica (por ejemplo: la de la escritura literaria). Pero se dirigió igualmente al gesto elemental de mirar, de dibujar, de crear: a las coordenadas sensibles del mundo físico mismo. Para el arte todo puede ser motivo de crítica.

 

10. Sin duda, es posible comprender con mayor precisión cuál fue el error fundamental de Clément Greenberg: haber creído que la dimensión crítica del arte debía limitarse a la crítica del arte y, por tanto, a las obras. En la historia de la modernidad, básicamente, las obras nunca han tenido más que una importancia secundaria, en comparación con la posición que se esperaba que adoptaran (y los artistas que la reivindicaron con ellas). El siglo XX, desde este punto de vista, ha superado todas las expectativas, hasta llegar al punto del silencio con Duchamp o de los “artistas sin obra,” o al punto puramente protocolario con los artistas conceptuales, o al punto de indistinción entre artista y no-artista, por ejemplo, en Beuys, Warhol o en el art brut. Las diversas formas de cuestionamiento de la herencia colonial de Occidente, la dominación patriarcal o la tradición extractivista del capitalismo en el Antropoceno son sus herederas contemporáneas. Se trata también de formas que reconocen la primacía del gesto que las anima sobre lo que ese gesto produce en términos de huella, producto, obra o incluso “cosa”: para la crítica, la forma no importa –siempre que el orden de la teoría sea respetado. Lo que puede haber llevado a algunos observadores de mal humor a concluir que ya no tiene sentido visitar exposiciones, bienales o ferias de arte; basta con leer las declaraciones de intención para descubrir todo lo que hay que saber. A pesar de los tonos resentidos que animan este tipo de discurso, hay que reconocer que alcana más la verdad del arte en la modernidad que muchos intentos apologéticos (y hay muchos de ellos). En cierto modo, este tipo de declaraciones serían incluso tímidas: en la modernidad ya ni siquiera deberían leerse declaraciones de intención, ya que todas ellas no son más que una variación de la lógica del juicio que nace de la crítica. Como vehículo del orden de la crítica, como implementación de sus reglas, como modelo de su sistema de juicio, el arte se ha resuelto enteramente en su momento inaugural: los artistas del siglo XXI no son más que artistas del siglo XVIII que llegan un poco tarde. Su juridicidad es lo que define su naturaleza y función en la modernidad –una naturaleza y una función que han seguido siendo validadas tanto por los actores de la cultura como por aquellos de la vida social, que continúan financiando su trabajo.

 

11. Esta evidencia del estatus crítico, por tanto, teórico y neodecorativo, del arte en la modernidad ha llevado a ciertos pensadores a momentos de gran vergüenza cuando, a sus ojos, se trataba de defenderlo. En uno de sus textos más ridículos, Hal Foster, en 2012, por ejemplo, consideró útil atacar la obra de Bruno Latour y Rancière, culpables, según él, de intentar trazar un nuevo horizonte, poscrítico, al pensar[17]. Este designio (que Rancière nunca había expresado, mientras que Latour había dicho explícitamente que el llamado a la superación del reflejo crítico que formulaba era una manera fundarlo de nuevo[18]) le parecía un escándalo. En una primera lectura, fue difícil entender por qué: Foster se conformaba con decir que no podemos querer renunciar a la crítica, porque el mundo es muy malo, el capitalismo demasiado agresivo, etc. Renunciar a la crítica significaba, a sus ojos, abandonar la lucha por la reforma de una realidad que le resultaba muy desagradable; estaba dando al status quo algo para alimentar su inercia, es decir, su imperfección. Podría parecer extraño que en el siglo XXI todavía se pudiera esgrimir este tipo de argumento: o eres crítico o eres cómplice, como si la crítica, en sí misma, poseyera un poder que ninguna otra forma de pensamiento, existente o hipotética, podría tener. No pretendo tener la ventaja. Pero, en verdad, era un alegato que encajaba casi caricaturizadamente en la historia de la modernidad: defender el arte, como quería Foster, implicaba necesariamente defender la crítica, porque todo intento de abandonar la crítica debía conducir, con la misma necesidad, a un cuestionamiento total del orden del arte. La historia del arte heredada de la modernidad, y que encontró su culminación en el arte teórico de lo contemporáneo (o “postcontemporáneo,” como algunos lo defienden[19]), es una historia que solo puede continuar a condición de una crítica continua. La espiral de la autotrascendencia del arte dentro de la crítica requiere que ningún extraño irrumpa en el sistema cerrado de la forma del juicio –y, por tanto, en su capacidad de aplicarse, desde el lugar del arte, no solo al arte mismo, sino también a todo eso que no es él. Básicamente: Foster, de repente, temió por su trabajo como influencer crítico.

 

12. Sin embargo, Foster no fue el único que temió por el futuro del arte crítico. O, mejor dicho: no fue el único a quien el sentimiento creciente, sentido por algunos, según el cual el destino crítico del arte no sería tal vez su único horizonte posible lo colocó en una situación de malestar que él trató de exorcizar. En un texto de 2015 dedicado a los desarrollos recientes de lo que la historiografía ha llamado “crítica institucional”, Hito Steyerl, sin duda más lúcida que Foster, se vio obligada a señalar que la contradicción fundamental del arte crítico empezaba a hacerse insoportable[20]. La crítica a las instituciones artísticas (museos, galerías, colecciones privadas, fundaciones, residencias, becas, etc.), explicó, había llegado a un punto en el que resultaba difícil no darse cuenta de que dicha crítica se había convertido en una institución. Mientras que, en la modernidad, el cuestionamiento de la estructura institucional del arte había servido como proceso de subjetivación para los artistas, su reanudación por parte de las propias instituciones artísticas, que se habían convertido en sus primeras críticas, había llevado a su expropiación. De repente, los artistas confrontados con instituciones, tanto públicas como privadas, después de haber adoptado el discurso de la autotrascendencia crítica, se dieron cuenta de que la actitud crítica no era su monopolio- y, por lo tanto, la actitud artística tampoco. Al verse expropiados de su capacidad de criticar las instituciones por estas mismas instituciones, los artistas también se vieron expropiados del arte – o mejor dicho: de repente se dieron cuenta de que nunca habían sido sus propietarios. A los ojos de Steyerl, esta expropiación tenía que implicar un nuevo régimen de protección de los artistas, en el cual debía ser reconocida la pertenencia al grupo creciente del “precariado” globalizado, víctima del extractivismo capitalista[21]. Por supuesto, se trataba de un modo u otro de intentar recuperar la lógica crítica en beneficio de los artistas, aunque fuera para negarles, al mismo tiempo, cualquier capacidad de ejercer su fuerza sobre un mundo que la entendía mejor que ellos. Steyerl no se dio cuenta de que era inevitable que la lógica de la crítica tuviera como resultado la expulsión de los artistas, e incluso del arte, del mundo del arte, ya que, en la crítica, solo importa la autoperpetuación. Los artistas son solo las primeras víctimas de su propio crimen, de su propia crítica[22].

 

13. Estos dos ejemplos de desconcierto respecto del lugar que ocupa la crítica en la cultura artística contemporánea deberían conducir, sin embargo, a algo más que un intento más o menos vano de seguir defendiendo su objetivo. Como observaron Hans Belting y Arthur Danto, cada uno a su manera, no hay nada trágico en imaginar que la historia del arte, como cualquier historia, pueda tener un principio y un final[23]. Lo mismo ocurre con la crítica: su carácter inevitable o ineludible solo lo es porque queremos que lo sea o, para ser más crueles, porque somos incapaces de imaginar otra cosa que no sea eso, si no es como un desastre o un abandono. ¿Es entonces posible concebir un afuera de la crítica? Ya lo hemos entendido: se trata del futuro de las prácticas artísticas y su lugar dentro de un sistema cultural ante los ojos del cual se parecen cada vez más a una forma de entretenimiento entre otras; cuando no, no es, simplemente, una inversión. Poder concebir una forma de pensamiento que no esté sujeta al orden establecido por la revolución crítica de la modernidad y que, por lo tanto, termine finalmente escapando del dominio que su estética ejerce sobre los seres que pueblan los mundos del arte, se ha convertido en una supervivencia. Seguir aferrándose al árbol de la crítica como si constituyera el único soporte de un arte que, de otro modo, perdería toda razón de ser equivale a aceptar de una vez por todas que el único horizonte del arte es la excavación de la espiral sin cabeza de su autotrascendencia en la autotrascendencia de la “realidad” y la “vida”. Sin embargo, a estas alturas debería quedar claro que dentro de la maquinaria crítica la “realidad” o la “vida” son por sí mismas solo categorías formales, solo uno de los ejes de la elipse cuyo arte es el segundo y la crítica el movimiento. La “realidad” y la “vida” que tanto han obsesionado al arte en su etapa estética son una “realidad” y una “vida” solo para él, solo para servir como pareja de baile en la ronda ciega y tautológica de su despliegue crítico. En realidad, en la modernidad, el arte nunca ha tenido algo que ver con alguna “realidad” y tampoco con alguna “vida,” excepto como una fantasía más o menos abstracta que le permite continuar su trabajo de cuestionarse a sí mismo. La modernidad estética, como modernidad crítica, solo era modernidad en la medida en que consideraba la “realidad” o la “vida” como garante del arte.

 

14. ¿Significa esto que abandonar la crítica equivaldría a encontrar finalmente una “realidad” o una “vida” que no estaría condicionada por su inscripción al movimiento estético de la crítica? Claro que no. La cuestión fuera de la crítica no es la cuestión de un “regreso de la realidad” (para citar otro disparate de Foster[24]), como si hubiera sido olvidada; por el contrario, la realidad estaba confinada en la crítica estética. Fue este encierro el que decidió durante mucho tiempo y, en cierto modo, todavía decide, la relación que los seres humanos tienen con todas las cosas –como, una vez más, Foucault vio muy bien. El desafío de abrirse a un afuera de la crítica es el del olvido la realidad: olvidar el orden que la realidad dice constituir y al que los modernos estarían obligados a responder como si fuera obvio y cuestionable. En otras palabras: se trata de abandonar el régimen de distinción, de separación, de krisis, mediante el cual la modernidad ha establecido un régimen de lo posible y lo imposible, imposible de transgredir. La modernidad artística crítica autorizó todas las transgresiones, excepto la del régimen de reparto entre la ley y la transgresión que esta última instituyó y reconoció –mientras pretendía perseguirla o castigarla. Como el arte debía desplegarse siguiendo una cartografía de la “realidad” o de la “vida” que tenía también la misión de criticar, el arte contribuyó a encarcelar a quienes la seguían (por lo tanto, a todos los modernos, al menos en Occidente) dentro de las coordenadas de la posibilidad codificados por esta “realidad” o esta “vida”. Todo lo que no encajaba en su definición transicional (a la espera de la próxima vuelta de tuerca crítica) se consideraba despreciable o extravagante y, en cualquier caso, irrealista y, por tanto, imposible. ¿No sería esta entonces una vía para una posible salida de la crítica? ¿La que consistiría en abrazar la irrealidad allí donde la realidad ha sido proclamada como un horizonte insuperable? Abrazar la irrealidad no para afirmar, frente a un mundo decepcionante, el poder de un sueño, una utopía o una fantasía, sino para insertar, en la fantasía de lo real, el rincón de una posible invención, dirección de lo que no contiene, como pudo hacer Agnieszka Kurant al crear, con químicos, un elemento desconocido en la tabla de elementos de Mendeléyev.

 

 

Notas

 

  1. Agradezco a Laurent de Sutter por otorgarme el permiso de publicar aquí la traducción de su texto “Les commandements de l’art. Notes sur la légalité esthétique.”
  2. Para un panorama (limitado a los últimos siglos), véase Maurice Fréchuret, L’art et la vie. Comment les artistes rêvent de changer le monde. XIX-XXe siècle (Dijon : Presses du Réel, 2019.)
  3. Clément Greenberg, Art et culture. Essais critiques, trad. fr. Ann Hindry (Paris : Macula, 1988.)
  4. Alexander Gottlieb Baumgarten, Esthétique, précédée des Méditations philosophiques sur quelques sujets se rapportant à l’essence du poème et de la Métaphysique, trad. fr. Jean-Yves Pranchère (Paris : L’Herne, 1988), 112.
  5. Ibid., 174.
  6. Vivien Longhi, Krisis ou la décision génératrice. Epopée, médecine hippocratique, Platon (Villeneuve d’Ascq : Presses Univ. du Septentrion, 2020.)
  7. Baumgarten, Esthétique, 151.
  8. Ibid., 166.
  9. Ibid., 66. Sobre este punto, véase Robert Klein, « Giudizio et gusto dans la théorie de l’art au Cinquecento », Les formes et l’intelligible, ed. André Chastel (Paris: Gallimard, 1970), 341y s., y los comentarios de Giorgio Agamben, Gusto (Macerata: Quodlibet, 2015.)
  10. Cf. Ernst Cassirer, La philosophie des Lumières, trad. fr. Pierre Quillet (Paris, Fayard, 1996.)
  11. Sobre todo esto quisiera hacer referencia a Laurent de Sutter, Superfaible. Penser au XXIe siècle (Paris : Climats, 2023.) (autor).
  12. Michel Foucault, Qu’est-ce que la critique?, seguido por La culture de soi, ed. Henri-Paul Fruchaud y Daniele Lorenzini (Paris : Vrin, 2015), 34 y s.
  13. Hannah Arendt, Juger. Sur la philosophie politique de Kant, trad. fr. Myriam Revault d’Alonnes (Paris: Le Seuil, 1991), 90.
  14. Cf. Jean-François Lyotard, Leçons sur l’Analytique du sublime (Kant, Critique de la faculté de juger, §§ 23-29) (Paris: Galilée, 1991.)
  15. Jacques Rancière, Le partage du sensible. Esthétique et politique, Paris, La Fabrique, 2000, p. 31 et s.
  16. Michel Foucault, « Qu’est-ce que les Lumières ? », Dits et écrits, ed. Daniel Defert et François Ewald, 2nda ed., t. II, 1976-1988 (Paris : Gallimard, 2017), 1380 y s.
  17. Hal Foster, «Post-Critical?», Bad New Days, (Londres: Verso, 2015), 115 y s.
  18. Cf. Jacques Rancière, « Problèmes et transformations de l’art critique », Malaise dans l’esthétique (Paris : Galilée, 2004), 65 y s. ; Bruno Latour, « Why Has Critique Ran out of Steam ? From Matters of Fact to Matters of Concern », Critical Inquiry, n.30 (2004): 225 y s.
  19. Marion Zilio, « Art. Pour une postcontemporanéité », Postcritique, bajo la dirección de Laurent de Sutter (Paris: Puf, 2019), 115 y s.
  20. Hito Steyerl, « The Institution of Critique », Institutional Critique. An Anthology of Artist’s Writings, bajo la dirección de Alexander Alberro y Blake Stimson (Cambridge: MIT Press, 2009), 486 y s.
  21. Ibid., 491.
  22. Sobre los vínculos entre “crimen” y “crítica”, véase Pascal Quignard, Critique du jugement (Paris : Galilée, 2015.)
  23. Hans Belting, L’histoire de l’art est-elle finie? trad. fr. Jean-François Poirier e Yves Michaud (Arles : Jacqueline Chambon, 1989); Arthur C. Danto, Après la fin de l’art, trad. fr. Claude Hary-Schaeffer (Paris : Le Seuil, 1996.)
  24. Hal Foster, Le retour du réel. Situation actuelle de l’avant-garde, trad. fr. Yves Cantraine, Frank Pierobon y Daniel Vander Gucht (Bruxelles : La Lettre, Volée, 2005.)