Multitudes resentidas: del odio que viene

 

 

 

Valentin Husson /Trad. Maria Konta

 

El odio ha cambiado, en el sentido de que hoy, quizás, ya no esté estructurado[1]. Si escudriñamos la época, veremos que los haters proliferan en las redes sociales; que toda la Web se ha convertido en el escape de un odio que ya no está dirigido a nadie, excepto a Dios sabe quién, o Dios sabe qué; que la política ya no es la purgación de las pasiones, sino una purgación vengativa y resentida; que ya no se hace, en las altas esferas, en nombre del “pueblo”, sino en nombre de intereses económicos que ya ni siquiera sabemos quién los ordena; y que la relación humana se ve afectada por un impulso destructivo en el que el odio a uno mismo es el reverso inmediato de un mandato al desarrollo personal elevado en función de la virtud. Lo que nos gustaría cuestionar a continuación, asociando libremente la filosofía y el psicoanálisis, es esta mutación en el afecto del odio, así como las causas de tal cambio, intentando llevar el psico-análisis, más allá de la intimidad del sofá, hacia la política –como ya lo había efectuado Freud.

 

El odio es decisivo en el animal humano. Nada parece más estrafalario que la ficción rousseauniana de una humanidad buena y empática que la sociedad ha pervertido; más bien, como pensaron Hobbes y luego Freud, la sociedad –a saber, en el lenguaje de este último, la cultura (Kultur)– que ha logrado forzar los impulsos mortales de una humanidad, originalmente violenta, e inadecuada para la asociación. El hombre es un lobo para el hombre, aunque hubiéramos preferido que fuera un bonobo para sus semejantes. “Homo homini lupus est; ¿quién entonces, según todas las experiencias de la vida y de la historia, tiene el coraje de desafiar esta máxima? »[2]. Este odio, sin embargo, siempre se cristalizó en un objeto – o al menos se estructuró en su intencionalidad. Eliminamos molestias, es decir cualquier ser que pudiera perjudicar su supervivencia, al codiciar su territorio, sus bienes, su ciudad, sus valores o sus ideales. El odio se dirigía a todo el ser del extranjero.

 

 

Una ira resentida: ¡que se vayan todos!

 

Hoy ya no sabemos si este ser tiene consistencia. Ya no odiamos a los patrones, a los banqueros, a los políticos, sino a las “élites”, creando el vago sentimiento de desapego: “¡que se vayan todos!” El extranjero se convierte en la figura anónima, fuera de cualquier categoría jurídica, del migrante: el inmigrante llegó a un país, el emigrante se fue; el migrante parece no dejar nunca de deambular como un intruso que viene a perturbarnos en la tranquilidad de nuestro hogar. Unheimlich, perturbador en su extrañeza y perturbador en la comodidad asegurada de nuestro hogar, el migrante es un elemento errático indeterminado: no es tanto un objeto como lo inasignable en sí mismo. Así es como un miembro de extrema derecha de la Asamblea Nacional puede decir, en medio del hemiciclo, sin dejar claro el pronombre mismo de la(s) persona(s) a quien insulta: “¡Que regrese(n) a África!” ¿Él o ellos? Están por todas partes: la amenaza es confusa.

 

Levinas ya señalaba el hecho de que el Otro no respondía ni con un “tú” ni con un “usted”, sino con la “tercera persona”[3] del singular. A esta manera en que el otro me incumbe, Levinas la llamó “illeidad”[4]. Para este último, este analfabetismo explicaba la infinita responsabilidad que recaía sobre mí: el Otro viene a mí impersonalmente, viene a mi encuentro; tengo que acogerlo como a la viuda y al huérfano. Mi relación con el Otro es una deferencia como “no-indiferencia”[5] hacia su diferencia. Levinas, sin embargo, nunca excluyó que este carácter impersonal, si implicaba responsabilidad -un nombre duro, decía, para el amor- también implicaba el odio y la violencia. El Rostro íntimo a la caricia, como a la bofetada. Y es este odio anónimo, del cual ya no sabemos, aunque podamos llamarlo “odio de lo anónimo”, el que ahora se extiende por todo el mundo. Los invasores responden siempre a esta enfermedad, a esta amenaza angustiosa – como veremos – de lo que Heidegger llamaba el “hay”, y de lo que el lenguaje común, por no decir de bistró, se preocupa exclamando: “¡Están en todas partes!”.

 

El mundo electrónico –el globalizado mundo técnico de la tecnología digital y de las pantallas– ha dado lugar a lo inmundo. Y el no-cualquier Otro de la moral judeocristiana se ha convertido en cualquier Otro. “Un ser es un ser,” escribió Leibniz. La consistencia ontológica de todo ser es ser uno, indivisible, único, irremplazable. ¿Pero el Otro procede todavía del Uno? Vieja cuestión de la metafísica. Se entiende que el momento actual viene a hacernos dudar de ello. El odio se desarrolla indiferentemente: todo sucede como si ya no hubiera ningún rasgo identificativo de este odio, ningún rasgo unario (einziger Zug), como decía Lacan. Sin embargo, volvemos a desplegar con todas nuestras fuerzas la llamativa diferencia disfrutando del ruido de “algún chapoteo inferior” (Mallarmé, Un coup de dé). Cuanto más excluyente es la sociedad, más hablamos de inclusión; cuanto más se priva del lenguaje al ser hablante, más inclusivo se vuelve el lenguaje.

 

En otro tiempo el odio apuntaba hacia la diferencia; hoy es indiferente. Aclaremos los términos: el neo-odio que estamos registrando actualmente no es odio-a. Es un odio ciego que se extiende como un odio intransitivo, un odio anónimo. Esto no significa que el odio a lo “diferente” ya no exista: persiste en las relaciones individuales (todavía hay actos racistas, antisemitas, misóginos u homofóbicos). Pero colectivamente algo muta: el odio ya no es objetal, como ya no se ejerce tampoco en nombre de… (de las masas, del proletariado, del antirracismo, del antifascismo, etc.). ¿En nombre de qué y con qué propósito fue asaltado el Capitolio, tras la derrota de Trump en las elecciones presidenciales americanas? ¿En nombre y con qué propósito el Arco de Triunfo en París fue vandalizado por los chalecos amarillos? El objetivo no era la toma del poder, como tampoco el objetivo era el derrocamiento de una clase por otra; estas multitudes simplemente estaban hartas, ya habían tenido suficiente. Hasta el gorro.

 

Entonces, ¿cómo se llama ahora el odio? Bueno, quizás el de una cólera resentida. La cólera, en esencia, no se relaciona con ningún objeto, por lo que podemos, en un ataque de ira, destruir todo lo que tengamos a la mano. El resentimiento es un “afecto del odio reprimido”, como dijo Nietzsche en la Genealogía de la moral (I, §10). Es una impotencia para actuar, para exteriorizar el propio odio; una interiorización malsana contra uno mismo del odio hacia el mundo exterior. La ira es el acto de este odio almacenado. Solo que esta acción se realiza de forma indiferenciada. Estamos en la era del “desguace”: los políticos están destruyendo los logros sociales, los servicios públicos y las instituciones, mientras que los “ladrones” están dañando el espacio público.

 

 

Un odio enlutado, melancólico y angustiado

 

Por lo demás, habría que llegar a afirmar esto: los individuos ya no tienen inconsciente. Ya lo dijo Charles Melman: no es que ya no exista el inconsciente, es que el inconsciente ya no forma sus objetos de deseo. En el mejor de los casos, son la sociedad y el marketing -desde Edward Bernays, este sobrino de Freud que encontró en la economía inconsciente la fuerza motriz de todas las economías del mercado- los que nos dan sustitutos de los objetos prefabricados como remedios provisionales para nuestro deseo. Llamémoslas: las baratijas. Esta ausencia de objetos constituidos por nuestra economía psíquica hace que el inconsciente regrese a lo que fundamentalmente es: un agujero. La fetichización de las mercancías –es decir, la creación de objetos afortunados, cuya posesión nos hace creer en la realización ilusoria de nuestro deseo– solo funcionó durante un tiempo. Las baratijas, volvemos a los rudimentos del odio. Cuanto menos es el Otro, más lo odio. Ya no es el ser desemejante el que nos rechaza, sino el que lo traspasa. Freud ya identificó este proceso en Duelo y melancolía: “Durante el duelo, el mundo se ha vuelto pobre y vacío; en la melancolía, es el yo mismo. El paciente nos describe a sí mismo como infame, bueno para nada y moralmente reprobable; se reprocha, se insulta y espera ser rechazado y castigado”[6]. La melancolía llega a un yo que se desprecia su vacío interior (nos sentimos vacíos y nos odiamos a nosotros mismos); el duelo les llega a quienes perciben el mundo como vacío o despojado de significado. En la melancolía no soy más que una persona inútil; en el duelo, el mundo se vuelve no mundano.

 

El odio aparece ahora sobre un fondo de duelo melancólico o de melancolía afligida: está vacío, desobjetivado. Si encuentra un objeto, es en el sentido del objeto lacaniano, es decir, un objeto que solo revela la nada del sujeto. En todo el mundo asistimos a movimientos de rebelión o de protesta que ya no tienen reivindicaciones específicas. Su lema –que es una palabra de desorden– es: ¡hartos! No apuntamos tanto hacia el capitalismo, el neoliberalismo, la oligarquía, sino que expresamos un sentimiento que a veces se confunde con resentimiento. Lo que se siente, en este caso, es el orden de un vacío interior y exterior. No queda nada; no habrá nada más; Ya nada bueno puede pasarnos ni a mí ni a nosotros. Ayer no fue mejor, mañana empeorará. Hay odio; y el odio, por tanto, responde ahora a este “hay”. Es decir, de una ansiedad sorda, en el sentido en el que Heidegger entendía este “es gibt”: hay, el susurro impersonal de un mundo extraño, inquietante, que ya no responde a ningún sentido. El “hay” nombra el espesor difuso que nos dispone a la nada. Es decir, indica cómo nos afecta la ansiedad. En este ya no queda nada, no hay nada; el mundo funciona mal, los objetos pierden su utilidad; solo vuelve a nosotros el eco de nuestra propia muerte. La devastación es total. En tal atmósfera, cuando el hogar se vuelve imposible, solo queda el hecho de estar afuera (en casa), en el sentido fuerte de esta expresión, es decir, el de una ira que nos excede. Para que quienes ya no son nada muestren su descontento y sus ganas de ser reconocidos como alguien. Las multitudes ya no son sentimentales, sino resentidas.

 

Lo que llamamos eco-ansiedad es solo el nombre de una ansiedad generalizada ligada a la pérdida de un objeto de inversión del propio deseo.

 

“Eco” no designa simplemente la angustia ante la crisis ecológica, sino ante el oikos, el hogar, la familia. El mundo se vuelve unheimlich: viene a perturbar lo que nos parecía seguro y familiar. Ya no tenemos un hogar, una interioridad tranquila. Estamos constantemente acosados ​​–incluso en nuestra propia casa– por una preocupación latente. Esto se debe tanto al calentamiento global como a la economía (psíquica y de mercado) que se adentra sin propósito en el trabajo productivista (pero no productivo). “Eso” funciona en nosotros.

 

El neo-odio –es decir, la cólera resentida– se manifiesta, por tanto, en la confluencia de este duelo, esta melancolía y esta angustia. Nosotros, los posmodernos, vivimos en un mundo despojado de sus grandes historias (el sentido de la Historia, la Patria, la novela nacional, etc.), y este duelo por un mundo vaciado de sus mitos nos devuelve a la negra bilis de nuestra propia interioridad. Cuando el vacío del mundo interior se encuentra con el del mundo exterior, aparece la angustia. Estamos angustiados por el vacío creciente, por el “desierto creciente” (Nietzsche). Nada es lo que hay. Llamémoslo: la hainegoisse[7]. La angustia odiosa o el odio angustioso que aparece ante ese “hay”, esa impersonalidad donde el objeto se ha disuelto en la nada.

 

Lo que debemos entender con este motivo de hainegoisse corresponde exactamente a lo que Nietzsche intenta identificar detrás de este crecimiento del desierto, y que Heidegger presentaba de esta forma en ¿Qué llamamos pensar?:

 

““El desierto está creciendo…” Lo que significa: la desolación (die Verwüstung) se está extendiendo. La desolación es más que la destrucción (Zertstörung). La desolación es más siniestra que la aniquilación (Vernichtung). La destrucción solo suprime lo que ha crecido y construido hasta ahora. Pero la desolación bloquea el crecimiento futuro e impide toda edificación. La desolación es más siniestra que el simple aniquilamiento”[8].

 

La desolación es una devastación del futuro: no reduce a la nada lo que se ha erigido y construido, hace prohibitiva toda construcción futura. La aniquilación, si anula, saquea, destruye, deja abiertas todas las posibilidades. La destrucción puede ser creativa, la desolación no. Esto lo devora todo, hasta el punto de tragarse los viejos valores de Occidente y los objetos de identificación masiva que constituyeron las divisiones políticas clásicas. En esta Verwüstung, es tanto el pasado como el futuro que se reducen a nada, por no decir que se reduce en la nada. El odio designaría, por tanto, la angustia hostil que se revela ante la nada de este mundo desolado. Existen, básicamente, dos concepciones clásicas de la ansiedad: la primera se revela ante la nada de la existencia (Kierkegaard, Heidegger), y provoca un sentimiento de inquietante extrañeza (Freud); y un segundo que no carece de objeto, y que se revela como un desbordamiento que viene a obstruir el deseo, en la medida en que este llegaría a carecer de la falta (Lacan). Básicamente, esta desolación se encuentra a medio camino entre estas dos concepciones, es decir a medio camino entre el vacío y la plenitud: llega al sujeto que se enfrenta a esta extraña ansiedad ante la nada que insiste en este mundo, ya que esta nada deja lugar a la nada. El mundo contemporáneo no tiene un horizonte discernible. O peor aún, lo que nos espera es la aniquilación de todas las posibilidades: la guerra, el calentamiento global. “La falta de carencia” indica aquí que el mundo desolado impide todo deseo, porque impide todo futuro, y toda proyección. El sujeto está como cancelado, en este momento, en su deseo. Al igual que el mundo devastado: ya no es nada.

 

 

¿Por qué no hay nada en lugar de algo?

 

En la filosofía, desde Nietzsche, a esto se le ha llamado nihilismo. El nihilismo no es más que la inversión paradigmática de toda metafísica, lo que responde a la pregunta “¿Por qué hay algo en lugar de nada?”, sino “¿Por qué no hay nada en lugar de algo?” Y es en este contexto donde el odio se transforma. Odio celoso – ¿envidia? – apunta al deseo del otro: desea su deseo. Lo envidiamos por su éxito; o al menos, por la impresión que uno tiene de que su deseo se está cumpliendo, es decir, se está haciendo realidad. Pero ahora existe otra forma de odio, más original, que es el odio, no hacia un objeto en el Otro (¿qué lo hace exitoso? ¿Cuál es su secreto? ¿Cuál es el objeto de su goce o el objeto que puedo disfrutar?), sino del Otro reducido a su inexistencia, o a su lugar vacío. El Otro no es nada; antes podíamos fantasear con él, invertirlo, proyectarlo, transferirlo, prestarle la confiscación o el robo del objeto de nuestro deseo. De las baratijas del Capital llegamos a la brecha de la descapitalización.

 

Vox clamens in deserto. Una voz clama en el desierto del deser. Como diría alguien: “Hablo al vacío”. Hablo, no para no decir nada, sino que hablo sin que nadie me escuche. Hablo a las paredes, “al viento”, según una palabra tomada de la juventud de hoy. Y es este discurso “en el vacío”, este reconocimiento al que solo responde la ignorancia o el desprecio, lo que constituye, en determinadas circunstancias, el sujeto odioso. Que el gran Otro esté bloqueado y que su lugar esté vacío no conduce necesariamente al odio. Este agujero al que nos dirigimos es, además, el manantial mismo de cualquier tratamiento analítico. Sin embargo, y un análisis puede además demostrarlo, este lugar vacío donde está el Otro puede provocar todas las transferencias, incluso si son transferencias odiosas. Desde un punto de vista político, este odio que ya no es objetivo –esta ira resentida–, al dirigirse al Otro, no encuentra en él más que el eco de la nada. Ya no ofrece ningún reconocimiento objetivo del deseo ni de alguna posición social. La crisis de las instituciones en Francia es la crisis del hecho de que el Otro (el presidente, el gobierno, la Asamblea) ya no representa nada. Ya no tiene ni autoridad ni Ley. El Padre está muriendo.

 

Esto trae como consecuencia que las sociedades ya no renuncien a la satisfacción de sus impulsos. Freud ya lo había visto en De guerra y de muerte. Temas de actualidad. Reprimen menos. Se desahogan. La cultura (y el Estado, políticamente) era una “restricción impuesta a uno mismo, una renuncia considerable a la satisfacción de los propios impulsos”[9]. Lo que la civilización reprimía se libera ahora con furia y el desencadenamiento más violento. Ciertamente, existe una “ambivalencia de sentimientos”[10], que hace coexistir en cada individuo el amor y el odio, la vida y la muerte, pero esto no logra transformar los “malos impulsos”, los llamados impulsos “egoístas”, en pulsiones altruistas y sociales. En otras palabras, la cultura ya no es capaz de apaciguar nuestros impulsos agresivos. Así es como nada prevalece sobre algo; que el caos y la aniquilación reinan en el tiempo; y que la agresión se vuelve ciega en ambos lados: entre los representantes del Estado, las fuerzas del orden y los manifestantes.

 

 

Patriarcado y matriarcado: una era cambiante del deseo

 

Podemos preguntarnos, sin embargo, ¿cuáles son las causas estructurales –a menos que sean una consecuencia– de estas mutaciones masivas que representan un cambio de era? Nos limitaremos a una hipótesis. Y ¿si lo que hubiera afectado a este cambio en el odio estuviera vinculado a una transformación de los paradigmas de organización de la sociedad? ¿Qué pasaría si hoy el odio ya no respondiera simplemente al patriarcado sino también al matriarcado? Freud, y luego Lacan, anunciaron el fin de la era del Padre. El patriarcado, tan denunciado hoy, ya había recibido un golpe. Lo que nos espera es el regreso de un matriarcado que le haga competencia, donde lo que cuenta ya no es la imposición de la Ley, sino el vínculo orgánico. En la Era del Padre, el odio se estructuraba simbólicamente en torno a nombres discernibles: la Patria, el proletariado, la religión. En cuanto el Padre muere, es con Él que algo de estos nombres estructurantes llega a su fin. La función del Padre era introducir la sexualidad en el vínculo evidente con la madre; es decir, su objetivo era separarnos de él y privarnos de él para hacernos entrar en el deseo[11]. Si es cierto que la boca debe vaciarse de leche para llenarse de palabras, estas palabras estructuraron significantes discernibles, que el odio, a veces, invistió.

 

La erosión de la autoridad del Padre es el retorno a una simple causalidad en materia de fecundación: “la madre es la causa del hijo”[12]. Sabemos quién es nuestra madre; del padre, ¿nunca se sabe? Bien podría haber pasado el cartero por allí. El Occidente cristiano se construyó sobre esta duda un tanto embarazosa. Cristo debe su nacimiento a María; pero debe tener dudas sobre si José o Dios lo engendraron. La evidencia de una maternidad indudable desplaza la cuestión del deseo: lo que crea el deseo ya no es la Ley que prohíbe el incesto y establece la sexualidad, y con ella, la multitud de objetos que vienen a satisfacerlo; no, lo que deseamos a partir de ahora es la posibilidad de un mundo en el cual todo se satisfaga inmediatamente. El padre introdujo la realidad de manera traumática en el sujeto: se interpuso entre la madre y el niño, lo que tuvo el efecto de vincular el deseo con la pérdida. El deseo solo podía satisfacerse mediante sustitutos o apariencias. Se tenía que vivir con su falta. Hacer con. El matriarcado, por su parte, sugiere un “mundo positivo y simple que imaginamos feliz”[13], y donde el pecho materno representará, fantasmáticamente, la plenitud de todas las exigencias. El transhumanismo nos promete la inmortalidad y el amor robótico, así como las religiones nos prometieron el paraíso y una persona que “se iguale” a nosotros. Acudiremos a la Madre para que cumpla todas las expectativas. Porque el matriarcado, de manera más simple, significa esto: “El niño no tiene nada que pedir a nadie más que a su madre, tiene todo que esperar de ella”[14].

 

Una comprensión así del matriarcado podría iluminarnos sobre los tiempos actuales. Nuestras ideologías y nuestras palabras hablan por nosotros. El transhumanismo, ya mencionado, sugiere una humanidad que vive en una omnipotencia infantil, rechazando incluso su propia humanidad, que es la de ser mortal. La ecología folclórica, no política, sueña con una fusión orgánica con la Madre Tierra, reconectándose con sus raíces perdidas. Y Francia no está lejos de abrazar, como Italia, a la Madre fálica salvadora, que nos devuelve a la transparencia de nuestros orígenes nativos. “La Tierra no miente”, afirmó el mariscal Pétain, no contento con haber ya sustituido “Libertad, igualdad, fraternidad” por el desastroso “Trabajo, familia, patria”. Entonces, ¿qué podemos esperar a la edad de la Madre? ¿Una oleada sin prohibiciones? ¿Una sociedad orgánica, donde lo que importa ya no es la legalidad que obedecemos, sino la misma sangre que compartimos? Tenemos que escuchar el lenguaje de la juventud para darnos cuenta de esto: ya no nos llamamos “camarada” (secuencia comunista), ni “compañero” (secuencia antirracista), sino “hermano”. La “frerociudad”, como la llamó Lacan, tiene futuro. El matriarcado podría engendrar en el cuerpo político lo que ya engendra en el cuerpo individual, es decir, la obediencia total a aquel a quien se le debe todo. Daremos la vida por la Madre Patria – es decir, la Madre fálica. El matriarcado funciona como una satisfacción total de las exigencias, como una abolición de todo deseo, invirtiéndose dialécticamente en un impulso todopoderoso que ya no acepta el desvío de las limitaciones externas, es decir, las del principio de realidad. Lo que ahora nos preocupa es quedarnos sin padre: la República está dando paso a una Francia fantaseada, que sería la solución a todos nuestros males. Para salvarnos de esta degeneración, bastaría con reconectarnos con nuestros orígenes y nuestras raíces.

 

La República era res pública: la Cosa pública que no se podía disfrutar. La Cosa, en Lacan, es el Otro absoluto que permanece externo al sujeto, que se ha perdido para siempre, pero que constituye el horizonte de todas las expectativas y de todas las exigencias. La República, como Cosa pública, era por tanto un lugar vacío, del que nadie podía apropiarse: los gobernantes pasaban, el poder no podía incorporarse; nos protegía de la dictadura, del populismo, de las potencias tribunicias, que siempre prometen la plena satisfacción demagógica de los deseos del pueblo. Ella era para todos los sujetos el Otro arcaico, procedente de un pasado revolucionario al que, al menos en sus principios, había que aferrarse. No podemos decirlo todo, ni exigirlo todo; es más, la República nos exigía ciertos modales, cierta estatura. Esta Cosa (das Ding) pública, había que ser ding-ne, para usar, en un giro, una palabra de Lacan. Los símbolos, las leyes, las instituciones, los tabúes fundaron prohibiciones sagradas que garantizaban la vida en común. La efusión no fue la fusión histérica de la multitud: las exigencias políticas no transformaron al pueblo republicano en una multitud desenfrenada. De la represión colectiva del impulso pasamos a la liberación de la multitud. “La palabra es el asesinato de la Cosa”: los significantes estructuraron nuestro odio dándole nombres discernibles. Pero si el disfrute se vuelve todopoderoso, si las multitudes ya no reprimen su deseo de disfrutar de la Cosa, de la Madre arcaica, ¿qué pasará? ¿No es su odio la otra cara del deseo de disfrutar de todas las comodidades del mundo a toda costa, reclamando al mismo tiempo la mayor parte del pastel? Cuando todo esto se oscurezca, nosotros que ya no veremos más

 

que la cola de un cometa, Francia se pondrá, sin duda alguna, del lado definitivo del amor maternal (y ya está allí, reconfortante, con sus gatos, a la cabeza de las encuestas), es decir, del odio de lo que no está incluido como miembro orgánico del cuerpo político, el partido del odio de todos aquellos que no son “de la sangre de la vena”[15].

 

 

Para concluir

 

Resumamos nuestra observación:

 

1. El odio se ha vuelto impersonal: los significantes que envuelve la ira resentida están flotando. El pronombre impersonal “él(ellos)” es el indicador (“están en todas partes”, “que se vayan todos”, “que vuelva(n) a África”).

 

2. Este odio proviene del duelo y de la melancolía: nada es lo que hay. El mundo ha sido vaciado de lo que lo estructuraba: los grandes relatos y los mitos fundadores de las Naciones. El propio individuo ha perdido el sentido que alguna vez pudo encontrar en la vida (la exigencia de “sentido” -en el trabajo, en particular- es agobiante).

 

3. Ante la desolación del nihilismo ambiental, las multitudes se angustian. Esta angustia es a la vez la señal de una preocupante extrañeza frente a este mundo devastado, pero también de un cierre de posibilidades. La falta hace falta: los individuos ya no son capaces de proyectarse. Los deseos colectivos se enmudecen. Ya no hay futuro: la guerra está volviendo, el desastre climático ya está aquí.

 

4. La hainegoisse es el nombre de esta ira resentida ante un mundo sin horizonte.

 

5. Las multitudes reaccionan a las palabras vacías, a las falsas promesas, a los políticos convertidos en agentes matrimoniales sobreprotectores que prejuzgan nuestros deseos (la gestión del Covid-19 fue una señal de ello, los discursos de seguridad también lo son). Queremos disfrutar de la Cosa Pública que se nos ha sido negado. El Monarca –paternalista– debe caer. En Francia, esto promete ser una Sexta República que ahora está en boca de todos.

 

6. ¿A partir de este cambio latente de paradigma y de organización política llegaremos a odiar, excluir, rechazar y privar de derechos a todos aquellos que no sean de nuestra sangre, que no tengan los derechos de la sangre? La cuestión sigue abierta, con toda su inquietante apertura.

 

 

Notas

 

  1. El texto original en francés intitulado “Foules ressentimistes: de la haine qui vient » fue publicado en La Revue Lacanienne 24, no.1 dossier « Haines » (2023): 187-199. Agradezco a Valentin Husson por otorgarme el permiso de publicar aquí su traducción en español y a Patricia Garrido Elizalde por su sugerencia de traducción en español de ciertos términos de Jacques Lacan.
  2. Sigmund Freud, Le malaise dans la culture, trad. Pierre Cotet, René Lainé, Johanna Stute-Cadiot (Paris: Puf, coll. « Quadrige », 2007), 54.
  3. Emmanuel Lévinas, «La trace et l’autre », en En découvrant l’existence avec Husserl et Heidegger (Paris: Vrin, 1967), 201.
  4. Emmanuel Lévinas, Autrement qu’être ou au-delà de l’essence (Paris: Le livre de poche, 2001), 234.
  5. Emmanuel Lévinas, «Jacques Derrida tout autrement », en Noms propres (Paris: Fata Morgana 2014), 93-94.
  6. Sigmund Freud, Deuil et mélancolie, trad. Aline Weill (Paris: Petite Bibliothèque Payot, 2015), 50.
  7. Agradezco a mi amiga Anne-Camille Beckelynk por haberme susurrado esta palabra.
  8. Martin Heidegger, Qu’appelle-t-on penser ?, trad. Aloys Becker et Gérard Granel (Paris: Puf, coll. « Quadrige », 2016), 36-37.
  9. Sigmund Freud, Propos d’actualité sur la guerre et sur la mort, trad. Éric Blondel, Ole Hansen-Love, Théo Leydenbach, (Paris: GF Flammarion, 2017), 47.
  10. Ibid., 56.
  11. Charles Melman, L´homme sans gravité. Jouir a tout prix (Paris: Gallimard «Folio Essais », 2005.)
  12. Ibid., 96.
  13. Ibid., 98.
  14. Ibid.,106.
  15. Sigue siendo una expresión extremadamente sintomática de nuestra juventud. El campo léxico aquí mencionado es el de los vínculos de sangre.