*Ponencia leída en la mesa redonda El legado filosófico de Eduardo Nicol, incluida en el programa del coloquio El devenir de la filosofía en el campo de las humanidades, en el contexto de los actos conmemorativos de los 100 años de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM (21-11-2024).
Resumen
En La idea del hombre (FCE, 1977), Eduardo Nicol expone una serie de fecundas consideraciones sobre la significación y el carácter del pensamiento socrático. Cuando todavía en el ámbito de la reflexión filosófica en lengua hispana se reparaba poco en el vínculo entre filosofía y forma de vida, Nicol ya había detectado en Sócrates la conjunción indisociable de ambos aspectos. En este diálogo crítico con el pensador catalán se examina con atención su aporte en ese terreno. Además, se hace un repaso de la singular manera en que Nicol interpreta dos de los más destacables tópicos socráticos: el tipo de (no)saber que reivindica el ateniense y el problemático vínculo de la filosofía con la escritura.
Palabras clave: pensamiento socrático, filosofía como forma de vida, (no)saber socrático, filosofía y escritura.
Abstract
In La idea del hombre (FCE, 1977), Eduardo Nicol exposes a number of fruitful considerations about the significance and character of Socratic thought. When still in the field of philosophy in the Spanish language the link between philosophy and way of life was not taken into account, Nicol had already detected in Socrates the inseparable conjunction of both aspects. In this critical dialogue with the Catalan thinker, his contribution in this field is carefully examined. Furthermore, a review is made of the special way in which Nicol interprets two of the most notable Socratic topics: the type of (not)knowledge claimed by the Athenian and the problematic link between philosophy and writing
Key words: Socratic thought, philosophy as a way of life, Socratic (not)knowledge, philosophy and writing.
El lugar de Sócrates en la historia de la filosofía
Los actos académicos en conmemoración de los 100 años de nuestra Facultad de Filosofía y Letras, al menos en mi caso, han servido para revisitar importantes referencias de mi propia historia intelectual y académica. Una de ellas —justo es reconocerlo— ha sido el pensamiento de Eduardo Nicol. Regresé a las páginas del final de su libro La idea del hombre, escasas en cantidad, pero pletóricas de enjundia a propósito de “La vocación humana”, y ello me sirvió para comprobar cuánto han cambiado mis antiguas apreciaciones sobre las tesis allí ofrecidas.
Esa constatación me indujo a entablar un diálogo crítico con el eminente filósofo catalán-mexicano, en torno a las visiones de Sócrates que traza especialmente en los parágrafos 48 y 49 del referido libro. Todo homenaje responde a una justa intención de frenar la obra ingrata del olvido. Predomina la idea de que tan noble propósito solo se logra merced a una ‘actitud epidíctica’ y a los panegíricos que de ello deriven. Pero esta opción es desaconsejable, cuando se trata de honrar la memoria y labor filosófica —original y fecunda, donde las haya— de un pensador de la talla de Eduardo Nicol. La manera más apropiada de rendir honor al verdadero filósofo —αληθές φιλόσοφος, en expresión de Platón— consiste en dialogar con su pensamiento, sus argumentos, en buena lid, con espíritu de veracidad. Dados los consabidos límites de tiempo y espacio a que debe ceñirse un escrito como este, me veré constreñido a hacer unas cuantas calas en el preciso espacio discursivo que acabo de referir, al tiempo que dedico a ellas un pequeño haz de modestas reflexiones.
Hoy puedo apreciar con más conciencia y justeza el mérito de Nicol al advertir en Sócrates la concomitancia entre filosofía y forma de vida, como parte de su reconocimiento de la gran significación del socratismo; dato este muy llamativo, si se tienen en cuenta los intereses teóricos dominantes en los tiempos en que el filósofo catalán concibió su sistema de pensamiento. No solo eso: se diría que, en el núcleo de su examen de este asunto, late la asunción de que el modo de ejercer y vivir la filosofía por parte del pensador ateniense viene a ser, en último término, el más genuino y estimable desde el punto de vista teórico y ético.
No obstante, esa conciencia, cabe preguntar por qué Nicol no enfiló su propio proyecto filosófico —a la postre, también su proyecto vital— por la ruta de algún modo del socratismo, como sucedió con Platón y buena parte de los pensadores de la Época Helenística.
La respuesta a esa pregunta debe de estar en la teoría relativa a la historia de la filosofía con la que se identifica Nicol. Dice el filósofo hacia el final del parágrafo 49 de La idea del hombre:
“Las teorías filosóficas pueden transmitirse; la filosofía de Sócrates solo puede revivirse. La tragedia histórica de esta filosofía es que conserva su plena validez, a diferencia de las creaciones teóricas, pero no puede reproducirse en el mundo moderno. Pues la reproducción no depende sólo del filósofo, sino de la comunidad en que se encuentra y que ha de mostrarse dispuesta a recibirla. Esta es una filosofía comunitaria: es el proyecto de revolucionar la comunidad de abajo hacia arriba, partiendo de la conciencia individual.”[1]
El primer párrafo del parágrafo 48 de la obra en referencia pone a la vista del lector el determinismo historicista de Nicol, cuando trata de dar cuenta del sentido de la manera socrática de entender y ejercer la filosofía. Desde esa perspectiva, Sócrates aparece como el núcleo de confluencia de tendencias políticas, artísticas, morales y filosóficas de gran vitalidad y dinamismo en el mundo griego. Para Nicol, ese universo político-cultural “esta predestinado a un momento de plenitud, que se concreta en la Atenas de la segunda mitad del siglo V y en la figura de Sócrates.”[2]
Lo que, en resumen, afirma Nicol es: (1) las determinaciones históricas del caso elevan a la formación social ateniense a su grado de máxima prosperidad y grandeza, (2) en ese contexto, la praxis filosófica de Sócrates alcanza su mayor efectividad y pertinencia, sin embargo, (3) en razón de que la identidad socrática entre filosofía y forma de vida no es reproductible ni transmisible —al contrario de lo que sucede con las teorías—, la opción filosófica encarnada por Sócrates no puede tener continuidad fuera del contexto comunitario en el que surgió y cundió, así que (4), aun cuando “conserva su plena validez”, el socratismo es inviable “en el mundo moderno”.
Admito la idea de que la modulación del tiempo —eso que comúnmente llamamos ‘historia’— en los acontecimientos que integran toda existencia determina el sinnúmero de expresiones de la acción social, política y cultural. Sin embargo, no doy con elementos que autoricen a considerar que tal determinación anule toda posibilidad de concreción de realidades culturales ya practicadas —como ciertas orientaciones, corrientes o escuelas filosóficas— en contextos sociales análogos, es decir, estructuralmente semejantes. En consecuencia, lo que podría suceder con el socratismo originario y cabría esperar de él no es tanto una ‘resurrección’ —como parece sugerir Nicol, al hablar de “revivir”— sino un esfuerzo crítico y creativo de reinvención, con pertinencia y sentido, en un contexto comunitario igualmente re-creado.
Tiene razón Nicol, cuando considera que determinada orientación filosófica prospera cuando, mal que bien, embonan la praxis de un filósofo prominente con una comunidad de referencia. El determinismo histórico que admite Nicol parece permitirle aceptar, de manera tácita, la posibilidad de que surja algún nuevo Sócrates en los tiempos contemporáneos, pero no su hipotético desarrollo en la medida en que se vería truncado por las características sociales, políticas y culturales del nuevo entorno vital comunitario. Lo único que parece inducir a Nicol a descreer en una renovación del socratismo —incluso conjeturar que no haya dedicado él sus propios afanes teóricos en esa dirección— es el evidente contraste entre nuestro mundo y el de los atenienses del siglo V a. C.
Esta idea de Nicol presenta varios problemas. No podré examinarlos aquí en todas sus implicaciones teóricas, así que me limitaré a considerar sus aspectos esenciales. En primer término, la tradición filosófica no progresa como sucede con las diversas ciencias. Si por ‘progreso’ se entiende el constante juego de anulación crítica de teorías precedentes y sus consiguientes superaciones y sustituciones por nuevas teorías dotadas de una verdad de la que aquellas carecían, conforme con un afán de mejoramiento acumulativo, se puede sostener que esa posibilidad es inherente a la dinámica de las disciplinas que hoy se arrogan la condición de ciencias, pero no sucede lo mismo de cara al despliegue de la variopinta y muy rica tradición filosófica. En esta, determinada doctrina puede ser siempre objetada y con frecuencia refutada, pero ello no supone la inhabilitación total del ‘sistema’ teórico del que forma parte ni de los intereses teóricos que lo han motivado; ello no lo convierte en una antigualla característica de un momento histórico, impedida de todo diálogo con ella en circunstancias ulteriores incluso muy lejanas en el tiempo. En realidad, esto último es lo que estamos haciendo al dialogar. una vez más, en torno a Sócrates, ahora que casi se consuma el primer cuarto del siglo XXI. Así que, de ser cierto —como, en general, considero que lo es— esto comporta la posibilidad de revisitar, actualizar, reinventar filosofías de antigua data, en contextos que les ofrezcan suficientes garantías de pertinencia, en alguna medida, incluso por lo que podamos hacer nosotros en esa dirección.
Un problema adicional en el planteamiento de Nicol estriba en que abundan los elementos para señalar que los nexos de Sócrates con su entorno político-social no son tan ‘naturales’ y tersos como aquel sugiere. Bastaría con recordar cómo, en la apología que su allegado Platón compone en su defensa, Sócrates explica su embarazosa situación por la acción de dos agentes que abominan de él: uno, de carácter difuso, anónimo —salvo por la excepción del acre comediógrafo Aristófanes— y numéricamente indefinido, pero también dilatado; el otro, conocido y de exiguo tamaño, compuesto por Ánito, Meleto y Licón. El primero de tales factores bien puede admitir la designación de ‘sociedad ateniense’ o, cuando menos, de una parte, abultada y hasta ‘representativa’ de ella.
Sin ánimo de abrumar a nadie y a título de ejemplos, referiré dos pasajes del libro VI de República, donde se expresa la conciencia socrático-platónica de esa discordancia entre quienes practican la vida filosófica y su sociedad de referencia. En uno, el Sócrates platónico registra que
“cuantos se abocan a la filosofía, no adhiriéndose simplemente a ella con miras a estar educados completamente y abandonándola, siendo aun jóvenes, sino prosiguiendo en su ejercicio largo tiempo, en su mayoría se convierten en individuos extraños, por no decir depravados, y los que parecen más tolerables, no obstante, por obra de esta ocupación […] se vuelven inútiles para los Estados.”[3]
Esta observación es lo suficientemente clara como para constatar sin esfuerzo la aguda percepción socrática de un conflicto entre quienes optan por la filosofía y el orden político-social en que despliegan sus existencias.
En un fragmento más amplio Sócrates expresa esa conciencia con más profundidad y tonos un tanto trágicos. Según el ateniense, en su tiempo, “quedan […] muy pocos que puedan tratar con la filosofía de manera digna”. Sócrates caracteriza y enlista a quienes integran ese reducido grupo: alguno que se ha “fogueado en el exilio” e, incorruptible, “permanece en la filosofía”; algún “alma grande” atrapada en “un Estado pequeño” que desdeña “los asuntos políticos”; unos cuantos “bien dotados naturalmente” que no hallan satisfacción en “los demás oficios”; aquellos que han seguido el ejemplo de Teages, a quien la enfermedad impidió meterse en política. Ahora bien, quienes están particularmente capacitados para ejercer la filosofía —como es el caso del propio Sócrates poseído por su peculiar demon— la relación con su entorno social luce poco menos que traumática. En efecto, estos
“[…] pueden percibir […] la locura de la muchedumbre, así como que no hay nada sano […] en la actividad política y que no cuentan con ningún aliado con el cual puedan acudir en socorro de las causas justas y conservar la vida, sino que, como un hombre que ha caído entre fieras, no están dispuestos a unírseles en el daño ni son capaces de hacer frente a la furia salvaje y que, antes de prestar algún servicio al Estado o a los amigos, han de perecer sin resultar de provecho para sí mismos o para los demás”. Siempre según el Sócrates platónico, quien se percata de esa realidad tiende a escudarse en una actitud de prudencia y contención, lo que no obsta para que “mirando a los demás desbordados por la inmoralidad se da por contento con que de algún modo él pueda estar limpio de injusticia y sacrilegios a través de su vida aquí abajo y abandonarla favorablemente dispuesto y alegre y con una bella esperanza”.[4]
Desde luego, expresiones tan complejas, con tan amplias implicaciones como las que acabo de reproducir admiten muchas interpretaciones. Con todo, se puede convenir sin dificultad en la comprensión de que las menciones socráticas a la política remiten a las poleis de referencia de quienes ejercen la vida filosófica; lo que, a su turno, permite concluir que el socratismo platónico tiene muy presente que el encuentro de la filosofía con el orden político-social o comunitario del caso es fuente de incomprensión, tensión, rechazo, conflicto e incluso persecución letal.
Tales consideraciones del socratismo platónico debilitan la apreciación nicoliana en torno a la determinación historia comunitaria sobre un modo concreto de ejercer la filosofía —en este caso, el socrático—. A ese inconveniente se le suma la inconsistencia en que incurre el filósofo catalán, cuando reconoce la plena validez actual de la idea socrática de la filosofía, al mismo tiempo que le niega factibilidad en el presente.
La radical sabiduría de Sócrates
El diagnóstico de Nicol sobre la significación de Sócrates en la tradición filosófica termina colocando los procederes teórico-prácticos de este en el plano del mero interés histórico. Sócrates deviene objeto de estudio para quien procure dotarse de cultura filosófica. Deja de ser alguien digno de emular, como en su momento pensaron Platón y buena parte de los filósofos de la Época Helenística.
Ese es el carácter de las fecundas y controvertibles consideraciones de Nicol acerca del filósofo ateniense, en las páginas de su libro aquí examinadas, tales como: la idea de la filosofía como vocación del ser humano, la conexión inconsútil entre teoría y praxis filosóficas —es decir: entre búsqueda especulativa o dubitación sistemática e insaciable, por un lado, y forma de vida, por el otro—, la reformulación socrática de los nexos entre duda metódica filosófica y ciencia, las peculiaridades de la ironía socrática, los efectos del socratismo en la dinámica comunitaria… y muchas ramificaciones de tales aspectos. Todas ellas suscitan interés e invitan al diálogo crítico, pero me limitaré a dar cuenta de la interpretación nicoliana de dos puntos: el de la clase de saber que cimienta el socratismo y el de condición ágrafa de la filosofía según el filósofo ateniense.
Está muy difundida la interpretación de ciertos pasajes de los diálogos platónicos —en especial Apología de Sócrates, a cuya revisión me ceñiré aquí— como expresión de un modo de lo que Nicolás de Cusa dio en llamar docta ignorantia. Desde intereses teóricos propios y con base en argumentos igualmente genuinos, Nicol comparte en lo esencial la idea de que Sócrates caracteriza el auténtico saber filosófico como un no-saber.
En el parágrafo 49 de La idea del hombre, Nicol afirma con contundencia que, en Sócrates, “la sabiduría es una ignorancia. Una ignorancia que debe aprenderse…”[5], o que “la sabiduría es aquella ignorancia que sabe de sí misma”.[6] Nicol está plenamente consciente del carácter paradójico —o ‘irónico’, como prefiere decir él, acaso por el contexto discursivo en el que trata este asunto— de tales aseveraciones. Me da por pensar que se regodea en esa constatación, aun cuando parecería difícil de creer que no reparara en su endeblez argumental.
Es en la Apología… donde Platón pone a su mentor a referir de manera explícita y más extendida su idea del saber y de la sabiduría, a raíz de la noticia que le comunica Querefonte, a propósito de su consulta al oráculo de Delfos acerca de si existía alguien más sabio que su amigo Sócrates[7]. En esa célebre obra, nada parece autorizar a hacer afirmaciones como las de Nicol sobre este asunto.
Recordemos de manera sintética el relato platónico a este respecto. Al conocer el referido oráculo, Sócrates se pone a indagar su significado. Cala el carácter de los saberes y de los procederes que distinguen a poetas con reputación de sabios y detecta dos realidades harto llamativas: no saben con precisión de qué hablan y, encima, hay gente en su audiencia que sabe más que los poetas acerca de lo que estos hacen. Primera constatación de la existencia de un grupo de personas con fama de sabios, que no saben de qué va realmente su propia disciplina, pero que creen saber lo que no saben: son redomados ignorantes, pero con ínfulas de poseedores de una supuesta sapiencia. Algo semejante sucede con quienes se dedican a la actividad política y adyacencias (como la retórica). Sócrates registra una importante variante cuando investiga a los artesanos: ellos tienen más conciencia de lo atingente a su oficio —aspecto en el que superan a poetas y políticos— pero erran al pretender saber lo que en realidad desconocen en punto a temas ajenos a su quehacer ordinario. Conclusión del Sócrates que averigua el sentido de lo que el dios le ha trasmitido por medio del oráculo: él no es sabio en la sabiduría de quienes ha sometido a examen ni ignorante en lo que ellos ignoran[8]. Así pues, la sabiduría de Sócrates consiste en saber que no sabe lo que no sabe.
De ser sustentable esa lectura, se echa de ver con facilidad que, según la relación ofrecida por el Sócrates de la Apología… a este respecto, lo que este saca en claro de su investigación no es tanto la comprobación de una ignorancia —una suerte de grado cero del conocimiento—, cuanto una importante sabiduría: una conciencia positiva y crítica de los límites de su saber y de la vacuidad de tantas creencias falsas y certezas infundadas, de las que el filósofo aprende a desprenderse como si se tratara del peor lastre. No estaríamos, pues, ante una docta ignorancia sino ante una genuina ‘docta sapiencia’ —si el pleonasmo no estropea esta locución irónica—. Y, en último término, esa específica sabiduría califica para la condición de sabiduría radical de Sócrates: aquella que está en la raíz de todo su proyecto filosófico y de la forma de vida por la que ha optado.
La condición ágrafa del filósofo y la filosofía
Otro rasgo característico del modo socrático de entender y ejercer la filosofía es el de la expresa renuncia a ‘escribir filosofía’ (lo que sea que signifique esto).
Nicol se fija en dicho aspecto y expone su interpretación, a partir de una pregunta a la vez elemental y obligada: “¿Por qué Sócrates no escribió sus pensamientos?”
En su interés por acometer esa interrogación, Nicol empieza por conectar la disposición ágrafa de Sócrates con el carácter aporético, no concluyente, de los “Diálogos (sic) de Platón llamados socráticos”. Según el pensador barcelonés, esa condición abierta de los referidos diálogos es consustancial con “la idea socrática de la filosofía”, en virtud de que, para el ateniense, esta se reduce a ser un método y “no un sistema de afirmaciones” y la andadura del filósofo por ese ‘camino’ zetético “no tiene un propósito meramente intelectual”. En opinión de Nicol, una opción filosófica como la encarnada por Sócrates “era método de vida” y “solo podía transmitirse mediante un retrato vivo del hombre en plena acción filosófica”.
Siempre según Nicol, pese a que el ‘estilo’ filosófico socrático esquiva todo registro textual, no puede prescindir de la necesidad de perpetuarse, justo porque no es tan solo una “revelación socrática”, ya que “presenta el fundamento vocacional de la filosofía misma”. Sin embargo, “esa filosofía de Sócrates no podía escribirse” y “quien podía y tenía que escribirla era Platón”. A criterio de Nicol, como si se tratara del “designio de una armonía establecida”, se da la feliz conjunción del “paradigma literario de toda la filosofía” —entiendo que esa es la eminencia que Nicol adjudica al Platón poeta, escritor— con el paradigma del filósofo que, “eliminando la distracción de la palabra escrita, logró de ese modo que resaltara el alcance universal de la palabra de verdad”.[9]
Estas consideraciones de Nicol sobre la actitud socrática ante la escritura son coherentes con su interpretación de la figura de Sócrates y de su relieve en la tradición, aparte de que rezuman una original fecundidad y merecen la deferencia del diálogo crítico.
No obstante, convendría matizar la afirmación nicoliana de que la filosofía socrática “no es un sistema de afirmaciones”. Lleva razón Nicol, cuando repara en que la vía filosófica socrática no se propone ofrecer un corpus doctrinal dogmático. Sin embargo, tampoco se exime de prodigar orientaciones de profundo valor teórico y, por ello, muy influyentes a lo largo de los siglos. Las ideas socrático-platónicas acerca de la llamada “teoría de las formas”, la investigación-educación con base en el procedimiento mayéutico, el alma y su condición inmortal, la justicia, la autognosis, el entusiasmo poético… son una muestra claramente parcial de ese hecho.
Por lo demás, suena inconsistente reconocer, por un lado, que la figura de Sócrates solo admite una proyección social meridianamente masiva, por medio de algún fiel “retrato vivo”, mientras por otro se afirma que el filósofo se niega a ‘escribir filosofía’ con el fin de evitar “la distracción de la palabra escrita”, a la par de que se entrega a la certidumbre de que la eficaz y agraciada pluma de Platón se encargaría de hacerlo por él.
El propio Platón se ocupó de explicar las razones por las que Sócrates recusa la ‘escritura de filosofía’ y, entre ellas, no figura esa que aduce Nicol. Tenemos, en primer lugar, el que podría denominarse ‘argumento de la palabra muda’, expuesto hacia el final del diálogo Fedro[10]. El relato platónico, a este respecto, es muy conocido. Veamos: la gran deidad egipcia, Thot, a quien Platón se refiere con el nombre de ‘Theuth’, le ofrece al rey Thamus un gran invento: las letras. En lo esencial, el panegírico de Theuth en favor de la letra, la palabra escrita, es su gran utilidad pragmática, especialmente en su faceta de ‘memoria convencional’ (en contraste con la anámnesis socrático-platónica, que vendría a ser una suerte de ‘memoria ontológica’), aunque ese beneficio también se traduciría presuntamente en mayor sapiencia.
Sócrates contesta frontalmente la seductora promoción que Theuth hace de su producto. Frente a ella, el filósofo denuncia el carácter aparente de la sabiduría prometida por el texto escrito. También tacha de ingenuos a quienes creen en las bondades del invento en referencia. Además, el adusto icono verbal que es la letra solo responde con silencio a las preguntas que se le hagan y siempre mostrará una única posibilidad representativa. A eso se le agrega que “las palabras ruedan por doquier, igual entre entendidos que como entre aquellos a quienes nos les importan en absoluto, sin saber distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no”. Para no extendernos más de la cuenta, baste con dejar sentado que la contestación socrática contra la escritura cede su lugar a la propuesta general de la única clase de discurso pertinente, en el ámbito filosófico: “…aquel que se escribe con ciencia en el alma del que aprende”. Esta argumentación basta para advertir que hay un orden de reparos de Sócrates hacia la escritura de cariz teórico que tienen un alcance absoluto. Los alicientes ilusorios de la escritura atentan contra el sentido verdadero de todas las dimensiones de praxis filosófica, razón por la que aquella merece ser condenada de raíz.
A esa censura de la palabra escrita, Sócrates añade otra que se fija en la imposibilidad de una escritura filosófica. Así pues, cabría designar esta variante con el término de ‘argumento de la palabra impotente’.
La filosofía entendida como forma de vida centrada en una praxis regular específica no colide con la actividad especulativa. Al contrario, la exige. Sócrates no es ajeno al compromiso de hacer todo lo necesario para acceder a la episteme.[11] El relieve de este asunto en el pensamiento socrático-platónico es fácil de apreciar, tras la simple constatación de la insistencia y variedad con que se aborda en diversas obras de Platón; por ejemplo: Banquete, República, Teeteto, Carta VII… Y, puesto que no es posible detenerse aquí en detalles, baste con asentar que estamos ante la idea de que la episteme, en tanto que ‘ciencia última’, se asimila a lo que en República se asume como “experiencia de la verdad”[12]. En consecuencia, la episteme-verdad no sería una simple representación adecuativa de lo real en la mente de quien conoce, sino una vivencia profunda, insoslayable: un hito en la dinámica de la conciencia, al que Platón se refiere, en su Carta VII, como una subitánea “intelección y comprensión de cada objeto con toda la intensidad de que es capaz la fuerza humana”[13].
En tanto que experiencia, la theoría, la contemplación de lo absolutamente real y verdadero —el “conocimiento del ser”— no es transmisible; es decir: tropieza con los límites infranqueables de la expresión verbal —una relativa impotencia expresiva de la palabra—. En general, ese límite se evidencia en todo discurso que pretenda dar cuenta de cualquier clase de representación, pero es mayor y más grave cuando se trata de expresar la visión de lo real absoluto —por ejemplo, el círculo en sí—. Así que, para Platón (Carta VII, otra vez), “ninguna persona sensata se arriesgará a confiar [‘en un medio tan débil como las palabras’]”, a la hora de referir sus resultados heurísticos, menos aun si piensa en él “para que quede fijado, como ocurre con los caracteres escritos”[14].
Ahora bien, la condición experiencial de la nóesis eidética —sustancia de la episteme— comporta una modificación de la interioridad de quien logra experimentarla. En Teeteto, Sócrates asegura “que hay en nuestras almas una tablilla de cera, la cual es mayor en unas personas y menor en otras, y cuya cera es más pura en unos casos y más impura en otros, de la misma manera que es más dura una veces y más blanda otras, pero que en algunos individuos tiene la consistencia adecuada”[15]. Este es el espacio en el que adquiere sentido el que cabría denominar ‘argumento de la palabra pregnante’. En contraste con la esterilidad relativa de la palabra que se fija en los libros y demás espacios físicos, esta tiene la propiedad de ser plasmada en la cerilla que refiere el símil registrado en Teeteto, como por obra de la punta del estilo al deslizarse en esa materia dispuesta a ello por su consistencia adecuada. Aspecto, este, en el que consuenan los diálogos Fedro y Teeteto. Así es como cada experiencia significativa, cada acontecimiento anímico relevante queda ‘escrita’ con un tipo de palabras imposibles de olvidar[16], lo que hace superfluos los ‘libros de filosofía’. Con este alegato, Sócrates pulveriza el núcleo compacto de la oferta del dios Theuth al rey Thamus: la tentadora —aunque, a la postre, engañosa y vana— ampliación de los alcances y potencia de la memoria humana.
Puede concluirse, a partir de los elementos aducidos en las líneas precedentes, que la recusación de Sócrates contra la escritura —en especial eso que suele darse en llamar ‘escritura de filosofía’— se cimienta (1) en el rechazo a su condición ilusoria, apariencial, (2) en la inaprehensibilidad del acontecimiento noético en que se realiza la episteme fuera del espacio anímico, subjetivo, y (3) en la existencia potencial de una palabra y discurso pregnantes, en virtud de que pueden plasmar la impronta del ser en el alma de quien logra contemplarlo.
***
Recuerdo haber escuchado al propio Eduardo Nicol la verdad de que todo sistema filosófico alberga contenidos pertinentes y verdaderos, en coexistencia con tesis controvertibles. Esto es algo que se aplica a su propia filosofía. Nadie en sus cabales y con sentido de decencia puede negar las contribuciones teóricas del pensador catalán. Dialogar con ellas, sin soslayar momentáneamente algunos aspectos objetables del universo teorético que, como demiurgo del pensamiento, construyó con criterio propio y autonomía especulativa, es el modo de homenaje al que responde esta composición.
Bibliografía
- Nicol, E. (1989). La idea del hombre. FCE.
- Platón. (1992). Carta VII, en J. Zaragoza y Pilar Gómez (trad., int. y not.), Diálogos VII. Gredos.
- Platón. (1986). Fedro, en E. Lledó (trad., int. y not.), Diálogos III. Gredos.
- Platón. (1986). República, en C. Eggers (trad., int. y not.), Diálogos IV.
- Platón. (1988). Teeteto, en A. Vallejo (trad., int. y not.), Diálogos V.
Notas
[1] Eduardo Nicol, La idea de hombre, ed., cit., pp. 393-394.
[2] Ibid., p. 383.
[3] Platón, República, 487c-d
[4] Ibid., 496b-e
[5] Eduardo Nicol, op., cit., p. 389.
[6] Ibid., p. 390.
[7] Platón, Apología, Cf., 20e-21a
[8] Cf., passim, ibid., 21b-22e
[9] Ibid., passim, pp. 388-399.
[10] Platón, Fedro, 274c-278b
[11] Esta consideración difiere de la tesis nicoliana en el sentido de que, aun cuando la orientación filosófica socrática asume al hombre “como ser filosófico”, ello “no significa que esté llamado a ser hombre de ciencia”; es decir: a procurar con denuedo generar theoría, contemplar lo absolutamente verdadero (Cf. Ibid., 384).
[12] Platón, República, 584e
[13] Platón, Carta VII, 344b-c
[14] Ibid., 342e-343a
[15] Platón, Teeteto, 191c-d
[16] Platón, Fedro, 344e