Resumen
El presente texto orbita alrededor de los proyectos éticos de Nietzsche y Spinoza, tomando como eje el desmontaje de las nociones monolíticas de Bien y Mal (pretendidamente universales y trascendentes), en beneficio de lo «bueno» y de lo «malo» (es decir, de un actuar que desprende su «legalidad» intrínseca de las propias reglas de composición, que decantan del encuentro de nuestra singularidad —de nuestra parte intensiva— con aquello que de ella resuena en el mundo—con sus partes extensivas— en un mismo plano de inmanencia). Se trata de un tránsito de la moral cristiana a una ética del deseo, donde la pregunta sería ya no cómo ser moralmente bueno, sino ¿cómo componer, con el mundo, las potencias que me atraviesan? ¿Cómo suscitar y organizar mis encuentros propicios?.
Palabras clave: deseo, ética, singularidad, Nietzsche, Spinoza, Deleuze.
Abstract
The present text dwells upon the ethical projects of Nietzsche and Spinoza, taking as an axis the breaking down of such monolithic conceits of Good and Evil (assumedly universal and transcendent) in service of the “good” and the “bad” (in a proceeding that derives its intrinsic “legality” from the very own rules of its constitution that arise from coming upon our singularity—our intensive aspect—with what reverberates of it in the world—its extensive parts—on a shared plane of immanence). It is about a trek from Christian morality toward an ethics of desire, where the question to ask would be not how to be morally good, but rather how to make up—along with the world—the drives that rend us through?How to bring forth and manage propitious encounters for ourselves?
Keywords: desire, ethics, singularity, Nietzsche, Spinoza, Deleuze.
I
Quizá sea posible afirmar que todo pensador moderno lo es en la medida en que ejerce su pensar en confrontación con la herencia judeocristiana que le precede: con sus códigos y valores, con sus interpretaciones y experiencias de mundo. En esa medida, la modernidad como constelación epocal se da como una gradual disolución de los bloques de sentido cristianos y como una reformulación (cuando no una transgresión) de sus verdades cerradas y monolíticas. Inscrito en esas coordenadas es que podemos situar con alguna lucidez lo que con Nietzsche llegó a la palabra en el siglo XIX: la sentencia de la muerte de Dios. Pues ella no era algo así como la declaración de una inclinación subjetiva, ni tampoco la confesión de un ateísmo simplón adolescente (como en ocasiones muy pobremente se ha leído), sino un muy agudo diagnóstico de que la verdad cristiana (al menos aquella del cristianismo «oficial»-eclesiástico-exotérico) había caducado: que había quedado exánime en su pretensión de dotar a la vida de sentido y dirección; que su decir ya no tocaba las necesidades espirituales del hombre y de su tiempo. Nietzsche, entre otras cosas, supo ver que todo el proyecto moralista cristiano era no solamente deshonesto y lleno de motivaciones perversas, sino sobre todo que era una frontal negación de la vida y de sus instintos sagrados, una apología de la tristeza, de la culpa y del resentimiento: un imperdonable enquistamiento del flujo vital, una voluntad de nada. Así, los rótulos de Bien y Mal—esas categorías morales pretendidamente universales, dadas de una vez y para siempre, para todos los casos—lejos de ser rutas hacia la propia liberación y hacia la propia plenitud, y lejos de ser realmente vías hacia una vida verdaderamente viva, se revelaron como elementos de un dispositivo de esclavitud y de muerte. De modo que poner el pensamiento al servicio de la vida —construyendo una ontología toda, en el caso de Spinoza—, de una vida cuyos criterios de despliegue estén más allá del Bien y del Mal con mayúsculas (es decir, de una moralidad cuyo código se pretende universal, cifrado en la idea perversa de que puede haber «valores» trascendentes), se volvió una cuestión cuya urgencia no era meramente especulativa: no se trataba de acrobacias de una gimnasia intelectual estéril, sino que se reveló como una cuestión de urgencia práctica y vital: ética y ontología, en el fondo, no pueden disociarse sin ingenuidad.
Y es dentro de este horizonte donde ontología y ética se funden, y donde se constata que, en última instancia, si pensamos la vida es para vivirla más plenamente, que podemos introducir el proyecto ético de Spinoza (aunque, más que de un Spinoza “en sí”, se trata de un Spinoza leído con potencia por Gilles Deleuze), quien también dinamita las nociones monolíticas de Bien y Mal—en beneficio de lo «bueno» y de lo «malo»: esto no es sino el paso hacia una ética que es una tipología de los modos inmanentes de existencia, reemplazando a la Moral de los ilusorios valores trascendentes. Esto, que en Nietzsche está pensado ampliamente, lo está, sin embargo, en otro registro y mediante otros medios; en Spinoza lo que tenemos es un despliegue quizá más articulado, por momentos más sistemático y coherente (aunque no más ni menos poético). Aquello que en Nietzsche se encuentra mediante aforismos y sentencias que viajan a una velocidad casi absoluta y cuya belleza es aquella de la ráfaga intensa y electrizante, en Spinoza es encontrado más bien mediante un proceso de destilación, con la serenidad del río y la impasibilidad soberana del mar (y esto, sin embargo, no es signo de menor ni de mayor vitalidad). Ambas son, pues, rutas hacia el mismo sitio, y rutas además complementarias. Leer a Nietzsche es un mirar de golpe; acudir a Spinoza es demorarse y preparar el encuentro. Y sin embargo, ambos son pensadores cuya directriz es la Vida y sus instintos más profundos: la suya es una reivindicación del deseo y del amor, de la alegría y de la libertad. De modo que, teniendo como telón de fondo (y a veces como destino anunciado) lo pensado por Nietzsche, el presente texto se propondrá habitar en el universo de un Spinoza deleuziano, como un ejercicio de construcción demorada de las telarañas que ha de tejer aquel que quiere encontrar lo propio y llegar a ser quien es: se trata de una apuesta por buscar libertad y afirmación ahí donde nos ofrecen esclavitud y enquistamiento.
II
Que Spinoza pueda dinamitar las nociones monolíticas y onerosas de Bien y Mal es algo que responde a la construcción de su ontología toda: sus maneras de comprender el ser del ser humano, el ser de lo divino, el ser de la naturaleza y, en fin, el ontos todo, pasan por una negación de toda dimensión trascendente (entendido en el sentido bastardo de la metafísica occidental y del cristianismo eclesiástico) y el «aplanamiento» de todo cuanto existe en un mismo plano de inmanencia. Allí donde la metafísica cristiana había dotado de un estatuto ontológico privilegiado y superior al ser humano, por ejemplo, Spinoza indica que, en tanto modo existente, su estatuto no es menor ni mayor que el de cualquier animal, planta o bacteria; en última instancia todo cuanto existe es o bien un atributo o bien un modo, todos referentes a la misma sustancia, expresándola con mismo derecho. Esto, entonces, implica un mismo estatuto ontológico para los atributos de extensión y de pensamiento, siendo dos maneras de expresar la esencia de Dios y de desplegarla, no habiendo una consideración de la materia como indigna de la naturaleza divina, ni una valoración el cuerpo como prisión y accidente del alma. La extensión es uno de los infinitos atributos de Dios, todos los cuales se engloban en la univocidad del ser y en la expresión de la única sustancia[1]. Del mismo modo, lo divino no se comprende como dotado de voluntad y consciencia (ni siquiera como voluntad y consciencia superlativas), como el dios-juez cristiano, que aplaude y castiga, sino como una substancia infinita que consta de infinitos atributos, y que no podría ser agotado en aquellos que le ha sido dado al ser humano conocer[2]. Lo divino es el plano de inmanencia que acoge sobre sí todos los demás planos: todas las relaciones de composición y descomposición que ponen en circulación los encuentros de los modos existentes. Dios es una substancia que, pensada desde sí misma, es irreflexiva[3]. De modo que bajo esta consideración no puede haber algo así como un Dios moral que premie o castigue, ni que dé tablas de ley. Pensar lo divino de este modo es estar atrapado en ideas confusas e incurrir en atribuciones supersticiosas, según lo pensado por Spinoza. Si la famosa fórmula spinoziana Deus sive Natura tiene algún sentido, es precisamente por lo anterior: poder pensar que Dios y la Naturaleza son términos intercambiables responde a la constatación de que la sustancia divina, expresada en sus diversos modos, es «inocente» en el sentido de que su legalidad y su despliegue tiene nulo cuidado por los juicios morales humanos, estando más allá de ellos. Dotar de reflexión y autoconsciencia a la sustancia divina no hace, sino desnudar el hecho de que la conciencia es por naturaleza (al menos, pues, a priori) conciencia de ideas inadecuadas, de ideas mutiladas y truncadas: del hecho de que solo recogemos efectos divorciados de sus causas, de que ignoramos el orden legal de la Naturaleza[4].
Considerado todo lo anterior, que ha sido mencionado de manera somera y solo por mor de la exposición que aquí nos ocupa, es que podemos constatar, ya con más elementos, por qué puede disolverse la ilusión de los valores trascendentes: no solo porque sea supersticioso pensar que haya algo así como un Dios que, dotado de voluntad y consciencia, viene y da las tablas de la ley mediante las cuales comportarnos de una vez y para siempre, sino que, por el propio carácter de aplanamiento de los modos en un mismo plano de inmanencia, todo cuanto hay es encuentro entre existentes mediante reglas de composición y descomposición: a ello responde la distinción entre «bueno» y «malo». Del mismo modo que dos partículas de hidrógeno se componen directa y correctamente con una de oxígeno—creando así un cuerpo más grande que los incluye y que nosotros llamamos «agua»— toda la cuestión ética en el ser humano se limita a la misma fórmula: se dirá que es «bueno» un cuerpo cuya estructura se compone correctamente con nuestra naturaleza, tejiendo así una relación mayor entre los dos—podemos pensar esto desde un alimento que al comerlo nos nutre y sacia, hasta el encuentro con una idea que resuena con nosotros, pasando también por cualquier relación humana, ética o política: la noción se mantiene—; y se dirá que es «malo» aquel cuerpo cuya estructura no se compone correctamente con la nuestra e incluso destruye nuestros componentes o violenta nuestra regla de composición, nuestra esencia o naturaleza—en este sentido, todo mal se reduce a lo malo, y todo lo malo responde al modelo del veneno, indigestión o intoxicación—[5].
De modo que cuando hablamos de lo bueno y de lo malo lo que estamos refiriendo son los dos sentidos en que varía la potencia de acción (cuando un cuerpo externo se compone con el mío mi potencia aumenta, y cuando el cuerpo externo descompone mi relación o violenta su naturaleza la potencia disminuye); la disminución, que se constatará en la tristeza, es mala; su aumento, que se constatará en la alegría, es buena[6]. Para la tradición judeocristiana esta sería no menos que una grave herejía que sería tildada de vulgar utilitarismo o pragmatismo. Pero es así: aquí lo bueno es lo que es útil y beneficioso para mis moléculas o para mis reglas de composición, no hay más. No hace falta una «revelación» divina (en el sentido simplista) que desde un orden trascendente venga a decidir por mí y por los demás aquello que me conviene: eso es algo que se descubre en el propio vivir y en los propios encuentros, y que saca su propia legalidad de ellos, de su orden intrínseco. No hay dimensión suplementaria ni valores universales y omniabarcantes. Lo que hay es la legalidad del propio Deseo que construye su propio plano de inmanencia mediante la experimentación y el descubrimiento de las reglas de composición de nuestra naturaleza más profunda y de la Naturaleza en general. Allí se justifica el conocimiento en Spinoza: no como un ejercicio meramente especulativo, sino como un esfuerzo en acrecentar la propia potencia, como un esfuerzo en devenir-libres (pues la libertad, tanto en uno como en otro, nunca es lo dado, sino que siempre es lo que tiene que conquistarse. No se es libre, se deviene-libre. Y todo devenir, es decir, todo aquello que sea efectivamente una línea de fuga en la dirección de nosotros mismos, es un devenir de la libertad, sin importar el rostro mediante el cual se exprese; todo devenir es un devenir-libre). La Ética de Spinoza nada tiene que ver con una moral; Spinoza la concibe, más bien, como una suerte de etología[7], como una composición de velocidades y lentitudes, de poderes de afectar y ser afectado, de relaciones de combinabilidad y discombinabilidad. La pregunta en Spinoza no sería cómo ser moralmente bueno, o qué es aquello que nos garantiza la «pureza de alma» (si es que algo tal existe) sino más bien: ¿en qué orden y cómo componer las potencias, velocidades y lentitudes que me atraviesan? ¿Cómo suscitar y organizar mis encuentros propicios?
Volvamos, pues, a las nociones de bueno y malo. Considerando lo dicho hasta aquí, «bueno» y «malo» tienen un primer sentido objetivo, aunque relativo y parcial (pero si lo pensamos bien ahí está no solo su franqueza sino su belleza): lo que conviene a nuestra naturaleza, y lo que no le conviene. Y, por consecuencia, bueno y malo tienen un segundo sentido, subjetivo y modal, que califica dos tipos, dos modos de existencia del hombre: se llamará bueno (o libre o fuerte) a quien, en lo que esté en su mano, se esfuerce en organizar los encuentros, unirse a lo que conviene a su naturaleza, componer su relación con relaciones combinables y, de este modo, aumentar su potencia[8]. «Pues la bondad es cosa del dinamismo, de la potencia y composición de potencias.»[9] Y se llamará malo (o esclavo o débil), a quien se lance a la ruleta de los encuentros conformándose con sufrir los efectos, sin que los embates de los encuentros discombinables o desfavorables para su naturaleza le hayan puesto en estado de fuga. Y sin embargo, el primer caso (el de aquel ser humano que ha decidido dejar de engañarse a sí mismo y se ha dispuesto a buscar su libertad y su alegría)—y esto se mantiene pensado desde Nietzsche[10] o desde Spinoza— es más bien un caso raro. Lejos de ello, tanto Nietzsche como Spinoza verán que la gran mayoría de los hombres odian la vida, que se avergüenzan de ella, que la traicionan y le ponen cercos; la mayoría de los hombres mutilan la vida y se conforman con groseros simulacros, e incluso se enorgullecen de ellos; la mayoría de los hombres son incapaces, no ya de conquistar, sino de soportar la libertad, y no se atreven a vérselas con la vida plenamente viva. La mayoría de los hombres, pues, son esclavos; y esto nada tiene que ver con una categoría política, ni con algo así como un estatus social, sino con un estado del alma, con un modo de subjetivación: con un modo de habitar el mundo y de abrirse a él y en él.
III
Quizá Nietzsche y Spinoza devuelvan a la filosofía la dignidad que en su primer comienzo tuvo. Pues el pensar de ambos no conoce aún la escisión, tan corriente hoy, entre conocimientos, afectos y modo de vida. Para ellos, el sabio no equivale al erudito, ni el pensamiento se da dentro de una torre de marfil clausurada. Lo que está en juego, y que podría parecer poco filosófico para los despistados, no es otra cosa que la alegría y la libertad.
Si bien Spinoza construye un sistema que da la impresión de ser frío y aséptico por su orden geométrico, y si bien en una primera lectura la Ética parece ser un texto dedicado para mentes privilegiadas y un tanto ociosas, lo que Spinoza piensa (eso sí, con profunda complejidad y elocuencia) es en realidad aquello que ocupa a toda existencia humana, al filósofo y al no-filósofo: ¿cómo vivir una buena buena, plena, viva? ¿Cómo desplegar y desarrollar el propio Deseo, aquel que nos hace señas hacia la propia libertad y completud? Incluso los pantanos de mayor densidad especulativa y conceptual de la Ética orbitan en estas preguntas de orden absolutamente vital. Si pensamos, por ejemplo, en los géneros de conocimiento (sobre todo en el segundo y en el tercero) y en la cuestión de las nociones comunes (que son, es cierto, verdades matemáticas y geométricas) observamos que en última instancia no son sino ideas prácticas relacionadas con nuestra potencia. Retomando la idea de conveniencia y combinabilidad, entendemos que si formamos nociones comunes es porque hemos capturado un efecto de alegría a través del cual hemos sido afectados, y ello nos ha llevado a formar la noción común de los dos cuerpos (del propio y del externo que ha causado la afección), hemos sido llevados a concebir su unidad de composición: y así hemos creado y descubierto una idea adecuada, pues toda noción común implica el paso del primer género de conocimiento, que solo se guía por signos (y que no pasa de las ideas confusas), al segundo, que observa ya relaciones de composición. Es un aumento en el saber que no está desligado de un aumento en el poder y en el desear, y que se constata en un modo de vivir.
El orden de formación de las nociones comunes concierne a los afectos, muestra cómo el espíritu puede ordenar sus afectos y encadenarlos entre sí[11]. La producción y descubrimiento de nociones comunes— que es el modo de edificar, en el universo de Spinoza, cualquier clase de conocimiento—no es solo una cuestión de orden epistemológico, sino ético: concierne a la organización de los buenos encuentros, a las relaciones compartidas, a la formación de potencias, a la experimentación que toda vida es. De modo que, como se hace patente por sí mismo, ni siquiera la indagación del orden legal de la Naturaleza entera está desligada de una dimensión muy concreta y vital.
Y si seguimos con el proceso de destilación a que nos invita Spinoza, podemos incluir, sin ser demasiados forzados, una dimensión de orden místico a las dimensiones epistémicas, éticas y ontológicas hasta aquí revisadas (y que ya se empiezan a tornar indistinguibles las unas de las otras: estamos una región anterior, más originaria, donde los saberes se danzan entre sí, donde la separación no es aún rígida). Pues una vez que se parte de las nociones comunes se llega al conocimiento de las esencias (tercer género de conocimiento) que implica necesariamente el camino a la idea de Dios, que no es sino la fuente de todas las relaciones que se componen (Spinoza dice en la Parte V que conocerse a sí mismo clara y distintamente, y conocer los propios afectos, es conocer y amar a Dios [12]). Es la idea de Dios la que nos traslada del segundo al tercer género de conocimiento, porque tiene una cara vuelta hacia las nociones comunes y una cara vuelta hacia las esencias[13]. Y es aquí donde vemos que Spinoza, el místico “ateo”, es un hombre con una honda experiencia de lo sagrado. Pero no desde la ortodoxia doctrinal, demasiado pequeña, pobre y perversa, sino desde la constatación de que ser fieles a la Ley Divina (aunque sería discutible si tal noción podría mantenerse en el pensamiento de Spinoza) no sería seguir leyes morales impuestas desde fuera, ni acudir a la congregación parroquial dominical, sino que para ser fieles a la potencia divina que nos habita lo que hemos de hacer es vivir nuestra vida por completo, que para devenir-divinos hemos de devenir-libres, devenir-alegres y devenir-sabios: se trata, en Spinoza, de ser fieles a la propia potencia, de apropiárnosla, de desarrollar el espacio propicio para que se exprese mediante encuentros exteriores afortunados: esto es formar parte, de manera señalada y no mediante simulacros, de la potestad divina.
Camino de Dios que es un camino del conocimiento, del Deseo y de los afectos alegres y afirmativos (Spinoza dice, en la Parte quinta, que no puede haber tristeza alguna acompañada de la idea de Dios[14], lo cual nos hace ver que la casta sacerdotal, por ejemplo, no solo no es la poseedora del acceso a la experiencia de lo divino, sino que en realidad es su negación, su mutilación, su caricatura. No hay que ser ateos ingenuamente, ni creer que ser «creyente» o profesar una fe implica abrazar los códigos de aquellos que capitalizaron el poder eclesiástico con fines perversos; la Iglesia, tal y como la conocemos, no es un lugar de Dios, sino lo contrario: allí no hay vida, sino muerte, y Dios y la vida son una cosa y la misma, aquello que brota en el corazón de lo que existe; Spinoza, como Nietzsche, devuelven también a la experiencia de lo numinoso la dignidad que verdaderamente le corresponde, y fueron ambos, como pocos, los seguidores de la potencia divina que habitó en el fondo de su corazón). Según Spinoza, la esencia de todos los modos existentes pertenece a la potencia infinita de Dios, y la expresa; la esencia eterna y singular es nuestra propia parte intensiva que se expresa en una relación en cuanto verdad eterna, y la existencia es el conjunto de las partes extensivas que nos son propias conforme a esta relación en el tiempo[15]. Si durante nuestra existencia hemos sabido componer estas partes aumentando nuestro poder de acción, experimentaremos por este mismo hecho una gran cantidad correspondiente de afecciones que solo dependen de nosotros mismos, es decir, de nuestra parte intensa: de esa fracción de la potencia divina. De modo que el hombre bueno, y fuerte, y libre, aquel que existe tan plena e intensamente que ha conquistado en vida y en el tiempo la eternidad (esto es, que ha conquistado la esencia eterna y singular que le habita): este es al mismo tiempo un hombre «divino». El conocimiento de Dios, desde aquí, implica alcanzar la conciencia sí, del mundo y de las demás cosas, interior y eternamente, esencialmente (tercer género de conocimiento: intuición)[16], y nada tiene que ver con una existencia moralina, resentida y venenosa, como la del sacerdote.
Llegar a ser quien se es, apropiarnos de la propia potencia, componer el propio plano de inmanencia del Deseo, devenir-libres y devenir-alegres, vivir más allá del Bien y del Mal, singularizarnos y, sin embargo, disolvernos en la pura sustancia creativa que nos habita: esto es el quid de toda la Ética de Spinoza. Y es por eso que Spinoza titula como “Ética” algo que bien pudo haber titulado “Ontología”: se trata de una cuestión eminentemente práctica y vital, de un modo de vida y de una sensibilidad que, apuesta por afectos activos y afirmativos, alegres y nobles, donde todo pensar y toda filosofía son una cuestión en última instancia propedéutica y preliminar. Se trata de mantenernos a la «escucha» (decimos metafóricamente) de nuestra esencia singular y eterna, que, expresándose al principio mediante signos y equívocos, logra después unirse a las moléculas que le son convenientes, que embonan con su relación característica, que mediante un esfuerzo vital e intelectual lucha por unirse a las afecciones que efectúan con mayor intensidad su potencia, construyendo, así, nuestro propio jardín divino: el propio plano de inmanencia del Deseo, deviniendo-uno con el impulso creador que nos crea incesantemente. Esto es el grado de existencia y de conocimiento más alto, que Spinoza llamó beatitud, y donde la oposición entre interioridad y exterioridad no existe más, pues nuestra verdad, al propio tiempo absolutamente singular, es también la de Dios y la del mundo.
Bibliografía
- Deleuze, Gilles, Spinoza: filosofía práctica, trad. Antonio Escohotado, Tusquets, Barcelona, 2019.
- Nietzsche, Friedrich, Schopenhauer como educador, trad. Jacobo Muñoz, Biblioteca Nueva, Madrid, 2019.
- Spinoza, Baruch, Ética demostrada según el orden geométrico, trad. Vidal Peña, Alianza, Madrid, 2018.
Notas
- Cf. Eth, I, prop. 15, esc. 1. ↑
- Cf. Eth, I, def. VI. ↑
- Esto no excluye el hecho, que Spinoza no ignora, de que al darse en el ser humano el modo reflexivo y autoconsciente, se sostiene de algún modo que Dios tenga reflexión y autoconsciencia, pero esto no ocurre de modo inmediato, sino tras muchas mediaciones; es decir, la sustancia, pensada desde sí misma, como natura naturante y no como natura naturata, no es reflexiva ni autoconsciente, sino inconsciente e «inocente». ↑
- Cf. Gilles Deleuze, Spinoza: filosofía práctica, ed. cit., pp. 72-73. ↑
- Ibidem., p. 68 ↑
- Cf. Eth, IV, prop. XXXIX, prop. XLI. ↑
- Gilles Deleuze, op. cit., p. 154. ↑
- Ibidem., p. 33. ↑
- Idem. ↑
- Nietzsche escribe en su Tercera consideración intempestiva (Schopenhauer como educador, trad. Jacobo Muñoz, Biblioteca Nueva, 2009, p. 26) lo siguiente: «El hombre que no quiere pertenecer a la masa, sólo necesita dejar de comportarse cómodamente consigo mismo y obedecer a su conciencia, que le grita: “Sé tú mismo. Cuanto ahora haces, opinas y deseas nada tiene que ver contigo.” Toda alma joven escucha esta llamada día y noche y tiembla, porque piensa en su verdadera liberación, una dicha que jamás alcanzará mientras permanezca encadenada a las opiniones y al temor. ¡Y cuán desesperada y carente de sentido puede llegar a ser la vida sin esta liberación!» Aunque de un modo distinto, la lectura de Spinoza que me atraviesa—y de la que pensadores como Gilles Deleuze hacen eco—, se inscribe radicalmente bajo las mismas coordenadas: toda la Ética es un texto que pugna por la libertad, por el sentido, por las propias líneas de fuga y por la escucha al designio de la singularidad más propia. De ahí que tenga sentido pensar en una tipología de los modos inmanentes de existencia, y de que no pueda haber ninguna norma universal y totalizante en lo que toca al descubrimiento de lo bueno y de lo malo: aquello que es bueno para mí muy probablemente lo sea nada más que para mí y para mi naturaleza profunda y su regla de composición. Uno y el mismo elemento puede ser nocivo para un individuo y beneficioso para el otro. Lo bueno y lo malo no están dados de antemano: se descubren mediante la experimentación. Incluso la apuesta por disolver las nociones monolíticas de Bien y Mal, propia tanto de Spinoza como de Nietzsche, van precisamente en el sentido de la constatación que valores universales y omniabarcantes sólo podrían funcionar para una masa sometida e indiferenciada, que se somete por temor, y donde el individuo no ha tenido el valor de vérselas consigo mismo. Lo que aquí está en juego, pues, no es otra cosa que la propia liberación, que la propia singularidad más genuina y que la propia plenitud: una vida con sentido, viva. ↑
- Gilles Deleuze, op. cit., p. 145. ↑
- Cf. Eth, V, prop. XIV, prop. XV. ↑
- Gilles Deleuze, op cit., p. 144. ↑
- Cf. Eth, V, prop. XVIII. ↑
- Gilles Deleuze, op. cit., p. 53 ↑
- Ibidem., p. 56 ↑