Deleuze lector de Masoch: de la sintomatología a la ética*
Homero Santiago**
En el presente artículo abordamos el desplazamiento que realiza Gilles Deleuze de una concepción sintomatológica del cuerpo a un ética de la intensivo, que se costituye como fundamento de una cultura en la que la formación es con concebida como incremento de la propia potencia. Se revisa la crítica deleuziana al psicoanálisis, así como la recuperación de la noción fundamental de Cuerpo sin Órganos.
Sacher-Masoch es uno de los principales personajes dentro de la constelación de nombres –filósofos, artistas, científicos– que Deleuze moviliza y reúne a lo largo de su obra. Ya sea por el número de textos que el filósofo le dedica, o por las cuestiones de primer orden que se abren a partir del universo masoquista (o masoquiano, pues, como se verá, el término no se encuentra exento de implicaciones), el lugar del novelista es siempre considerable. Entre 1961 y 1989, tres estudios (dos artículos y un libro) serán íntegramente dedicados al análisis de su obra; además, el nombre de Masoch o la noción de masoquismo comparece en momentos decisivos de la obra deleuziana y adquiere un importante uso conceptual en textos como Mil mesetas o en la célebre carta a Foucault, de 1977, publicada bajo el título de “Deseo y placer”. Hasta tal punto la relación de Deleuze con la obra de Masoch es duradera, estrecha y rica, que, por momentos, el lector se encuentra tentado por la pregunta: ¿Deleuze masoquista? Es el propio filósofo que, en la mencionada carta a Foucault –autor que, como se sabe, atribuía una gran importancia a Sade–, bromea y aclara las cosas: sería tentador hablar de un Foucault sádico y de un Deleuze masoquista, pero “no es verdad”; y, de manera incisiva y sin margen para bromas, agrega: “lo que me interesa en Masoch no son los dolores, sino la idea de que el placer comparece interrumpiendo la positividad del deseo y la constitución de su campo de inmanencia” (Deleuze, 1994).
Estas palabras, de 1977, resumen a la perfección la preeminencia del lugar que Masoch ocupa en la filosofía de Deleuze y de la operación que le está reservada: nada menos que la de servir de arma disociativa, de instrumento distintivo de dos ideas (placer y deseo) que no deben confundirse, so pena de no comprender bien ninguna de las dos. Con todo, es necesario advertir que tales explicaciones no dicen todo. El intento, por más preciso y coherente que sea, no deja de ser el corolario tardío de un recorrido, de una manera de frecuentar la obra de Masoch cuyos primeros pasos, en el inicio de la década del ‘60, fueron bien diferentes. Sucede que la lectura de Masoch por Deleuze, exactamente por ser una de las piezas capitales para la constitución de la filosofía deleuziana, varía con el tiempo, al menos en lo que se refiere a sus énfasis, sus razones, sus fines. Así, a pesar de encontrar desde los primeros textos un marcado esfuerzo por llevar a cabo una disociación, los términos a ser disociados entonces, las dos perversiones que se combinan en la entidad psiquiátrico-psicoanalítica llamada “sadomasoquismo” –y que Deleuze clasifica sin rodeos de “injusta unidad dialéctica”, “monstruo semiológico” (Deleuze, 2001)–, no son los mismos. En una entrevista concedida en la secuencia inmediata de la publicación de la Presentación de Sacher-Masoch,
Para mí, ¡se trata de disociar su pseudo-unidad! Existen valores propios a Masoch, aunque sólo en el nivel de la técnica literaria. Existen procesos específicamente masoquistas, independientes de cualquier inversión o transposición del sadismo. No imite, Ahora bien, curiosamente, se coloca como evidente la unidad sadomasoquista, mientras que, desde mi punto de vista, se trata de mecanismos estéticos y patológicos completamente diferentes. Ni siquiera Freud inventa esto: él volcó todo su genio en la invención de los pasajes de transformación de uno en otro, pero sin poner en cuestión la propia unidad. (Deleuze 2002b: 182-183).
Así puestas las cosas, nos parece interesante, antes de abordar los textos deleuzianos sobre Masoch, repasar brevemente la historia de esta noción psiquiátrico-psicoanalítica que, a los ojos del filósofo, de tan mal construida se aproxima a una aberración.
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En 1886, el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing publica su Psychopatia sexualis y, entre otras novedades, acuña el término “masoquismo”, definiéndolo como la “dirección del instinto sexual para el círculo de la representación de sumisión a otra persona, y malos tratos infligidos por la otra persona” (apud Quignard, 1969: 11). Esto cuando Masoch aun estaba vivo. Como nos recuerda Deleuze, Masoch no era un autor maldito sino, por el contrario, bastante respetado, que incluso se disgusta al ver su nombre asociado a una perversión (Deleuze, 1961; Deleuze, 2001: 12). Con todo, Krafft-Ebring, más allá de acuñar el nombre y definirlo, da un paso crucial en la caracterización de la perversión al incluirla en un par dialéctico preciso: “el masoquismo es lo contrario del sadismo” (apud Quignard, 1969: 11). Este tenor de oposición, esta polarización tan incisivamente enunciado, acabará por imponerse incluso antes de Freud, quien, como Deleuze insiste en alertar, no fue el primero en pensar una entidad sadomasoquista para señalar “el hecho de haber una extraña relación entre el placer en hacer mal y el de padecerlo” (Deleuze, 2001: 41). Es innegable, de todos modos, que fue con el maestro del psicoanálisis que la fórmula “sadomasoquismo” ganó notoriedad, desde que fuera presentada en 1905 en los Tres ensayos sobre la teoría de la sexualidad, como una única perversión que congrega una vertiente activa y otra pasiva. Estas pueden, en el interior de un mismo individuo, asumir proporciones variables. Como afirma Freud en palabras citadas por Deleuze:
El que siente placer en producir dolor a otro en una relación sexual es capaz también de gozar como placer del do- lor que deriva de unas relaciones sexuales. Un sádico es siempre también al mismo tiempo un masoquista, aunque uno de los dos aspectos de la perversión, el pa- sivo o el activo, puede haberse desarrollado en él con más fuerza y constituir su práctica sexual prevaleciente (Freud en Delueze, 2001: 46-47).
Será a partir de entonces, observan Laplanche y Pontalis que, con el desarrollo de la obra freudiana y del psicoanálisis, dos direcciones tenderán a imponerse: una según la cual habría una correlación tan íntima entre masoquismo y sadismo que bastaría para impedir el análisis de cualquiera de los polos aisladamente; otra, en la que la entidad “sadomasoquismo” desborda el campo estricto de las perversiones, tornándose elemento constitutivo de la vida sexual en general. Fue así, dotada de una extrema cohesión y de un amplio rayo de aplicación, que la noción pudo poco a poco superar los límites del psicoanálisis, sirviendo tanto al análisis sociológico como al uso vulgar, al punto de proveer el término para las bromas sobre este tópico (aqui será mesmo necessário um acréscimo? e se se cortasse o artigo “las”? não ficaria iplícita que se trata de piadas, bromas sobr eisso, algumas bromas?) (Delueze, 2001: 41).
Pues bien, es exactamente esta entidad sadomasoquista la que Deleuze tiene en vista en la década del ’60. Sus textos presentan entonces el objetivo primordial de desmontar la pretendida unidad entre sadismo y masoquismo, en la medida en que ésta no es útil (no permite comprender ni Sade ni Masoch) y es incluso disparatada (no existe ninguna posibilidad de encuentro entre sadismo y masoquismo). La empresa de disociación moviliza entonces todos los esfuerzos y para efectuarla Deleuze se sirve de manera privilegiada del análisis de una característica del masoquismo que restará, según él erróneamente, olvidada: el contrato, elemento que en las obras de Masoch siempre condiciona la relación entre el hombre y la mujer dominante. De hecho, al hablar de su libro sobre Masoch casi veinte años después de su publicación, el autor insiste en subrayar que la obra buscaba corregir un error y crear un concepto: el error era, justamente, el menosprecio del contrato; y el nuevo concepto, la disociación de sadismo y masoquismo.
Ahora bien, el lector puede preguntarse: ¿al final de cuentas, por qué sería tan importante disociar sadismo de masoquismo? ¿Por qué tanto empeño sólo para demostrar que una categoría psiquiátrico-psicoanalítica se encuentra mal fundada? Aquí la evaluación debe ser abarcadora y no nos debemos engañar sobre la relevancia de la tarea, incontestable desde que sea identificado el terreno en que se darán los sucesivos pasos de la elaboración teórica deleuziana. Las mencionadas explicaciones de la carta a Foucault sobre placer y deseo ya nos dieron algunas indicaciones importantes al sugerir que la disociación de sadismo y masoquismo se desdoblará en la disociación de placer y deseo, evitando toda confusión y abriendo la posibilidad de pensar este último como proceso positivo de constitución de un campo de inmanencia. Ocurre que ese modo de presentar las cosas, cuya importancia no parecerá menor a ningún lector de Deleuze, es tardío y se subordina a un proyecto mayor, delineado tempranamente, y que anima toda la lectura deleuziana de Masoch: el propósito de reunir, de manera sistemática, crítica y clínica. Por eso, después de repasar brevemente los tres textos dedicados a Masoch, retornaremos a esta cuestión, buscando identificar cómo la diversidad existente entre los textos mencionados, o sea, las diferentes posiciones asumidas por “Deleuze lector de Masoch”, se deben a una diversa perspectiva acerca de las relaciones entre crítica y clínica.
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Si en filosofía declara haber preferido inclinarse por pensadores que estaban fuera del canon (cf. Deleuze, Parnet, 1998: 22-23), al abocarse a Masoch, Deleuze no está haciendo ciertamente otra cosa: una vez más, elige un objeto de lo más inusitado. En la primera mitad de la década del ‘60 se vivía, desde hacía ya un tiempo, una moda sadiana. El primer artículo de Deleuze es escrito ad-hoc por pedido de su amigo Kostas Axelos, quien, al organizar un número especial de la revista Arguments sobre “el amor problema” se encuentra con el inconveniente de disponer de un gran número de contribuciones sobre Sade y ninguna sobre Masoch (Dosse, 2009: 149-150). De ese modo aparece, en 1961, el ensayo “De Sacher-Masoch al masoquismo”, dedicado principalmente al análisis del contrato masoquista. Si consideramos el recorrido deleuziano, al menos en lo que se refiere a sus publicaciones, ese trabajo marca dos grandes novedades. Por primera vez el filósofo se lanza al debate con el psicoanálisis, tomando como interlocutor privilegiado al austríaco Theodor Reik, que, según Deleuze, habría escrito uno de los mejores estudios sobre masoquismo y dado un paso crucial al descubrir –a pesar de no dar atención a la cuestión del contrato y de no llegar a las últimas consecuencias– que el deseo masoquista no es exactamente el de ser castigado, siendo el castigo algo que surge apenas a título de condición previa y no de fin: “el masoquista es aquel que sólo puede experimentar placer después del castigo, lo que no quiere decir que encuentra placer (a no ser un placer secundario) en el propio castigo” (Deleuze, 1961); comparecen además Freud y Jung, y Deleuze, al discutir el estatuto de los símbolos y de la cura, se muestra claramente más próximo de éste último. Una segunda novedad, no menos importante, reside en el hecho de que, también por primera vez, el filósofo se lanza al análisis de un escritor (cabe recordar que Proust y los signos sólo aparecerá tres años más tarde). En la combinación de esos dos pasos, consumada en el artículo inaugural sobre Masoch, Deleuze comienza a probar las posibilidades de juntar crítica y clínica, algo que entonces lo ocupaba y que, como es sabido, ganará grandes desarrollos más adelante.
En 1967, Deleuze retoma su artículo y vuelve a la carga con una Presentación de Sacher-Masoch, subtitulada “Lo frío y lo cruel”, cuyo volumen incluye también el romance La Venus de las pieles (ver Sacher-Masoch: 2008). El filósofo insistía a menudo en la injusticia de que no se lea Masoch, y la presencia de este texto debía subsanar en parte el problema; lo eligió, explica, porque lo consideraba “el más apto para introducir la obra de Masoch”, en la medida en que “los temas allí son más puros y más simples” (Deleuze, 2002b: 185). Las líneas maestras del artículo permanecen, varios puntos que antes eran sólo mencionados ganan desarrollo, algunas novedades surgen; a pesar de que el enemigo, el error a ser corregido, sigue siendo la misma unidad sadomasoquista, la cuestión es profundizada y estrechamente relacionada con un problema de sintomatología, lo que ofrece nuevas y determinantes implicaciones. Mi cuestión, repetirá siempre Deleuze, es una cuestión de sintomatología. Veremos más adelante el sentido preciso de esto, pero es necesario señalar desde ahora su importancia, pues es lo que explica que el primer capítulo del libro pueda abrirse con la pregunta sobre la utilidad de la literatura y responder con el vínculo explícito entre crítica y clínica, e incluso justificarla con el extenso análisis de la técnica novelesca de Masoch. “En lugar de una dialéctica que corra a reunir contrarios”, el dislocamiento sintomatológico obliga a intentar “una crítica y una clínica capaces de despejar tanto los mecanismos verdaderamente diferenciales como las respectivas originalidades artísticas.” (Deleuze, 2001: 16).
El debate con el psicoanálisis continua, sólo que Reik deja el lugar a Freud como interlocutor de referencia, especialmente al Freud de Más allá del principio de placer, quien permite a Deleuze la consideración crítica de los conceptos de repetición, Eros, Instinto de muerte así como una reevaluación conclusiva (en verdad una gran inversión) del cuadro psicoanalítico tradicional referente a la posición del padre y de la ley, y por tanto del superyó, en el masoquismo y en el sadismo. “Tal vez la ilusión genética de unidad de ambas perversiones se sustente en una mala interpretación del yo, del superyó y de sus relaciones mutuas.” (Deleuze, 2001: 123). Inversamente al psicoanálisis, para el cual lo sádico se encuentra marcado por la privación del superyó y el masoquismo por la exacerbación del mismo, Deleuze concluirá que existe una inflación del padre y por consecuencia del superyó en el sadismo, a tal punto que el superyó puede expulsar al yo (Deleuze, 2001: 128); por otro lado, en el masoquismo encontramos el proceso de destrucción del padre y del superyó, lo que en términos literarios se representa por el restablecimiento del matriarcado, o mejor, de la ginecocracia, mediante la sumisión del hombre a la mujer dominante. En suma, “El masoquismo es una historia que cuenta cómo fue destruido el superyó, por quién, y qué resulta de esta destrucción.” (Deleuze, 2001: 131).
Para recorrer el camino que conduce a tal conclusión, el libro utiliza especialmente el análisis de lo que denomina ironía sádica y humor masoquista, dos maneras de posicionarse delante de la ley con el fin de transgredirla y superarla. Es por esa misma vía que aparece también otra novedad importante, a saber, la problemática política, pues el tema de la superación de la ley, por uno u otro expediente, se vincula directamente con los temas persistentes del contrato en el masoquismo y de la institución en el sadismo, abriéndose de este modo una tal problemática tanto en Sade como en Masoch. Sade se conecta con 1789, la revolución; Masoch, por su parte, es marcado, con importantes consecuencias para su obra, por el año 1848 en los países eslavos y el problema de las minorías. En este sentido –y toda la problemática política subyacente se desnuda aquí–, Sade y Masoch producirían una “parodia de la filosofía de la historia” que, por el recurso a perversiones, logra tratar problemas reales de la política y del derecho.
Por fin, llegamos al último texto de Deleuze dedicado al escritor austríaco, que fue publicado en 1989 en Libération, en ocasión de la publicación de la biografía del novelista, bajo el título de “Re-presentación de Masoch”, y posteriormente incluido en el volumen Crítica y clínica, de 1993. Lo que primero que atrae nuestra atención en este texto es el diálogo que se establece nítidamente con el libro publicado veintidós años antes, gracias al sugestivo prefijo “re”, lleno de sorpresas. ¿Por qué re-presentar a Masoch? Deleuze podría aprovechar la oportunidad para hacer un balance de su obra de 1967 y de su éxito, especialmente en una ocasión en la que se retoman aspectos olvidados de la obra del escritor; podría también corregirse, revisando la hipótesis de la influencia de Masoch sobre el jurista y etnólogo suizo Johann J. Bachofen, que Deleuze presentara en la década del ‘60 como “innegable” (Deleuze, 1961), de la cual se sirve para toda una serie de importantes desarrollos, y que será desmentida por la biografía lanzada en ese momento. Sin embargo, no hace nada de todo esto. La representación es significativa y redefine el tono al atribuirse temas ya tratados, tal como sucede desde las líneas iniciales del ensayo, particularmente abruptas “Masoch no es un pretexto para hacer psiquiatría o psicoanálisis, no es siquiera un personaje particularmente relevante del masoquismo.” (Deleuze, 1996: 85).
Dos cosas sorprenden aquí al lector de otros textos del filósofo sobre el escritor. Primero, al afirmar que Masoch no sirve de pretexto ni a la psiquiatría ni, particularmente, al psicoanálisis, Deleuze reconfigura ampliamente el sentido de su propio libro. De hecho, a pesar de haber insistido siempre en considerar la técnica novelesca del escritor, en presentarlo en el marco de una cuestión sintomatológica, Masoch era sin dudas un nombre (aunque no solamente) que permitía al filósofo medirse con el psicoanálisis. En segundo lugar, se encuentra esa curiosa separación entre Masoch y masoquismo: el escritor no sería siquiera un personaje importante del universo masoquista; es como si Deleuze, al fin y al cabo, dijese: quédense con el masoquismo, yo me quedo con Masoch y su obra; obra, insiste, que “mantiene a distancia toda interpretación extrínseca” (Deleuze, 1996).
En conjunto, las dos afirmaciones revelan el alcance del texto de 1989 y de que manera éste obliga a toda una revisión de los trabajos anteriores, o al menos, como ya fue sugerido, de su sentido. En otros términos, una re-presentación que cumple por momentos la función de presentación de otro Masoch. Y podemos sospechar que se trata de un Masoch leído después de la empresa del Anti-Edipo y la ruptura crítica con el psicoanálisis; un Masoch que debe ser leído entonces a partir del propio Masoch, esto es, de su obra, ya que “lo que hay que considerar en Masoch son sus aportaciones al arte de la novela.” (Deleuze, 1996). Se comprende de este modo por qué no existe una sola mención a la operación de disociación entre sadismo y masoquismo dominante en los trabajos anteriores, y cómo temas recurrentes son enteramente desdeñados por la consideración intrínseca de Masoch, no como masoquista, sino como escritor, artista… como masoquiano, por decirlo de alguna manera.
Veamos brevemente el resultado de la mencionada reevaluación a partir de tres grandes motivos masoquistas o masoquianos invocados en el ensayo: el contrato, el animal y el problema de las minorías.
En lo que concierne al primero, persiste la idea de que el contrato que el héroe establece con la mujer y al cual él subordina los sufrimientos que padecerá en las manos de ella es “esencial”. “La manera por la cual el contrato está enraizado en el masoquismo”, afirma Deleuze, “continua siendo un misterio”. Pero ahora, para intentar explicarlo, el filósofo propone una hipótesis que presenta, con todas las letras, otra disociación, la que ya mencionamos en el inicio y que se encuentra en perfecta consonancia con los temas tardíos de Deleuze. ¿Por qué el contrato?
Diríase que se trata de deshacer el vínculo del deseo con el placer: el placer interrumpe el deseo, de tal modo que la constitución del deseo como proceso debe conjurar el placer y posponerlo al infinito. La mujer–verdugo envía sobre el masoquista una ola retardada de dolor, que éste utiliza evidentemente no para obtener placer, sino para remontar su curso y constituir un proceso ininterrumpido de deseo. (Deleuze, 1996: 78-79)
Luego, teniendo en cuenta el lugar preeminente de la figura del animal en el universo de Masoch, Deleuze identifica la liberación de la animalidad relativa a todo humanismo, sea éste el del psicoanálisis –que sólo ve allí “figuras edípicas demasiado humanas”– o el de las postales que muestran viejos masoquistas en cuatro patas delante de sus dueñas imitando perros. No es nada de eso, sugiere Deleuze: el héroe de Masoch es aquel que alcanza una zona de indeterminación, de indiscernibilidad entre el hombre, la mujer y el animal, en el que se da, no una invocación, no una imitación, sino más bien un cambio de fuerzas que asume la forma novelesca del “adiestramiento” (el último avatar de la novela de formación, agrega el filósofo, es la novela de adiestramiento). El hombre adiestra aquella que deberá adiestrarlo, y “la mujer transmite unas fuerzas animales adquiridas a las fuerzas innatas del hombre” (Deleuze, 1996: 79-80). Finalmente, el tenor político de la obra de Masoch, el problema de las minorías presente en ella, son reevaluados bajo una nueva perspectiva. Masoch es ahora identificado con el productor de una “literatura de minoría” y en eso es comparado, en su producción de una nueva lengua, con Kafka (el cual, según la biografía de la que parte Deleuze, se habría incluso inspirado en el nombre de Sacher-Masoch para componer el protagonista de La metamorfosis, Gregor Samsa) (Deleuze, 1996: 88).
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En la época de la redacción de “De Sacher-Masoch al masoquismo”, como ya lo hemos dicho, Deleuze daba sus primeros pasos en el proyecto de una alianza entre crítica y clínica. El contexto de este primer trabajo sobre Masoch –lo que se deduce fácilmente por el título de la antología que incluye el último trabajo–, permanece el mismo. Masoch nunca dejó de ser una pieza mayor del vínculo que Deleuze siempre quiso construir. Incluso habiendo tenido lugar una revisión de los juicios iniciales, se puede percibir una unidad profunda entre los tres textos dedicados al escritor; como si éste nunca hubiera perdido su puesto, la diversidad de puntos de vista y los estatutos significativamente diferentes de los trabajos deben ser atribuidos a la transformación del propio proyecto deleuziano.
Deleuze comienza el libro de 1967 con una pregunta sartriana: “¿para qué sirve la literatura?” (Deleuze, 2001: 19). La meta es disociar sadismo y masoquismo, ya lo sabemos; la pregunta, sin embargo, deja ver que la vía escogida no es de las más comunes. ¿De qué forma se puede lograr la desarticulación de una entidad clínica de las más prestigiosas y cuyo uso frecuentaron todas las fronteras especializadas? Por la crítica o, si se quiere, por un punto de vista literario que, aunque no sea el único movilizado, guarda ciertamente la primacía, ya que es aquel al que deben someterse los demás. La razón de esta estrategia no es nada despreciable, puesto que el propio enemigo se sirvió de ella.
Se habla de sadomasoquismo, insiste siempre el filósofo, para juntar dos cosas incompatibles en una única aberración semiológica. Engaño posible sólo porque no se lee a Masoch, porque basta leerlo “para sentir que su universo no tiene nada que ver con el de Sade” (Deleuze 2001: 15); “hay dos artes en Sade y en Masoch, algo así como dos lenguajes enteramente diferentes” (Deleuze 2001: 39). Por eso es preciso “hay que volver a empezar todo por un punto situado fuera de la clínica, el punto literario donde fueron formadas las perversiones” (Deleuze 2001: 16). En esas circunstancias, ¿para qué sirve la literatura? Los nombres de Sade y Masoch, en este caso, “sirven para designar dos perversiones de base” y constituyen por eso “prodigiosos ejemplos de eficacia literaria” (Deleuze 2001: 19). Deleuze no nos ofrece una respuesta general, antes bien nos invita a la consideración de un ejemplo preciso de éxito de la literatura. Normalmente, son enfermos típicos o sobre todo médicos los que prestan sus nombres a las enfermedades; aquí fueron literatos. ¿Serían enfermos? Sin embargo, retruca Deleuze, el término “enfermedad” no se aplica aquí. Lo que tenemos son “cuadros de síntomas y signos inigualables” (Deleuze 2001: 20). Sean enfermos o clínicos, lo cierto es que fueron grandes sintomatólogos, de tal modo que pudieron dar sus nombres para que la psiquiatría reuniese signos bajo ellos; son “grandes antropólogos” y “grandes artistas”, cuyo suceso reside en una nueva concepción del hombre y de la cultura, en la extracción de “nuevas formas” y en la creación de “nuevos modos de sentir y pensar” (Deleuze 2001: 21). Son cosas diferentes, nos advierte el filósofo, la historia de las enfermedades, las que en principio no son inventadas sino descubiertas, y la historia de la sintomatología, que depende de otros factores. Pero, entonces, ¿existiría el sadismo antes de Sade? ¿El masoquismo antes de Masoch? ¿O fueron justamente ellos quienes nos enseñaron a sentir y pensar sádica y masoquistamente? No deben acecharnos aquí dudas sobre la eficacia de la literatura. Literatura que, por eso mismo, se encuentra apta para fornecer un “punto de vista situado fuera de la clínica” y que todavía puede, desde que sea bien trabajado, producir efectos directos en la clínica. El armado inicial es claro y el final del libro, lejos de abandonarlo, lo reafirma. Luego de una serie de proposiciones distintivas (Sade es esto, Masoch aquello), el autor termina afirmando, precisamente, que tales proposiciones “deberían expresar las dife- rencias entre el sadismo y el masoquismo no menos que la diferencia literaria entre los procedimientos de Sade y de Masoch.” (Deleuze 200: 136).
A partir de esta primacía del punto de vista literario, que marca fuertemente todos los trabajos deleuzianos sobre Masoch, podemos aprender con claridad el estatuto diverso que existe entre ellos. Algo importante, como ya dijimos, pues tal diversidad es debida a las diferentes comprensiones del vínculo entre crítica y clínica y de sus funciones: si, en el caso de la Presentación, nos encontramos frente a un problema de sintomatología, en la Re-presentación nos vemos conducidos al campo de la ética.
En el momento del lanzamiento de la Presentación, se le pregunta a Deleuze si él, filósofo, no se siente amedrentado al aventurarse en el campo psicoanalítico. Es un problema real, admite nuestro autor, y nos explica que, si se permite tanto, es sólo porque tiene en vista “un problema de sintomatología”, campo primero y condicionante de la etiología (investigación de las causas) y de la terapia (investigación de los tratamientos y de sus aplicaciones). Pues bien, agrega, “la sintomatología se sitúa casi fuera de la medicina, en un punto neutro, un punto cero, donde artistas, filósofos, médicos y enfermos pueden encontrarse (Deleuze, 2002b: 185). La sintomatología, en esa medida, es algo que pertenece tanto al arte como a la medicina, por eso grandes artistas pueden ser grandes sintomatólogos. Y dado que éste es precisamente el caso de Masoch y de Sade, el libro se justifica. Se puede hablar de masoquismo yendo a un terreno neutro, pre-médico, que es aquel del que parten los propios médicos. Desde allí es posible emprender la renovación, al menos en algunos aspectos, de la clínica psiquiátrica y psicoanalítica mediante la crítica; intento que no se esconde en ningún momento en el artículo del ‘61 o en el libro del ‘67: “lo que me gustaría estudiar (este libro apenas sería un primer ejemplo) es la relación que es posible enunciar entre literatura y clínica psiquiátrica” (Deleuze, 2002b: 184).
Este es pues el estatuto de los primeros textos en lo que se refiere al vínculo entre crítica y clínica: la primera es pensada como siendo capaz de proveer un aire nuevo en la segunda. ¿Encontramos lo mismo en la Re-presentación? Ciertamente no. Luego del Anti-Edipo, desaparece el intento de renovación de los conceptos del psicoanálisis, simplemente porque éste es abandonado. Recordemos las citadas líneas iniciales del texto del ’89: Masoch no debe servir de pretexto ni para la psiquiatría ni para el psicoanálisis; Masoch, y por tanto la crítica, no debe servir para nada en lo que se refiere a la clínica tal como era pensada –y tal como interesaba– al Deleuze de los años ‘60: nada de ley paterna, superyó, madre edípica, nada de sainete familiar. Pero dadas estas circunstancias, teniendo en cuenta el hecho de que el objetivo de reunir crítica y clínica persiste, ¿cuál sería el nuevo aspecto señalado en la alianza? ¿Aparecería, en particular, una nueva figura de la clínica? Nos gustaría cerrar este trabajo con algunas palabras al respecto.
Liberadas de la estrategia sintomatológica, crítica y clínica pueden unirse, queremos creer, en un proyecto de constitución de algo como una medicina extendida, una medicina filosófica, tal vez a la manera de aquella que Nietzche proclamaba en el prólogo de La gaya ciencia y en la que la sintomatología se subordina a una interrogación mayor por la salud, por el poder y por la vida. Pues bien, según la Presentación, “los grandes clínicos son los más grandes médicos” (Deleuze, 2001: 20); no debemos olvidar nunca, con todo, que no sólo los médicos pueden ser grandes clínicos. ¿No sería acaso Masoch un ejemplo de gran clínico o “médico filósofo”, para tomar la fórmula nietzscheana? De hecho, sólo el haber desarticulado el vínculo entre deseo y placer basta para garantizarle ese puesto. Lo que parece interesar ahora a Deleuze, al menos de lo que puede inferirse a partir del ensayo del ’89, es una clínica que permita aprender y evaluar dispositivos deseantes, estilos diversos del deseo que puedan contribuir con la salud y la vida. Esto no significa que un tal asunto estuviera completamente ausente en los primeros textos sobre Masoch, pero es como si el vínculo con el psicoanálisis no permitiese a este proyecto surgir de manera clara, en toda su amplitud. La unión de crítica y clínica, en el último texto, contribuye no sólo para la cuestión de la sintomatología, sino que afronta también todo el problema de la constitución de procesos deseantes, sus consecuencias e incluso su eficacia o valor. Desde ese punto de vista se comprende por qué el lugar de Masoch en la obra de Deleuze sigue siendo prominente. El escritor es una pieza fundamental en el paso decisivo dado por Deleuze de una moral (sistema de juicio fijado en valores trascendentes) hacia una ética, entendida ésta en el mismo sentido que el filósofo atribuye a Espinosa: aprehensión de singularidades, una “tipología de los modos de existencia inmanentes” que sea capaz de tratar la “diferencia cualitativa de los modos de existencia”. (Deleuze 2002: 29)
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