RAINER MARIA RILKE
Resumen
La presente indagación medita—desde Heidegger, Rilke y Hölderlin—en torno al fenómeno poético, considerándolo no como un apéndice entre otras «producciones» culturales humanas, sino como la región donde acontece la donación de sentido, la fundación de mundo como mundo, y el domiciliarse esencial del ser humano. Sentido, sin embargo, no donado en su aparente «neutralidad metafísica», sino de manera onto-histórica, pues el proyecto verdaderamente poético es la apertura en lo que el Dasein ha sido arrojado como ser histórico. Es, pues, desde la palabra del poeta que podremos ser conducidos a la constelación epocal de sentido que nos fue dada: a nuestra abismal indigencia, a nuestro horizonte sin dios. Mas quizá desde allí, desde nuestro desgarro, podamos renacer a otra relación con el ser.
Palabras clave: palabra, silencio, sentido, abismo, Dasein, Heidegger
Abstract
The present inquiry muses through an engagement with Heidegger, Rilke, and Hölderlin about the the poetic phenomenon, conceiving of it not as an appendix among other humanly cultural “products”, but rather as the region where the giving of meaning happens, the foundation of the world qua world and the homeward bestowing of humankind. Meaning, however, not granted in its apparent “metaphysical neutrality”, but rather in an onto-historical fashion, since the truly poetic project is the openness to what Dasein has been plunged into as a historical being. It is, then, from the poet’s word that we may be led to the epochal constellation of meaning that was given to us: our abysmal destitution, our godless horizon, a splintering whence, perhaps, we may be reborn towards another relation to being.
Key words: word, silence, meaning, abyss, Dasein, Heidegger
I
Que los dioses se han retirado y que habitamos en la penuria de la noche del mundo es algo que ya se dejó decir y fue traído a la palabra a través de poetas como Hölderlin y Rilke. Esas palabras han sido desde entonces el anuncio de un destino: el relampaguear de un rayo que apenas hemos podido vislumbrar y en cuyo resplandor no hemos podido sostenernos. ¿Cómo es que se da ese relampagueo? ¿De dónde viene? ¿Cuál es su relación con el Dasein histórico? ¿Cuál es su relación con la palabra, y con la palabra poética? ¿Cómo el hombre puede custodiar sus designios? ¿Cuál es la relación de dicho relampagueo con la verdad y con el Ser? Preguntas como estas articulan las meditaciones de Heidegger en torno a la palabra poética. Tomando esa meditación—esa única estrella sobre el cielo del mundo, cuya luz nos acoge y nos abre al verdadero pensar—es que pretenderá el presente texto no responder las mentadas preguntas, sino dar a sentir la profundidad de su misterio.
Este traer a la palabra del poeta, cuando su decir anuncia un destino, no puede sino venir desde el más peligroso abismo como el canto más arriesgado: el que dice lo callado. Esta experiencia del pensar—que ya no se distingue del poetizar, sino que se funda en él—en la que aquello que se deja decir no llega a la palabra por las maquinaciones del hombre, sino que se da como honda escucha, que se recibe como don, y que nos abre, en definitiva, a las resonancias silentes del Ser mismo, es la meditación que aquí nos apela. Y no nos apela en el sentido de un mero gusto cosmético por la poesía, elegida arbitrariamente de entre otras producciones culturales, sino que, siguiendo a Heidegger, veremos en la palabra poética la exhortación a la región del combate definitivo: aquella en donde se juega nuestra correspondencia epocal al destino, la fundación del mundo como mundo y el domiciliarse esencial del hombre. Será a través de la meditación en torno a la naturaleza de la palabra poética, desplegada en su relación con los tres ejes mentados, que el presente texto tejerá sus propios hilos y nacerá desde sí mismo: desde la exhortación radical del Ahí. De ser tejido con suficiente finura, se nos revelará a un tiempo la poesía como símbolo del acontecimiento apropiador del Ser (Ereignis): como la huella de su danza rítmica y oscilante entre manifestación y ocultamiento, entre palabra y silencio, entre tiempo y eternidad.
II
Preguntar por la esencia más propia de la palabra poética es preguntar al propio tiempo por la esencia más propia del ser humano (que aquí referiremos como Da-sein: como el “ahí” del Ser): por el sentido de su ex-sistencia. Ya desde la Antigüedad se nombró al ser humano como zoon lógon éjon: como “animal provisto de palabra”, que es una traducción harto más afortunada que aquella que nos designa como “animales racionales”, puesto que ésta última, si bien es «correcta», no nos confronta con la radicalidad de nuestro estar-aquí. Radicalidad que, como veremos, encontraremos más bien en el lenguaje y la palabra como vías de custodiar el mundo como mundo: de fundarlo. Indaguemos en ello a través de la Novena Elegía de Rilke, que medita poéticamente en esta dirección, preguntándose:
“¿Por qué si es posible pasar el plazo de la existencia como un laurel, un poco más oscuro que el resto del verde, con pequeñas ondas en el borde de cada hoja (como una sonrisa del viento), por qué entonces hay que ser humano y, evitando el destino, anhelar el destino…?”
“Oh, no porque suponga la felicidad, esa apresurada ganancia que precede a una cercana pérdida. No por curiosidad o para ejercicio del corazón, que también estaría en el laurel…”
“Sino porque el estar aquí significa mucho y porque aparentemente todo lo de aquí nos necesita, estas cosas perdurables que nos incumben de extraña manera. A nosotros, los más perdurables. Una vez, solo una vez. Una vez y ya no más. Y nosotros también una vez. Nunca más. Pero ese haber sido una vez, parece algo irrevocable”.[1]
Nadie podría dudar de que los versos verdaderamente grandes, aquellos decisivos, son en última instancia no sólo inagotables, sino indescifrables. Nada más lejano de nuestra pretensión que desentrañar las palabras de Rilke: vale más habitarlas y dejar que desde allí se re-actualice, en la medida de nuestras posibilidades, su ensoñación poética. Aquí Rilke, en una sensibilidad muy cercana a Heidegger (como veremos), se pregunta radicalmente por el sentido de nuestro estar-aquí. «No porque suponga la felicidad», dice el poeta, «sino porque todo lo de aquí nos necesita, estas cosas perdurables que nos incumben de extraña manera. A nosotros los más perdurables.» ¿Qué es esta apelación de las cosas al hombre? ¿Qué relación guarda el hombre con el perdurar? ¿Qué relación podría tener esto con el Da (con el Ahí) del Sein (del Ser)?
Podemos establecer un arco hermenéutico entre lo que en la Novena Elegía llega a la palabra y la meditación que construye Heidegger en su Camino al habla, donde despliega este preguntar, y ubica el habla como aquello que unifica lo que se pertenece mutuamente: la Relación de relaciones.[2] En el despliegue del habla concurren, pues, una multiplicidad de relaciones y elementos que constituyen la trabazón entre Ser y entes, entre mundo y Dasein, entre ocultación y mostración y que se articulan entre el Decir (die Sage) mostrador y el habla en tanto palabra destinada y apropiadora. El Decir, que precede en todos los casos al habla y que permite su despliegue, es aquel «hablarse mutuamente», aquella exhortación muda de las cosas al Dasein como un dejar-se-mostrar diciente y sin embargo mudo (de las cosas, y sin embargo destinado radicalmente desde el Ser). El Decir así entendido se abre como constelación significativa y se dona al Dasein a través de un escuchar muy hondo. Su decir atraviesa y permea el trazo abriente del despliegue del habla como habla. «Lo esencial del habla reside en el Decir así concededor»[3]: es donación. En el hablar en tanto que escuchar el habla res-pondemos desde el Decir escuchado y hacia la palabra resonante. Este Decir previo que permite el despliegue del hablar es el río del silencio que enlaza él mismo sus orillas: el decir y nuestro re-decir desde su resonancia, configurándolos. Así entendido, el habla necesita del hablar humano, pero, al mismo tiempo, no es producto de las maquinaciones del hombre. Es el Decir el que, en tanto escucha, nos deja llegar al habla del habla. Este Decir, pues, es un mostrar que deja aparecer en la presencia. El Decir es el recogimiento que vertebra el libre espacio del Claro (die Lichtung) donde todas las cosas vienen a aparecer.[4] Esta mostración del claro es el relampagueo del Ser como donación. Mas este Decir silente está necesitado del hacer-propio (Ereignen) que viene dado por la palabra humana, removedora en el Mostrar del Decir. La palabra oculta así al silencio vela al Decir fundamentador, y sin embargo custodia aquello que desde el silencio nos fue destinado: lo deja morar en la presencia, lo hace perdurar. Y en esta medida, la palabra se vuelve con-formadora de lo ente en su perdurar en la presencia. El lenguaje es aquello que primeramente muestra a lo ente, si bien el despliegue de la Mostración se destina desde el Decir concededor. Así, el advenimiento apropiador es la ley que congrega los mortales a la apropiación de su ser propio y los retiene en él.[5] Esta es la esencia más propia del hombre: el hombre, en tanto que «escuchante» del Decir, co-rresponde al decir silente desde lo que le es más propio: el resonar de la palabra. El decir de los mortales que viene al encuentro es el responder. «Toda palabra hablada es ya siempre respuesta: contra-Decir, decir que viene al encuentro, decir escuchante».[6] El despliegue del habla en tanto que Decir es el Mostrar apropiante que, justamente, desvía la mirada de sí para liberar, de este modo, lo que es mostrado a lo propio de su aparecer: le permite perdurar. Y si todo esto lo hemos referido a la escucha, tenemos que referirlo en cada caso al silencio: a la inaudible llamada de la calma del Decir apropiador-mostrante. Es por ello por lo que se ha llamado al lenguaje «la casa del ser»: la palabra es la custodia de la venida a la presencia en la medida en que el brillo de su aparecer permanece confiado al mostrar-apropiador del habla.
Podríamos, pues, volver entonces a Rilke permitiendo que resuene lo que hemos dicho hasta aquí con Heidegger. La palabra es, pues, no sólo el distintivo más propio del Dasein, sino que en ella se juega su esencia y la trabazón entre el aparecer del Ser y la posibilidad de su perdurar. El lenguaje es la casa del Ser: pues aquí viene a morar lo que aparece, a alcanzar lo suyo propio en tanto presencia. La «extraña incumbencia de las cosas perdurables» al ser humano de la que habla Rilke no es otra cosa que ese estar-necesitado del Ser para alcanzar lo suyo en tanto que presencia: la fundación del mundo como mundo a través de la palabra. En este sentido, podríamos decir, la labor del poeta es escuchar el lenguaje mudo de las cosas (y del mundo en su radicalidad, que no se agota en «cosas») y nombrarlas: traerlas a la palabra y así, hacerlas perdurar: con-formarlas y con-sagrarlas. Cuanto más arriesgado es un poeta, tanto más se confía a la escucha, a la exhortación del lenguaje. Sólo así el mundo se hace habitable. Y en este mismo movimiento el hombre se con-sagra mundo desde lo más profundo de sí, y se nombra, además, comunidad, pues toda palabra es al mismo tiempo un Otro: instaura otredad. Encontramos más ecos de lo que hemos apuntado en el propio Rilke, cuyo canto continúa así:
Pero el caminante no vuelve de la ladera de la montaña al valle con una mano llena de tierra, para todos inefable, sino con una palabra ganada, pura, una genciana amarilla y azul. ¿Acaso estamos tal vez aquí para decir casa, puente, fuente, puerta, jarra, frutal, ventana o, como mucho, columna o torre? Pero para decir, entiéndelo, ay, para decirlo así como las cosas, en su interior, nunca pretendieron ser. (…) Aquí está el tiempo de lo expresable, aquí está su hogar.[7]
El poeta es, entonces, un artífice de lo divino: canta la creación, su sentido: nombrando. Aquello que ya desde Hesíodo era la encomienda del poeta: el cantar memoria instaurando lo sido y lo futuro en el instante; para hacer perdurar, para ser testigos del «hay». Aunque sea una sola vez (pues esto significa realmente haber sido, aunque sea una vez): esta es nuestra tarea irrevocable. Nombrar el sentido: manifestarlo. Cantar creación. En un lenguaje ciertamente distinto, aunque cercano en lo esencial, y que es común a muchas mitologías, podríamos decir: la ex-sistencia no es otra cosa que el modo que tiene el «Creador» (decimos metafóricamente, lo cual no significa que pensemos en un ente fundante, sino en una imagen poética de algo que por sí trasciende el lenguaje) de reconocerse a sí mismo a través de la presencia del mundo. Como dirá Heidegger en otro texto, la poesía se vuelve así medida que instaura propiamente un habitar, que funda mundo: el “entre” disputado «debajo» del cielo y «sobre» la tierra.[8] Donde lo que es cobra «medida». Porque el hombre es en tanto que resiste la dimensión: su esencia es ser siempre medida. La poesía es esta toma-de-medida y la posibilidad de todo habitar del hombre. Pero esta medida nunca está dada de antemano, sino que debe ser en cada caso conquistada: avistada y correspondida. La medida es siempre provisional, y sin embargo en ella se nos juega el destino. En esta misma región de la «medida» podemos entender al Da-sein como el “ahí” del Ser: como el lugar donde el Ser viene a manifestarse, a morar y a de-morarse, donde viene a decirse, a perdurar. Todo morar y perdurar es medida en tanto forma y limitación: en tanto figura. Es en la «medida» donde el Ser queda articulado comprensivamente en su reverberación en el ahí, aunque en el modo de la retracción, de la donación sustrayente: el Ser hace aparecer los entes, y él sin embargo se oculta. Ocultamiento que es custodiado en su ocultarse: venerando el misterio del «dios desconocido» de Hölderlin.
Y esto, no obstante, se da como combate: «pues las cosas nunca pretendieron ser así en su interior», como dice Rilke. Saben que son mejores inefables, pues inefables son infinitas. Pero inefables no entran en el ámbito de la duración: no moran, no perduran, no llegan a ser. De ese ámbito de sobreabundancia de sentido (de ese infinito) que es el silencio que envuelve a las cosas, surge la palabra como corte, como finitud, y sin embargo sólo la palabra es mostración-apropiadora: sólo ella permite perdurar. La palabra, que es sólo el borde de lo que es, al propio tiempo instaura el ser en la presencia. La palabra también es medida. La palabra es quizá en realidad veladura, pero veladura que en su velar nos orienta: nos conduce. En esa tensión entre palabra y silencio, entre sobreabundancia de sentido y el vínculo finito con una posibilidad actualizada es que se da el juego del mundo.
Escuchemos, por última vez, lo dicho en la Novena Elegía de Rilke:
Y estas cosas que viven de la muerte entienden que las alabas; efímeras, confían en que las salvemos nosotros, los más efímeros. Quieren que las transformemos por completo en corazones invisibles, ay, ¡eternamente en nosotros!, seamos lo que seamos al final.[9]
Salvar las cosas es nombrarlas. De eso está necesitado incluso el ser de las cosas para perdurar. Nosotros, los más efímeros, que habitamos desde siempre en la finitud y que constatamos la evanescencia, salvamos «cantando» el mundo: soportándolo. Del mismo modo, transformar las cosas del mundo en corazones invisibles es la oportunidad que le es dada al Dasein desde su dimensión ex-tática de—mediante la experiencia que trae a decir la palabra poética—consagrar el mundo en la unidad invisible de su espacio interior (que reside en el ser y se destina al hombre). Y así se da el doble movimiento de consagración: instaurar el mundo como mundo en el canto siempre se da al mismo tiempo como un dejar-reposar en lo invisible del corazón. Y tras esta fundación instauración se da mundo, que antes era sólo tierra. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí, a pesar de no estar nunca separados. El combate también se da aquí: entre tierra y mundo. Toda poesía se da en esta lucha. Y, en esta lucha, acontece la verdad y el destino epocal-histórico del hombre.
III
La tensión danzante y combatiente que hemos establecido hasta ahora entre palabra y silencio, entre finitud y sobreabundancia de sentido, entre tierra y mundo, puede reconducirse al fenómeno que le hace posible, que pulsa detrás como fenómeno originario: la danza entre manifestación y ocultamiento del Ser. Heidegger retoma una noción del primer inicio del pensamiento griego que da en la esencia de ese movimiento de despliegue y repliegue dinámico: la alétheia, que no es sólo el desencubrimiento, sino también la relación que sostiene y guía toda la relación con lo ente.[10] Esta noción de verdad tiene la virtud de tener siempre en cuenta el esencial ámbito de ocultamiento del que incluso la verdad procede (el lethe, la no-verdad). Así, la verdad es no-verdad en la medida en que le pertenece el ámbito de la procedencia de lo no-desocultado en el sentido del encubrimiento. La verdad así entendida es la danza, la oposición complementaria entre el Claro (die Lichtung) donde las cosas se muestran y el encubrimiento esencial del que proceden (y hacia el que van, según la necesidad y de acuerdo con el orden del tiempo, parafraseando la sentencia de Anaximandro).
Esta confrontación esencial en la que se juega en todo momento el poeta—que no es otra cosa que la confrontación con lo indecible, con el silencio originario que reposa callado bajo todo el ruido de lo ente— es el combate cuya pretensión es un traer-delante, un sacar-del-ocultamiento: la apertura de lo ente, su morar en el Claro. Semejante modo de traer-delante, que, lejos de ser una provocación violenta es incluso la asistencia de la que el Ser está necesitado para reclamar lo suyo propio en la manifestación, es el crear (que los griegos llamaron poiésis). De este modo, la obra de arte (cuando alcanza lo que le corresponde en su esencia más profunda) no es algo accesorio, ni algo así como un apéndice entre otras «producciones» humanas, sino la realización del acontecimiento de la verdad. «El arte es un llegar a ser y acontecer de la verdad».[11] La verdad como claro y encubrimiento de lo ente acontece desde el momento en que se poetiza. Y todo arte es esencialmente poesía, en tanto que un dejar acontecer la llegada de la verdad de lo ente como tal.[12] La poesía, entendida en este sentido amplio como el traer-delante, es el ponerse a la obra de la verdad y todas las artes podrían ser referidas en última instancia a ella. Pero, con todo, la obra del lenguaje, la poesía en su especificidad—el poema en sentido estricto—, sigue ocupando un lugar privilegiado dentro del conjunto de las artes. Pues el lenguaje, como se ha dejado ver, es el primero que consigue llevar a lo abierto a lo ente en tanto que ente. Y en la medida en que el lenguaje nombra por primera vez a lo ente, es este nombrar el que hace acceder lo ente a la palabra y a la manifestación.[13] El propio lenguaje sería esencialmente poema, entonces. O lo que es lo mismo: la poesía es el lenguaje en su radicalidad: el lenguaje en su estado de emergencia, donde brota naciente.
De este modo podemos redondear lo indagado de la mano de Rilke, y añadir: el combate que se entreteje entre mundo y entes, entre entes y Ser, entre manifestación y ocultamiento, y que nos remite a la radicalidad de nuestro estar-aquí como fundantes de mundos y cantantes del Sentido, es, además, el establecimiento del reino de la verdad: la huella de la sobreabundancia de ser rebosando sobre los entes. Ahora bien, hemos de dar un paso más allá y advertir el sentido del “Ahí” más allá de su aparente «neutralidad metafísica»: es decir, como posibilidad de la fundación de sentido histórico. Pues el proyecto verdaderamente poético es la apertura de aquello en lo que el Dasein ya ha sido arrojado como ser histórico. Sólo así será fundado como fundamento que soporta. Y sólo así puede la donación del sentido del ser convertirse en origen presente: en una nueva constelación epocal de sentido: en un inicio. Siempre que acontece el arte—la palabra decisiva del poeta—, es decir, cuando hay un inicio, la historia experimenta un impulso, «de tal modo que empieza por vez primera o vuelve a comenzar.»[14] Y la historia así entendida no es identificable con la historiografía, ni significa tampoco la sucesión de determinados sucesos dentro del tiempo. La historia es la «retirada de un pueblo hacia lo que le ha sido dado hacer, introduciéndose en lo que le ha sido dado en herencia.»[15] Esta es la fundación en triple sentido del arte: como donación (que se recibe en esa honda escucha), como fundamentación (que nos da un rostro propio) y como inicio (hacia una nueva constelación epocal de sentido: hacia nuestro destino). El arte es histórico en el sentido esencial de que funda historia. En el arte podemos ver el relampagueo del ser: el anuncio de la contienda presente. Pero esto sólo sucede, claro está, cuando el arte surge desde el más hondo abismo como canto desgarrado. Pero no entendiendo el desgarro en el sentido de un contenido específico, no necesariamente como dolor, pues el desgarro puede ser también la alegría más plena. Desgarro entendido, más bien, en el sentido de la hendidura, de esa fisura por la cual se cuela el rayo del ser, nos deja tumbados y en su atravesarnos se sostiene. Desgarro y hendidura que dibujan los trazos fundamentales de la eclosión del claro de lo ente. Y esto es en cada caso necesario, pues sigue siendo cierto que sólo desde su procedencia, desde la experiencia que el acto creador esconde tras de sí, puede decidirse si el arte puede aún ser un origen, si tiene la fuerza del comienzo (si es él mismo un comienzo) y del sostenimiento del destino, o si se queda como mero apéndice, como una manifestación cultural corriente entre otras. Ahora, sin pretender resolver aquí si el arte de nuestro tiempo se encuentra a la altura (es decir: si abreva de la profundidad) suficiente, moremos en las palabras que, a juicio de Heidegger, encarnaban ya un destino irrevocable para Occidente: las del poeta Hölderlin. ¿Qué llega a la palabra en su decir? ¿Su poesía anuncia nuestro destino?
IV
Como ya hemos dicho: lo que llega a la palabra decisiva del poeta es por un lado donación del ser destinada al hombre, la fundación de su rostro como propio y del mundo como mundo, y una constelación epocal de sentido. Lo donado desde el ser al hombre no se da en su «neutralidad metafísica», sino que es onto-histórico: funda historia y funda al Dasein histórico.[16] Tiene «memoria», podríamos decir, pues cada constelación epocal de sentido viene como heredada: se funda necesariamente en su despliegue histórico, aunque la región de la «donación» de sentido (el Ereignis) como tal sea meta-histórica. En este sentido aquello a que se confronta el poeta es a aquello vivido y no vivido (aquello dicho y callado, meditado y soslayado) por sus «ancestros» (decimos metafóricamente): desde aquello que les fue asignado como horizonte. De este modo, pues, la intuición del poeta es una meditación (Besinnung) en el más radical de sus aspectos: un morar en y desde la proximidad al sentido; un dejar-llegar silencioso, un «abandonarse» confiadamente a lo insospechado del Decir. El poeta intuye así su tiempo, lo toca desde dentro, y en su decir se anuncia un destino tan irrevocable como el pasado. Es desde esa experiencia, desde ese soplo, que brota aquello que en Hölderlin se canta, y que en Heidegger resuena.
« […] ¿y para qué poetas en tiempos de penuria?», se pregunta el poeta Hölderlin en su elegía «Pan y vino». Y pronto Heidegger supo reconocer que la «penuria» aquí cantada por Hölderlin no es otra cosa que la noche del mundo extendiendo sus tinieblas por la «falta de dios»[17]. La era donde los dioses se retraen ocultos: donde el resplandor de la divinidad ya no acoge la estancia de los hombres. Esta época de la noche del mundo encarna una pobreza tal, dirá Heidegger, que el hombre es incapaz de sentir incluso la ausencia de dios como ausencia. Nos enfrentamos a la avanzada del desierto, suspendidos sobre el abismo. El sentido se nos dona epocalmente como noche y como abismo: como lejanía del dios. Y si esto es algo que les dado al hombre como destino, lo necesario entonces experimentar el abismo: sostenerlo en su angustia, en su vértigo y en su misterio. ¿Quién está, sin embargo, preparado para alcanzar dicho abismo? Canta Hölderlin:
No todo lo
pueden los celestiales. Pues antes alcanzan
el abismo los mortales. Así cambian las cosas
con ellos. Largo es
el tiempo, pero acontece
lo verdadero.[18]
Sólo desde la correspondencia al silencio originario del abismo del Ser es que puede prepararse la morada adecuada para la venida del dios. Es necesario mantenerse en esa negatividad, en ese desgarro: experimentar el fundamento como abismo, la sustracción como sustracción. El tiempo es de penuria porque es incapaz de sostenerse en la negatividad: de experimentar la ausencia, de advertirse en el desgarro, de sentir el propio desarraigo. Es en esa medida que se nos oculta la esencia del dolor, la muerte y el amor. Se nos oculta nuestra esencia más propia: nuestra pertenencia al abismo del ser, a la esencial región del ocultamiento: de lo indomable. Esto y no otra cosa es el mentado olvido del ser del que habla Heidegger ya desde Ser y tiempo. La penuria del tiempo y la falta de dios pueden ser así reconducidos a un fenómeno más originario: aquel preguntar por el Ser sólo desde la presencia—es decir: solamente a partir de lo ente— y que, en esa medida, violenta la región del ocultamiento: del abismo, del silencio. Y que incluso olvida la sustracción. La insistencia en lo ente y en la presencia de lo presente es el exceso de positividad: la hybris de la historia de la metafísica. Y, sin embargo, en la medianoche (por lo demás quizá excesivamente luminosa) del mundo que nos ha sido destinada puede llegar la salvación. Hoy alcanza el olvido de la sustracción su punto máximo. La indigencia es tal que estamos ante la oportunidad de sentirla como indigencia abismal y que, en esa medida, se nos ponga en cuestión el habitual disponer i-limitado: el exceso de positividad. Es así que se nos dona históricamente la oportunidad de la apertura a la dimensión de lo indomable: del misterio. Mediante el sentimiento profundo de nuestra abismal indigencia. La correspondencia a nuestro sino histórico depende del alcanzar-el-abismo de los mortales mediante las señas silentes del ser, que para el poeta no son otra cosa que huellas: las huellas de los dioses huidos. En las palabras de Hölderlin, que nos hacen sentir la falta de dios en su radicalidad, se dice el peligro, pero también se anuncia nuestra salvación, si es que somos capaces de corresponderla. Sólo desde esta correspondencia que mora en lo más hondo del abismo y que desde él saca su fuerza puede venir una salvación de proporciones históricas. Cualquier otra salvación que no venga de allí, de donde mora el peligro, seguirá siendo no salvadora, como Heidegger supo ver. Y esta salvación, claro está, no vendrá de un «hacer» en el sentido de una voluntad más poderosa, sino de lo contrario: del constatar que hay problemas que el hombre no puede resolver por sí mismo. Sólo en esa «renuncia», en la aceptación de la propia insuficiencia, podremos nacer a aquello que nos sostiene cuando no podemos sostenernos por nosotros mismos. Qué sea eso: sigue siendo un misterio. Que es, sin embargo, es irrefutable para quienes han osado el “salto” definitivo: aquel que pulsa en el interior de la verdadera experiencia poética, que ya en otro tiempo fue indisociable de la experiencia iniciática (o incluso resonancia de la unión mística). Que este salto es el riesgo más arriesgado, donde absolutamente todo está en juego—y donde nunca se sabe de antemano si se alcanzará la “otra” orilla—, es insoslayable: es el peaje mismo de la aventura. Mas la Vida está más allá del propio aseguramiento: más allá de la garantía. Es por ello que acaso el salto al misterio sea ya la última verdadera resistencia posible. Salto que, de nuevo, no es hechura del hombre, sino receptividad de lo Otro: un dejarse-fecundar y brotar renovado. Sólo desde ahí puede venir la verdadera transformación: desde el renacer del hombre en el abismo hacia una nueva relación con el ser. Toda política que no brote desde allí, desde la verdadera fuente, seguirá siendo apenas un sucedáneo: seguirá siendo hipócrita olvido de aquello que somos. Sólo desde el más hondo abismo puede prepararse la morada adecuada para la venida del dios: en el canto más arriesgado de todos, que dice lo callado. Para esto poetas en tiempos de penuria: para seguir el rastro de los dioses huidos, padeciendo su ausencia en el canto desgarrado, en el riesgo de los riesgos: preparando el camino de lo venidero. Sólo así se prepara un nuevo comienzo. Pues es cierto que “ya sólo un dios puede salvarnos”, como Heidegger sentenció lapidariamente.
Bibliografía
- Heidegger, Martin, “El camino al habla” en De camino al habla, Ediciones del Serbal, Barcelona, 2002, pp. 177-200.
- ——————————— “El origen de la obra de arte” en Caminos de bosque, Alianza, Madrid, 2018, pp. 11-62.
- ——————————— “¿Y para qué poetas?” en Caminos de bosque, Alianza. Madrid, 2018, pp. 199-238
- ——————————— “«…poéticamente habita el hombre…»” en Conferencias y artículos, Ediciones del Serbal, Barcelona, 2001, pp. 139-152.
- Gonzáles Padilla Rolando, “Temporalidad, sentido y temples de ánimo fundamentales: el proyecto ontohistórico del sentido del sEr en el tiempo en la fenomenología de Martin Heidegger”, en Studia Heideggeriana, X, Sociedad Iberoamericana de Estudios Heideggerianos, Buenos Aires, 2021, pp. 225-244.
- Rilke, Rainer Maria, “Elegías de Duino” en Cartas a un joven poeta / Elegías de Duino, Akal, Madrid, 2018, pp. 57-87
Notas
[1] Rainer Maria Rilke, Cartas a un joven poeta / Elegías de Duino, “Elegías de Duino” ed. cit., pp. 81-82.
[2] Martin Heidegger, De camino al habla, “El camino al habla”, ed. cit., p. 179.
[3] Ibidem., p. 189.
[4] Ibidem., p. 191.
[5] Ibidem., p. 193
[6] Ibidem., p. 194
[7]Rilke, op. cit., p. 82.
[8] M. Heidegger, “«…poéticamente habita el hombre…»”, Conferencias y artículos, ed. cit., p. 147.
[9] Rilke, op. cit.., p. 83
[10] M. Heidegger, Caminos de bosque, “El origen de la obra de arte”, ed. cit., p. 44.
[11] Ibidem., p. 52.
[12] Idem.
[13] Ibidem., p. 54.
[14] Ibidem., p. 55.
[15] Ibidem., p. 56.
[16] Rolando González Padilla, “Temporalidad, sentido y temples de ánimo fundamentales”, ed. cit., p. 230.
[17] Martin Heidegger, Caminos de bosque, “¿Y para qué poetas?”, ed. cit., p. 199.
[18] Ibidem., p. 200. Citado y comentado por el propio Heidegger en el marco de su conferencia ¿Y para qué poetas?
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