Resumen
Galileo Galilei, a lo largo de su vida, aspiró a entender el “gran libro del universo” y a descifrar el lenguaje en el que estaba escrito, el de las matemáticas, ya que uno de los temas que le generaba mayor interés era el movimiento de los astros, de las mareas, de los cuerpos oscilantes. En el texto se elabora una narrativa sobre todos estos aspectos.
Palabras clave: filosofía, universo, lenguaje, inquisición, juicio, herejía.
Abstract
Galileo Galilei, throughout his life, aspired to understand the “great book of the universe” and to decipher the language in which it was written, that of mathematics, since one of the topics that generated the most interest was the movement of the stars, the tides, the oscillating bodies. In the text a narrative is elaborated on all these aspects.
Keywords: philosophy, universe, language, inquisition, judgment, heresy.
El 22 de junio de 1633, Galileo Galilei aguardaba en una sala del convento de Santa María sopra Minerva de Roma, la sentencia de la Inquisición. Con casi 70 años, después de haber gozado del favor y del mecenazgo de hombres poderosos (como el duque de Toscana, Cosme II de Medici), de la admiración de sabios de su tiempo e incluso del aprecio del papa Urbano VIII, Galileo había enfrentado un juicio en el que se cuestionó la validez y la ortodoxia de su conocimiento. La sentencia podía avalar su saber y exonerarlo de la sospecha de herejía. O determinar lo contrario.
A lo largo de su vida, Galileo Galilei aspiró a entender el “gran libro del universo” y a descifrar el lenguaje en el que estaba escrito, el de las matemáticas.[1] Uno de los temas que mayor interés le suscitó fue el movimiento: de los astros, de las mareas, de los cuerpos oscilantes. El contexto era propicio para la curiosidad y la investigación. A inicios del siglo XVII se estaba experimentando un “[…] proceso de innovación intelectual”[2] que cuestionaba con creciente intensidad las teorías de autores clásicos, entre ellos Ptolomeo o Aristóteles —considerados hasta entonces como autoridades en sus respectivas materias de estudio―, al igual que las tradiciones medievales.[3] Galileo abrevó del conocimiento de estudiosos escolásticos del siglo XIV, así como de ideas del neoplatonismo, pero su “particular genio” lo hizo ver, interpretar y explicar ciertos fenómenos de una manera nueva, diferente.[4]
Entre 1613 y 1616 se produjo una controversia alrededor de los planteamientos de Nicolás Copérnico, desarrollados en su obra De revolutionibus orbium coelestium (1543). De acuerdo con Copérnico, el Sol estaría en el centro del universo, mientras que la Tierra giraba a su alrededor. Galileo se pronunció a favor de estas tesis en dos cartas, una dirigida al fraile Benedetto Castelli (también matemático), en 1613; la otra, a Cristina de Lorena, Gran Duquesa de Toscana, en 1615. Copias manuscritas de la carta a Castelli circularon públicamente y, en 1615, un fraile celoso de la ortodoxia en materia teológica la hizo llegar a la Inquisición con un par de ligeras adulteraciones al texto original (o al menos, dos errores de transcripción).[5] Ni ésta, ni una segunda denuncia presentada meses después, provocaron que se abriera un proceso contra Galileo, pues los argumentos de los denunciantes fueron desestimados. No obstante, la resonancia que había adquirido el tema y los debates a los que había dado pie, condujeron a la Iglesia a adoptar una postura al respecto.
El 23 de febrero de 1616, los calificadores del Santo Oficio externaron su opinión acerca de dos proposiciones. La primera, que “[…] el Sol es el centro del mundo y completamente inamovible”, se consideró “[…] tonta y absurda, filosófica y formalmente herética”, por contradecir las Escrituras “[…] en muchos pasajes, tanto en su sentido literal como de acuerdo con la interpretación general de los padres y doctores”.[6] El sentido de autoridad, de enorme peso durante la Edad Media, se hacía presente. Sobre la segunda proposición, que “[…] la Tierra no es el centro del mundo ni inamovible, sino que se mueve como un conjunto, también con un movimiento diario”, se llegó a la conclusión que era “[…] merecedora de la misma censura en filosofía y, en lo referente a la verdad teológica, por lo menos errónea en la fe”.[7] Finalmente, algunos días después (5 de marzo), la Congregación General del Índice de los Libros Prohibidos, emitió un decreto por el que se suspendía la publicación de la obra de Copérnico, en tanto no se le hicieran algunas correcciones. Asimismo, prohibió aquellos libros en que se intentara mostrar que la teoría heliocéntrica era “consonante con la verdad” y no opuesta a la Biblia. De tal modo, la Iglesia permitía estudiar a Copérnico, siempre y cuando se le considerara como una mera hipótesis.
Galileo sostuvo reuniones con el papa Paulo V y con el cardenal Roberto Belarmino, jesuita y uno de los teólogos más renombrados de su tiempo, quien le notificó lo dispuesto en el Decreto y que los postulados copernicanos no podían defenderse o mantenerse. Esto habría de tener repercusiones más adelante, cuando Galileo volviera a quedar en entredicho. De momento, Galileo Galilei había salido bien librado. En los años posteriores, Galileo ganó admiradores por sus conocimientos y aportaciones científicas ―como el papa Urbano VIII (Maffeo Barberini, electo en 1623) ―, pero también detractores, a quienes aludió en algunas de sus obras en un tono incluso irónico.[8]
Hacia 1630, luego de haber escrito y estudiado numerosos fenómenos naturales, Galileo retomó el asunto copernicano. Su buena relación con Urbano VIII probablemente le hizo pensar que las condiciones eran propicias para escribir al respecto.
De cualquier modo, Galileo cuidó las formas. Redactó el texto en lengua vulgar ―no en latín, la lengua científica por excelencia en la época― y en forma de diálogo. En él reprodujo los planteamientos de las posturas confrontadas, a través de dos personajes, Simplicio, adepto del geocentrismo, y Salviati, defensor del heliocentrismo. El veredicto final recaía en un tercer personaje, el neófito Sagredo, genuinamente interesado en el conocimiento y la verdad. Sin embargo, la pretendida neutralidad era aparente: un lector aguzado podía darse cuenta de que el ánimo del autor se inclinaba al copernicanismo.
Galileo sostuvo una reunión con el Papa, a quien mostró el manuscrito. Urbano VIII sugirió cambiar el título original Diálogo sobre el flujo y reflujo de las mareas, por el de Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo) y confirmó la posibilidad de abordar las tesis de Copérnico en calidad de hipótesis. El examen minucioso del libro quedaría en manos del censor Niccolò Riccardi.
Riccardi comprendió que el Diálogo “[…] era propaganda copernicana apenas disimulada”,[9] pero no lograba captar a cabalidad su sentido. Lo pasó a otro censor para una segunda lectura e intentó retrasar la publicación del libro, al menos hasta que se le hicieran algunos ajustes que permitieran modificar su enfoque. Ante la insistencia de Galileo, hizo concesiones, a tal grado que otorgó el “imprimatur” (licencia eclesiástica), bajo la condición de revisar posteriormente la versión definitiva del texto en su totalidad. Galileo estaba decidido a ver su obra impresa, de modo que recurrió a algunas argucias, así como al apoyo de personajes poderosos de Florencia, y logró que se publicara en esa ciudad, con las formalidades de rigor, en febrero de 1632.
La obra tenía implicaciones en tres esferas: la ciencia, la teología y el poder humano. Las proposiciones de su autor a favor de la concepción copernicana del universo representaban una subversión intelectual que, además de sugerir una posible oposición a algunos pasajes de la Escritura, parecía contravenir la admonición hecha por Belarmino a Galileo en 1616. Por su parte, el papa Urbano VIII ―avisado por adversarios de Galileo― no pasó por alto el no muy sutil desdén con que se reproducía su argumento preferido sobre el tema en boca del personaje Simplicio, quien quedaba malparado frente a Salviati, especie de “alter ego” de Galileo.
Sin embargo, el juicio no estaba lejos de comenzar y es en el mes de febrero de 1633 cuando se inicia formalmente el proceso, que consistiría en una serie de interrogatorios a la usanza de la época, a través de los cuales más que la inocencia del inculpado se buscaría lograr una confesión autoincriminatoria, para así demostrar su plena y llana culpabilidad, así como lograr la salvación de su alma.[10] Aun cuando Galileo pudo aportar pruebas a su favor, éstas serían desestimadas, toda vez que su continua lucha por defender ideas que “contrarían al verdadero sentido y la autoridad de las Sagradas Escrituras” bastaba para confirmar su culpabilidad, y con ello, obligarle a renunciar a ellas.
La sentencia del Tribunal de la Inquisición, dictada el 22 de junio 1633, sería la culminación de un proceso que ha quedado registrado como uno de los más significativos de la historia del pensamiento occidental. El “Diálogo sobre los dos sistemas del mundo” quedó prohibido y Galileo fue condenado a prisión, así como a recitar durante tres años, una vez por semana, los siete salmos penitenciales. Ese mismo día, ante sus jueces, abjuró de los “errores y herejías” del heliocentrismo.[11]
En una sociedad de Antiguo Régimen, difícilmente podía pensarse en la verdad científica y la fe religiosa como ámbitos separados. Galileo intentó una conciliación entre ambas, pues como refiere la sentencia, en algunas ocasiones, cuando se esgrimieron pasajes de las Escrituras en contra de la “doctrina” heliocéntrica, respondió “[…] glosando las dichas Escrituras”,[12] aunque, según los juzgadores, de una manera errónea y sesgada a su conveniencia y particular interpretación.
Para aproximarse a la complejidad del proceso inquisitorial contra Galileo Galilei, el análisis del aspecto teológico y su relación con la ciencia son de capital importancia; asimismo, deben ponderarse otros factores que intervinieron para desencadenar el juicio: el orgullo vulnerado de Urbano VIII (acaso más por considerar que la “ofensa” provenía de un hombre al que había admirado y apoyado), las enemistades que había cosechado en el ámbito científico, y la necesidad de establecer, a través de la sentencia, que nadie, ni el más brillante astrónomo, podía desafiar los mandatos de la autoridad eclesiástica.[13]
El juicio a Galileo, posiblemente uno de los procesos judiciales más célebres entre los avezados en el conocimiento científico, es considerado por muchos como una afrenta entre la razón y la fe, o en términos más institucionales, entre ciencia y religión, sin que ello agote su verdadero significado. La transición de un mundo en el cual Dios ocupa el centro del universo y de la realidad en su totalidad, a otro en el cual es desterrado del conocimiento y colocada en su lugar su “criatura” más perfecta (situación que, ya en 1486, anunciaba Pico della Mirandola en su Oratio de hominis dignitate), no permitía otro camino que no fuera un juicio sórdido y determinante, que lograra mantener aunque fuera por unos instantes más, la sagrada verdad repetida sin cesar por casi quince siglos y que daba forma al mundo occidental.
Las revoluciones nunca dejarán de tener sus caudillos y sus mártires, lo cual también es válido para las de naturaleza intelectual. En el caso de Galileo, se presenta ante nosotros un caudillo que es más reconocido como mártir, aun cuando su vida no fue arrebatada; producto de un proceso judicial, prefiriendo abjurar sus creencias que poner su vida en riesgo. Ya lo advierte Camus: “Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando puso su vida en peligro”.[14]
El juicio a Galileo marcó el paso de un conocimiento fijado estrictamente en lo espiritual, a uno en el que cobra importancia la realidad tangible (material) y que, al confluir, permite la generación de una verdad de naturaleza racional y accesible a cualquier persona por medios racionales.
Sin embargo, y más peligroso aún, fue el hecho de que Galileo centrara su conocimiento precisamente en una realidad asequible a toda persona y que no requiriera de mayores intermediarios para hacerse patente, como ya lo reafirmaría René Descartes en sus Meditaciones Metafísicas, tan sólo 8 años después del juicio a Galileo, quien con su proceso contribuyó a cimentar el inicio de lo que más tarde transformaría nuestra historia: el ilustrado siglo XVIII.
Epílogo (en el siglo XX)
Desde un momento temprano de su pontificado, en noviembre de 1979, Juan Pablo II aludió a la figura de Galileo Galilei en un discurso a la Pontificia Academia de las Ciencias.[15] En virtud de su interés por el personaje, en 1981 formó una Comisión Pontificia de Estudio del Caso Galileo. El objetivo de la Comisión no era validar la cientificidad de los postulados de Galileo, pues éstos ya habían sido analizados y, en consecuencia, resueltamente confirmados, matizados o enmendados tiempo atrás; más bien, se pretendió hacer un análisis profundo y sistemático de su caso desde una perspectiva histórica.
El 31 de octubre de 1992, de nuevo frente a la Pontificia Academia de las Ciencias, Juan Pablo II habló de cómo el proceso contra Galileo había servido para ilustrar la presunta oposición entre ciencia y fe, “doloroso malentendido” que debía quedar superado de manera definitiva. De igual modo, consideró que los juzgadores de Galileo, así como la “mayoría de los teólogos” de su época, al apelar a la autoridad bíblica, en realidad estaban defendiendo una “interpretación” de las escrituras, soslayando lo que San Agustín había dicho siglos antes: “[…] —si a una razón evidente trata alguien de oponer la autoridad de las Sagradas Escrituras, no entiende quien eso hace: opone a la verdad, no el sentido de aquellas Escrituras, al que no ha logrado llegar, sino el suyo propio—”.[16]
Sin duda, “[…] cada pueblo es, señores, el ensayo de una nueva manera de vivir, es decir, de una manera de sentir la existencia”,[17] lo cual también es válido para las épocas. Galileo Galilei fue un hombre de su tiempo y de su contexto, al igual que lo fueron sus persecutores y jueces, los cuales no buscaban detener el desarrollo del conocimiento sino preservar uno que durante siglos había servido para explicar, de manera sencilla e incuestionable, una realidad que no necesitaba mayor abundamiento: finalmente la Verdad no se encuentra en esta tierra.
Bibliografía
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- Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, trad. Carlos Solís Santos, 2ª reimpr. de la 2ª ed., FCE, México, 2004.
- Pablo II, Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Pontificia Academia de las Ciencias con motivo de la conmemoración del nacimiento de Albert Einstein, 10 de Noviembre de 1979., (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1979/november/documents/hf_jp-ii_spe_19791110_einstein.html) Consultado el 29 de Julio de 2018.
- Paul II Discours du Pape Jean-Paul II aux participants à la session plénière de l’Académie Pontificale des Sciences (31 de Octubre de 1992)’’, (http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/fr/speeches/1992/october/documents/hf_jp-ii_spe_19921031_accademia-scienze.html#_ftn5) Consultado el 29 de julio de 2018. La traducción de la cita de San Agustín, Epístola 143, se tomó de: (http://www.augustinus.it/spagnolo/lettere/lettera_144_testo.htm) Consultado el 29 de julio de 2018. Cursivas nuestras.
- Koestler, Arthur, Los sonámbulos. Origen y desarrollo de la cosmología, Libraría/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Col. QED), México, 2007 [1959].
- Ortega J. y Gasset, Meditación de nuestro tiempo, FCE, México,2006.
- Rodil M. Victoria, La práctica de la ciencia en la cultura del absolutismo, de Katz, Buenos Aires, 2008.
- Tomas y Valiente F. El derecho penal de la Monarquía absoluta, siglos XVI, XVII, XVIII, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1997.
Notas
[1] Galilei, Galileo, Il Saggiatore [El ensayador], Giacomo Mascardi, Roma, 1623, p. 25.
[2] Burke, Peter, A Social History of Knowledge. From Gutenberg to Diderot, 4a reimpr., Polity Press Cambridge/ Malden, 2000, p. 39.
[3] Idem.
[4] Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, trad. Carlos Solís Santos, 2ª reimpr. de la 2ª ed., FCE, México, 2004, p. 206.
[5] Koestler, Arthur, Los sonámbulos. Origen y desarrollo de la cosmología, Libraría/ Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Col. QED), México, 2007 [1959], pp. 390-392. La autoría de las alteraciones hechas al original no parece del todo clara.
[6] Cit. en ibid., p. 403.
[7] Cit. en idem.
[8] Koestler relata los desencuentros de Galileo con otros estudiosos que proponían tesis diferentes a las suyas; véase ibid., pp. 416-420. Incluso, en un rasgo de honestidad intelectual, declara que, si bien no puede sentir ningún tipo de agrado hacia la Inquisición, encuentra “[…] la personalidad de Galileo igualmente poco atractiva, sobre todo basándome en su comportamiento hacia Kepler”, ibid., p. 379.
[9] Koestler, Op. cit., p. 428. Otro autor, Mario Biaggioli, no menciona la reticencia de Riccardi; afirma que éste había reseñado en términos halagüeños Il Saggiatore, de Galileo y que ambos sostenían una amistad. En caso de que, en efecto, Riccardi hubiera tenido reservas sobre el texto, una posible amistad, o al menos consideración hacia Galileo, podría explicar las concesiones que le otorgó y que, finalmente, permitiera la publicación. Véase, Mario Biaggioli, Galileo cortesano. La práctica de la ciencia en la cultura del absolutismo, trad. de Rodil M. Victoria, Katz, Buenos Aires, 2008, pp. 405-406.
[10] En el proceso judicial de Antiguo Régimen, la confesión del reo era considerada la “prueba perfecta”, pues no dejaba lugar a dudas de su culpabilidad (al respecto véase en Tomas y Valiente F., El derecho penal de la Monarquía absoluta, siglos XVI, XVII, XVIII, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1997, p. 311); además, funcionaba como una especie de analogía de la confesión sacramental, de ahí que también tuviera una importancia en el ámbito de lo moral. Para obtenerla, podía recurrirse incluso a la tortura.
[11] La condena de prisión fue conmutada, inmediatamente, por reclusión domiciliaria, primero, durante algunas semanas, en Roma; posteriormente, en Siena, y, de manera definitiva, a partir de diciembre de 1633, en su hogar de Florencia. Véase, Artigas Mariano y Shea William R, El caso Galileo. Mito y realidad, Ediciones Encuentro, Madrid, 2009, pp. 155-156. Los siete salmos penitenciales son, de acuerdo con la numeración asignada en la Vulgata: 6, 31, 37, 50, 101, 129 y 142. Como su nombre lo indica, expresan contrición por parte del pecador y confianza en la misericordia divina para obtener el perdón de sus faltas.
[12] Cit. en Koestler, Op. cit., p. 440.
[13] Biaggioli, ya citado antes, da cierto peso al ambiente cortesano de Roma y a la caída de uno de los protectores de Galileo como elementos en el desarrollo del proceso inquisitorial.
[14] Camus Albert, El mito de Sísifo, trad. de Luis Echávarri, 5ª reimpr., Alianza, Madrid, 1995, p. 16.
[15] “Discurso del Santo Padre Juan Pablo II a la Pontificia Academia de las Ciencias con motivo de la conmemoración del nacimiento de Albert Einstein (10 de noviembre de 1979)”, http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1979/november/documents/hf_jp-ii_spe_19791110_einstein.html. Consultado el 29 de Julio de 2018.
[16] ‘‘Discours du Pape Jean-Paul II aux participants à la session plénière de l’Académie Pontificale des Sciences’’ (31 de Octubre de 1992)’’, http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/fr/speeches/1992/october/documents/hf_jp-ii_spe_19921031_accademia-scienze.html#_ftn5. Consultado el 29 de julio de 2018. La traducción de la cita de San Agustín, Epístola 143, se tomó de: http://www.augustinus.it/spagnolo/lettere/lettera_144_testo.htm. Consultado el 29 de julio de 2018. Cursivas nuestras.
[17] Ortega J. y Gasset, Meditación de nuestro tiempo, FCE, México,2006, p. 40.