Hóptica “La vista opera el efecto del tocar”

Gérard Bensussan/trad Maria Konta

Me gustaría, a partir de una meditación continua de la obra de Jean-Luc Nancy, y más particularmente sobre algunas de sus obras, volver a la oposición tradicional de la vista, el más teórico, el más panorámico y el más noble de los sentidos, y el tacto, el más vulgar, considerado a menudo el último de los cinco sentidos porque es supuestamente pobre en representaciones.[1] En nuestra vida cotidiana, nuestras existencias sociales y en los mandatos que las acompañan, en los paseos museísticos,[2] el noble sentido de la vista (el oído tendría un estatuto intermedio muy interesante) ha relegado el tacto al rango arcaico de un empirismo un tanto sospechoso, o incluso de una intimidad más o menos dudosa del cuerpo (el registro de las “palpaciones”), o bien, y es la misma cosa “despreciablemente material”, de la relación con el dinero, con las especies sonantes e indecisas: cobramos un salario, una suma, una fortuna, de plata.

De esta jerarquía polarizada de la vista y del tacto surgen las codificaciones antropológicamente complejas entre diferentes formas de contacto, entre lo puro y lo impuro, lo tocable y lo intocable, lo táctil y lo tentador (“el aire de no tocarlo,”[3]) así como las reglas de la decencia que determinan los procesos de la civilización mediante la limitación cada vez más drástica del tacto, de los gestos del tacto: comer con los dedos, tocarse de una manera u otra, rascarse, palpar la mercancía. Norbert Elias describió correctamente las manifestaciones de este fenómeno en La sociedad cortesana.

Lo que me gustaría mostrar, por el contrario, es que el tacto es más que un sentido entre los cinco, reducido simplemente al contacto de la piel y de un objeto, y que más bien opera una serie de pasajes interactivos de todos los sentidos. Se trata más de algo entre-los-sentidos que de un sentido como parte de los sentidos.

La vista, la visión, la teoría (todo es uno), en esta jerarquía impuesta por la tradición, se supone que es el más objetivo de nuestros sentidos, el más despegado, el más libre, porque favorecería a la representación (Vorstellung) de la cosa por la distancia que establece, por el “sobrevuelo” (Merleau-Ponty) y por tanto su contemplación total (no hay totalidad sin visión) y abstracta. Es a través de la vista que percibimos los objetos puestos ante nosotros (objetos) e incluso que construimos conocimiento a partir de ellos.

Como observa San Agustín, las mismas palabras del conocimiento son “ópticas”: “Y aunque es cierto que el ver única y propiamente corresponde a los ojos, solemos usar también de esa palabra para explicar la acción de los demás sentidos, cuando los aplicamos a conocer sus propios objetos. Pero no al contrario, pues nunca decimos: oye cómo alumbra, ni oled cómo luce, ni gustad cómo brilla, ni palpad cómo resplandece, siendo así que todo esto lo llamamos ver.”[4] Decimos veo para dar un asentimiento de conocimiento, entiendo, capto, intuyo, oigo bien (a través de lo cual se moviliza la audición). “Y la causa en que, de los sentidos, éste es el que nos hace conocer más y nos muestra muchas diferencias,” señala Aristóteles.[5] Ver es entonces saber de golpe. Lo visible es ya una primera articulación de lo decible en virtud de lo que Bergson discernió como el “mecanismo cinematográfico” del pensamiento.[6] Esta oposición entre la vista y el tacto, no me detendré en ella, es consustancial a la metafísica. Y esto al pie de la letra: meta significa algo que se coloca por encima de la física, es decir, la vista colocada por encima de una física del tocar. Jean-Luc Nancy explica que en un momento determinado, a más tardar con Kant, el eros filosófico se orienta totalmente hacia lo que él llama la “verdad suprasensible”.[7] El contraste entre vista/tocar se ha convertido en algo común, aunque esté lejos de haber reinado sin repartición, siempre y en todas partes. Deberíamos detenernos en particular en Aristóteles y sus ambigüedades (pero no es ese mi punto), por ejemplo: “Y de ahí que sea el más inteligente de los animales.

Prueba de ello es que en el género humano los hay por naturaleza mejor y peor dotados en función de este órgano sensorial y no en función de ningún otro: los de carne dura son por naturaleza mal dotados intelectualmente mientras que los de carne blanda son bien dotados.”[8] Ambigüedad que encontramos, de modo muy distinto, en la propia fenomenología, en otro registro, el de la alteridad. Husserl concede al tacto un papel decisivo ya que es él quien “constituye” el cuerpo como carne, Leib: “El cuerpo, naturalmente, también es visto como cualquier otra cosa, pero solamente se convierte cn CUERPO mediante la introducción de las sensaciones en el palpar, mediante la introducción de las sensaciones de dolor, etc., en suma, mediante la localización de las sensaciones en cuanto sensaciones.”[9] Es en este contexto que Husserl se refiere a la experiencia de “mi mano tocando mi otra mano”. Coloco mi mano derecha sobre mi mano izquierda y mi atención se centrará alternativamente en lo que la mano siente “debajo de ella” y en lo que siente “dentro de ella”. De este entrelazamiento surge la realidad de mi mano como mano que siente y que se me revela como mi carne, perteneciéndome como soporte de mis propias sensaciones. Es gracias al tocar que siento que mi mano me pertenece. Fragmentos de mí mismo que sólo yo puedo ver, la mayoría de las veces indirectamente, especularmente, en un espejo, partes de mi propio cuerpo desmembrado, no puedo “sentir” con la misma certeza de que me pertenecen, estos pedazos de mí. El tocar es el sentido de la experiencia tangible, pasiva y epidérmica. No obstante, ésta es la ambigüedad que señalaba hace un momento: si Husserl hace bien en tocar aquello a través de lo cual se realiza la experiencia del Leib, de mi carne y de la relación consigo mismo, no le da ningún lugar en lo que respecta a la relación con los demás. Me refiero aquí al quiasma de Merleau-Ponty: cuando toco mi mano, soy a la vez la mano que toca y la mano que es tocada, dentro y fuera a la vez, con respecto a mí mismo, con respecto experimentado a mí mismo, pero a mí mismo como estando fuera de mí, a mí mismo y a un otro. La carne es carne sólo gracias a la existencia de otras carnes, a su conexión con la intersubjetividad carnal, que no le es extrínseca, sino que, por el contrario, procede de algún modo de ella.

Salto por encima de estas ambivalencias y contradicciones internas en la tradición, desde Aristóteles hasta Husserl. Diría, una vez establecido este marco definitorio general pero pensando también en pensadores no fenomenológicos, que las asociaciones sensoriales, todo el registro visual-táctil en el que me gustaría centrarme, dependen enteramente de una exterioridad-otredad sensible. Franz Rosenzweig, por ejemplo, comentaba que necesito que otra persona me ponga la mano en la frente para tranquilizarme, calmar la ansiedad o aliviar una fiebre; en estas situaciones, la mía no me sirve de nada, como tampoco puedo reírme a carcajadas haciéndome cosquillas. En cierto modo, las oscilaciones de la tradición se estabilizan relativa y problemáticamente en el desarrollo de las tecnologías táctiles (pantallas, guantes, táctiles, etc.), de todo lo que cae bajo el sistema de sustitución visual-táctil (SSVT), y que afecta a ciertas profesiones (estilistas, ebanistas) que tienen sus “tocadores”, como los perfumistas tienen su “nariz”. El tacto es una “hapercepción”, para retomar una frase de Frans Veldman, el inventor de la haptonomía,[10] o una terapia “psicotáctil” del tacto como cuidado. Las percepciones hápticas se capturan allí como activas y organizadoras. Irrigan un modo táctil y una facultad de estar en el mundo. El tocar es una Darstellung, una exposición, una presentación, una manifestación de una presencia real, experimentada en la carne, algo completamente diferente a la Vorstellung que propone la visión. El tocar desempeña pues un papel de información y de evaluación técnica en virtud de una “visualidad háptica” en la que los ojos funcionan casi como órganos del tocar. McLuhan había observado que el funcionamiento de la televisión dependía, en primer lugar, del sentido del tocar, en virtud de la capacidad de este sentido, el tocar, de producir toda una serie de interacciones con los demás sentidos. Para comprender el “efecto de choque” que produce el cine en el espectador, Benjamin ya había notado que la experiencia cinematográfica, es decir la recepción de una película, era más “táctil” que “visual” o contemplativa porque, decía, el espectador difícilmente acoge una película con atención “reflexionada”, como frente a una pintura.[11] La modernidad se caracterizaría entonces, según Benjamin, por el reconocimiento de la especificidad táctil de las experiencias estéticas de las que fue contemporáneo (el cine pero también el deporte, la política). Tomo nota de la existencia de estas tecnologías táctiles, estas SSVT, porque manifiestan una interferencia efectiva, y no sólo pensada, en la jerarquía entre la vista y el tacto. A través de ellos, al tocar veo, al tocar se me transmite una imagen, no son solo los ojos los que ven, sino el cerebro el que transforma la información que recibe en experiencia visual. Si el tocar, decía, es más que un sentido, más que el simple efecto háptico del contacto entre la piel y un objeto, si es una interacción de todos los sentidos, es porque llena la distancia inherente a la visión. Se produce una resistencia del mundo desde que lo toco, prueba y siente lo real, lo testimonia al tocarlo porque suprime el espaciamiento en la exterioridad, de alguna manera, como condición de la representación.

Me gustaría detenerme en este tocar-ver, o este ver-tocar, en esta cooperación óptico-táctil por la que, según Nancy, “la vista es un tocar diferido”.[12] Pero es precisamente esta “diferencia” la que las tecnologías táctiles parecen anular, como si la vista fuera un tacto sin espaciamiento ni diferencia temporal. Esta idea está plenamente expuesta en un magnífico pasaje de la Nouvelle Héloïse donde Rousseau, observando las costumbres y modales del Valais, cantón suizo, y hablando de la “enorme amplitud de las gargantas” de los valesanos, observa que “la vista opera el efecto del tocar”. Cito:

“a veces puede un sentido instruir a otro; y no obstante la vigilancia más escrupulosa, en el trage más ajustado quedan intersticios por donde hacen la vista efectos del tacto. Codiciosos y temerarios se insinuan impunemente los ojos entre las flores de un ramillete, vagan por bajo de la seda y la gaza, y hacen que sienta la mano la resistencia elástica que no se atreve ella a experimentar.”[13]

El ojo realiza el tocar de forma especular, al menos en sus “efectos”, condición de posibilidad de las tecnologías viso-táctiles. Nada estimula más que un tocar ausente, prohibido, una “operación” imposible de la mano. Pero esta ausencia no le impide en ningún caso “operar” a través de una especie de transmisión sensorial. La prohibición del tacto, «instruida» por la vista, se convierte en la promesa de un hacer-sentir que insinúa, divaga y llega hasta producir sus propios efectos, en el lenguaje, en el cuerpo. La vista opera el efecto que sería el del tocar hasta “hacer sentir a la mano la resistencia elástica” de un pecho –no en la diferencia del tacto sino en su simultaneidad transformadora.

El tocar, el efecto del tocar, hace sentir y vibrar en el interior algo del exterior, entre esta extimidad y la piel, la “flor de piel” que da testimonio de esta superficialidad por la profundidad de la que hablaba Nietzsche. Es por lo tanto extremadamente plástico, y mil expresiones comunes lo atestiguan (golpearse el ojo, tocarse el dedo o tocarse los ojos, no tener los ojos fríos, etc.). Por el contrario, el tocar, si es tocar ciego, se convierte en un “ver a través de la piel,” una visión extrarretiniana, un “ver” de las cosas que tocamos: los dedos leen (este es el principio del braille), tocan con los ojos. La mano del ciego o el guante táctil son como fantasmas, pero fantasmas activos, capaces de inducir los movimientos de los ojos, de guiarlos, como si el tocar diera a la vista algo así como un espíritu adicional, una “verdad,” dice el propia Nancy, todo lo contrario de lo que presupone su vulgaridad material.

Diría del tocar lo que se ha dicho de la caricia, siendo Levinas el primero, por supuesto, que lo equipara al “contacto”; como la caricia, el tocar “actúa en lo invisible”, “consiste en no apresar nada, en solicitar lo que se escapa sin cesar de su forma… lo que se oculta como si no fuese aún. Busca, registra”.[14] En este punto o esta superficie de tangencia, lo que los metafísicos llamaban una vez “verdad” se desvanece en favor de otra “verdad”, sensible en lugar de insensible (Nancy), una verdad donde “faltan categorías” porque, como el tacto, la caricia “no va hacia lo sensible”, que es lo que hace la visión. Es “intencionalidad sin visión.”[15] Desde Platón, la teoría, el teatro (misma etimología: ver, mirar) del pensamiento, se organiza según un sistema de mirada, que discierne conjuntos, contornos, sujetos e identidades más o menos cosificadas. El tocar, para él, no tiene objeto, lo busca, debe buscarlo porque no está mediado por un órgano dedicado, la nariz, los ojos, los oídos, y no tiene un campo operativo más circunscrito. Fantasma, equilibrista, cuerda tendida entre la piel y lo que los alemanes llaman Gemüt, espíritu-corazón, soñador, como alucinado, el que toca no sabe, ni siquiera sabe que no sabe, de lo contrario se anquilosaría; El conocimiento, incluso el negativo, lo anquilosaría. Tocar es quizás algo así como aprender esta verdad no-insensible, sin maestros ni aprendices. El tocar es pues “local, modal, fractal”.[16] El sentido de este sentido se pluraliza y se divide en una enumeración indefinida y yuxtaposición de toques distantes entre sí, que no pueden unificarse y cerrarse bajo un sentido. El tocar como tal no existe, hay tactos, toques, donde todo sucede entre cuerpos, en ese entre-constitutivo que “no tiene consistencia propia, ni continuidad.”[17] Estamos lejos de la ontología sustancialista de un Ser que, como un tejido, un cemento, un puente, permitiría a la mirada ir de un objeto a otro, de un cuerpo a otro, continuamente. El tocar no es nada más que una contigüidad, una inter-, nada, “nada más que la conexión”.[18] La mirada se reúne según la continuidad, la síntesis, la sincronía, la sinopsis. La contigüidad, entre uno y otro, separa, espacia estos conjuntos: “la ley del tocar es la separación, y más aún, es la heterogeneidad de las superficies que se tocan”, explica Nancy.[19] Levinas concluye por su parte que “el contacto no es abertura sobre el ser, sino exposición al ser”,[20] que es algo completamente distinto.

Derrida cuestiona esta ley de separación, y esta separación misma, en virtud de lo que él llama un “intuicionismo haptocéntrico”[21] que consistiría “en retener el tacto en la mirada para asegurar en esta lo pleno de presencia inmediata”.[22] Concediendo así la evidencia al tocar, se reafirmaría la inmediatez, la plenitud de la visión, la pre-existencia de la metafísica de la presencia. Esto, a través del intuicionismo como experiencia de inmediatez, de plena continuidad y de contacto, se especificaría como “metafísica hapto-trópica”. Sólo podemos estar de acuerdo con esta observación derridiana bajo la condición circular del intuicionismo haptocéntrico, es decir bajo el requisito de una restricción del tocar en la intuitio, en la mirada, en la vista. Pero el obstáculo se elimina, al menos empíricamente, si aceptamos que el tocar es separación, separación de la vista y del tocar, y contigüidad, “operación” u operatividad (Rousseau) de uno en el otro, y del otro en el uno.

La fórmula y la ejemplaridad de Rousseau me parecen aquí ser continuamente reversibilisados en todos los sentidos. “La vista produce el efecto del tacto” es el principio básico del cine pornográfico y, sin duda, del cine en general, como demuestra Benjamin; y al igual que el eje del famoso noli me tangere, más exactamente de la muy famosa secuencia donde el apóstol Tomás quiere tocar, ver y tocar, tocar para ver mejor, en un gesto, casi pornográfico, por el cual la fe, ciega, la confianza, in-tacta, son puestas a prueba por un tacto que se supone opera el efecto de la vista, de la visión, de la Idea de alguna manera, según una demonstratio ad sensum concebida como probación absoluta. Cito estos textos, muy conocidos, pero aparentemente contradictorios:

 Y cuando los otros discípulos le dijeron: Hemos visto al Señor, les respondió: Si no veo las señales de los clavos en sus manos, si no meto mi mano en su costado, no creeréis… Ocho días después… Jesús dijo a Tomás: Pon tu dedo aquí, mira mis manos, acerca tu mano y métela en mi costado… porque me has visto, crees. Bienaventurados los que no vieron y creyeron (Jn XX, 25).

O aún:

Mientras discutían sobre esto, Jesús se puso en medio de ellos y les dijo: «La paz esté con ustedes. Soy yo. No tengan miedo». Cayeron llenos de terror, pensando que veían un fantasma. ¿Por qué estáis asustados?, les dijo ¿De dónde vienen esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, para que sepáis que soy yo: tocadme y mirad; un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. Y mientras les hablaba, les mostró las manos y los pies. Mientras ellos aún dudaban y estaban confusos en su alegría, les preguntó: ¿Tienen algo de comer? Después le pusieron delante un trozo de pescado asado y un panal de miel; y los tomó y los comió en presencia de ellos (Luc., XXIV, 37).

Podríamos referirnos también a Juan, 20, versículos 13-18, que sigue inmediatamente al episodio en el que Tomás quiere tocar: la prohibición pronunciada por Cristo resucitado está dirigida esta vez a María de Magdala, Mariam: Μή μου ἅπτου, mê mou haptou, no me toques, noli me tangere (Jesús le dijo: no me toques porque todavía no he subido al Padre).

Es muy interesante observar que el ‘no me toques’ se alterna en los textos evangélicos con el ‘tócame, mete tu dedo’. Tocar o no tocar, esta es aquí la cuestión. Con su petición, el apóstol Tomás da voz al sentido común, al buen sentido popular. Manda de nuevo al lector del Evangelio de Juan a una experiencia familiar: cada vez que quiero asegurarme de la realidad de algo, de la existencia de un objeto tangible, intento verificarlo tocándolo. Siempre que está en juego un hecho crudo o un dato físico, el tocar, y no sólo la visión perspicaz, se presenta como la sensación de certeza por excelencia. Al mismo tiempo, la petición de Tomás da testimonio de su falta de fe y de la fragilidad de su creencia. Por lo tanto una figura central en esta dramaturgia del tocar y/o no tocar. La Encarnación apoya admirablemente a ambos y autoriza así un último truco de la razón evangélica o, de hecho, del “intuicionismo haptocéntrico” que sería como el nombre filosófico: soy hombre, dijo Jesús, un hombre presente, mira mis llagas, puedes tocarme e incluso escudriñar mi carne, y así verás mejor. El incentivo para tocar aquí se basa en la representación de que somos como ganados por aquello que tocamos, que esperamos un beneficio de ello o que le tememos fóbicamente. Y Tomás introduce su dedo índice en el corte, busca en el interior de la herida, extiende la carne, para asegurar la resurrección, por supuesto, pero sobre todo porque lo real visto ejerce tal poder de atracción que queremos tocarlo, para “creerlo” mejor, y hacer de nuestros dedos otros tantos ojos o viceversa. Se puede identificar ver que, en La incredulidad de Santo Tomás, el cuadro de Caravaggio, la llaga de Cristo donde el apóstol presiona su dedo “en forma de ojo” del cual levantaría el párpado superior,[23] como lo haría un anatomista (¿un anatomista?).

Sin embargo, cuando se dirige a María Magdalena, a Mariam que lo llama “rabboni”, Jesús dice: no me toques, porque ya no soy un hombre entre los hombres, ya estoy ausente de esta humanidad, subo al Padre y entonces no podrás tocarme. No es una negación, ni una prohibición, sino una llamada, casi una súplica, a amarlo no como una cosa o como un hombre, sino como una gloria. Nancy observa que la traducción latina autorizada de haptô por tango no da non me tange, lo que debería haber sido así, pero noli: ni siquiera quieras tocarme, ni lo pienses, es imposible.[24] Como si estos dos verbos y estas dos formas negativas se refirieran a los dos cuerpos de Cristo, el tangible como evidencia de la resurrección de la carne, y el intocable, la gloria que ningún hombre puede tocar. El ´no me toques´ es ontológicamente intransgresable, no depende de una autorización concedida o no. No se trata de una prohibición moral, de un requerimiento de la ejecución según una axioteología. Es en todos los aspectos comparable a “no verás mi rostro”, la palabra de Dios dirigida a Moisés en el Sinaí. Es una zarza ardiente. Afirma un peligro ontológico inminente. No me toques, no toques la zarza ardiente de mi cuerpo expuesto, corres el riesgo de ser aniquilado por un tocar que te llevaría exactamente a donde no quieres ir, el ardor del deseo, el desconcierto de un enigma, la incomprensión que engendra la aniquilación. Es un hecho: el régimen divino y el régimen humano de la vista y del tocar son como el agua y el fuego, de una coexistencia imposible. Ver a Dios en el Sinaí es ya estar muerto. Porque ver, para los seres finitos que somos, es mirar al horizonte, considerar una línea lejana, pero el horizonte designa un límite (horizein), una frontera (horos), o un círculo que encierra la vista. En este sentido, Dios no tiene “horizonte”. Y, en el ‘no me toques’, es lo mismo: el cuerpo resucitado está fuera de la presencia, está en una gloria intocable, superando todo horizonte, toda horizontalidad, se eleva verticalmente. La afirmación de Rousseau, que no tiene nada que ver con la consideración teológica, es sin embargo válida y sólo es posible en este registro de tensión extrema, de distancia y de “separación” entre la vista que llama irresistiblemente al tocar y el tocar imposible excepto por la operación de la vista.

Un cuerpo, en cada momento, se pone en peligro -demasiado sensible o demasiado glorioso, hipersexual o superdivino, frágil en su sobreexposición- por un tocar que corre el riesgo de no reconocerlo, de errar y de golpearlo convirtiéndolo en un objetivo fácil de atrapar, como por una caricia muy mala que sólo sería un tocar apropiado, identificativo. Hay pues en el tocar una amenaza que pesa sobre el cuerpo, hipersensible, ya vulnerable incluso antes de ser tocado, posiblemente herido. “No me toques” es mucho más imperativo que cualquier mandato del mismo tipo que tendría otro significado, “no me escuches”, “no me mires”. La prohibición del pudor, por ejemplo, podría eludirse con una simple mirada furtiva. Con el “no me toques” el peligro es mayor, la carga ético-afectiva u ontoteológica más pesada. Esto se debe a que el quiasma tocar/tocado sólo es válido para este sentido del tocar y sólo para él; ver y ser visto no es parte de tal entrelazamiento. El tocar remite a una única sensibilidad, “el cuerpo”, que se abre tanto a la caricia como a la herida, en la misma dirección, al éxtasis del placer y a la herida de la herida, como dice Hugo de la tortura. El tocar toca y puede, con solo tocar una herida, causar dolor extremo, golpes por ejemplo. Pero también puede despertar el placer del roce de la piel, que produce tanto beneficios físicos como también daños físicos. El sadismo es el efecto operativo de esta doble revelación de la carne, de su realidad cada vez más mía, perteneciente a mí como soporte de mis propias sensaciones, y propia sólo de mí, expuesta y entregada a esta peligrosa ambivalencia. En una vieja canción de amor que recuerdo mientras escribía este texto, una mujer herida y abandonada le decía a su amante que estaba a punto de dejarla, como cautivada por el dolor de la separación: “para, para, no me toques”. Aquí se mezclan todos los registros, el deseo, por supuesto, el deseo de ser tocado, ahora prohibido, porque tocar hoy, en el momento de la separación, heriría, haría daño y violencia. Pero también la presencia extrema de una presentación: el cuerpo está ahí, disponible, tocable; y de nuevo la imploración, por la cual lo que antes era palpable ahora es intocable. Estos registros se interdeterminan trágicamente entre sí, según un llamado y según una prohibición. Esta palabra de sufrimiento cuyo objetivo es precisamente el tocar, su violencia sepultada tanto como su promesa inaudita, niega un deseo, desea lo que niega pero para mejor negarlo de nuevo, para desearlo siempre. Esta ambigüedad fundamental hace del tocar una paleta, un abanico, una carta de colores, donde, a través de operaciones de efectos, se involucran todos los demás sentidos. Ni siquiera la llamada de Jesús resucitado a María Magdalena escapa a ello. Quisiera relatar otro recuerdo, más reciente, que revivo a través de la confusión mantenida de la memoria. Recuerdo, pues, una conferencia de Jean-Luc Nancy sobre el noli me tangere comme un noli me frangere, no me rompas, no me fragmentes, no me hagas pedazos. ¿Cómo pueden los sentidos y el mundo entrar en contacto, de alguna manera, sin implosionar? Esto, el mundo, no es seccionable ni divisible según ellos, los sentidos. Un hombre nacido ciego, que ha aprendido a distinguir por el tocar los objetos, redondos, alargados, calientes, fríos, etc., ¿los reconocería si llegara a recuperar la vista?, se preguntaba Diderot, retomando el problema planteado por Molyneux en su Carta sobre los ciegos. La pregunta plantea como condición que la relación con el mundo, en todo caso, esté regida por una estructura existencial. Esto, no lo dudamos, es indudablemente diferente a menos que la vista o el tocar organicen sus modalidades, pero, sin embargo, les pertenece por igual.

En un libro muy instructivo para el filósofo, El hombre común en la obra, un pintor, Jean Dubuffet desarrolla, a partir de sus prácticas singulares y mucho antes de las tecnologías contemporáneas de la SSVT, una concepción más táctil que óptica del color y de la pintura. De manera muy notable, en lo que escribe sobre el “negro”, por ejemplo, el artista explica que podemos sustituir muy bien la gama cromática clásica por una nueva gama de texturas, dirigida por sensaciones estereoscópicas, percepciones de materiales, la suntuosidad y la suavidad de los matices del coral vistos un día por el pintor en un acuario. Esta gama de colores-texturas asocia a la percepción visual “el pensamiento de un contacto”, dice Dubuffet, un “valor táctil del color” que evoca cada vez un “placer” aumentado. Esta observación y la práctica de pintar que la acompaña también remiten a un uso cotidiano y banal del verbo tocar, he notado. Cuando decimos que hemos sido “tocados”, profundamente tocados, por algo, desde lo más externo, una película, un cuadro, una obra que se manifiesta exteriormente, hasta lo más íntimo, un encuentro, alguien, una sensación abrumadora, es precisamente la zarza ardiente del tocar la que se muestra. Tocar sería entonces alcanzar, consumir, quitar, inflamar, para bien o para mal:

“Y en la palma de mis manos siento arder lo que me toca”[25]

 

Notas

[1] Nota de la traductora: El texto original en francés intitulado “Hoptique” es inédito. Una versión más corta fue presentada en el coloquio internacional “El tocar. Jean-Luc Nancy y el pensamiento háptico” en el Instituto de Filosofía, Facultad de Filosofía, Pontífica Universidad Católica de Chile el 8 de noviembre de 2024. Agradezco a Gérard Bensussan por mandarme el texto por correo electrónico y otorgarme el derecho de publicar su traducción en español aquí. Comunicacion con el autor por correo electrónico el 10 de febrero de 2025.
[2] “Se ruega tocar”, leyenda colocada por Duchamp bajo una de sus obras que representa unos pechos de mujer en relieve, invitando a transgredir tanto la prohibición de tocar en espacios públicos como la prohibición de tocar obras en museos [lo que no siempre ha sido así, cf. Constance Classen, ed. The Book of Touch (Berg Publishers, 2005), 275]. Por el contrario, no tocar las obras era inapropiado en los gabinetes de curiosidades del siglo XVIII. Herder incluso afirmó que no se puede apreciar la belleza de una estatua sin tocarla. La prohibición contemporánea no surge sólo de la preocupación por la conservación de las obras, sino probablemente también de una devaluación del tacto en la aprehensión del mundo.
[3] El aire de no tocar designa y significa el atractivo y el porte de alguien que parece no pensar siquiera en tocar, como si el tacto fuera irrelevante y no tuviera ningún lugar lujurioso en sus pensamientos, deseos o palabras. Pero este “aire” sólo puede delatar la intensidad potencial del movimiento que va de la mano al objeto, de las extremidades deseantes a la masa carnal deseada.
[4] San Agustín, Confesiones, libro X, capítulo 35. Consultado en línea: https://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/confesiones–0/html/ff7b6fd2-82b1-11df-acc7-002185ce6064_19.html#I_189_
[5] Aristóteles, Metafísica, libro I, capítulo 1.
Consultado en linea: https://www.philosophia.cl/biblioteca/aristoteles/metafisica.pdf
[6] Henri Bergson, La evolucióm creadora, capítulo IV.
Consultado en línea: http://figuras.liccom.edu.uy/_media/figari:anexos:bergson_henri_-_la_evolucion_creadora.pdf
[7] Traducción mía. Cito la nota original: Jean-Luc Nancy, Sexistence (Paris: Galilée, 2017), 30-31.
[8] Aristóteles, Acerca del alma, libro segundo, capítulo noveno.
Consultado en línea: https://eltalondeaquiles.pucp.edu.pe/wp-content/uploads/2015/09/Aristoteles-Acerca-del-alma.-Gredos.-Trad-Tomas-Calvo.pdf
[9] Edmund Husserl, Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica. Libro segundo: Investigaciones fenomenológicas sobre la constitución, traducción de Antonio Zirión Quijano (México: UNAM, 2005). Consultado en línea: https://archive.org/details/ideas-relativas-a-una-fenomenologia-pura-y-una-filosofia-fenomenologica.-libro-s/mode/2up
[10] Traducción mía. Cito la nota original: Frans Veldman, Haptonomie. Science de l’affectivité (Paris: PUF, 1997).
[11] Cito la nota original: Walter Benjamin, L’œuvre d’art à l’époque de sa reproductibilité technique, tr. R. Rochlitz (Paris: Gallimard. Folio), 49.
[12] Traducción mía. Cito la nota original: Jean-Luc Nancy, Noli me tangere (Paris: Bayard, 2013), 81.
[13] Jean-Jacques Rousseau, Julia o la nueva Eloísa.
Consultado en línea: http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020026004/1020026004_MA.PDF
[14] Emmanuel Levinas, Totalidad e infinito, trad. Daniel E. Guillot (Salamanca: Ediciones Sígueme, 2002), 267-268. Consultado en línea: https://etica.uazuay.edu.ec/sites/etica.uazuay.edu.ec/files/public/levinas-1961-totalidad-e-infinito_ocr.pdf . Nota del autor: “También debería reexaminarse y comentarse todo el párrafo “Vulnerabilidad y contacto” de De otro modo que ser o más allá de la esencia.”
[15] Ibid, 270.
[16] Jean-Luc Nancy, Corpus, trad. Patricio Bulnes (Arena Libros, 2003), 61.
Consultado en línea: https://esquizoanalisis.com.ar/wp-content/uploads/2024/08/Corpus-Jean-Luc-Nancy.pdf
[17] Jean-Luc Nancy, Ser singular plural, trad. Antonio Tudela Sancho (Arena Libros, 2006), 21.
[18] Jean-Luc Nancy, El sentido del mundo, trad. Jorge Manuel Casas (Buenos Aires: La Marca, 2003), 227.
[19] Nancy, Ser singular plural, 21. Nota del autor: “Levinas de nuevo ‘en el propio contacto el que toca y el tocado se separan’, De otro modo que ser”. Nota de la traductora: Aquí sigo la versión Emmanuel Levinas, De otro modo que ser o más alla de la esencia, trad. Antonio Pintor Ramos (Ediciones Sígueme, 1995), posición 247.
Consultado en línea: https://www.solidaridadobrera.org/ateneo_nacho/libros/Emmanuel%20Levinas%20-%20De%20otro%20modo%20que%20ser.pdf
[20] Levinas, De otro modo que ser, posición 233.
[21] Jacques Derrida, El tocar. Jean-Luc Nancy, trad. Irene Agoff (Buenos Aires/ Madrid: Amorrortu editores, 2011), 423.
[22] Ibid, 179. Nota del autor: “Es el mismo fenómeno que describe Rousseau.”
[23] Cito la nota original: Yannick Haenel, La solitude Caravage (Paris: Gallimard, 2020), 156.
[24] Cito la nota original: Nancy, Noli me tangere (Paris: Bayard, 2003), 61.
[25] Traducción mía. Cito la nota original: Luis Aragon, Le roman inachevé (Paris: Gallimard, 1956), 111.